Una aportación documental para la historia del arte en Guadalcanal: El desaparecido retablo de Santiago de la iglesia de Santa María (1568)

Imagen de Santiago aposto

Salvador Hernández González

Revista de Guadalcanal año 2015

            A mediados del siglo XVI el largo proceso constructivo de obras y reformas de la parroquia de Santa María de la Asunción de Guadalcanal, iniciado en la Baja Edad Media, tuvo su corolario en la renovación del ajuar litúrgico del templo. El viejo edificio medieval se fue dotando de una serie de retablos que cobijaban programas escultóricos y pictóricos en los que se daba entrada ya a los nuevos postulados estéticos renacentistas.

            La labor documentalista de Celestino López Martínez en el Archivo de Protocolos Notariales de Sevilla a comienzos del siglo XX dio noticias sobre algunos retablos ejecutados en los talleres sevillanos para los templos de Guadalcanal, analizados posteriormente por el profesor Palomero Páramo en su tesis doctoral sobre el retablo sevillano del Renacimiento y que desafortunadamente no han llegado a nuestros días. Con destino a la iglesia de Santa María el 6 de diciembre de 1585 Antonio Rodríguez de Cabrera concertaba con el escultor Juan Bautista Vázquez el Viejo la ejecución de un retablo compuesto por banco, un cuerpo articulado por pilares de orden corintio y ático. La hornacina del único cuerpo albergaría una pintura de la Anunciación, mientras que el ático estaría presidido por la figura de Dios Padre[1]. Y seis años después, el 18 de octubre de 1591 Luis de Porres, Abogado de la Real Audiencia de Sevilla y tutor de García Díaz de Villarrubia de Ortega, concertaba con Diego López Bueno y Francisco Pacheco, quienes se ocuparían de la parte arquitectónica y pictórica, respectivamente, otro retablo para el mismo templo, compuesto por banco, un cuerpo articulado en tres calles por columnas y pilastras estriadas, y ático. En el banco se representaba a los Evangelistas, flanqueando el tema de la Sagrada Cena, mientras que en la hornacina central figuraba la Asunción de la Virgen, acompañada en las hornacinas de las calles laterales por Santo Domingo y San Francisco, cuyas efigies eran rematadas por los bustos de la Magdalena Penitente y Santa Catalina Mártir, apareciendo la Trinidad en el ático y la figura de Jesús en el remate del retablo[2].

            Anterior a estos encargos es la obra que ahora presentamos, el retablo de Santiago, igualmente desaparecido y con el que quizás se pudo dar a conocer la nueva estética renacentista que estaba triunfando en la retablística sevillana del momento. Recordemos que si bien Guadalcanal pertenecía en aquel siglo XVI a la actual Extremadura, mantenía relaciones de diversa índole con el entorno sevillano, dada su cercanía geográfica y los intereses económicos representados por el cultivo de la vid y la explotación de sus célebres minas. Estos contactos indudablemente afectaron también a las expresiones artísticas, pues si bien en la Baja Extremadura se asistía a un momento de esplendor de las artes, gracias a la actividad de los talleres activos en la vecina Llerena convertida en destacado obrador, el poderoso y arrollador empuje de Sevilla como uno de los focos artísticos más activos del arte español se dejaba sentir también en los territorios extremeños, a donde llegaban obras procedentes de los talleres hispalenses, especialmente retablos y esculturas[3].

            El retablo que nos ocupa, dedicado al titular de la Orden a la que perteneció Guadalcanal hasta el siglo XIX, podemos reconstruirlo idealmente a través de la lectura del pliego de condiciones que se elaboró con vistas a su ejecución[4]. Aunque en el documento no consta explícitamente su fecha, al no figurar data alguna en el encabezamiento del mismo, es seguro que fue redactado en 1568 y en fecha anterior al mes de julio, mensualidad y año que figuran en una de las cláusulas del texto.

Como era costumbre en la práctica artística de la época, el comitente o cliente, en este caso la parroquia, fijaba por escrito los múltiples aspectos que rodeaban la ejecución de la obra, desde el programa iconográfico con los temas a representar, el diseño arquitectónico y el repertorio ornamental, hasta las fórmulas y plazos de pagos y fecha de entrega de la obra ya concluida. Pero en el caso de este retablo de Santiago, el documento se diferencia de lo que conocemos como escritura de concierto, pues en ésta aparecen normalmente las partes implicadas en la ejecución de la obra, es decir, por un lado el promotor de la obra, y por otro el artista que se encargaría de hacer realidad el proyecto. Aquí sólo se recogen los nombres de los eclesiásticos encargados de gestionar el proyecto y las características de éste, pero no se indica que la obra estuviese ya concertada con un determinado artista. Esto confirma que en efecto nos encontramos ante el pliego de condiciones al que habrían de atenerse el artista o taller que finalmente asumiese el encargo, bien por contratación directa por parte del cliente o bien mediante fórmulas como concurso o puja, en la que los artistas presentaban diferentes presupuestos, y el cliente optaba por aquél más acorde a sus posibilidades económicas. En este caso, el pliego de condiciones, expuesto al público para conocimiento de los posibles artistas interesados en hacerse con la obra, actuaba así como reclamo publicitario para atraer la atención de los talleres hacia ese nuevo encargo que se les ofertaba, lo que al tiempo brindaba al cliente la posibilidad de entrar en contacto, conocer y evaluar a los candidatos, para garantizar así que la obra se realizaría con la calidad requerida y de acuerdo con lo prescrito en el proyecto en cuestión. Si finalmente la obra, fuese adjudicada como indicamos por contratación directa o concurso a tal o cual artista, se procedería entonces a la formalización de la escritura de concierto de la obra. Como señala Palomero Páramo, a partir de 1560 son los entalladores y escultores quienes contratan directamente los encargos para ceder luego sus posibles pinturas, el dorado y la policromía a los pintores[5].

            En este sentido, el pliego de condiciones para la ejecución de este retablo de Santiago para la iglesia de Santa María de nuestra localidad, es buen ejemplo del cuidado que la autoridad eclesiástica ponía en la realización de este tipo de obras, de gran valor no sólo por su coste material, sino también por su importante papel como instrumento de adoctrinamiento para los fieles en el interior de los templos en virtud de los programas iconográficos incorporados, bien en escultura, bien en pintura, a su ensambladura. Por ello no se dejaba al azar ningún aspecto de importancia para asegurar la realización del conjunto de acuerdo con el proyecto planteado. Así en nuestro caso se comienza advirtiendo que “la persona en quien se rematare o hubiere de hace la dicha obra, la ha de hacer a su costa a cuero y carne”, es decir, tanto la ensambladura o estructura arquitectónica en madera como en su acabado final, tanto de talla como de pintura. Seguidamente se pasa a enumerar, tal como apuntamos antes, las características técnicas del conjunto, en las que se suceden indicaciones sobre medidas, programa iconográfico, estructura arquitectónica y repertorio ornamental, y finalmente fechas de entrega de la obra ya concluida y plazos de pago del encargo.

            Comenzando por las medidas, el retablo habría de tener tres varas de ancho (2´49 metros aproximadamente) y cuatro y media de alto (3´73 metros aproximadamente), incluyendo el banco o basamento del mismo. Su estructura arquitectónica cobijaría una serie de “tableros” u hornacinas destinadas a contener pinturas, lo que revela junto con la cronología del proyecto (1568) su plena adscripción a la etapa plateresca del retablo renacentista. Así tal concepto distributivo responde no sólo al característico afán del retablo plateresco de encerrar los motivos iconográficos en recuadros, sino que también revela, en este deseo de subdividir y articular las superficies, la pervivencia y arraigo del dispositivo del retablo gótico[6], aunque traducido al nuevo lenguaje formal integrado por elementos tomados del “romano”. Las pinturas que integraban el retablo irían repartidas del siguiente modo. En el primer cuerpo, el registro u hornacina central, “mayor e más principal que los demás”, albergaría la pintura del apóstol Santiago el Mayor, representado con su habitual iconografía “de apóstol y de romero”, es decir, ataviado con túnica, manto de peregrino y el sombrero con la característica concha de vieira. Sobre esta hornacina central del primer cuerpo, descansaría a su vez el ático o remate, en el que figuraría una pintura representando el episodio evangélico del Descendimiento o Bajada de la Cruz, “con su Cristo y demás imágenes necesarias”, esto es, los demás personajes que integran la iconografía del tema, como la Virgen, Santa María Magdalena y los Santos Varones Nicodemo y José de Arimatea, a los que se pueden agregar otras de las Santas Mujeres, como María Cleofás. La calle central de este primer cuerpo del retablo quedaría flanqueada por dos calles laterales, cada una de las cuales albergaría dos tableros superpuestos conteniendo también pinturas. Así en la del lado derecho “ha de haber pintado en el de abajo la imagen de San Antón Abad, y en el tablero de encima de esta imagen ha de traer pintado la imagen de San Benito Abad”. Y en la del lado izquierdo figurarían abajo Santa Lucía y arriba San Sebastián.

Queda configurado, por tanto, un programa iconográfico esencialmente hagiográfico, es decir, dedicado a la exaltación de dichas figuras del santoral, con la excepción del episodio evangélico del Descendimiento del ático. Los santos seleccionados, que  gozaban de amplia devoción desde los tiempos medievales, seguían cobrando pleno protagonismo en la espiritualidad española del siglo XVI en función de los diferentes carismas que caracterizaron sus vidas. Así San Antón Abad, ermitaño en el desierto, ejemplifica la vida eremítica, en tanto que San Benito Abad, fundador como es sabido de la orden benedictina, viene a ser el representante por antonomasia de la vida monacal. Así pues, ambos santos se presentaban a los fieles como las dos opciones por las que podían optar si querían retirarse del mundo para consagrarse a la vida religiosa. Aunque en el documento no se describe la iconografía de estos santos, debió ser la habitual con la que el arte cristiano los venía representando desde el Medievo. Por un lado San Antón, representado con hábito de ermitaño y la característica capucha sobre la cabeza, iría acompañado por el cerdo, su habitual atributo. Así era el modelo de eremita retirado en el campo (recordemos las numerosas ermitas que existían por nuestra zona, atendidas por ermitaños dedicados a esta vida sosegada repartida entre la oración y las tareas manuales para su sustento, como el cultivo de las huertas anexas a la ermita). Y por otro lado San Benito, vistiendo el hábito negro de la orden por él fundada, quizás portaría el báculo de abad y el libro de las Reglas. De esta forma personificaba la vida en comunidad en el monasterio, regida por las Reglas que articulaban el reparto de la jornada diaria entre el rezo de las horas canónicas, comidas, trabajos para el mantenimiento de la comunidad, formación intelectual a través del estudio, tiempo de descanso y recreo, etc. Por su parte, la pareja integrada por Santa Lucía y San Sebastián forman parte del grupo de los santos denominados “apotropaicos” o sanadores, de especial devoción en unos siglos como éstos donde las epidemias y enfermedades imponían con demasiada frecuencia su dramático sello a la vida cotidiana. Santa Lucía, especializada como sabemos en las enfermedades de la vista, debió ser representada con su habitual atributo de los ojos sobre la bandeja que porta con sus manos. Y San Sebastián, abogado contra las epidemias de peste, aparecería desnudo, amarrado al poste del martirio, mostrando en su torso las flechas que consiguieron malherirlo pero no causarle la muerte, pues fue curado de sus heridas por Santa Irene. Pudo así sobrevivir hasta que capturado de nuevo por sus verdugos, murió de forma violenta a base de los garrotazos que aquéllos le infligieron.

Tras definir el programa iconográfico, la siguiente cláusula atiende a aspectos ornamentales de esta estructura retablistica. Así “los dos pilares de en medio”, es decir, los que flanquearían la hornacina central con la pintura de Santiago, “serán redondos, gruesos y dorados y labrados, que hagan alguna sobra”. Sospecho que tales soportes debieron ser los característicos balaustres propios del retablo renacentista en esta fase “plateresca”, antes de que en el último tercio de este siglo XVI la vuelta al clasicismo impusiese el rotundo empleo de los órdenes arquitectónicos clásicos. En la misma línea, “los otros dos pilares de los cantos y fines del dicho retablo”, es decir, los que delimitaban los extremos de las calles laterales, serían “de media madera”, confusa expresión que quizás indique que fuesen semicolumnas o pilastras. Estos elementos de soporte que articulaban este primer cuerpo en tres calles, se completarían en su conformación formal con otros elementos propios del repertorio ornamental “plateresco”, como “frisos, basas y capiteles muy dorados con su coronamiento”. El ya citado ático o remate ocupado por la pintura del Descendimiento de Cristo de la Cruz quedaría coronado por una escultura de Cristo Crucificado.

El diseño de este retablo parece que estaba plasmado dentro de “una muestra” o boceto que fue mostrada por Antón Lucas, clérigo vicario de la villa de Guadalcanal, a fin de que el conjunto fuese “bien fecho de buena madera y talla y pintura y bien dorado a vista de oficiales y a contento del cura y mayordomo”. Una vez que la obra quedase adjudicada al “oficial” o artista que hubiese de realizarla, éste se compromete a transportarla desde su taller a la villa de Guadalcanal y a su instalación en el altar del templo en cuestión. El lugar destinado a la instalación del nuevo retablo había de estar “aderezado de albañilería”, para facilitar el definitivo anclaje al muro del entramado interno de vigas que permitirían asegurar la firmeza y estabilidad de este conjunto de arquitectura en madera que cobijaba las pinturas y esculturas que hemos visto definían su programa iconográfico. Aunque desafortunadamente en el documento no se indica el nombre del artista a quien finalmente se le adjudicó la hechura del retablo, sí se precisa que habría de entregarse acabado “de todo punto y asentado” el día de Santiago “de este presente año de mil e quinientos e sesenta y ocho años”.

Y como era también habitual en la práctica artística de la época, se establecen las oportunas fianzas que aseguraban la realización de la obra de acuerdo con las condiciones estipuladas por el cliente. Así se indica que “la persona que hubiere de hacer el dicho retablo se ha de obligar a todo lo susodicho e dar fiador”, a contento del Mayordomo de la iglesia. Y para mayor seguridad, se precisa que si el artista no cumpliese con el plazo de entrega del retablo, el Mayordomo puede traspasar la obra a otro maestro, aunque corriendo por cuenta del incumplidor los gastos de viaje del segundo artista a Guadalcanal, a razón de 8 reales diarios.

Con respecto  al coste de la obra, se estipula la fórmula de abono al artista a través del habitual sistema de fraccionamiento del importe en tres pagas. La primera en el momento del contrato de la obra y tras haberse otorgado las oportunas fianzas, “a contento del dicho cura e mayordomo e de quien su poder hubiere”. La segunda, cuando estuviese “todo hecho de talla e se comenzare a pintar”, es decir, a aplicar el dorado a la estructura arquitectónica del retablo. Y la tercera y última, “cuando estuviere asentado e puesto de todo punto, fenecido e asentado el dicho altar”.

En la escritura de concierto que hubiese de otorgar el artista encargado de la obra, deberían ir insertas estas condiciones, firmadas de Francisco López Caballero, Teniente de Cura de la iglesia de Santa María, y de Gregorio Muñoz, Mayordomo del mismo templo. Este pliego de condiciones sería remitido, como lo expresan los dichos Francisco López Caballero y Gregorio Muñoz, a Antón Lucas, Vicario de la villa de Guadalcanal, “para que Su Merced lo trate con oficiales y lo haga hacer y no de otra manera, por el precio que concertare e bien visto le fuere”. Para tal efecto, el Vicario había recibido previamente licencia del Provisor de la Provincia de León, de la Orden de Santiago, con fecha de 5 de enero del año anterior de 1567.

Finalmente, tenemos que señalar que este proyecto de retablo se llevó a cabo, aunque no sabemos a qué artista se confió su ejecución, ya fuese en los prestigiosos talleres de escultura y pintura sevillanos o en los más cercanos y asequibles obradores activos en las vecinas poblaciones extremeñas que contaban con talleres de este género[7], como Llerena o Zafra, donde se desarrollaba una interesante producción artística que irradiaba por toda la zona y llegaba incluso a zonas limítrofes como las sierras onubense y sevillana. En este sentido, se sabe que Hans de Bruselas se comprometió junto con el también entallador y pintor Antonio Florentín, vecino de Zafra, a realizar un retablo de imaginería para la iglesia de Santa Ana de Guadalcanal, para lo cual otorgaron escritura de obligación en la referida población pacense el 14 de agosto de 1571[8]. Sea quien fuere el desconocido autor del retablo de Santiago, éste finalmente llegó a realizarse, ya que en el informe de la Visita Pastoral de 1575, se indica que enfrente de la puerta de la sacristía de la parroquia de Santa María había dos altares, de los cuales el situado a mano derecha era el dedicado a Santiago, formando pareja con otro a mano izquierda consagrado a San Antón[9].

Desafortunadamente, los avatares históricos experimentados por el patrimonio artístico de Guadalcanal nos han privado de la contemplación de esta obra, la cual pudo ser sustituida con los cambios estéticos traídos por el Barroco, por lo que no tiene de extraño que tanto éste como los demás retablos renacentistas del templo fuesen sustituidos por otros barrocos de mayor riqueza decorativa, que finalmente fueron los que adornaron el templo hasta su destrucción en los tristes acontecimientos de 1936, a tenor de los testimonios fotográficos conservados anteriores a dicha fatídica fecha. Ante la falta de la obra, nos queda el documento que aquí damos a conocer, como expresión del esplendor artístico que se vivía en un momento tan floreciente para la historia de Guadalcanal como fueron estos años centrales del siglo XVI.


[1] LÓPEZ MARTÍNEZ, Celestino: Desde Jerónimo Hernández hasta Martínez Montañés. Sevilla, 1929. Págs. 113-114; PALOMERO PÁRAMO, Jesús Miguel: El retablo sevillano del Renacimiento: análisis y evolución (1560-1629). Diputación Provincial de Sevilla, 1982. Págs. 188-189.

[2] LÓPEZ MARTÍNEZ, Celestino: Arquitectos, escultores y pintores vecinos de Sevilla. Sevilla, 1928. Págs. 83 y 229-230; Id.: Desde Jerónimo Hernández…, pág. 183; PALOMERO PÁRAMO, Jesús Miguel: El retablo sevillano…, pág. 459; VALDIVIESO, Enrique-SERRERA, Juan Miguel: Historia de la pintura española: escuela sevillana del primer tercio del siglo XVII. Madrid, 1985. Págs. 46-47.

[3] Esta cuestión fue abordada en el clásico trabajo de BANDA Y VARGAS, Antonio de la: “Huellas artísticas andaluzas en la Baja Extremadura”, en Estudios de Arte Español. Sevilla, 1974.

[4] ARCHIVO HISTÓRICO PROVINCIAL DE SEVILLA, Fondo Celestino López Martínez. Legajo 19835, expediente 9: Condiciones para hacer retablo de Santiago de la iglesia de Santa María de Guadalcanal. Este documento forma parte de la colección de escrituras que dicho investigador sevillano fue reuniendo para sus estudios sobre la Historia del Arte sevillano, procedentes del Archivo de Protocolos Notariales de Sevilla, y que tras diversas vicisitudes han pasado a formar parte de los fondos del Archivo Histórico Provincial, que igualmente incluye los citados Protocolos Notariales.

[5] PALOMERO PÁRAMO, Jesús Miguel: “Definición, cronología y tipología del retablo sevillano del Renacimiento”, Imafronte nº 3-5 (1987-1989). Pág. 58.

[6] PALOMERO PÁRAMO, Jesús Miguel: “Definición, cronología y tipología del retablo…”,  pág. 58.

[7] Véase al respecto la densa visión de conjunto planteada por SOLIS RODRÍGUEZ, Carmelo: “Escultura y pintura del siglo XVI”, en Historia de la Baja Extremadura, vol. II. Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes, Badajoz, 1986. Págs.571-679.

[8] Ibídem, pág. 585.

[9] MALDONADO FERNÁNDEZ, Manuel: “El clero y la religiosidad en el Guadalcanal del Antiguo Régimen”, Revista de Feria y Fiestas de Guadalcanal (2004). Pág. 156.

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