Epístola a Emilio Arrieta

Emilio Arrieta (1823-1894).

Adelardo López de Ayala

Guadalcanal, 5 de octubre de 1856.

     De nuestra gran virtud y fortaleza

al mundo hacemos con placer testigo;

las ruindades del alma y su flaqueza

sólo se cuentan al mejor amigo:

de mi ardiente ansiedad y mi tristeza

á solas quiero razonar contigo:

rasgue á su alma sin pudor el velo

quien busque admiración y no consuelo»

     No quiera Dios que en rimas insolentes

de mi pesar al mundo le dé indicios,

imitando á esos genios impudentes

que alzan la voz para cantar sus vicios.

Yo busco, retirado de las gentes,

de la amistad los dulces beneficios.

No hay causa ni razón que me convenza

de que es genio la falta de vergüenza.

     En esta humilde y escondida estancia,

donde aún resuenan con medroso acento

los primeros sollozos de mi infancia

y de mi padre el postrimer lamento;

esclarecido el mundo a la distancia

a que de aquí le mira el pensamiento,

se eleva la verdad que amaba tanto;

y, antes que afecto, me produce espanto.

     Aquí, aumentando mi congoja fiera,

mi edad pasada y la presente miro.

La limpia voz de mi virtud entera,

hoy convertida en áspero suspiro,

y el noble aliento de mi edad primera,

trocado en la ansiedad con que respiro,

claro publican dentro de mi pecho

lo que hizo Dios y lo que el mundo ha hecho.

     Me dotaron los cielos de profundo amor

al bien, y de valor bastante

para exponer al embriagado mundo

del vicio vil el sórdido semblante.

Y al ver que imbécil en el cieno hundo

de mi existencia la misión brillante,

me parece que el hombre, en voz confusa

me pide el robo y de ladrón me acusa.

     Y estos salvajes montes corpulentos,

fieles amigos de la infancia mía,

que con la voz de los airados vientos

me hablaban de virtud y de energía,

hoy con duros semblantes macilentos

contemplan mi abandono y cobardía,

y gimen de dolor, y cuando braman,

ingrato y débil y traidor me llaman.

     Tal vez á la batalla me apercibo;

dudo de mi constancia, y de esta duda

toma ocasión el vicio ejecutivo

para moverme guerra más sañuda;

y cuando dócil el combate esquivo,

“Mañana, digo, llegará en mi ayuda”;

¡y mañana es la muerte, y mi ansia vana

deja mi redención para mañana!.

     Perdido tengo el crédito conmigo,

y avanza cual gangrena el desaliento;

conozco y aborrezco a mi enemigo,

y en sus brazos me arrojo soñoliento.

La conciencia el deleite que consigo

perturba siempre; sofocar su acento

quiere el placer, y, lleno de impaciencia,

ni gozo el mal ni aplaco la conciencia.

     Inquieto, vacilante, confundido

con la múltiple forma del deseo,

impávido una vez, otra corrido

del vergonzoso estado en que me veo,

al mismo Dios contemplo arrepentido

de darme un alma que tan mal empleo;

la hacienda que he perdido no era mía,

y el deshonor loa tuétanos me enfría.

     Aquí, revuelto en la fatal madeja

del torpe amor, disipador cansado

del tiempo, que al pasar sólo me deja

el disgusto de haberlo malgastado;

si en hondo afán con que de mi se queja

todo mi ser, me tiene desvelado,

¿por qué no es antes noble impedimento

lo que es después atroz remordimiento?

¡Valor! y que resulte de mi daño

fecundo el bien; que de la edad perdida

brote la clara luz del desengaño,

iluminando mi razón dormida;

para vivir me basta con un año;

que envejecer no es alargar la vida:

¡Joven murió tal vez que eterno ha sido,

y viejos mueren sin haber vivido!

     Que tu voz, queridísimo Emiliano,

me mantenga seguro en mi porfía;

y así el Creador, que con tan larga mano

te regaló fecunda fantasía,

te enriquezca, mostrándote el arcano

de su eterna y espléndida armonía;

tanto, que el hombre, en su placer o duelo,

tu canto elija para hablar el cielo.

     Los ecos de la cándida alborada,

que al mundo anima en blando movimiento,

te demuestren del alma enamorada

el dulce anhelo y el primer acento;

el rumor de la noche sosegada,

la noble gravedad del pensamiento,

y las quejas del ábrego sombrío,

la ronca voz del corazón impío.

     Y el gran torrente que, con pena tanta,

por las quiebras del hondo precipicio

rugiendo de amargura, se quebranta,

deje en tu alma verdadero indicio

de la virtud, que gime y abrillanta

en las quiebras del rudo sacrificio,

y en tu canto resuenen juntamente

el bien futuro y el dolor presente.

     Y en las férvidas olas impelidas

del huracán, que asalta las estrellas,

y rebraman, montando embravecidas

que el aliento de Dios se encierra en ellas,

aprendan las canciones dirigidas

al que para en su curso las centellas,

y resuene tu voz de de polo a polo,

de su grandeza intérprete tú solo.

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