Palabras de Ignacio Gómez, el día del nombramiento de hijo predilecto de la villa de Guadalcanal, de Andrés Mirón

Soledad y Esperanza Mirón, junto a Ignacio Gómez

El 8 de octubre de 2004, a pesar del agua que me vino cayendo todo el camino desde mi lugar de trabajo -175 kilómetros-, venía contento. Tampoco es que esto sea anormal, porque siempre que vengo a nuestro pueblo, vengo contento y eso mi familia puede atestiguarlo.

Lo que menos me esperaba es que al llegar al Serón, e ir a saludar a un amigo, éste me espetara “Andrés Mirón ha muerto esta tarde en un accidente de tráfico”.

No tengo que explicar lo que sentí en esos momentos, porque muchas de las personas que estáis aquí sentiría lo mismo.

Normalmente en estos actos, todo el mundo presume -algunos con razón, como es mi querido amigo Pepe Álvarez- que ha sido amigo del homenajeado toda la vida. En mi caso, no puedo presumir de haber sido amigo, pero sí de haber gozado de su amistad, durante los últimos años de su vida.

Es verdad, que Andrés Mirón tenía muy desarrolladas sus defensas y no era fácil llegar a él. Siempre entendí su forma de ser y más en estos tiempos de tanta ñoñería y estupidez.

Con motivo de la presentación que hice hace tres años, del libro de Muñoz Torrado, El Santuario de Ntra. Sra. de Guaditoca, de cuya edición me encargué, hice un repaso de todos los escritores que había tenido Guadalcanal. Naturalmente, como no podía ser de otra forma, hablé y dije que Andrés Mirón, me parecía el mejor de ellos e incluso me atreví con algunos de sus poemas. Aunque nunca habíamos hablado, le faltó tiempo para darme las gracias porque, según me dijo, “era el primero en el pueblo que hablaba bien de él”

Como decía, Andrés Mirón tenía muy desarrolladas sus defensas, pero su apariencia era ficticia, ya que si apartabas esa primera capa con la que se envolvía, aparecía lo que realmente era, una persona culta, cariñosa, que supuraba Guadalcanal por todos sus poros, que debió ser un verdadero amigo de sus amigos y que el tiempo que gocé de su amistad, me lo demostró.

En ese Palacio que Soledad ha contado, tuvimos algunas charlas que me permitieron confirmar esa primera impresión que de él tuve, de su honestidad y de su crítica. Sí, su crítica, que él nunca callaba, estuviera donde estuviera o hablara con quien hablara. Qué en falta se echa a estas personas, que por delante y en la cara te dicen lo que piensan o sienten. Qué lejos se encuentran de esas otras, que están deseando que te des la vuelta, para empezar a criticarte o a murmurar.

También tuve con él algunas charlas en su casa de la calle Santa Ana, donde acudí en numerosas ocasiones y pude recrear mi vista con la inmensa biblioteca, que ocupa prácticamente toda la planta baja. Tengo que decir que en muchas de estas visitas, me llevé el premio de algún libro escrito por él.

Uno de los día que subí a Santa Ana, comentando con él, la propuesta que iba a realizar al Equipo de Gobierno de su nombramiento de Hijo Predilecto de la Villa y mientras me enseñaba unas carpetas con noticias aparecidas en relación con la publicación de sus libros, surgió un tema, no para hacerlo a corto ni medio plazo, pero sí pensando en un futuro, pero sin concretar ninguna fecha ni forma, -como digo- dejó caer la posibilidad de que su casa se pudiera dedicar para albergar una Fundación para conservación de todo lo que en ella había, relacionado con lo escrito por él. Al no ser una cuestión que se fuera a realizar a corto plazo, no le di mayor importancia. En mi caso me sentía en la obligación de comentarlo en este acto, sin mayor trascendencia en aquél momento, pero tan importante en las circunstancias actuales.

Para terminar, quisiera contar un detalle, que en el momento que ocurre no se le da importancia, pero que viene a demostrar que cualquier cosa que nos acontece en la vida tiene su valor. Estábamos charlando sentados junto a la mesa que él usaba para escribir y viendo el patio que reflejaba la luz del mediodía de un día de otoño –era finales de octubre-, de pronto se levantó y volvió con una bolsa de plástico y me dijo que le acompañara. Salimos y fuimos junto al membrillo que tenía en el patio. La fruta ya estaba madura. Comenzó a retirar las más grandes y aquel día bajé con una buena bolsa de membrillos maduros, que posteriormente mi esposa convertiría en esa sabrosa confitura de dulce de membrillo. Para él serían los últimos membrillos que vería madurad.

Éste era el poeta Andrés Mirón, el padre de Soledad y Esperanza, el amigo de sus amigos, el enamorado de Guadalcanal, el de la calle de la Encomienda, el de la Plaza de los Naranjos, el de El Palacio, ésta es la persona a la que hoy hemos nombrado Hijo Predilecto de la Villa.

Otrosí como diría un notario. He puesto mi granito de arena, para que la memoria de D. Andrés Mirón quede en el tiempo. Lo he convertido en un personaje cervantino.  

Guadalcanal uno de abril de dos mil seis

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