Notas histórico – artísticas en torno a la ermita de San Benito

Salvador Hernández González – RG año 2005

1. Introducción.

Hace justamente una década y en esta misma publicación Don Antonio Gordón Bernabé nos brindaba una serie de noticias documentales sobre la ermita de San Benito, extraídas fundamentalmente de los Libros de Visitas de la Orden de Santiago. Ahora nosotros queremos volver sobre este edificio trazando una semblanza de su devenir histórico sistematizando los datos conocidos y completándolos con otros dispersos en diversos archivos y publicaciones, sin olvidarnos de la descripción de los valores artísticos del edificio, que constituye una interesante muestra de la arquitectura religiosa de Guadalcanal por la combinación de estilos que en él se dan cita, aunque los avatares históricos han privado a este antiguo templo del patrimonio artístico mueble que se contuvo entre sus muros y que sólo podemos evocar a través de las fuentes documentales.

2. Orígenes y vicisitudes de la ermita de San Benito: de los orígenes bajomedievales a los expolios de la Edad Contemporánea.

Los orígenes de la ermita de San Benito, al igual que los de otros ejemplos de esta tipología de arquitectura religiosa rural, no son fáciles de precisar ante la ausencia de fuentes documentales que nos arrojen luz sobre su génesis. Como señala el profesor Rodríguez Becerra, “ las ermitas surgieron, en su inmensa mayoría, en momentos inciertos sin que dejaran testimonio de ello, sin duda por su carácter marginal y ajeno al interés eclesiástico, y como resultado de decisiones individuales de ascetas, eremitas o devotos de una imagen determinada “  . Su carácter aislado, solitarias en medio del campo, en lugares apartados de la vida urbana, rodea de mayor misterio sus orígenes, haciéndolas lugares muy apropiados para personas que quieren retirarse del mundo, viviendo al servicio de Dios como “ eremitas “ o “ ermitaños “. Como decimos los orígenes reales de nuestras ermitas son imprecisos, aunque generalmente se ponen en relación con la Reconquista de estas tierras a los musulmanes y la consiguiente repoblación cristiana. El proceso reconquistador, que como sabemos avanzó de Norte a Sur, extendió el movimiento eremítico, unido a las devociones y advocaciones marianas traídas por los conquistadores.

Sin embargo, a pesar de esta nebulosa contamos con un valioso testimonio documental que, por su cercanía a los hipotéticos orígenes de este templo, resulta muy ilustrativo no sólo de las características de este patrimonio artístico, sino del desarrollo de la religiosidad popular en Guadalcanal a fines del Medievo y comienzos de la Edad Moderna. Nos estamos refiriendo a los Libros de Visitas de la Orden de Santiago, que como ya expusimos el año pasado en esta misma publicación, constituyen una auténtica radiografía de la localidad, ya que se atiende a aspectos tan variados como efectivos poblacionales, aspectos socio – económicos e institucionales, y muy especialmente a la vida religiosa, tanto a través de las instituciones eclesiásticas como de los edificios que le servían de sede, minuciosamente descritos en estos informes.

En efecto, el informe de la Visita más antigua conservada, que es la de 1494  , refiere que la ermita de San Benito de Guadalcanal está situada en el camino de Alanís y que gozaba de gran devoción entre los vecinos de la localidad. El templo constaba de una sola nave cubierta con techumbre “de madera tosca y de jara y encima barro y teja “, siendo el suelo de ladrillo. El espacio de esta nave quedaba fraccionado por medio de cuatro arcos “de cal y ladrillo “, al tiempo que otro arco enlazaba esta nave con el presbiterio o capilla mayor. En definitiva, el esquema del templo era el que el profesor Angulo Iñiguez denomino “iglesias de arcos transversales de la Sierra…, extendido no sólo por nuestra comarca, sino también por la onubense Sierra de Aracena  y norte de la provincia de Córdoba. Este tipo de templo se caracteriza por ser de nave única, dividida en tramos por medio de arcos apuntados (que se convierten en de medio punto en los ejemplos más tardíos) y cubierta con techumbre de madera. Un modelo arquitectónico, en suma, sencillo, barato y de fácil construcción en virtud de la ligereza y economía de los materiales empleados, tales como el ladrillo, la madera, etc., lo que hacía que este tipo de iglesia rural fuese muy a propósito para atender las necesidades espirituales de estos modestos ermitaños y de los fieles que en torno a ellos se daban cita. En definitiva, el propio estilo arquitectónico de estas ermitas, fechables por lo general entre los siglos XIV y XV, nos está hablando del arranque de esta vida eremítica.

No obstante, dentro de estos rasgos generales de las iglesias serranas, la ermita de San Benito contaba y cuenta con un rasgo distintivo que la diferencia de otros ejemplos similares en la comarca: la presencia de los pórticos que rodean el templo por los pies y el muro lateral derecho o de la Epístola. Estos interesantes soportales, que aparecen en otros templos de la localidad, como Santa Ana o Guaditoca, deben relacionarse con la estética del mudéjar extremeño  , donde este tipo de arquerías son frecuentes y se hallan representadas en ejemplos tan cercanos como la ermita de la Virgen del Ara en la vecina población de Fuente del Arco o la bellísima plaza mayor de Llerena, en cuya parroquia de Nuestra Señora de la Granada se repite la misma fórmula estética en las galerías altas que asoman a dicho espacio urbano. Aunque los actuales soportales de San Benito no son los primitivos, sino producto de intervenciones posteriores, la presencia de este tipo de pantalla arquitectónica se documenta perfectamente en el citado informe de la Visita Canónica de la Orden de Santiago de 1494, en el que se señala que “ a la entrada de la ermita estaba un portal bien hecho de ladrillo con sus arcos y un antepecho en que asientan los pilares de los dichos arcos “, cubriéndose este espacio con madera tosca, jara y teja vana. En el frente lateral se disponía otra galería, cuyos arcos descansaban sobre tres pilares, siendo la cubierta del mismo tipo que la del portal de los pies del templo. La ermita contaba además con otras dependencias secundarias de servicio, como un aposento junto al portal de los pies “para los que vienen a la ermita a velar y a sus devociones “, un corral en el que estaba sembrado un olivo, y la casa del ermitaño.

Pasando al interior del templo, presidía el presbiterio un altar en el que se veneraban una escultura de Cristo Crucificado y la imagen del titular San Benito, vestido con un roquete de lienzo y portando una cruz pequeña de madera, completándose el ornato con una pintura sobre tabla que representaba a la Virgen. Otros altares eran el de Nuestra Señora, con imagen de la Virgen con el Niño albergada en una hornacina de madera, más otras dos efigies de las que no se indica su advocación; y el de Santa Lucía, en el que se daba culto a la imagen de esta santa y la de San Blas. Este modesto patrimonio artístico se completaba con un corto ajuar litúrgico integrado por piezas como un cáliz de plata con su patena, otro cáliz de estaño y diversas vestiduras y ornamentos sagrados.

A fines de la centuria se emprenderán algunas obras de reforma en la ermita de San Benito. Así sabemos que en 1498 se comenzó a reedificar la capilla mayor, cuyas obras proseguían una década más tarde, cubriéndose con una bóveda de crucería de ladrillo, decorada con cinco claves de piedra  , algunas de las cuales deben ser las que hoy aparecen incrustadas en el muro lateral derecho como elementos decorativos.

Las intervenciones en el templo continuarían a lo largo del siglo XVI. En este sentido podemos apuntar que en 1550 se disponía, sobre la reja que separaba el presbiterio de la nave, unas pinturas que representaban a los doce apóstoles, las cuales se hallaban en fase de ejecución en esa fecha y que todavía en 1575 no se habían concluido, por lo cual los Visitadores exhortaron al mayordomo Pedro Ortega a que las acabase en el plazo de seis meses.

Pocas décadas después, el testimonio de la Visita Canónica de 1575  nos revela que el edificio mantiene su misma estructura, con su única nave dividida en tramos por medio de arcos de ladrillo y cubierta con techumbre de madera de castaño, excepto en el presbiterio, cerrado por medio de una reja y que se cubría con la bóveda de crucería gótica iniciada a fines de la centuria anterior. Del mismo modo, junto a los ingresos del templo permanecen los pórticos con sus arcos de ladrillo sobre pilares. El corto patrimonio artístico mueble de la ermita está integrado, aparte de la imagen del titular, por las esculturas de San Blas, Santa Lucía y San Lázaro colocadas en sendos altares laterales. Igualmente modesto era el ajuar litúrgico, del que sólo se podía destacar un cáliz de plata.

Otra cuestión que se recoge en estos informes de la Orden de Santiago es el funcionamiento y mantenimiento de estos templos rurales, que solían estar a cargo de un mayordomo responsable de la gestión y administración de sus bienes ante la autoridad eclesiástica. Su labor al frente de la ermita de la que eran responsables era controlada mediante la inspección efectuada por los Visitadores de la Orden, que procedían con ocasión de la Visita Canónica, celebrada periódicamente, a la toma de cuentas al objeto de evaluar su situación económica, con el fin de que el culto divino estuviese convenientemente atendido en sus medios materiales. Así el primer mayordomo del que tenemos noticia es Alonso García Carranco en 1494, quien expuso que en aquel año los ingresos de la ermita de San Benito habían ascendido a 578 maravedís, gastando en contrapartida 678 maravedís en materiales de construcción, por lo que resultaba un déficit de 100 maravedís. No obstante, García Carranco expuso que se le debían a la ermita 500 maravedís que se prestaron al Concejo de la villa para financiar la obra que entonces se había acometido en la iglesia de San Sebastián . Otros mayordomos fueron Hernán García de Flores, en 1548, y Hernán Mexía, que lo era al año siguiente, quien aseguró que los ingresos en este último año habían ascendido a 1.873 reales. Algunas décadas más tarde, el mayordomo Juan Martín Tejedor, que había desempeñado su cargo en 1574, presentó los ingresos de la ermita, que alcanzaban los 6.559 maravedís anuales, obtenidos por la limosna de San Benito y Santa Lucía, por lo recolectado en el bacín fijo que existía en la parroquia y por la renta de dos fanegas de tierra propiedad de la ermita. En cambio, la huerta y la casa anejas al templo no producían beneficio alguno, pues el usufructo correspondía al ermitaño encargado de su custodia y mantenimiento.

En el templo se hallaban establecidas dos capellanías, es decir, fundaciones piadosas promovidas por particulares que asignaban a la iglesia una serie de rentas procedentes de ciertos bienes – como tierras, casas, etc. – para ser invertidas en el pago de una serie de misas en sufragio por el alma del fundador. Este tipo de fundación solía ser a perpetuidad, manteniéndose en tanto que se pagase la renta establecida al efecto, cuyo pago como decimos gravaba sobre las propiedades amortizadas para este fin. En el caso de la ermita de San Benito sabemos que en 1549 se servían dos capellanías. La primera estaba atendida por el clérigo Perianes Pedro Yanes, quién tenía obligación de decir una misa a la semana, costeada de la renta proporcionada por tres viñas en la Laguna, Molinillo y Calera, un parral, tres zumacales en Huerta del Gordo, Cuesta de la Horca y Castillejo, y tierras al Encinal de Valverde, Majada, Mata de la Orden y Donadío. De la segunda se ocupaba el clérigo Pedro de Ortega, con la carga de decir cien misas en diez años, recayendo el pago de esta obligación sobre diversos bienes, como una casa en la calle del Rico, una bodega, tres pedazos de castañal en el valle de Setenil, un pedazo de tierra con cuatro o cinco olivos junto al monasterio de San Francisco, y dos mil maravedís de renta de unas viñas en la Calera.

La ermita de San Benito debió jugar desde fechas tempranas un importante papel en la religiosidad popular de Guadalcanal, al convertirse en lugar de peregrinación y escenario de distintas celebraciones festivas. En este sentido, ya vimos como la Visita de 1494 recoge la existencia de un aposento destinado al alojamiento de los que venían a pasar la noche en vela en la ermita entregados al culto. Esta práctica de las veladas nocturnas parece que iba acompañada de un comportamiento poco decoroso de los devotos, lo que unido al exceso en la comida y la bebida daba lugar a situaciones muy poco edificantes. Para remediar estos males, presentes en otras manifestaciones de la religiosidad popular de aquellos siglos, la autoridad eclesiástica efectuaba continuas llamadas a la observancia de un comportamiento correcto y digno de un fiel cristiano. En esta línea y para el caso que nos ocupa, en la Visita de 1575 los visitadores dejaron ordenado que cesasen “ las juntas en las iglesias y ermitas, que el vulgo llamada veladas, por los grandes inconvenientes que de esto han sucedido “. Tales inconvenientes eran desde luego la relajación de la moral y la perversión de costumbres, que acababan convirtiendo las devociones en “ chocarrerías grandes y deshonestidades feas “. Por ello conminaron al mayordomo Pedro de Ortega a que cerrase la ermita a la puesta del sol y no la abriese hasta el día siguiente ya amanecido, “de tal manera que por ningún caso mujer alguna pueda entrar puesto el sol en la dicha ermita en ningún tiempo a rezar ni otra cosa, ni quedarse dentro con ocasión de velar mujer ni hombre “. Esta advertencia cobraba especial valor para la celebración de la festividad de San Benito y su octava, días en los que la afluencia de fieles cobraba especial incremento. Por ello y para disuadir de su estancia a los devotos huéspedes adictos a hacer noche en la ermita, los visitadores determinaron eliminar la chimenea que estaba en la hospedería, con lo cual se restaban atractivos a estas polémicas veladas nocturnas.

Si bien este informe de 1575 alude muy de pasada a la existencia de una cofradía de San Benito, de la que era mayordomo el mismo que lo era de la ermita, lo cierto es que al llegar el siglo XVIII debió experimentar un proceso de reorganización, con la intención de dar un nuevo impulso a este lugar de culto. Tal iniciativa correspondió al ermitaño Manuel de Acuña, conocido como el anacoreta Manuel de la Cruz, quien en torno a 1712 fundó una cofradía para individuos de ambos sexos, con el título de Nuestra Señora de la Consolación y San Benito, siendo confirmada su erección canónica en virtud de un breve dado en Roma el 5 de marzo de 1722 por el Papa Inocencio XIII. Esta hermandad debió desaparecer a consecuencia de los críticos acontecimientos del siglo XIX, pues en un informe de 1875 se le cita como desaparecida desde hacía muchos años “y no hay memoria de ella “  . A fines del siglo XVIII la ermita de San Benito sigue formando parte del ciclo festivo de la religiosidad popular, como lo apunta el informe del Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura de 1791. En este interesante documento, de tanto valor para la historia local, se señala que los fieles concurrían a San Benito el domingo infraoctavo a la festividad de la Natividad de la Virgen, estando la atención del templo a cargo de un ermitaño, aunque la renta de la ermita era muy modesta, de tan solo cien reales.

Con la llegada del siglo XIX sobrevendría una época de crisis y decadencia para la religiosidad popular, marcada por hechos tan negativos como la invasión napoleónica y las sucesivas desamortizaciones decretadas por los gobiernos liberales, con su secuela de expolio artístico, cierre de templos y pérdida de recursos económicos para el culto. Estos acontecimientos tuvieron evidentemente su incidencia negativa en la ermita de San Benito. Como nos cuenta el ya citado informe de 1875, “dicho santuario fue casi destruido en la invasión de los franceses a principios del siglo presente “, aunque las alhajas, ropas de las imágenes y ornamentos fueron salvados por el mayordomo Don Bartolomé Olmedo y Rico, si bien no conservó estos enseres, sino que vendió las mejores piezas sin autorización “y se apropió de su importe, que no pudo ser reintegrado por haber fallecido sin dejar bienes “. Otra de las consecuencias de esta coyuntura bélica de la invasión napoleónica fue la pérdida de la cerca de tierras contiguas a la ermita, en virtud de las incautaciones de propiedades eclesiásticas determinadas por el gobierno intruso. Pasado el vendaval de la guerra, vendría la restauración. El 24 de julio de 1819 José Vázquez, vecino de Guadalcanal, pidió al Prior de San Marcos de León que se le entregasen “las alhajas, ornamentos, vestidos de imágenes, papeles y demás efectos que habían quedado“ de esta iglesia de San Benito, al tiempo que se comprometía a restaurar la ermita y sus imágenes a sus expensas, como así lo hizo. Al pasar la responsabilidad de la ermita a manos particulares, la jurisdicción eclesiástica debió perder un tanto el control sobre la misma, hasta tal punto que en 1875 el párroco José Climaco Roda revela en su informe dirigido al Arzobispo de Sevilla que “todos los ornamentos, alhajas y efecto, y hasta las llaves están en poder de una familia de esta villa desde hace sesenta años “. Uno de los miembros de esta familia, como él mismo clérigo expone, era María Vázquez, hija del citado José Vázquez, en cuyo domicilio se encontraba todo lo perteneciente a San Benito. Tampoco era satisfactorio el estado de conservación del templo, para cuya restauración se había enajenado el aposento de la parte baja del camarín anejo al presbiterio.

Un nuevo intento de revitalización de la ermita de San Benito se produjo a finales de la centuria por medio de la fundación, el 24 de marzo de 1886, de una cofradía con el título de la Divina Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, a la que se hallaba vinculada la imagen del Cristo de la Humildad (Señor sentado en la Peña), hoy venerada por la Hermandad del Costalero en la parroquia de Santa María de la Asunción. Igualmente esta ermita fue la primera sede canónica de la Hermandad del Santísimo Cristo de las Aguas, también conocida como la de las Tres Horas, fundada en 1867, desde donde hacía estación de penitencia el Domingo de Ramos para retornar a ella el Domingo de Resurrección . Esta revitalización devocional se mantendría hasta ya entrado el siglo XX. Como recuerda Gordón Bernabé, “hasta los años veinte se venía de romería a esta ermita. Se recogía el 21 de marzo al Señor sentado en la Peña y a la Virgen de los Dolores y se llevaban a la iglesia de Santa María, y regresaban el Domingo de Resurrección “  . Un inventario redactado en 1924 por el párroco Don Pedro Carballo recoge la existencia de cuatro altares  . En el mayor se veneraba las imágenes de la Asunción, Santa Eusebia y Santa Macrina. Los tres restantes eran los de San Pedro, Cristo de la Humildad y Paciencia y Virgen de los Dolores (acompañados por las efigies de Santa Águeda y Santa Lucía) y el de San Antonio Abad, en el que se veneraba también una pequeña imagen de la Virgen del Rosario. Saqueado su patrimonio en los sucesos de 1936, acabó siendo desacralizada y vendida el 11 de abril de 1977 a Antonio Fontán Pérez . Finalmente señalaremos que por resolución de 12 de diciembre de 1996 de la Dirección General de Bienes Culturales se inscribe el edificio de que tratamos en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz.

3. El patrimonio artístico: valores arquitectónicos de la ermita de San Benito.

De resultas de este cúmulo de vicisitudes históricas, la ermita de San Benito nos ha llegado desprovista de su patrimonio mobiliario, por lo que sólo nos podemos referir aquí a sus valores arquitectónicos, como expresiva muestra de la combinación de elementos de diversos estilos y cronología. Ya nos hemos referido, al hilo de las noticias documentales de los siglos XV y XVI, a la tipología del edificio, que constituye un buen ejemplo de aquellas ermitas mudéjares medievales que todavía hoy se reparten por las sierras de Sevilla, Huelva y Córdoba, todas bajo el denominador común de pertenecer al modelo ya citado de iglesias de arcos transversales, que la historiografía artística considera como distintivo de Sierra Morena. En el caso de San Benito de Guadalcanal tal esquema ha quedado totalmente desvirtuado a consecuencia de las profundas intervenciones acometidas en época barroca. Tales transformaciones, hasta el momento sin documentar ni en su autoría ni en su cronología, aunque Hernández Díaz y Sancho Corbacho las relacionan, por su composición y elementos, con la ermita de Guaditoca, son las responsables de la actual impronta estética del edificio, en el que algunos de los elementos de la primitiva construcción medieval conviven en sugerente simbiosis con los añadidos barrocos.

A simple vista podemos advertir que la caja de los muros es la primitiva. Así lo revela no sólo su aparejo de tipo toledano, es decir, compuesto por mampostería alternando con hiladas de ladrillo, tan propio del mudéjar de la Sierra, sino también la portada gótico – mudéjar del muro derecho o de la Epístola, formada por un arco apuntado con rosca de ladrillo encuadrado en alfiz. Otra portadita con arco apuntado se descubre por el interior del templo en el muro izquierdo o del Evangelio. Y a los pies se abre otra portada compuesta por un arco escarzano, que debe fecharse ya en el siglo XVI. También deben ser obra quinientista los pórticos, tanto el de los pies como el del frente lateral del templo, aunque levantados en el mismo emplazamiento de los primitivos portales medievales. El primero está conformado por arcos de medio punto que apean sobre columnas con capitel del tipo denominado “de castañuela “, muy usual en la arquitectura renacentista sevillana del siglo XVI. Por su parte, el pórtico lateral lo integra una arquería igualmente de medio punto, aunque en este caso descansando sobre pilares cuadrados. La elegancia y sobriedad de su composición clasicista queda matizada por la nota de sabor mudéjar aportada por el alfiz en el que se inscribe cada arco, habiendo desaparecido la techumbre que cubría este espacio. Esta ambivalencia estilística entre el mudejarismo que se resiste a desaparecer y el renacimiento que avanza imparable, propia de ese momento de cambio representado por la transición de los siglos XV al XVI, se encuentra perfectamente representada en estos interesantes pórticos, que subrayan el ambiente de recogimiento eremítico propio del lugar. Otro elemento de interés que todavía perdura procedente de la primitiva edificación son unos tondos o medallones de piedra, con diversos motivos tallados, como escudos, rosetas, etc., que probablemente procedan de las claves de la desaparecida bóveda gótica que cubrió el presbiterio hasta las intervenciones del Barroco. Tampoco podemos olvidar la pila de agua bendita, labrada en piedra a base de gallones o estrías, que bien pudiera ser obra medieval.

En momento impreciso de los siglos XVII o XVIII el edificio ocultó sus formas gótico – mudéjares bajo los ropajes de la estética barroca. Aprovechando la caja de los muros y respetando los pórticos quinientistas, se transformó radicalmente el sistema de cubiertas y los alzados interiores de la nave del templo. Así, el espacio interior adquirió una nueva fisonomía al articular sus muros por medio de una serie de pilastras de orden dórico, de las que arrancan los arcos fajones de medio punto que compartimentan en tramos la bóveda de cañón con lunetos con la que se cubrió el templo, excepción hecha del presbiterio, que como espacio central de la liturgia recibió una bóveda semiesférica sobre pechinas, subrayando así su centralidad funcional. Y en íntima conexión con el presbiterio a través de la hornacina abierta al desaparecido retablo mayor, el camarín horadado en el testero establecía un eje visual con la portada de los pies, definiendo un espacio – camino que conducía las miradas de los fieles hacia la imagen venerada en este habitáculo sagrado. El camarín, creación muy típica del barroco hispánico, aparece en este caso como un volumen independiente anexo a la nave pero comunicada con ella. Su cubierta, consistente en una cupulita, se trasdosa al exterior por medio de un tambor octogonal coronado por una linterna ciega. La masa de esta cubierta del camarín forma, junto con la del presbiterio, un atractivo binomio visual, estableciendo un agraciado juego de volúmenes de marcado sabor popular que podemos encontrar en otras construcciones similares de Andalucía y la Baja Extremadura, comarca esta última de la que Guadalcanal formó parte como sabemos hasta el siglo XIX y con la que mantiene estrechos vínculos históricos, especialmente visibles en su patrimonio monumental.

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