Primeras expediciones al Pacífico Sur. Islas Salomón

Isla de Guadalcanal, descubierta por Pedro Ortega Valencia

Por la Dra. Annie Baert, hispanista, profesora de español y especialista en Estudios Ibéricos en la Universidad de la Polinesia francesa, en Tahití.

Tras un ciclo de cuatro expediciones trágicas, la idea de navegar por el Mar del Sur fue abandonada por las autoridades españolas hasta la jornada de Miguel López de Legazpi, en la que Fray Andrés de Urdaneta inventó el tornaviaje y logró regresar al continente americano. Se abrió entonces una nueva era, de más de dos siglos, de navegaciones regulares entre México y Filipinas, con fines políticos y comerciales, que se «limitaron» al Pacífico Norte y no dieron lugar a nuevos «descubrimientos» geográficos.

En el virreino del Perú, aproximadamente en aquellos mismos años, y sin que se pueda establecer una relación de efecto a causa entre los dos acontecimientos, nació la curiosidad por unas hipotéticas y míticas islas diseminadas en un hemisferio sur todavía inexplorado por naves europeas –corría un rumor según el cual existían tierras ricas a poniente, en las que había llenado sus naves de oro y otras riquezas el famoso rey Salomón.

I.- El descubrimiento de las Islas Salomón

Habiendo recibido de Felipe II, en 1563, la orden de organizar expediciones de exploración, descubrir tierras nuevas y traer informaciones sobre sus riquezas y las costumbres indígenas, con la prohibición de emprender conquistas o adueñarse de los bienes de los «indios», el presidente de la Audiencia de Lima, don García Lope de Castro, otorgó a su propio sobrino, el joven Álvaro de Mendaña y Neira, que tendría unos 25 años y ninguna experiencia náutica-, el mando de una pequeña armada de dos naos, Los Tres Reyes y Todos los Santos, comprados por la Hacienda real. Entre sus 160 hombres, destacaban el piloto mayor, el veterano Hernán Gallego, el «cosmógrafo» Pedro Sarmiento de Gamboa, y el «factor» Gómez Hernández Catoira, amén de cuatro franciscanos.

Salieron de El Callao el 19 de noviembre de 1567 y, navegando viento en popa hacia el oeste, avistaron el pequeño atolón de Nui, en las actuales Tuvalu, y llegaron el 7 de febrero ante Santa Isabel, la primera de las islas que hoy forman el archipiélago de las Salomón, en el que permanecieron seis meses, explorándolo concienzudamente gracias a un pequeño bergantín contruído en el lugar con materiales traídos del Perú y bautizado Santiago, pensado para salvar los bajos y acercarse a los arrecifes -en los mapas modernos se ven todavía topónimos españoles que recuerdan la onomástica del día (San Jorge), el aspecto del paisaje (Florida) o la patria chica de algún tripulante (Guadalcanal). La estancia de los navegantes fue marcada por acontecimientos de diversa índole: el tradicional cambio de nombre entre Mendaña y el cacique Bile, las dificultades de abastecimiento y los inevitables malentendidos, emboscadas y represalias, la muerte «a traición» de nueve marineros que iban por agua y fueron luego comidos -según dijeron sus compañeros-, o la impresión ambigua experimentada frente a las mujeres nativas, «hermosas pero de dientes negros» (por la costumbre de mascar betel)

Sin embargo, a quien entusiasmó dicho hallazgo fue al propio Álvaro de Mendaña, que desde entonces no dejó de insistir para obtener el permiso de volver a las «Islas de Poniente»

II – El descubrimiento de las Islas Marquesas y Santa Cruz

Frente a la indiferencia u hostilidad del virrey Francisco de Toledo, Mendaña no tuvo más remedio que regresar a España, donde en 1574 consiguió Capitulaciones, válidas por dos vidas, según las nuevas Ordenanzas de descubrimientos que regían desde el año precedente: tendría el título de adelantado y «Marqués del Mar del Sur», con licencia para fundar una población española en San Cristóbal, pero la expedición se haría a su costa, sin que la Hacienda real gastase nada en ello -hasta pagó unas fianzas de 10.000 ducados.

Regresó a América, donde tuvo que enfrentarse a la hostilidad del presidente de la Audiencia de Panamá y de varios virreyes del Perú, cuyo efecto fue dispersar o desanimar a los que se declaraban voluntarios para la jornada, desbaratada varias veces seguidas, hasta la llegada a Lima de don García Hurtado de Mendoza, cuarto marqués de Cañete. Tras dedicarse a mejorar la situación del país, afectado por catástrofes naturales y sanitarias (un terrible terremoto, y luego la peste) y llevarse una victoria sobre el pirata Hawkins, le vendió al adelantado una nao de la armada real, sustituída por la que tomó al inglés, y le adjudicó la artillería y municiones que se habían requisado en ella.

En 1595, la armada estaba lista: dos naos, la capitana San Jerónimo y la almiranta Santa Isabel, y dos naves más pequeñas, una fragata, la Santa Catalina y una galeota, la San Felipe -todas propiedades particulares- en las que embarcaron unas 430 personas: familias de colonos que iban a asentarse en las islas Salomón y habían vendido sus bienes para costear su viaje, amén de soldados y marineros, y cuatro sacerdotes. Destacaremos la presencia a bordo de la propia esposa del adelantado, doña Isabel Barreto, su hermana y tres de sus hermanos, y la del ‘piloto mayor, Pedro Fernández de Quirós, autor del relato de la expedición.

Dejaron el Perú el 16 de junio y, como siempre, la travesía se hizo sin dificultades, «celebrando haber venido a popa, breve el tiempo, amigo el viento, bueno el pasto, y la gente en paz y sana y gustosa». El 21 de julio, llegaron ante un archipiélago desconocido, al que dieron el nombre de Las Marquesas de Mendoza, «en memoria del marqués de Cañete». Los mapas modernos todavían lo indican, si bien su nombre indígena es Fenua Enata, junto con los topónimos cristianos de Magdalena (Fatuiva),  Santa Cristina (Tahuata), Dominica (Hiva Oa) o San Pedro (Mohotani, o Motane). Se quedaron en dichas islas dos semanas, marcadas por la inevitable alternancia de enfrentamientos y momentos de fraternización, que nos han dejado la primera descripción de los polinesios, sus tatuajes, casas, piraguas y herramientas. Pero no eran las islas Salomón, y las naves levaron el ancla el 5 de agosto.

Tras otras cinco semanas de navegación, esta vez menos serenas porque iba pasando el tiempo, llegaron el 7 de septiembre frente a un cerro volcánico, cerca del cual desapareció la almiranta, que era de doña Isabel, y en la que iban 182 personas. Aunque no era San Cristóbal, Mendaña decidió detenerse para buscarla y las tres naves restantes anclaron en la isla vecina, que fue luego llamada Santa Cruz (otro topónimo que se ha conservado). Durante las expediciones de búsqueda, que resultaron vanas, empezaron los contactos con los isleños, y en particular con su cacique, Malope, que procedió al tradicional cambio de nombre con Mendaña, y se mostró muy hospitalario. Se empezó a instalar un campo español en tierra, los futuros colonos levantaron sus «casas», pero la crueldad del maese de campo y algunos de sus seguidores para con los isleños -hasta mataron al bueno de Malope para provocar una rebelión indígena que condujera a abandonar la isla– se convirtió en la preparación de un motín, castigada por la ejecución de tres de los asesinos. Las fiebres provocaron la muerte de numerosos hombres, entre ellos el mismo adelantado, y doña Isabel, ya gobernadora, decidió por fin levar anclas el 18 de noviembre, para ir a Filipinas a reclutar nueva gente y regresar a poblar «sus» islas.

En Santa Cruz habían fallecido 50 personas, y fallecieron otras tantas en la larga travesía de dicha isla a Manila, que llevó a cabo el excelente Pedro Fernández de Quirós, sin mapa alguno, y durante la que se apartaron la galeota y la fragata -perdida ésta para siempre. A Filipinas llegó sola la capitana, el 11 de febrero de 1596: doña Isabel fue recibida como « la reina de Sabá de las islas Salomón », se volvió a casar con «un caballero mozo», don Fernando de Castro, un lejano pariente de Mendaña, y sobrino del gobernador Gómez Pérez de las Mariñas. Aderezada la San Jerónimo, los recién casados se hicieron de nuevo a la mar: el fiel piloto mayor los condujo a Nueva España, a donde llegaron tras cuatro meses de un penoso tornaviaje, con «increíbles trabajos y tormentas»

Esta expedición, que difiere de las demás en el carácter privado de su organización, fue un fracaso en lo humano -fallecieron las tres cuartas partes de los pasajeros- y en lo político -no hubo asentamiento español en las islas Salomón-. Pero quedan en su haber la proeza náutica de la travesía hasta Manila y el descubrimiento de dos archipiélagos, las Marquesas y Santa Cruz, que han conservado los nombres que se les dieron, y han despertado la curiosidad de los siguientes navegantes europeos.

III – El descubrimiento de Vanuatu

Tras conducir a su gobernadora a Acapulco, Pedro Fernández de Quirós regresó al Perú con el proyecto de conseguir un despacho para continuar los descubrimientos. No pudiendo -o no queriendo- dárselo el virrey Velasco, aquel incansable caminante se fue para España, y de allí a Roma, a donde no llegó antes del verano de 1600. Expuso sus planes –«la salud y conservación de infinitas almas»- al Papa Clemente VIII, quien le concedió «muchas gracias y jubileos» para la jornada y le recomendó al rey Felipe III. Volvió pues a España: fue recibido en junio de 1602 por el monarca, que le dio finalmente el deseado despacho.

Se embarcó de nuevo para el Perú, que alcanzó en marzo de 1605, y se dedicó sin demora a los preparativos de la nueva expedición: el 21 de diciembre, levaron anclas dos naos -la capitana, San Pedro, y la almiranta, San Pedro y San Pablo-, y una nave más pequeña, patache o zabra, Los Tres Reyes Magos, en las que embarcaban unos 160 hombres y ninguna mujer, puesto que ya no se trataba de poblar. Destacaremos la presencia a bordo de personas de primer plano: once franciscanos, entre ellos el vicario Fray Martín de Munilla, autor de un relato de la jornada; varios entretenidos sin sueldo, entre ellos don Diego de Prado y Tovar, autor asimismo de un relato acompañado de mapas y pinturas de las islas visitadas; Luis Váez de Torres, nombrado primero almirante y luego maese de campo, que fue el primer europeo en navegar por el peligroso canal que separa Australia de Nueva Guinea; o el poeta sevillano Luis de Belmonte Bermúdez, secretario del capitán.

El propósito de Quirós era descubrir el Continente Austral, por lo que se dirigió primero hacia el suroeste, hasta alcanzar los 26°, donde el mal tiempo impuso mudar el rumbo al noroeste. Entonces descubrió, y nombró, varias islas pequeñas, aparentemente inhabitadas, y en las que no se detuvo, pasando gran escasez de agua -que trató de paliar con un prototipo de desalinizador. El 10 de febrero de 1606, las naves llegaron a Hao, que fue llamada La Conversión de San Pablo: desembarcaron algunos hombres para buscar agua -en vano-, estableciendo así con los habitantes de este archipiélago un primer contacto pacífico.

Las escalas siguientes fueron el 1 de marzo, en Rakahanga (actuales Islas Cook), y el 7 de abril, en Taumako (archipiélago Duff, en las islas Salomón), cuyos habitantes habían oído hablar de la estancia española en la cercana Santa Cruz once años antes. Habiendo dado su cacique, Tumay, informaciones sobre la existencia de otras islas al sur, la armada se dirigió hacia este rumbo, tras 10 días de descanso y abastecimiento y, el 1 de mayo, entró en una bahía grande, que fue llamada de San Felipe y Santiago. Aunque se hallaba en 15° de latitud sur, el capitán Quirós pensó haber encontrado por fin el ansiado Continente Austral : dio a su descubrimiento el magnífico nombre de La Austrialia del Espíritu Santo y fundó la ciudad de la Nueva Jerusalén-hoy se sabe que sólo se trataba de una isla, que ha conservado sin embargo parte de su nombre español, Santo. Los inevitables malentendidos con sus habitantes lo empujaron a levar anclas al cabo de cinco semanas, pero el viento recio y contrario separó a las naves.

El 12 de junio, la capitana estaba sola en alta mar y, tras algunas vacilaciones, tomó el rumbo de Nueva España, a donde llegó el 23 de noviembre -lamentando la muerte de un solo hombre, el vicario Munilla, de 80 años de edad.

La almiranta y la zabra esperaron en Santo hasta el 27 de junio. Torres decidió luego ir a Filipinas, lo que lo llevó a pasar por el estrecho que hoy lleva su apellido, realizando otra hazana náutica. E16 de enero de 1607, alcanzó Ternate, a cuyas autoridades españolas dejó la zabra, y la almiranta ancló en Manila ee 22 de mayo. Allí se desvanecen las huellas de aquel gran marino.

El capitán Quirós pasó de México a España, a donde llegó en octubre de 1607, dedicando los siguientes siete años a solicitar un nuevo despacho mediante numerosos Memoriales, que a veces mandaba traducir y difundir por Europa. Finalmente la Corona resolvió fingir que se le enviaba de nuevo al Mar del Sur, mientras dirigía una contraorden al virrey: se embarcó en abril de 1615, y murió en Panamá, camino del Perú.

España se desentendió de los archipiélagos descubiertos por aquellos dos grandes marinos, demasiado alejados del resto de sus ya amplias posesiones, y pasaron casi dos siglos antes de que surcaran sus aguas otras naves europeas, en cuyos camarotes figuraban sin embargo los relatos de Quirós y los mapas sacados de ellos.

Bibliografía

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-: Memoriales de las Indias Australes, ed. de O. Pinochet, Historia 16, Madrid, 1991.

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-: Calendar of Documents. Spanish Voyages in the South Pacific and Franciscan Missionary Plans for its Islanders, Franciscan Historical Studies (Australia) / Archivo ibero­americano (Madrid), 1965.

-: La Austrialia del Espíritu Santo, 2 vol., Cambridge, Hakluyt Society, 1966.

Brett Hn.DER: El viaje de Torres, Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, 1990.

Annie BAERT: Le Paradis Terrestre, un mythe espagnol en Océanie. Les voyages de Mendaña et de Quirós, 1567-1606, Paris, L’Harmattan, 1999.

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