Una visita Real a Guadalcanal

Fuentes: Bibliografía (Factos de una boda real en la Sevilla del Quinientos. Estudio y Documentos.

Mónica Gómez-Salvago (universidad de Sevilla 1998) 

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La boda de Carlos V e Isabel de Portugal en Sevilla

Sevilla fue el escenario de uno de los acontecimientos más importantes de la biografía personal del Emperador: su matrimonio con la princesa Isabel de Portugal, que se celebró en el Alcázar el 11 de marzo de 1526. Según el cronista Alonso de Santa Cruz, «por causa de ir a visitar el Reino de Andalucía», determinó Carlos V hacer su casamiento con Isabel de Portugal en la ciudad de Sevilla.

Cuando Carlos llegó a España, en su primer encuentro con las Cortes castellanas, éstas le piden que se case con una princesa española y lo mismo le piden los comuneros de la Santa Junta de Ávila. Así, piensan los castellanos, se favorecería la hispanización del nuevo monarca que, nacido y educado en el extranjero, aparecía como un extraño a los ojos de sus nuevos súbditos españoles. Esta aspiración de sus vasallos se verá cumplida cuando concierta su matrimonio, después de largas negociaciones, con Isabel, hermana de Juan III de Portugal, a la sazón su cuñado por estar casado con su hermana pequeña Catalina.

Esta boda con su prima, que con 23 años estaba en condiciones de darle un heredero, permitía conciliar sus necesidades económicas como Habsburgo con los deseos de las Cortes castellanas de 1525. La dote de Isabel era muy atractiva para las maltrechas arcas hispánicas: 900.000 doblas de oro mientras que Carlos otorgaba a su futura esposa en calidad de arras 300.000 doblas. Para ello tuvo que hipotecar las villas jienenses de Ubeda, Baeza y Andújar, signo evidente del deterioro de la economía. Además, continuaba la política de los Reyes Católicos de alianzas matrimoniales con la dinastía Avís portuguesa.

Cuando llegó la dispensa pontificia, el 1 de noviembre de 1525, ya que Isabel y Carlos eran primos carnales como he dicho -Isabel era hija de María, hija de los Reyes Católicos, y Manuel I el Afortunado de Portugal- y tenían que contar con la autorización papal para contraer matrimonio, se celebraron las ceremonias de esponsales por poderes, que hubieron de repetirse el 20 de enero de 1526 por insuficiencia de la dispensa llegada de roma.

Diez días más tarde, la ya Emperatriz emprendió viaje a Sevilla, pues se había concertado que el encuentro tuviese lugar allí. Una comitiva enviada por Carlos y compuesta por el duque de Calabria, el arzobispo de Toledo y el duque de Béjar, fue a recibir a Isabel a la frontera de Portugal. Entre Elvas y Badajoz tuvo lugar la ceremonia de entrega, el miércoles 7 de febrero. De allí se organizó un complicado y nutrido cortejo que, a través de Almendralejo, Llerena, Guadalcanal, Cazalla, el Pedroso, Cantillana y San Jerónimo, llegó a Sevilla, haciendo su entrada solemne el 3 de marzo. Ortiz de Zúñiga describe así el recibimiento que le hizo la ciudad:

Salieron pues, los señores del Senado y regimiento de Sevilla a recibir a Su Magestad la Emperatriz, muy rica y lucidamente vestidos, con el señor asistente don Juan de Ribera y el ilustrísimo duque de Arcos, alcalde mayor de Sevilla. Salieron asimismo los muy reverendos señores del cabildo de la iglesia de Sevilla, y los egregios colegiales del insigne colegio de Santa María de Jesús; los caballeros y escribanos públicos, ciudadanos y mercaderes naturales y entrangeros, muy costosos y galanes, a mula y a caballo”.

El encuentro con la representación de la ciudad se efectuó en la puerta de la Macarena, donde se había erigido un arco triunfal, y otros seis que marcaban el camino hasta el centro de la ciudad. La multitud se agolpaba al paso de la comitiva, tanto en la calle como en los balcones de las casas. Y así, flanqueada por una gran muchedumbre, la Emperatriz se dirigió al Alcázar, donde quedó alojada.

No menos solemne fue el recibimiento que la ciudad dispensó al Emperador cuando llegó a Sevilla ocho días más tarde. Entró también por la Macarena y pasó bajo los mismos arcos triunfales hasta llegar a la Catedral; se apeó en la Puerta del Perdón. Allí, en un rico altar, de rodillas, juró el emperador guardar la inmunidades de la Santa Iglesia. La música entonó el Te Deum laudamus y un coro de niños lo fue cantando hasta la Capilla Mayor, donde había otro sitial y almohadas en que se arrodilló el emperador. Dichos en el altar los versos y oración por el arzobispo, lo acompañaron hasta la puerta de la lonja, donde habían pasado el palio y caballo, y entró en el Alcázar. Tras un primer y breve encuentro volvió el emperador ya engalanado y se desposó con la emperatriz por palabras de presente por manos del cardenal Salviati en la cuadra de la Media Naranja, el actual Salón de Embajadores.

A las doce se aderezó un altar en la cámara de Isabel. Dijo misa y los veló, a pesar de ser sábado de Pasión, el arzobispo de Toledo. Fueron los padrinos el duque de Calabria y la condesa de Odenura y Faro, según aclara el profesor Gallego Morell. Acabada la misa, pasó el emperador a su aposento: en tanto estaba «en su cámara, se acostó la emperatriz, é desque fué acostada, pasó el emperador á consumar el matrimonio como católico príncipe». Con humor, como siempre, lo cuenta el bufón imperial Francesillo de Zúñiga:

“Las fiestas en la ciudad con motivo del acontecimiento duraron varios días, aunque menos grandiosas de lo que se preveía; se dijo que por la Cuaresma y por el luto por la reina de Dinamarca, hermana del Emperador. Hubo justas y torneos en la plaza de San Francisco, y también fiesta de toros y juegos de cañas en el mismo lugar. Las celebraciones se suspendieron con motivo de la Semana Santa. El día 13 de mayo salió la Corte de Sevilla con destino a Granada, visita especialmente importante para aquella ciudad, pues daría origen a la creación de la universidad granadina.

Parece que los cónyuges quedaron rápidamente prendados. En Granada, Carlos ordenó plantar unas flores persas que se convertirán en uno de los símbolos peninsulares: los claveles. En esta estancia granadina Isabel quedó embarazada. El parto tuvo lugar en Valladolid, el 21 de mayo de 1527, naciendo un niño que sería bautizado con el nombre de Felipe. Cuentan las crónicas que, deseosa de guardar la compostura, Isabel ordenó que apagaran todos los candelabros de la sala, tapándose el rostro con un ligero paño para evitar que los asistentes apreciaran el dolor en su rostro. La reina contenía como podía los gritos y la comadre que la asistía recomendó que soltara toda la tensión del momento gritando, a lo que Isabel contestó: “No me digas tal, comadre mía, que me moriré pero no gritaré”.

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