Retratos a la pluma. Adelardo López de Ayala

Adelardo López de Ayala

Julio Nombela. Periódico El Imparcial, año I número 131

En una tarde de otoño de 1845 se hallaba un joven de diez y seis a diez y siete años en el hogar de una posada de la calle Alhóndiga de Sevilla.

Servía la comida una de las mozas, cuando llegaron dos alguaciles, y encarándose con el joven:

-¿Vive en esta posada –le preguntaron- un estudiante a quien llama Adelardo López de Ayala?-

-Aquí ha vivido, le contestó con la mayor serenidad; pero se ha marchado esta mañana a su pueblo con unos arrieros.

-El caso es que teníamos órdenes de prenderle.

-Pues amigos, lo que es hoy no son Vds. Los que le llevarán a la cárcel.

Retirándose los alguaciles, el joven terminó su frugal comida, y media hora después salía de Sevilla con dirección a Guadalcanal.

Él era el que buscaban: pero su pecado, si alguno había cometido, no era más que un pecado poético.

Los estudiantes se habías colocado en una actitud revolucionaria. Asistían a l las clases con el airoso sombrero calañés y la capa torera, el rector no creía que este traje profano fuese el mas a propósito para penetrar en el santuario de la ciencia, se obstino en desterrarlo, la cuestión de las capas y sombreros reapareció sobre el tapete, circuló entre el gremio estudiantil una calorosa alocución escrita en magníficas octavas reales, y como autor de esta proclama y jefe del motín por aclamación de sus compañeros, se dispuso el arresto del poeta, que desde el principio de su carrera conseguía con la fuerza de su poderoso talento dominar, subyugar a los que le veían y le escuchaban.

            Pronto pasó el nublado, y el joven estudiante volvió a Sevilla, donde vivió algunos años, no estudiando, sino adorando el teatro antiguo español y soñando tal vez con los laureles que más tarde ha ceñido su frente.

            La primera poesía que publicó Los dos artistas, produjo un gran efecto y sus amigos no tardaron en ser sus admiradores. A todos asombraba su prodigiosa manera de concebir y su brillante modo de expresar.

            Escribió por entonces una leyenda de la que solo se han publicado algunos fragmentos: titúlase Amores y desventuras, y tiene por asunto los amores de D. Rodrigo y la Cava. Una tragedia inédita, El Puñal y el veneno, fue también obra de aquellos primeros años juveniles empleados en sentir y en amar todo lo bello, todo lo noble, todo lo grande.

            Pero el inspirado poeta era un estudiante desaplicado.

            Llegó para él el momento de tomar el grado de bachiller, y aunque gozaba de gran prestigio entre sus catedráticos, a punto estaban ya de reprobarle, cuando se le ocurrió a su maestro de literatura D. Antonio Rodríguez Zapata, proponerle que disertara sobre la novela española.

            Llamó al genio y el genio le respondió.

            ¿Qué no diría para conseguir que le aprobasen por unanimidad los que sabían su desaplicación?

            Poco después escribió su comedia Los dos Guzmanes, y a esta obra siguió El hombre de Estado, escrita en Sevilla en una casa de la calle de los Alcázares, que designaba el vulgo con el nombre de La Casa del loco, por habitar un pobre demente en uno de los cuartos del piso bajo.

            ¡Qué contraste! ¡Un mismo techo cobijaba la luz y el caos, las facultades intelectuales en todo su apogeo y en toda su decadencia!

            Sediento de esa noble ambición de gloria, que hoy debe ser contrabando, puesto que los poetas que vienen a Madrid a hacer fortuna no se atreven a declararla, apenas ganó un pleito que sostenía contra la Hacienda, se trasladó a la corte.

            Necesitando traspasar su matrícula porque estudiaba leyes, rogó a un pariente suyo, diputado a la sazón, que le recomendase al director de instrucción pública.

            Desempeñaba este cargo D. Antonio Gil y Zárate, y el pariente de Ayala, creyendo que el célebre literato se interesaría más por con recomendado sabiendo que era poeta, le dijo que hacia dramas.

            Algún tiempo después, despachó favorablemente el director la instancia del estudiante y al noticiarlo al diputado:

-Diga V. a ese joven, -añadió Gil y Zárate- que estudie y no se meta a escribir dramas.

            Visitó el poeta a una familia aristocrática de Madrid emparentada con la suya, hablo de sus proyectos; la señora de la casa, amante de las letras, pidió al joven el drama para leerlo, y sobre un velador estaba cuando un hombre de Estado a quien deben mucho las letras españolas, el conde de San Luis, fijó su vista en el manuscrito, un día que fue a visitar a aquella distinguida familia.

            Algún tiempo después recibía Abelardo López de Ayala una expresiva carta cintándole para asistir a la lectura de su drama en casa de D. Manuel Cañete, secretario y amigo del conde de San Luis, que había leído la obra, y había adivinado el porvenir de su autor.

            El efecto que produjo esta lectura fue asombroso: un poeta ilustre, quizás el que mas entusiastas ovaciones ha alcanzado en la escena española, exclamó después de oír una de las brillantes escena de El hombre de Estado:

-Cambiaría por ella todas mis obras.

            Los que asistieron a la lectura ponderaron el genio del poeta, y no se hablaba en todas partes mas que del próximo triunfo que aguardaba a Adelardo López de Ayala.

            El Comité del teatro Español se reunió para el oír el drama.

            El Sr. Gil y Zárate, presidente, tenía la costumbre de dormirse durante la lectura de las obras.

            Aquel día no se durmió, y levantándose al final y acercándose al joven poeta para estrechar su mano:

-Me vuelvo atrás, le dijo: no estudie V., y haga usted dramas.

            El éxito de esta segunda lectura, y el efecto que producía la presencia del poeta, la arrogancia de su porte, la dignidad de su actitud, la entereza de su carácter, allí donde los jueves supremos estaban acostumbrados a ver al genio hacer genuflexiones, formaron el pedestal de su reputación.

            Antes de conocer el fallo del público, le consideraban ya los autores dramáticos; y los actores y los que andaban entre bastidores.

            Ese es, ese es, decía cuando pasaba, el autor del Hombre de Estado.

            Para comprender la energía de su carácter basta citar un rasgo.

            Ensayábase su drama; asistía a los ensayos, se le ocurrió hacer una observación a un actor y la hizo.

            Valero dirigía la escena, y enérgico también y acostumbrado a dominar:

-Yo soy el director, le dijo, y estoy aquí para hacer las correcciones necesarias.

-Pues yo soy el autor –contestó Ayala-, y de desde este momento retiro el drama.

            Terciaron las circunstancias, y no sin gran trabajo lograron que continuaran los ensayos.

            El drama se representó, tuvo mal éxito, puede decirse que fue silbado, y sin embargo, dio al poeta una gran reputación.

            Este fenómeno no ha tenido ejemplo.

Hoy mismo, cuando se habla de Ayala, dicen la crítica y el público: “el distinguido autor del Hombre de Estado.”

            Como no me propongo hacer estudios, sino retratos íntimos, solo añadiré que el público y la crítica son justos.

            Adelardo López de Ayala fue desde entonces lo que debía ser, lo que es, uno de los primeros poetas dramáticos de nuestra época.

No pararon sus derrotas en El hombre de Estado,: un drama Venganza y Perdón, una zarzuela política: El Conde de Castrilla, fueron horrorosamente silbados; pero la fascinación de su genio no cesaba de influir sobre el público.

Ayala era siempre Ayala.

Estoy por asegurar que ni aun los autores dramáticos, sus compañeros, se alegraban de sus derrotas.

No me acuerdo haber oído a ninguno murmurar de Ayala; y este es otro fenómeno de su vida.

La comedia Los dos Guzmanes se representó después del Hombre de Estado y más tarde los triunfos de Rioja y de la bellísima zarzuela Guerra a Muerte, bastaron para indemnizarle de sus derrotas.

Al Tejado de vidrio, que es una de las primeras obras del teatro moderno, siguió si no recuerdo mal El curioso impertinente, comedia que escribió con Hurtado; El tanto por ciento consolidó su gloria y le hizo objeto de la ovación más entusiasta que el talento ha logrado de la admiración pública..

Se abrió una suscripción para costearle una corona de oro; los poetas le ofrecieron un álbum preciosísimo.

Ayala regaló la corona a su madre, a su adorada madre, que la conserva como una reliquia del amor filial.

El álbum es una de las prendas más queridas de su corazón.

No satisfechas sus aspiraciones con la gloria literaria, traspasó los dorados umbrales de la vida política.

Algunos creen que por ambición de mando: los que le conocen a fondo aseguran que por ambición de hacer bien.

La prueba es que ha podido ocupar altos puestos, y solo ha sido momentáneamente director del Conservatorio.

Refiérese además que propuesto para uno de los más elevados cargos de la nación:

-Reconozco su gran talento, dijo el Presidente del Consejo de Ministros a uno de sus colegas, pero no ha hecho nada que justifique lo que merece y V. me pide para él.

Cuando Ayala supo esta respuesta, agradeciendo que hubieran pensado en él para una distinción que no la había solicitado, ni la deseaba:

-Si todos los jefes de los gabinetes fueran así, exclamó, otra sería la suerte de España.

Desde entonces concibió una opinión mucho más ventajosa de la que tenía del hombre de Estado que se negó a concederle lo que constituye el bello ideal de casi todos los políticos.

Liberal de corazón, pero conservador de buena fe, formó parte de la misteriosa redacción de El Padre Cobos, y todavía se recuerda el ingenioso rasgo de que valió para que el jurado absolviese unos versos que había sido denunciados.

Puso en prosa la idea, le dio la forma de una gacetilla, la publicaron todos los periódicos y pasó.

-¿Tendréis tan poca lógica, decía sobre poco más o menos en su defensa, que aprobaréis una idea en prosa y la condenaréis en verso?

Los que acababan de coronar a Quintana no podían considerar como circunstancia agravante el metro y el ritmo, y el Padre Cobos fue absuelto.

Yo siento mucho que los grandes poetas se meta a políticos: salvas algunas excepciones, lo que en literatura son unidades, en política se convierten en ceros colocados a la derecha de una unidad.

Ayala ha logrado figurar también en política, y cuando considero que su Tanto por ciento se debe acaso tanto a su inspiración como a una ausencia hábil de la vida política, creo que deben perdonársele los que le admiran como poeta, las largas temporadas que emplea sus privilegiadas facultades en esa, en mi concepto, estéril lucha de la política, tal como la comprenden los que son a un tiempo políticos y poetas, políticos y médicos, políticos y comerciantes.

Su vida pública es demasiado conocida, y yo solo he ofrecido un retrato privado.

Estoy seguro de que los que le ven y le juzgan sin tratarle, pronuncian esta frase:

-¡Debe de ser muy altivo!

Así parece a primera vista.

Difícilmente puede hallarse una fisonomía que revele un alma con más propiedad que la suya.

Basta verle para pensar: ¡Es un poeta!

Asistiendo a la representación de sus obras o leyéndolas se le adivina; y es porque lo mismo en su rostro que en sus obras está su alma.

Su figura parece arrancada de un cuadro de Velásquez, todo el vigor de las líneas del gran pintor, toda la corrección de su dibujo, toda la belleza sombría de su color, se encuentra en las facciones del poeta.

Es la condensación de la belleza física y moral de aquel siglo que han inmortalizado Calderón y Lope.

Los que le tratan íntimamente aseguran que la severidad que revela su rostro desaparece en el seno de la confianza, que es franco y expansivo, que tiene profundamente arraigado en el alma el sentimiento de la justicia, que a cada instante brotan de sus labios en la conversación pensamientos elevados, frases bellísimas, chistes ingeniosísimos.

Añaden que es generoso hasta la prodigalidad, y que ni se envanece con los aplausos, ni se irrita con las censuras.

En cuanto a la actividad de su inteligencia, he oído esta frase:

-Ha pensado para un siglo y ha escrito para un año.

Dicen que es perezoso, y no tenemos más remedio que creerlo.

-Jamás hace uso de su voluntad –he oído decir a uno de sus amigos- pero cuando quiere una cosa, su voluntad le obedece. Entonces el manso arroyo que acaricia  las flores, se convierte en torrente impetuoso.

¿Por qué no querrá que el teatro español sea lo que él entiende que debe ser?

¿Por qué, como otros tantos poetas, se ha olvidado al sentarse en los escaños del Congreso. De pedir, no protección, sino libertad, aire, vida para las letras y las artes?

Desde hace algunos años vive en compañía de Arrieta, su íntimo amigo, su hermano.

Los dos han nacido para comprenderse.

Yo bien quisiera que Adelardo López de Ayala tuviera alguna que otra excentricidad, que fuera por ejemplo un gran nadador o un excelente gimnasta, que madrugase mucho o trasnochase, que hiciera sus delicias la salsa mahonesa o tuviese siquiera la costumbre de fumar en pipa.

Parece que estos datos aderezan mejor y hacen más sabrosos los retratos a la pluma; pero bajo este punto de vista el gran poeta vive como un simple mortal.

Únicamente añadiré que ha sido nombrado académico, y que el discurso de recepción que tiene preparado –un estudio de Calderón- es a juzgar por mis noticias, un trabajo inspirado.

Hoy se encuentra en Guadalcanal, su patria, en el seno de su querida familia; tal vez allí concluye alguna de esas obras que brotan de su pluma y que tienen el privilegio de levantar el ánimo del público y de dar vida al arte.

Si es su Último deseo, el mío es que no sea su último triunfo.

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