Gobierno del Concejo de Guadalcanal bajo la jurisdicción de la Orden de Santiago

Manuel Maldonado Fernández. RG año2001

1.- EL CABILDO MUNICIPAL.

Por delegación de la Orden de Santiago, el gobierno del consejo de Guadalcanal correspondía a su cabildo municipal, cuya composición a finales del XVI prácticamente era la misma que ya existía desde finales del siglo XIII cuando aparece como tal concejo, es decir:

-Dos alcaldes ordinarios o justicias, que eran responsables de administrar primera justicia u ordinaria y en primera instancia, quedando las causas mayores y las apelaciones a la primera instancia en manos del comendador de la villa y de los visitadores de la Orden (siglos XIII y XIV), del alcalde mayor de Llerena (siglo XIV), o del gobernador de esta ciudad (siglos XV y siguientes).

-Cuatro regidores, quienes junto a los dos alcaldes gobernaban colegiadamente el concejo. Entre ellos se solía nombrar al regidor mesero, u oficial que por rotación mensual se encargaba más directamente de los asuntos de abastos y policía urbana.

-Aparte se nombraban a otros oficiales concejiles, que también intervenían en su administración y gobierno, como eran los casos del alguacil mayor o ejecutor, el mayordomo de los bienes concejiles, los almotacenes, el sesmero, el síndico procurador, los alguaciles ordinarios, los escribanos, etc.

-Por último, hemos de considerar a los sirvientes del concejo, como pregoneros, guardas de campo, pastores, boyeros, yegüerizos, porqueros, etc.

-Los plenos debían celebrarse semanalmente, siendo obligatoria la asistencia y puntualidad de sus oficiales (alcaldes, regidores y mayordomos, en nuestro caso), En estas sesiones solían tratarse asuntos muy diversos:

-Se nombraba al regidor mesero, con la obligación de permanecer en el pueblo o en ejido, pernoctando en cualquier caso en la localidad.

-Se designaban los oficiales y sirvientes municipales precisos para el mejor gobierno del concejo.

-Se tomaban decisiones para la administración y distribución de las tierras comunales.

-Se organizaban comisiones para visitar periódicamente las mojoneras del término y de las propiedades concejiles, para el reparto entre el vecindario de los impuestos que les afectaban (alcabalas, servicios reales, etc) y mediante subastas públicas, para nombrar abastecedores oficiales u obligados del aceite, vino, pescado, carne, etc.

-Se daban instrucciones para regular el comercio local, tanto de forasteros como de los vecinos, fijando periódicamente los precios de  los artículos de primera necesidad y controlando los pesos, pesas y medidas utilizadas en las mercaderías. Para este último efecto se nombraba un fiel de pesas y medidas, a quien también se le conocía como almotacén.

-Se regulaba la administración de la hacienda concejil, constituyéndose la Junta de Propios y nombrando a un mayordomo o responsable más directo.

-Se tomaban medidas para socorrer a enfermos y pobres, así como otras tendentes a fomentar la higiene y salud pública, o para proteger huérfanos y expósitos.

El reconocimiento de Guadalcanal como entidad concejil hemos de situarlo en el segundo tercio del siglo XIII, eximiéndose entonces de la jurisdicción de la villa de Reina. Desde este momento el nombramiento de sus distintos oficiales se hacía democráticamente a cabildo abierto, en la plaza pública y con la concurrencia y voto de los vecinos que lo deseasen. Después, tras las reformas administrativas establecidas en tiempo del maestre don Enrique de Aragón (1440), se sustituyó el modelo democrático anterior -bajo el cual cualquier vecino era elector y podía ser elegido- por otro de carácter oligárquico, bajo cuyo marco sólo un reducido número de vecinos tenían este privilegio, presidiendo y controlando el proceso el gobernador de Llerena.

Una vez muerto Alonso de Cárdenas, el último de los maestres de la Orden de Santiago, los Reyes Católicos asumieron directamente su administración. Estos monarcas apenas modificaron lo establecido al respecto, pues bajo su administración sólo intervinieron determinando la aparición de dos nuevos oficios concejiles, los alcaldes de la Santa Hermandad, a cuyo cargo quedaba la paz y vigilancia de los campos.

Más dramáticas, en lo que a pérdida de autonomía en el nombramiento de oficiales del concejo se refiere, fueron las disposiciones tomadas en tiempo de Felipe II. Por la Ley Capitular de 1562 se regulaba el nombramiento de alcaldes ordinarios y regidores de los pueblos de órdenes Militares, ampliando las competencias de los gobernadores y prácticamente anulando la opinión del vecindario en la elección de sus representantes locales. La Real Provisión que autorizaba estos desmanes decía así:

Don Felipe por la gracia de Dios Rey de Castilla, León, (…), Administrador perpetuo de la Orden y Caballería de Santiago (…) a nuestro gobernador; o Juez de Residencia, que sois, o fueredes de la Provincia de León, a cada uno, y qualquiera de vos,. sabed, que habiéndose hecho Capítulo General de la dicha Orden, que últimamente se celebró, en el que se hizo una Ley Capitular a cerca del orden que se ha de tener en la elección de Alcaldes Ordinarios y Regidores (…) habernos proveido, y mandamos, que aquello se guarde, cumpla y execute inviolablemente, según más largamente y en la dicha provisión se contiene (…). Por quanto por experiencia se ha visto, que sobre la elección de los Alcaldes Ordinarios y Regidores de los Concejos de las Villas y Lugares de nuestra Orden, ha habido y hay muchos pleitos, questiones, debates y diferencias, en que se han gastado y gastan mucha cuantía de mrs., y se han hecho y hacen muchos sobornos y fraudes (…): Por tanto, por evitar y remediar lo suso dicho, establecemos y ordenamos, que de aquí adelante se guarde, y cumpla, y tenga la forma siguiente (…)

Sigue el texto, ahora considerando otras disposiciones complementarias; así, se ordenaba al gobernador -el de Llerena en nuestro caso- que se personase en las villas y lugares de su jurisdicción para presidir y controlar el nombramiento de los nuevos oficiales. Para ello, en secreto y particularmente, debía preguntar a los oficiales cesantes sobre las preferencias en la elección de sus sustitutos; ese mismo procedimiento lo empleaba interrogando a los veinte labradores más señalados e influyentes del concejo, y a otros veinte vecinos más. Una vez recaba dicha información, también en secreto el gobernador proponía a tres vecinos para cubrir los dos puestos de alcaldes ordinarios y a otros dos más por cada regiduría, teniendo en cuenta: que no podían concurrir en esta selección unpadre y un hijo o dos hermanos.

Por último, el día en que el concejo tenía por costumbre efectuar la elección de sus oficiales, en presencia del escribano se llamaba a unniño de corta edad para que escogiese entre las bolas que habían sido precintadas por el gobernador, custodiadas desde entonces en unarca bajo tres llaves. La primera bola sacada del arca de alcaldes correspondía al alcalde ordinario de primer voto y la otra al de segundo voto, quedando en reserva un tercer vecino; por el mismo procedimiento se escogían a los regidores. No obstante, la Ley Capitular respetaba la costumbre que ciertos concejos tenían de elegir a sus oficiales entre hidalgos y pecheros, por mitad de oficios, como ocurría en Guadalcanal, por lo que en este caso era necesario disponer de cuatro arcas: una para la elección de alcalde por el estamento de hidalgos o nobles, otra para el alcalde por el estado de tos buenos hombres pecheros, la tercera para regidores por el estamento de hidalgos y la última para la elección de regidores representantes de los pecheros.

Siguiendo con las reformas de Felipe II, las restricciones en la autonomía municipal se incrementaron por una Cédula Real de 1566, que limitaba las competencias jurisdiccionales de los alcaldes, al entender que la justicia ordinaria no se administraba adecuadamente. Más adelante, tanto las Leyes Capitulares de 1562 como esta última Cédula Real, quedaron sin argumentos al entrar en contradicción con otras decisiones del citado monarca, cuando en 1574 autorizó la venta de regidurías perpetuas, a cuya compra, lógicamente, sólo podrían acceder los vecinos mayores hacendados. Por lo tanto, la enajenación de oficios concejiles, lejos de democratizar la administración municipal, reforzó la posición de los poderosos locales en el control de los concejos, cuyo ejemplo más próximo y oportuno lo encontramos en Guadalcanal, donde llegaron a coexistir hasta 24 regidores perpetuos, presididos por un alférez mayor, otro cargo público enajenado por la Corona, también con voz, voto y cierta preeminencia en los plenos municipales. El carácter a perpetuidad les habilitaba para usar y abusar del cargo, transmitirlo por herencia, venderlo e, incluso, arrendarlo por temporada.

Bajo esta fórmula permaneció el gobierno de nuestro concejo hasta la segunda mitad  del XVIII, fechas en las que se ensayó una tibia democratización municipal, tras las instrucciones de carácter general que el gobierno central elaboró para la administración de los bienes de propios y arbitrios (1760 y 1786). Asimismo, a partir de 1766 se permitió al vecindario la intervención en la elección democrática de dos nuevos oficios concejiles: el síndico personero, que fiscalizaba el reparto y administración de los bienes concejiles, y el síndico del común, que hacía lo propio en la subasta y regulación de los abastos oficiales. Ambos con voz en los plenos, pero sin voto en las decisiones municipales.

En resumen, el gobierno de la villa durante la mayor parte del Antiguo Régimen quedó en manos de los dos justicias o alcaldes ordinarios y de un órgano corporativo representando por un alférez mayor y 24 regidores perpetuos, que manejaban a su antojo e intereses el concejo y sus bienes, y con cuyo parecer el gobernador proponía a los alcaldes ordinarios o justicias. Ya a mediados del XVIII el oficio de regidor debía ser menos rentable, por lo que sólo 13 de ellos usaban de su cargo en Guadalcanal.

2.- LAS ORDENANZAS MUNICIPALES.

Con independencia de las peculiaridades descritas en el nombramiento de oficiales, el gobierno del concejo se llevaba a cabo de acuerdo con lo dispuesto en sus ordenanzas municipales. No obstante, su contenido quedaba sometido a lo estipulado en las Leyes Capitulares y Establecimientos de la Orden de Santiago y, por supuesto, a las leyes de rango general; es decir, el Derecho Local -con peculiaridades que variaban ligeramente de unos pueblos a otros-, recogiendo los privilegios específicos de cada uno de ellos debía quedar supeditado al Derecho General y al consentimiento de la Corona.

Aunque no tenemos referencias concretas, hemos de entender que las primeras ordenanzas de Guadalcanal debieron redactarse en tiempos del maestre don Enrique de Aragón, porque así se dispuso en el Capítulo General de 1440. Más tarde, este ordenamiento quedaría anticuado especialmente tras la incorporación de los maestrazgos a la Corona (1493), surgiendo la necesidad de adaptarlo a los nuevos tiempos. Así ocurrió en Valverde de Llerena (1554), Llerena (1566), Berlanga(1577) y en Reina, Casas de Reina, Fuente del Arco y Trasierra (1591), guardándose en sus respectivos archivos municipales los testimonios correspondientes. En Guadalcanal también redactaron sus ordenanzas específicas, incluso adelantándose a las fechas contempladas en los pueblos referidos, si hacemos caso a la justificación presentada por su cabildo en 1674 cuando, argumentando la necesidad del nuevo ordenamiento, indicaban que las ordenanzas en vigor tenían más de ciento cuarenta años. No se conservan las ordenanzas del XVI, por lo que utilizaremos como referencia el contenido de las aprobadas en 1674, en las que, como también indicaban los oficiales del cabildo, fundamentalmente las modificaciones estaban orientadas en el sentido de aumentar las penas o multas por su incumplimiento, dado que por efecto de la inflación resultaba más beneficioso incumplirlas, pagando la pena correspondiente, que cumplirla.

3.- LAS ORDENANZAS DE 1674.

Aparecen encuadernadas en un voluminoso libro de 230 folios manuscrito por ambas caras. La letra, más propia del XVIII que del XVII, destaca por su buena caligrafía y tamaño, aunque en algunos de sus folios aparece algo difuminada. Encabezando el documento se encuentra, como era preceptivo, una Real Provisión de Carlos II autorizándola. A continuación se suceden consecutivamente y sin titular sus 294 capítulos, considerando, bajo un orden alfabético muy particular, desde la regulación de los derechos y deberes de los alcaldes hasta las disposiciones tomadas sobre el cultivo del zumaque (se subrayan los distintos oficios y asuntos que se van tratando, siguiendo el orden alfabético establecido).

Los seis primeros capítulos están dedicados a regular los derechos (exenciones fiscales, salarios y dietas) y obligaciones (asistir a los plenos, impartir justicia ordinaria, vigilar las mojoneras del término y de las tierras concejiles, controlar las mercaderías, etc.) de los alcaldes ordinarios, contemplando forzosamente en su desarrollo las obligaciones que colegiadamente compartían con los regidores y otros oficiales del concejo. Nada de particular respecto al ordenamiento de otros pueblos santiaguistas vecinos, salvo la peculiaridad de que en Guadalcanal algunas de las causas por incumplimiento de lo dispuesto en ciertos capítulos quedaban bajo la responsabilidad del mayordomo del concejo, quien también asumía el oficio de síndico procurador.

En los capítulos 7 al 13 se estipulan las funciones de los alguaciles mayores y ordinarios, indicando las circunstancias que debían concurrir para prender a los condenados a cárcel y el régimen que debían aplicarles. Se completa este asunto con los capítulos 224 y 225, que tratan sobre el régimen de prisión.

Las funciones del almotacén vienen contempladas en los capítulos 14 al 21. Se trataba de un oficio de extraordinaria importancia en la época considerada, pues a su cargo quedaba la fidelidad y validez de los pesos, pesas y otras unidades de medida empleadas en las mercaderías locales. En realidad era un oficio anexo al monarca de turno, como fiel medidor de sus reinos, que solía darse en arrendamiento por un tanto anual a cada concejo. A su vez, los concejos, tras pública subasta, lo subarrendaba a uno o varios vecinos, quienes se resarcían del desembolso cobrando un tanto cada vez que intervenían, en función del producto pesado o medido, de su cantidad y del mayor o menor desplazamiento que tuviesen que realizar. En nuestra villa concurrían dos peculiaridades: en primer lugar, el almotacenazgo llevaba anexo el oficio de sesmero, cuyas funciones naturales consistían en evitar la invasión de sesmos, veredas y cañadas; además, el oficio de fiel medidor no estaba arrendado a la Corona, sino comprado.

Siguen varios capítulos regulando correlativamente el uso de albercas y enriaderos para el cultivo del lino (del 22 al 24), la fabricación segura de apriscos para el ganado (del 25 y 26) y la protección de árboles (27).

Los capítulos 28 al 32 versan sobre los arrendadores, tanto de las dehesas concejiles como de los abastos municipales y de las rentas o tributos reales. Se aprovecha la ocasión para regular -de forma improcedente, pues no era este un asunto municipal o, al menos, no se ha encontrado situación equivalente en otras ordenanzas consultadas- la actividad de los arrendadores de bienes inmuebles en general (casas y tierras) y la de los administradores y cogedores de los diezmos de la encomienda y del Hospital de la Sangre.

Los dos capítulos siguientes (33 y 34) contemplan la altura y otras características que debían reunir las (albardas o muros) de los cercados de viñas, huertas y tierras de labor que utilizaban este sistema de protección para requerir penas más elevadas cuando eran invadidos por los ganados.

En los siguientes (35 al 38), completando lo referido en la nota anterior, se prohibía expresamente hacer barbasco en las aguas, es decir, contaminarlas para adormecer a los peces o como resultado de cualquier otra actividad (lavar lanas, cocer linos, etc.). Se hacían especiales consideraciones en el caso de los ríos limítrofes (Benalija, Sotillo, Viar), en los que existían comunidad de agua con los pueblos vecinos.

El 39 y 40 se introducen para regular el blancaje, un impuesto del concejo que consistía en cobrar una determinada cantidad por cada res que se matase y pesase en el matadero municipal, una dependencia propia del concejo.

El 41 trata sobre el cabildo, indicando que los oficiales debían estar presentes en el pueblo los lunes y viernes de cada semana, por si fuese necesario juntarse para resolver los asuntos propios de sus responsabilidades.

La caza quedaba regulada por los capítulos 42 y 43.

El mayor número de capítulos (del 43 al 70) se introdujeron para controlar a los carniceros, estableciendo el proceso que debía seguirse en la subasta del puesto de carnes, la fianza que debían depositar al hacerse con el monopolio de venta, el tipo de carne que debían proveer en cada época del año, las unidades de peso, el precio y las mínimas medidas higiénicas que debían seguir. En el desarrollo de tantas disposiciones salen a relucir otras funciones de los alcaldes, almotacenes, mayordomos y regidores, así como las penas aplicadas en caso de incumplimiento de lo pactado en el pliego de condiciones que los carniceros se comprometieron a cumplir.

El orden en el alineamiento de las calles y la conservación de los caminos venía estipulado en los capítulos 71 al 73.

Por el 74 se prohibía hacer casca en las encinas, es decir, descortezarla para obtener los taninos necesarios en el curtido de pieles. La regulación que afectaba a los curtidores, venía recogida en los capítulos 75 al 95. Subsidiariamente comprometían a otros artesanos relacionados con la manufacturación de los cueros, como chapineros, zapateros y zurradores. Contenían multitud de instrucciones orientadas para obtener curtidos de calidad, que proporcionaría buena materia prima para los otros artesanos de la piel, a quienes, por otra parte, se les imponían una serie de normas en el desarrollo de sus artes.

El 96 y el 97 regulaban las funciones de los corredores, o intermediarios en las transacciones comerciales efectuadas en la villa, contemplándolos como una de las derivaciones del almotacenazgo.

Bajo el epígrafe de cotos (caps. 98 al 105) se entendían aquellas zonas del término en donde nunca, o sólo en determinadas épocas del año, se podían efectuar actividades agropecuarias. Así, las viñas y zumacales sólo podían plantarse en zonas concretas del término, siempre acotadas a todo tipo de ganado, para los cuales, a su vez, quedaba prohibido entrar en otras zonas del término durante ciertas épocas del año.

Para el buen uso y disfrute comunal de las dehesas concejiles se recogieron 30 capítulos (del 106 al 136): unos, del 106 al 113 y del 119 al 123, eran de general aplicación; otros, del 114 al 118, se centraban en la dehesa de Benalija, es decir, la parte del término que agrupaba a la zona adehesada comunal; del 124 al 127 se contemplaba este mismo aspecto en los baldíos interconcejiles, describiendo sus peculiaridades como tierras abiertas a los ganados de los pueblos de la encomienda de Reina; finalmente, del 128 al 136, se particularizaba en la dehesa del Encinal, especialmente en lo relativo al disfrute comunal de la bellota.

El 137 se insertó para determinar las zonas del término donde se podían establecer esterqueros, como una medida higiénica primordial. Más adelante, del 165 al 169, se insiste sobre este mismo aspecto, al contemplar otras disposiciones para evitar la acumulación de inmundicias.

La ejecución de las penas o multas por infracciones al contenido de las ordenanzas correspondía al ejecutor, cuyo oficio se regulaba en los capítulos 138 al 140.

Los ejidos, tierras concejiles próximas al pueblo, también quedaban sometidos a regulación (caps. 141 al 144).

En defensa de la riqueza forestal, a sabiendas de su importancia en la economía de la villa, se insertaron siete capítulos, del 145 al 152, especialmente prohibiendo hacer fuegos en los campos durante épocas peligrosas.

Las fuentes y manantiales más importante del término también tenían carácter comunal, regulando su uso en los capítulos 153 al 157.

Siguen otros capítulos sobre el pastoraje de los ganados (158 y 159) y la función de los guardas de campo (160 al 162) o montaraces (185). Por el 163 se regulaban las funciones de los gomernos, o capataces, en su trato con dueños y jornaleros.

Las huertas quedaban afectadas por multitud de normas diseminadas bajo distintos epígrafes. Así, aparte del específico de su orden alfabético, el 164, ya en el 152 se tocaba este asunto en relación a la fruta.

Tras tratar sobre las inmundicias ( 165 al 169), se da paso al capítulo 172, en el que se consideran los premios por matar lobos y otras alimañas (falta el folio correspondiente a los capítulos 170 y 171).

Con bastante detenimiento se contemplaban las funciones del mayordomo del concejo (caps. 173 al 179), quien, como ya se indicó, en Guadalcanal tenían la peculiaridad de ser juez en la mayor parte de las penas de ordenanzas. Las funciones del mayordomo de la fábrica de la Iglesia Mayor quedaron recogidas en el 180.

Siguen otros capítulos considerando sucesivamente las actividades y funciones de los medidores de las heredades (181), de los mesoneros (182 y 183), el control de las mojoneras del término (184), las funciones de los montaraces o guardas (185) y la de los mojoneros (186 al 189) o almotacenes responsables de la medida del vino en la villa (mojina), así como otros insistiendo sobre los muladares o esterqueros (190 y 191), el cultivo de nabos y zanahorias en huertas (192) y la plantación de olivos. (193), para detenerse en amplias consideraciones sobre la protección de los panes o cultivos de cereales (193 al 198) y sobre las normas que debían observar las panaderas en la elaboración, en el peso y en el precio del pan (199 y 201).

El incumplimiento de cada uno de los capítulos de las ordenanzas implicaba una pena monetaria y, en algunos asuntos de más trascendencia o en las reiteraciones, penas de cárcel. Por esta circunstancia, en cada uno de ellos se establece la pena correspondiente, con sus atenuantes y agravantes; no obstante, siguiendo el orden alfabético impuesto por la propia redacción de las ordenanzas, se generaliza sobre este particular en los capítulos 202 al 207 y, sobre su prescripción, en el214 y 215.

El 212 y 213 tratan sobre los perros o canes, el 216 regula la pesca en los ríos y arroyos del término, el 217 las funciones del pregonero del concejo y el 218 sobre las circunstancias bajo las cuales se podían tomar en prenda determinados bienes.

Las pesas y pesos oficiales de la villa, aspecto muy relacionado con las funciones del almotacén, se recogen en los capítulos 219 al 223. En estos, y en otros dispersos, se especifica también las medidas oficiales de los ladrillos y tejas empleados en el término, y las unidades usuales en la medida de la tierra, de los lienzos de telas o de los tapiales.

En los siguientes once capítulos se hacían consideraciones sobre el régimen de presión (224 y 225); las medidas especiales tomadas para los puercos  (226 al 230), precisamente por el carácter más dañino de esta especie ganadera; los pesos y precios que debían regir en la fabricación y venta de quesos (231); las funciones específicas de los rastreros (232 y 233) o sirvientes de los administradores y cogedores de la encomienda y del Hospital, en su oficio de averiguar las producciones sujetas a impuestos señoriales; por último, en el 234 se contemplaba el régimen al que debían atenerse los rebuscadores de espigas, uvas y aceitunas (234).

En los que siguen se regulaban las mercaderías locales, especialmente contemplando las trajinerías de recatones (235 al 239) y las de los recueros, que así se llamaban a los pescaderos (240 al 244).

Los derechos (exenciones fiscales y adjudicación de salarios y dietas) y deberes (asistir a los plenos, nombrar cargos concejiles, regular los abastos y mercaderías, distribuir los impuestos reales, etc.) de los regidores se consideran en los capítulos 245 al 252, pormenorizando sobre cada uno de estos aspectos.

También quedaba regulado el aprovechamiento de los rastrojos (253), la venta de rodrigones o esquejes de vides (254), el pago de salarios a oficiales y sirvientes del concejo (255), la construcción de setos en huertas y cortinales (256 y 257), la custodia de los sellos oficiales del concejo (258) y el establecimiento de solares en los ejidos (259).

El comercio de traperos y lenceros, así como el de los tenderos y tejedores de lienzos se recoge en los capítulos 260 y 263 al 267; en medio aparecen otras disposiciones sobre tapiadores y albañiles (261) y tejeros o fabricantes de tejas y ladrillos, regulando en cada caso sus artes y mercaderías.

En todas las causas abiertas por infracciones a las ordenanzas estaban implicados los testigos. Las circunstancias que concurrían en el asentamiento de la denuncia y los requisitos precisos se regulaban en los capítulos 268 al 270.

 Con profusión de datos y consideraciones especiales se contemplaba en los capítulos 271 al 277 todo lo concerniente al reparto de las tierras concejiles, aspecto de trascendencia especial.

Del 278 al 294, último de los capítulos numerados, tratan sobre la defensa de la propiedad privada, especialmente viñas y zumacales, de tanta importancia en la economía de la villa.

Tras contemplar estos asuntos, en el orden que se ha expuesto, después del capítulo 294, y sin interrupción, se recogen los aranceles correspondientes a los escribanos de la villa, que se desarrollan con detalles en seis folios (del 212 al 218). Le siguen otras disposiciones sobre el cobro de portazgos y veintena para, finalmente, en el folio 223 y siguientes, especificar algunas consideraciones importantes en relación a la dehesa del Encinar y a las viñas y zumacales. Para concluir, en el folio 230 aparece la rutina final inserta en este tipo de documentos, según el siguiente texto:

(…) por la cual (se refiere a la Real Provisión que autorizaba estas nuevas ordenanzas) sin perjuicio de nuestra corona real y por el tiempo que nuestra voluntad fuere, confirmamos y aprobamos las dichas ordenanzas, y mandamos a las justicias, regimiento y hombres buenos de la nuestra villa de Guadalcanal que la gocen y las guarden y cumplan y ejecuten en todo y por todo, según como en ellas se contienen, y las hagan pregonar públicamente en la plaza.

IV.- BANDOS MUNICIPALES.

Poco tiempo estuvieron en vigor muchos de los capítulos de las ordenanzas de 1674. Ya en los albores del XVIII, tras el advenimiento de los borbones, una buena parte de sus disposiciones entraron en contradicción con otras que, con carácter general, tomaron los nuevos monarcas en defensa de un modelo de estado centralista, que chocaba con las múltiples jurisdicciones presentes bajo la monarquía de los austrias. Por ello, como respuesta a los numerosos decretos, ordenanzas pragmáticas, etc., recibidas de Madrid, los alcaldes transmitían dichas órdenes en forma de bandos, para el general conocimiento del vecindario. Se conservan algunos de ellos en nuestro Archivo Municipal, como éste que se expone de 1733:

En la villa de Guadalcanal a veintiocho de Mayo de mil setecientos treinta y tres, los señores Diego Nuñez Cordero y don Cristóbal de Arana Sotomayor; familiar del Santo Oficio, alcaldes ordinario por ambos estados en ella, para el buen regimiento y gobierno de dicha villa y que en ella haya paz y quietud y que se eviten los daños que los ganados hacen en el campo y los sembrados, mandaron que en su plaza pública, en un día solemne, se publiquen los capítulos siguientes:

1º.- Que todos los vecinos de cualquier calidad y condición que sean, no sean osados de día ni de noche a traer ni usar armas prohibidas y que después de tocar a la queda se recoja cada uno en su casa y que las espadas que trajeren sean envainadas y que no se ande en cuadrillas y que no se den gritas ni vaquillas con el motivo de novios no otro alguno, so pena de veinticuatro días de prisión y cuarenta reales de multa por la primera vez y de proceder a lo demás que haya lugar; y en lo que a las armas según las últimas órdenes y pragmática de S. M.

2°. -Que ninguno admita a huéspedes en su casa, hombre ni mujer; si no es que sea su pariente o conocido y persona de buena vida y costumbre, y los que lo admitieren sepan de donde vienen, y teniendo sospecha den cuenta secretamente de sus negocios so pena que de lo contrario serán de su cuenta los daños y perjuicios que se causaren, y se procederá en justicia.

3°.- Que nadie juegue en público o en secreto a juegos prohibidos de naypes y dados, y que en lo autorizado y por entretenimiento que tampoco jueguen antes de alzar a la misa mayor; pena de treinta días de cárcel y cuarenta reales por la primer vez y de proceder a lo que haya lugar en justicia si reinciden.

4°.- Que todas las personas que tuvieren ganados y caballerías en término de esta villa las guarden, de suerte que no hagan daños en las sementeras, pena que si hacen alguno se les mandará que lo paguen de contado.

5°.- Que ningún ganadero sea osado de entrar sus ganados, o los que estén a su cargo, en viñas, zumacales o rastrojos hasta que hayan sacado de estos las hacinas, con apercibimiento de que lo contrario pagarán las penas de las ordenanzas con quince días de prisión y, siendo contumaces, se procederá conforme al derecho

6°.- Que ningún vecino sea osado de traer los lechones sueltos por las calles de esta villa, pena de dos reales por la primera vez y cada uno que se encontrare, por la segunda doble y por la tercera pierda el lechón.

7°, -Que todos los vecinos de esta villa y residentes en ella, jornaleros y trabajadores del campo no salgan a trabajar fuera de su término mientras dure la siega, pena de veinte reales y quince días de prisión la primera vez.

8°.- Y en atención a los graves daños que los gorriatos causan en los sembrados, mandaron que todos los vecinos de cualquier condición y calidad que sean, maten una docena y los entreguen en casa del cobrador de efectos reales dentro de treinta días, pena de seis reales, y dicho depositario tendrá razón de ello y así lo cumpliere entregando las cabezas que por sus mercedes se le pidan.

9°.- Que los molineros de las riveras de esta villa no admitan moliendas de forasteros sin licencia de sus mercedes y que no maquilen más de lo que está permitido, pena de tres ducados y tres días de prisión por la primera vez y, siendo contumaces, se procederá contra ellos rigurosamente. Y el que fuere agraviado dará cuenta para su remedio.

10º.- Que todos los hortelanos estén obligados diariamente a traer a la puerta de la carnicería las hortalizas que tuvieran en sus huertas por la mañana, y que no sean osados a sacarles fuera de esta villa sin permiso de sus mercedes, pena de seis días de cárcel y diez reales a la primera vez y proceder contra ellos en caso de inobediencia.

11º.- Que todas las personas que trajeren de venta géneros cosmetibles a esta villa no sean osados a venderos por mayor sin que tres días antes la vendan por menor; pena de seis días de prisión y treinta reales de multa, y que los recatoneros no compren cosa alguna al por mayor sin que pasen los tres días de venta al por menor; pena de sesenta reales y treinta días de cárcel por la primera vez, y bajo de la misma pena estén obligados los mesoneros a hacerlo saber a los vendedores, y para mayor observancia se dejará testimonio de este capítulo en cada mesón.

12°.- Que todos los que tuvieren o hicieren rozas en término de esta villa, hagan la raya correspondiente, según las ordenanzas, antes de quemarla, pena de tres ducados haciendo lo contrario y proceder contra los inobedientes y por todos los daños que ocasionen.

Y para que así se ejecute, lo firmaron.

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