La angustia de las inmensidades oceánicas

(La representación del espacio en los primeros exploradores europeos del Pacífico en los siglos XVI y XVII)


Por la Dra. Annie Baert, hispanista, profesora de español y especialista en Estudios Ibéricos en la Universidad de la Polinesia francesa, en Tahití.

                                                                         (Traducción de José María Álvarez Blanco)


             Un viajero actual parece tener una noción clara del espacio por el que se desplaza. Por ejemplo, quien sube a un avión en Faa’a para ir a Hawai’i, aunque ignora cuál es la distancia exacta que va a recorrer, sabe al menos que aterrizará en Honolulú unas 5 horas más tarde. Una vez sentado en su butaca, puede seguir el trayecto en una pantalla que reproduce un mapa del Pacífico, donde se ve literalmente volar hacia el norte y aproximarse poco a poco al punto de destino: hay pues una percepción inmediata del espacio y del tiempo que transcurre, adornada de una extraordinaria sensación de facilidad que le hace olvidar lo que fueron los viajes de antaño.

Pero a nuestro viajero el vocabulario le recuerda que tiene predecesores en la materia: «embarca» (del verbo «embarcar», subir a un barco) a una «aeronave» (de la palabra «nave», navire); antes de subir «a bordo» (en el barco), deja su equipaje en la «bodega» (el compartimento de la cala del barco destinado al almacenamiento de los víveres o de las velas), y confía el cuidado de su equipaje (de la antigua palabra «equipar» = proveer a una embarcación de lo necesario), al personal «navegante», técnico o comercial. Dicho brevemente, en el curso de la travesía que se apresta a realizar, será el heredero de los viajeros de antaño, con la diferencia de que hoy día todos sus parámetros son conocidos en cada instante por el «piloto» (palabra que procede de una palabra griega que designa el timón), que decide en lugar de sufrir, como hacían los antiguos. De los sufrimientos se encontrarán mil ejemplos en los primeros exploradores europeos del Pacífico, cuando la ignorancia conducía frecuentemente a la desesperación y a la revuelta.

Magallanes, el pionero.


Lo único que sabía Magallanes[1] al salir de Sevilla, el 10 de agosto de 1519, era que existía un mar entre América y Asia, el continente sobre el que se encontraban las Molucas, o «islas de las especias», puesto que Vasco Núñez de Balboa[2] había visto dicho mar con sus propios ojos seis años antes, en las orillas del istmo de Panamá, sin siquiera navegar por él. Esto constituía un punto de partida muy débil para organizar dicha expedición, pero hubo razones para emprenderla porque se conocía el resultado: después de haber bordeado durante casi un año entero la costa de América del Sur, y penetrar en todas las bahías y en todas las desembocaduras para ver si no se encontraría allí «el paso», entró, el 28 de noviembre de 1520, en el Mar del Sur (que su cronista Pigafetta[3] denominó el «Pacífico»). Pero se estaba impresionado por lo poco que se sabía de lo que quedaba por recorrer: de modo que, gracias a los mapas de su amigo Francisco Serrao[4], estimaba que estas islas estaban situadas más o menos sobre el ecuador, e ignoraba totalmente su longitud.
El problema de la época era la línea de separación entre las zonas de influencia de España y Portugal: según las bulas papales y el Tratado de Tordesillas[5], dicha línea estaba situada «a 370 leguas[6] al oeste de cabo Verde», es decir poco más o menos sobre los que se denomina actualmente el meridiano 50 de longitud oeste, en el interior de las tierras brasileñas. Su localización no planteaba demasiados problemas y, para alcanzarla, era suficiente, si se atreve uno a decirlo, recorrer estas 370 leguas[7] hacia el oeste navegando en latitud constante, lo cual se sabía hacer.

Si se pudiera trazar esta «frontera» en un mapa, incluso somero, de América, por el contrario, determinar «el anti-meridiano», es decir el límite entre las zonas descubiertas por cada uno de los dos países rivales al otro lado de la tierra, era mucho más problemático porque no se conocían las dimensiones del nuevo océano. Actualmente se sabe que esta línea virtual pasa por el meridiano 130 de longitud este, al oeste de Nueva Guinea, lo que significa que las Molucas estaban en «zona portuguesa», pero la incertidumbre de la época permitió a España reivindicarlas, y a Magallanes embarcarse hacia ellas.
Magallanes no era un novato pues ya había navegado, al servicio del Rey de Portugal, desde Europa a la India por el Océano Índico. Pero sin querer en absoluto empañar el mérito de los marinos portugueses que dieron la vuelta a África, es precioso recordar que no se trataba más que de una forma ampliada de lo que se denomina navegación de cabotaje. Esta palabra alude a una navegación «de cabo a cabo»[8]: lo que significa que los navegantes sabían siempre donde se encontraba el continente que rodeaban, a más o menos distancia, y del que podían dibujar los contornos gracias a sus cálculos de latitud, sin tener realmente necesidad de conocer su longitud.
Esta es la razón por la que, cualquiera que sea la distancia a recorrer, algunos consideraban que era mucho más difícil atravesar un océano desconocido de este a oeste que de norte a sur. Así, cuando Pedro Fernández de Quirós hablaba de Juan Ochoa de Bilbao, que le había sido impuesto como piloto mayor para su expedición de 1605-1606, mostraba claramente que consideraba despreciable su experiencia náutica, que sin embargo era considerable, adquirida bordeando la costa oeste de América, desde México a Chile, lo que representa un número considerable de millas, porque estimaba que dicha navegación no comportaba ninguna incertidumbre: «… él navegaba en general desde Panamá o desde Acapulco al Callao, bordeando la costa. Si se alejaba, nunca era demasiado y, cuando incluso se separaba más de la costa, la tierra que se busca siendo grande […], si no se la encuentra el día previsto, se la ve al día siguiente, y si no se llega al estrecho previsto se llega a otro […], y es así como se encuentran los puertos que se buscan.»[9], mientras que él consideraba mucho más glorioso haber atravesado el Pacífico de este a oeste y haber encontrado allí islas tan pequeñas. La travesía que Magallanes se apresuraba a realizar, en su entrada en el Pacífico, el 28 de noviembre de 1520, era de una naturaleza diferente porque ninguna referencia le permitía situarse. Solo sabía que estaba navegando en un océano, en un meridiano desconocido, y que debía ir a su orilla opuesta, remontando «dando un rodeo», en dirección norte-oeste. Pero, ¿durante cuánto tiempo, o cuántos lugares? Imposible decirlo, ni siquiera aproximadamente. Sin embargo, tenían una gran ventaja sobre Cristóbal Colón que, treinta años antes, también había atravesado un océano del que ignoraba la anchura, en una época en la que no eran mayoría los marinos que pensaban que tenía efectivamente una orilla opuesta: Magallanes que llegaría allí, y que todo no era más que una cuestión de tozudez, de la que él no carecía — y de la que ya había dado pruebas. No tenía más que partir, y llegaría bien un día, si escapaba de los peligros inherentes a las travesías en alta mar, como las tempestades, encallamiento en un arrecife, falta de víveres y de agua o la hostilidad de las poblaciones indígenas.

Pasaron casi dos meses, durante los cuales navegó en medio de ninguna parte, antes de ver la isla de Fakahina (pequeño atolón del grupo de los Tuamotu), el 24 de enero de 1521. Aun le faltaba más de un mes y medio para encontrarse frente a la isla de Guam, el 6 de marzo, y después de tres semanas más antes de llegar a las Filipinas, el 27 de marzo, donde se dio cuenta de la proximidad de las Molucas, y pudo prever que su viaje tocaba a su fin[10]. Desde el estrecho hasta las Filipinas, no había visto más que tres islas: dos minúsculas, en el hemisferio sur (Fakahina, en el grupo de las Tuamotu, y Flint, en el de las Kiribati) y solo una un poco mayor, en el norte del Ecuador (Guam). Había necesitado cuatro meses de navegación para cubrir casi 9000 millas náuticas, lo que supone una velocidad media de aproximadamente 75 millas por día, o 3 nudos (3 millas por hora, es decir unos 5,5 km/h).

La experiencia de la mar y el conocimiento de su nave le permitían estimar su marcha. En su Art de naviguer (Arte de navegar), Pierre de Médine indicaba así al marino: que «sabe que lo más que puede recorrer en una hora es cuatro leguas; y de ellas recorre tres, es mucho, pero recorrer dos en una hora es razonable…»[11]. Cuatro leguas en una hora representan una velocidad de casi 14 nudos, que es efectivamente «lo más que [un navío] puede recorrer en una hora» — y que pueden reivindicar pocos veleros de hoy día. La velocidad media de Magallanes a través del Pacífico (3 nudos) es pues menos que lo «razonable», pero esta velocidad no es más que una media, que integra las calmas ecuatoriales y los innumerables zig-zags que debió recorrer su navío, sin hablar de la distancia recorrida gracias a las corrientes marinas, circunstancias que era incapaz de estimar. Su cronista Pigafetta escribió: «Este mar está bien llamado Pacífico porque no hemos tenido fortuna [aunque si alguna tempestad] … y cada día, hacíamos 50 o 60 leguas »[12], es decir de 170 a 205 millas náuticas, a una velocidad comprendida entre 7 y 8,5 nudos, lo que parece muy optimista, aunque sin duda es necesario atribuirlo a la corriente general.

Ignorancia del espacio


               Ahora bien es necesario tener en cuenta que estas últimas expresiones (nudos, km/h) no tienen el sentido que poseen desde el fin del siglo XVIII, es decir, desde que se sabe medir el tiempo con cierta exactitud, lo que es indispensable para la medida de la distancia recorrida en la mar, donde no es posible plantar dos estacas unidas por una cuerda, por ejemplo, como se haría para medir el perímetro de un campo. En la mar, el espacio y el tiempo están indisolublemente unidos: si se dice que se han hecho diez millas, es porque se ha marchado a 5 nudos durante dos horas, y se sabe gracias a los instrumentos (velocímetro, GPS), o porque se ha ido de un punto a otro alejados 10 millas en un mapa que se ha trazado gracias a dichos instrumentos. Para el marino, cualquier distancia recorrida corresponde a una cantidad de tiempo transcurrido, lo que no siempre sucede a la inversa: en las calmas chichas (en particular en las inmediaciones del ecuador, en «calmas ecuatoriales»), el tiempo pasa y el velero no avanza, tanto sea del siglo XVI como del siglo XXI.


                Pero antes de la invención del cronómetro, los marinos solo disponían de los relojes de arena, cuyo duración de vertido era de una media hora o de una hora, que los jóvenes grumetes de a bordo estaban encargados de darle la vuelta 24 o 48 veces al día — cuando no se dormían, lo que permite comprender los grandes errores de longitud. Es así que, al salir de su travesía de las Tuamotu, cuando Quirós recordó que Santa Cruz estaba a 1850 leguas de Lima y pidió a sus pilotos que le dieran su posición estimada, Ochoa «nos puso a alrededor de 2300 leguas, el capitán Bernal aún más lejos, y el almirante a 2000 leguas»: grave incertidumbre[13]. Evidentemente no estaba exento de error, puesto que sub-estimó la longitud de Santa Cruz y de Santo (Vanuatu), engañándose respectivamente en 8% y en 15%, y sobre-estimó la de Hao, con un error de más de 8%. Pero el conocimiento progresaba puesto que en 1568, su predecesor, Hernán Gallego, había considerado que Nui (Tuvalu) estaba mucho más cerca de Lima lo cual no es efectivamente cierto, cometiendo un error de 26%.


                El viajero terrestre podía «hacer escala» casi cuando quisiera, aunque esto fuera a riesgo de pasar la noche bajo las estrellas, y decidir en cualquier momento que su camino había terminado, incluso si no había alcanzado el destino fijado previamente: en cualquier caso había llegado a alguna parte, y podía situarse mediante mapas, donde figuraban las vías de comunicación, las iglesias o los centros urbanos. Por el contrario, si bien el marino también sabía poco más o menos que hora era, por la posición del sol, no tenía ningún medio de medir el tiempo transcurrido con la precisión necesaria para estimar la distancia recorrida, es decir, para saber donde estaba.

                 En cuanto a los mapas de los que podían disponer, sus autores llenaban las zonas desconocidas de bonitos dibujos de navíos o de monstruos marinos, y representaban regiones de las que sólo se suponía su existencia, como el continente austral, denominado «Terra Australis» o «Terra Australis incognita», y en los que sistemáticamente figuraba ocupando una inmensa parte del sur del Pacífico, desde la Tierra de Fuego hasta Nueva Guinea (véanse los mapas de Mercator, de William Blaeu, de Ortelius o de Teixeira): eran objetos decorativos, pero no documentos de navegación, elaborados según los relatos de viajes, y que reproducían sus errores o sus imprecisiones. Así tenemos un mapa de Godinho de Eredia (1563-1623) donde figuran ciertos descubrimientos de Mendaña y de Quirós: las cuatros islas Marquesas del Sur, bien alineadas en el mismo paralelo que San Bernardo (Islas de la Ligne, Kiribati) y Tikopia (Salomón), en el nordeste próximo algunos atolones de las Tuamotu (San Blas o Marutea, el grupo llamado Las Vírgenes — Maturei-Vavao, Tenarunga, Vahanga y Tenararo— Santa Apolonia o Vairaatea), y lejos al noroeste de la Nueva-Jerusalén (Santo, Vanuatu)[14].


                De hecho, el marino explorador no tenía mapas y era imposible que los tuviera, si era él quien los trazaba, frecuentemente a partir de nada. Por tanto, cuando Mendaña se preparaba para su segunda travesía, en 1595, «ordenó al piloto mayor hacer cinco mapas para su navegación, un para él y una para cada uno de los cuatro pilotos, y no haciendo figurar en ellos más que la costa de Perú, entre Arica y Paita, y dos puntos al norte y al sur, uno por encima del otro, a 7° y 12° de latitud, a 1.500 leguas al oeste de Lima, diciendo que eran las latitudes extremas de las islas que iban a buscar, y que en longitud, estaban a 1.450 leguas [de Perú]. Si hizo añadir 50 leguas, era porque siempre sería mejor llegar más pronto»[15]. Hoy día es difícil concebir que un navío se prepare para una larga travesía con dichos documentos. La explicación que da Quirós en cuanto a la representación de 50 leguas suplementarias en los mapas que hizo ese día hace referencia a una preocupación más sicológica que geográfica: era necesario que los marinos vieran todavía un espacio en blanco, o vacío, delante de su punto de destino, de modo que tuvieran la impresión de estar anticipadamente en su camino. Y cuando Quirós añade que «se prohibía que se representaran en los mapas ninguna otra tierra, era con el fin de evitar que uno de los navíos ni cambiara de rumbo ni se perdiera», se pregunta qué otras tierras hubieran podido ser dibujadas, además de la costa americana.


                  Actualmente, un navegante experimentado que emprendiera una travesía desde Tahití hasta Hawaii, para retomar nuestro primer ejemplo, sin ningún mapa marino, no se encontraría tan desprovisto: antes de aparejar, habría tenido cuidado de estudiar uno cuidadosamente e integrarlo en su memoria, de modo que conociera la distancia a recorrer, primero hacia el sur y después hacia el norte del ecuador, en regiones cuyos régimen de viento es conocido, y que sabría que islas tendría el riesgo de encontrarse en su camino. Igualmente habría memorizado la altura y el azimut de las estrellas que podrían ayudarle en su navegación. Además, gracias a un simple reloj de pulsera, podría conservar la hora de su punto de partida y estimar su longitud. Se ve pues que ahora nadie parte hacia lo desconocido.


                  Sin embargo, la precaución tomada por Mendaña en cuanto a la comunicación de sus escasos «conocimientos» geográficos se reveló inoperante: cuando la flota que había abandonado Santa Cruz el 18 de noviembre de 1595 intentaba regresar a las Filipinas, hacia las cuales «el piloto mayor hacía su ruta[…] sin mapa y ayudándose solamente de lo que se decía», de lo que había oído durante su carrera, dos de sus tres navíos «cambiaron de rumbo» y se separaron de la capitana, la galeota el 10 de diciembre y la fragata el 19 de diciembre. Estas dos pequeñas embarcaciones llegaron por otra parte a las Filipinas, por sus propios medios, pero solo los hombres de la galeota habrían salvado la vida. De los de la fragata, «se oyó decir que se habían encontrado encallados en alguna parte de la costa, con todas las velas izadas, y los hombres de la tripulación muertos y descompuestos»[16].
La falta de confianza y la desesperanza habían sido más fuertes que el deber de obediencia, tanto que el temor de estar perdidos en la inmensidad del océano se había hecho presente ya antes de la llegada a Santa Cruz. Así Quirós escribió: «Parecía que jamás encontrarían tierra. Declararon que las islas Salomón se habían esfumado, o que el Adelantado había olvidado en qué lugar las había encontrado, o que el nivel del mar había subido tanto que las había cubierto de agua y que habían pasado por encima de ellas […]: “Las cosas están claras: después de tantos días de navegar por 10° de latitud, donde se encontraban las islas que buscamos, y no encontramos: o las hemos sobrepasado, o no han existido jamás, o bien, si continuamos así daremos la vuelta entera a la tierra, y al menos llegaremos a la Gran Tartaria. Ni el piloto mayor, ni los otros pilotos, ni el general [Mendaña] saben dónde nos llevan, ni en donde estamos actualmente. ”[…] Los pilotos decían que los barcos escalarían las rocas, por encima de la tierra, porque esto hacía mucho tiempo que surcarían el lugar donde estaba dibujada. El piloto mayor estaba muy preocupado de ver que no encontraría la tierra que buscaba, en tanto que ya había sobrepasado la longitud en donde el adelantado había dicho que se encontraba»[17].


                 La expresión «el nivel del mar había subido tanto que las había recubierto de agua y que se había pasado por encima de ellas» no hay que tomarla necesariamente en sentido metafórico, porque en esta época, todo parecía posible, incluso algo tan improbable como la desaparición de un archipiélago sobre la superficie del mar (pensemos en el continente tragado por el mar de los griegos), puesto que se admitía que la providencia envía una estrella en pleno día para guiar un barco hasta una bahía abrigada y un fondeadero seguro[18]. En cuanto al temor de llegar a la «Gran Tartaria», revela una percepción de la inmensidad oceánica espantosa. Incluso los pilotos profesionales, que se consideraba que tenían mejores nociones de navegación que el común de la tripulación, proferían palabras aberrantes: «los barcos escalarían las rocas, por encima de la tierra», remitiéndose a los mapas «donde estaba dibujada», que de alguna forma les habían mentido. Es significativo que en este pasaje de una docena de líneas, se encuentre dos veces el verbo «buscar» y cuatro veces el verbo «encontrar» en su forma negativa, además de expresiones como «olvidar» o «no saber»: ignorancia confirmada por el piloto que se pregunta si la flota no ha «dejado atrás» las islas Salomón.


                 A pesar de todo, los nuevos conocimientos se propagaron de un modo bastante rápido: no había hecho falta que pasaran dos años desde que Núñez de Balboa hubiera «visto» el Mar del Sur en septiembre de 1513, para que partiera la primera expedición de búsqueda del paso interoceánico, la de de Juan Díaz de Solís, que terminó en los alrededores de la actual Montevideo (1515-1516) y abriera la puerta a la de Magallanes, decidida oficialmente por Carlos V en 1518. Del mismo modo no habían transcurrido más que dos años entre la llegada a Acapulco en octubre de 1565 del monje navegante Andrés de Urdaneta, que venía de descubrir el tornaviaje, la ruta a seguir para volver a América desde el otro extremo del gran océano[19], y el primer viaje de Mendaña a las islas Salomón (1567-1569)[20]. El éxito de Urdaneta tuvo lugar después de numerosas y vanas tentativas de acercarse a las Molucas o las Filipinas y México, y condujo a la apertura de una línea marítima regular ininterrumpida durante dos siglos y medio: el llamado «galeón de Manila» que se contentó, si se puede decir así, de seguir un rumbo conocido, apartándose de él lo menos posible, puesto que su fin no era la exploración geográfica, sino la unión administrativa y comercial entre dos territorios. Ni permitió el dominio del espacio «pacífico» ni hizo progresar el conocimiento que de él tenían los occidentales.

                  Fueron las expediciones de Mendaña y de Quirós las que primero contribuyeron, aunque de modo fuertemente parcial, a llegar en cuarenta años (1567-1606) hasta archipiélagos tan alejados entre sí, y tan distantes del Perú, como las Salomón, las Marquesas, las Tuamotu y el Vanuatu[21].

                  Cuando Mendaña abandonó el Callao por primera vez, partía para buscar las islas de cuya existencia solo había rumores, pero de las cuales ignoraba evidentemente su localización. Sólo sabía que, si realmente existían, de lo cual incluso no podía estar seguro, estarían situadas en el oeste. Por tanto le era necesario partir con viento de popa, con la seguridad, debida a Urdaneta, de que el viaje de vuelta sería posible, aunque largo y doloroso, navegando en latitud casi constante. Si esto no planteaba un problema real, la cuestión era saber durante cuánto tiempo — hoy día se diría: durante cuantos grados de longitud. Como en el caso de Magallanes, esta inmensa incertidumbre no fue un obstáculo para su partida, y la «providencia» quiso que llegara efectivamente a las tierras deseadas, al cabo de dos meses y medio de navegación en el desierto de la alta mar, prácticamente en el otro extremo del Mar del Sur.


                  Cuando en 1595, quiso volver y establecerse allí, una latitud ligeramente diferente de la que había seguido veinticinco años antes le hizo atracar en las Marquesas: basándose en la semejanza física entre estas islas y las Salomón, creyó primeramente haber llegado a buen puerto: «Se pensaba que era la tierra que buscaba… », Escribió Quirós[22]. Esta confusión, hoy día incomprensible, revela que, a falta de dominarlos, los navegantes despreciaban completamente los grados de longitud atravesados, o más bien los tiempos necesarios para cubrirlos: la diferencia entre los dos meses y medio de 1567 y las cuatro semanas de 1595 no era un freno intelectual, y no era inconcebible que se llegara tan pronto al final de la travesía.


                   Decidido a establecerse en las Salomón, volvió a la mar y le fue necesario de nuevo un buen mes de navegación antes de abordar este archipiélago por su extremo sudeste, en la isla que más tarde llamará Santa Cruz, y de la cual ignoraba evidentemente la posición geográfica. Esto es porque en el curso de la noche uno de sus cuatro navíos se había separado del resto de la flota, y por ello debió hacer allí una escala que, por múltiples razones, duró más de dos meses.


                  Durante este período, altamente conflictivo, los navegantes no tenían ningún medio de saber donde se encontraban. La lengua melanesia de la que Mendaña había aprendido rudimentos durante su viaje anterior no era hablada en Santa Cruz, lo que no le permitió obtener enseñanzas cuando se dirigió a las poblaciones locales, las cuales, por otra parte, por la conducta de los soldados habían transformado su buena voluntad inicial en hostilidad manifiesta e irremediable.


                  Mendaña sentía más que ellos la pérdida de este navío, que le pertenecía y que llevaba una buena parte de las provisiones embarcadas a su costa. Por otra parte, tenía sin duda más obstinación que ellos, pues llevaba empeñado en este proyecto más de 25 años, además de condiciones de vida más soportables: viajaba con su esposa, disponía a borde de un camarote particular y tenía varios criados a su servicio, mientras que los soldados debían acampar en tierra y montar guardia día y noche. Pero por lo demás, estaba en la misma situación y como ellos se encontraba enfrentado a dos obstáculos principales: las enfermedades — que finalmente acabaron con su vida al cabo de mes y medio — y la ignorancia de su posición.


La angustia y la desesperanza


                  Estas fiebres, malaria, paludismo, dengue, diezmaron rápidamente las filas españolas, apareciendo un sentimiento de abandono y de desesperanza que alcanzó su punto de no retorno cuando murió el primer sacerdote superviviente, y por tanto los miembros de la expedición se encontraron expuestos a la idea de su muerte próxima sin posibilidad de confesión ni de sepultura cristiana, en un lugar sin verdadera existencia, una clase de no lugar o un entre dos lugares, que se consideraba que no era más que provisional, y que se eternizaba. Así, esta ignorancia condujo al asesinato por los soldados sublevados del jefe indígena Malope, que en señal de amistad había cambiado su nombre con el de Mendaña, lo cual hizo que los indígenas dejaran de aprovisionarlos de víveres frescos de modo que, la situación que se había hecho insostenible, obligó al comandante a abandonar este isla, y conducirlos a «a tierra cristiana».


                    Este crimen tuvo lugar cuando se preparaba un motín, en el curso del cual debían ser ejecutados todas las personalidades de la expedición, lo que era, en cierto modo, suicida: Quirós por más que pudo dar a entender que era el único capaz de llevarlos a buen puerto, más tarde, y luego lo demostró, y que no tenían que esperar indulgencia de las autoridades de la comarca donde llegarán como amotinados, figuraba entre los individuos a eliminar. El fin del drama es conocido: Mendaña murió el 18 de octubre, y su viuda, que le había sucedido a la cabeza de la expedición, prosiguió primeramente la búsqueda de su navío perdido, sabiendo que nuevas protestas circulaban en secreto, se decidió a levantar anclas, el 18 de noviembre, y confirmó a Quirós en la dirección de los asuntos náuticos. Primeramente le ordenó volver a las islas Salomón donde su marido había proyectado instalarse, en San Cristóbal — y, de hecho, no estaban lejos, sin saberlo, evidentemente — y después, cedió a la desesperanza y le hizo poner rumbo a la «tierra cristiana » más próxima, las Filipinas, que alcanzaron al final de una larga y penosa travesía.

                   Esta expedición fue un verdadero drama humano porque, entre la escala en las Marquesas y la llegada a Manila, perdió las tres cuarta partes de sus miembros. Y es la percepción del espacio oceánico como un desierto sin límites lo que subyace bajo estos trágicos acontecimientos. Los hombres de la época estaban rotos por los peores sufrimientos, tanto en tierra como en la mar, que sólo eran aceptables si se situaban en un cuadro que ofreciera un dominio del espacio. No se produjeron semejantes motines en los viajes del galeón de Manila, sin duda porque esta ruta era conocida, de la que no habían podido desviarse, incluso en los largos retornos hacia Acapulco, que podían durar hasta seis meses. Todo lo que sucedía era en cierto modo previsible y «normal», comprendido «el mal de las encías», el terrible escorbuto, que causaba numerosas muertes.


                    Durante los viajes de exploración, las revueltas fueron sobre todo de los soldados, que no estaban acostumbrados a los riesgos de la mar. Esta es una de las razones por las que Quirós no quiso embarcar militares cuando tomó el mando de la expedición, pero en 1606 los marinos profesionales tampoco escapaban a la desesperanza, por lo que se le denominó el «Don Quijote de los Mares del Sur»[23], debiéndose enfrentar a varias tentativa de lo que púdicamente denominó «una guerra doméstica».


                    Mientras no se habían apercibido todavía de las pequeñas islas Tuamotu[24], Ochoa de Bilbao, por su título de piloto mayor, acusó públicamente a Quirós de haberles llevado a un desierto, diciendo que «no se encontraría jamás [la tierra], que se quedarían prisioneros de este gran océano […] y que acabarían muriendo todos », mientras que sus cómplices decían «que era digno de un castigo ejemplar porque les llevaba a morir todos en este gran océano […] que había soñado, y que allí no había tierra »[25]. Don Diego de Prado y Tovar escribió que se propuso ejecutarlo, pero que «las circunstancias no se prestaron a ello, como reconocerán»[26]. Es preciso comprender sin duda que, solamente tres meses y medio después de sus salida del Callao, la desesperanza aún no había alcanzado el punto de no retorno, en parte porque no se deploraba aún la muerte de un miembro de la expedición (de hecho, sólo murió una persona en el curso de este viaje, el viejo fraile Martín de Munilla, a la edad de más de 80 años).


                   Pero se produjeron otros casos de marinos sublevados, como los de la nave Santiago, que partieron de Perú y que, en 1538, pasaron diez meses en la mar: donde no pudieron soportar las calmas ecuatoriales y las correspondientes restricciones de víveres y de agua dulce, y decidieron matar a su capitán, Hernando de Grijalva, para acabar por embarrancar su navío en una costa de Nueva Guinea, de donde jamás pudieron volver y en 1543 no se contaron más que dos supervivientes de esta espantosa epopeya[27].


                 En cuanto a la percepción del espacio dentro de las islas, hay que tener en cuenta que sólo la expedición de 1567-1569 dio lugar a algunas exploraciones sistemáticas, muy arriesgadas, del interior de las Salomón: dos en Santa Isabel y tres en Guadalcanal, que dieron como resultado incluso grandes errores cuando se trataba de estimar sus dimensiones. Así Mendaña escribió que Guadalcanal era más grande que Santo Domingo, cuando sus superficies respectivas son de 5300 y 70.000 km2. Se puede decir que mentía conscientemente para impresionar al destinatario de su descripción, pero puede ser que estuviera sinceramente impresionado por sus descubrimientos, a los cuales atribuiría, por una clase de metonimia la misma inmensidad que la del océano.


                   En 1595, los españoles no se alejaron de la orilla, tanto en Tahuata como en Santa Cruz — lo que era lógico, puesto que para ellos no se trataba más que de una escala, y de una estancia provisional. Quirós parecía deplorarlo, cuando escribe «Como no se vaya al interior de las tierras, […] no se puede decir más…» o «En cuanto al interior, no se puede decir nada, porque no se va allí»[28]. Pero en 1606, convencido de haber descubierto por fin el gran continente austral, que de hecho no era más que la isla de Santo, ya no procedió a una verdadera exploración del interior, ordenando breves excursiones de una jornada, que no sobrepasaron tres leguas (un veintena de kilómetros), de modo que de nuevo escribió: «En cuanto se pasa por las cadenas de montañas no se puede decir nada ya que no se irá allí »[29]: la diferencia aquí es el empleo del futuro, revelador de su condición que se consagraría más tarde, cuando volvería de nuevo para ….. . Pero este retorno jamás tuvo lugar.


                    Los motines que hemos evocados aquí no tienen finalmente otra razón de ser que la ignorancia del espacio en el cual los marinos se sentían errar sin fin. Se está muy lejos de las sublevaciones de la Bounty y de la imagen de Epinal mostrando a Mel Gibson y la bella Maimiti. Los hombres de William Bligh sabían dónde estaban cuando desembarcaron su capitán en una chalupa y, cuando se dirigieron hacia Pitcairn, eran conscientes de que buscaban un estrecho desconocido y no situado en un mapa. Pero su refugio pronto llegó a ser un infierno. En su navío no faltarían víveres ni agua dulce, solamente, si se puede decir, libertad o igualdad; se estaba en 1789.

Dos siglos antes, esta reivindicación no tenía ningún sentido, y los amotinados de Santa Cruz no querían escapar de la muerte sin sepultura cristiana, en mar o en tierra «pagana». Estaba lejos de su pensamiento la idea de establecerse definitivamente en una de las islas a las que les había llevado el azar, aunque fueran «paradisiacas». Se puede uno preguntar en que habría quedado el proyecto de Mendaña de crear una colonia española en San Cristóbal, que para ello había seducido a más de 400 personas, hasta el punto de que sus compañeros vendieron sus bienes y abandonaron Perú con sus mujeres e hijos. Es probable que, por las mismas razones, les hubiera parecido tan inviable como Santa Cruz y que la aventura habría acabado en drama.


            Esto no hace más patética la declaración de Quirós, que afirmaba haber «descubierto un paraíso terrestre»: debía ser el único que se lo creía, entre los que habían partido para instalarse allí. La fuerza del sueño es tal que numerosos adeptos, afortunadamente para ellos, no fueron autorizados a ir a perderse en las inmensidades oceánicas, y pudieron continuar idealizando la vida en los Mares del Sur.


[1] Véase un resumen de su viaje en  http://www.lehman.cuny.edu/ile.en.ile/pacifique/baert_magellan.html

[2] http://www.lehman.cuny.edu/ile.en.ile/pacifique/baert_balboa.html

[3] Pigafetta, Antonio: Relation du premier tour du monde de Magellan (1519-1522), Taillandier, 1991.

[4] Establecido en las Molucas después de la conquista portuguesa de la India, les alababa sus riquezas y les afirmaba que se encontraban en la «parte española» del planeta.

[5] Las bulas papales Intercoetera y Dudum Siquidem, de mayo y septiembre de 1493, y el Tratado de Tordesillas, de junio y septiembre de 1494, estaban destinadas a evitar un enfrentamiento entre las dos naciones rivales.

[6] Es decir en medio del Atlántico, de la cual Colón había estimado la latitud a 750 leguas.

[7] Una legua es una división del grado de latitud, cuyo valor variaba considerablemente según los países: para la misma distancia, se contaban 60 en Italia, 25 en Francia, 17 y media en España y en Portugal, y 15 en Alemania. En 1524, los navegantes más experimentados de la época (Portugueses — Lopes de Sequeira, conquistador de la India —,Italianos — Cabottto y Vespucci — y españoles — Hernando Colón, el hijo del Amirante, o Elcano, que terminó la vuelta al mundo comenzada por Magallanes) decidieron oficializar la práctica corriente en los marinos ibéricos: en adelante valdría 3,43 millas náuticas o 6,35 km. (J. Génova Sotil & C. Miranda Vila: « Notas sobre la náutica en los siglos XVI y XVII », en: Descubrimientos españoles en el mar del sur, Madrid, Editorial naval, 1992, I, p.71 ; Francia e Inglaterra decidieron, en el siglo XVII, contar veinte leguas marinas por grado de de latitud (Dictionnaire d’Histoire maritime, Robert Laffont, 2002, II, 857).

[8] Dictionnaire d’Histoire maritime, op. cit., I, p. 269.

[9] Pedro Fernández de Quirós: Histoire de la découverte des régions australes (Iles Salomon, Marquises, Santa Cruz, Tuamotu, Cook du nord et Vanuatu), L’Harmattan, 2001, p. 235.

[10] Evidentemente ignoraba que iba a morir el 27 de abril después de una riña con un reyezuelo local, en la isla de Mactan, y que no alcanzaría las islas de las especias. Estos sus compañeros que desembarcaron allí, el 8 de noviembre de 1521, y supieron que el amigo Francisco Serrão también había muerto poco antes.

[11] Valladolid, 1545. Traducción francesa, Lyon, 1554, Livre III, chap. XII, p. 39.

[12] Pigafetta, op. cit., p. 127

[13] Pedro Fernández de Quirós, op. cit., p. 233.

[14] Carta reproducida en Landín Carrasco & Sánchez Masiá: «Fernández de Quirós en Nuevas Hébridas», Descubrimientos españoles en el mar del sur, Madrid, Editorial Naval, 1992, III, p. 649.

[15] Pedro Fernández de Quirós, op. cit., p. 45-46.

[16] Pedro Fernández de Quirós, op. cit., p. 131, 139, 142 et 159.

[17] Pedro Fernández de Quirós, op. cit., p. 66.

[18] Esto es, según Mendaña, lo que había ocurrido cuando su llegada a Santa Isabel en 1568 (relato transcrito por C. Kelly, en Austrialia Franciscana, Madrid, 1967, III, p. 197).

[19] http://www.lehman.cuny.edu/ile.en.ile/pacifique/baert_urdaneta.html

[20] http://www.lehman.cuny.edu/ile.en.ile/pacifique/baert_mendana.html

[21] El relato completo de estas tres expediciones es el de Pedro Fernández de Quirós, Histoire de la découverte …, op. cit.

[22] op. cit., p. 50.

[23] Arnold Wood, The Discovery of Australia, London, 1922.

[24] Atolones, todos deshabitados salvo Hao, que Quirós describió como «islas inundadas, sin interés».

[25] Pedro Fernández de Quirós, op. cit., p. 222 et 232.

[26] «Relación sumaria de Don Diego de Prado y Tovar», en Stevens & Barwick: New Light on the Discovery of Australia, London, 1930, p. 128 et 196.

[27] Génova Sotil & Guillén Salvetti: «La amarga empresa de Hernando de Grijalva», en Descubrimientos españoles en el mar del sur, op. cit., I, p. 271-302.

[28] Pedro Fernández de Quirós, op. cit., p. 63 et 86.

[29] Pedro Fernández de Quirós, op. cit., p. 267, 274 et 281

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