Memorias de Pedro Vallina

Dr. Pedro Vallina – Sevilla: Centro Andaluz del Libro – Libre Pensamiento, 2000

 Extracto de la obra, que se reedita con el impulso de la CGT de Andalucía, a partir de los dos tomos editados en el exilio (México y Caracas), en 1967 y 1971, y que es la culminación del homenaje que le tributamos en Sevilla, en octubre de 1999, en el que organizamos una exposición, conferencias, y un marathón popular de dos días para reescribir el texto, en el que participaron más de 100 personas.

Ofrecemos como muestra de la obra el prólogo a la reedición, el prólogo original del primer tomo, escrito por Paulino Díez, y los primeros capítulos de la autobiografía de este médico y anarquista sevillano [Guadalcanal (Sevilla)  1879 – Veracruz (México) 1970].

Más adelante, nos comprometemos a ofrecer más información sobre su vida y su obra. Valga la presente como adelanto.


PRÓLOGO

Una sensación que suele dejar la lectura de estas memorias en aquellas personas que tengan alguna idea sobre la historia de Andalucía y de sus movimientos sociales es la de incredulidad. Una incredulidad que se basa en el siguiente razonamiento: cómo es posible que quien narra, muchas veces en primera persona y como coprotagonista, acontecimientos que están en los libros de Historia, de España y del mundo, no haya sido merecedor de una mayor atención por parte de la historiografía oficial. Más aún teniendo en cuenta los esfuerzos que, desde mediados de los setenta, se han hecho por recuperar la memoria después de los cuarenta años de oscurantismo.

La relación de esos acontecimientos es prolija: atentados contra Alfonso XIII en Madrid y París, entierro de Pi y Margall, movimiento antimilitarista europeo anterior a la I Guerra Mundial, primeros escarceos de la lucha por una Irlanda libre, conspiración en pro de la II República Española, candidatura “Por una Andalucía Libre” en Sevilla en las elecciones generales de 1931, movimiento revolucionario tras el triunfo del Frente Popular, etc. Eso, sin contar con su activa participación en otros hechos de ámbito más local como son la lucha contra la tuberculosis en Sevilla y, en clara unión con ésta, contra los abusivos propietarios de viviendas en Sevilla, algunos de los levantamientos campesinos del primer tercio del siglo, etc.

Evidentemente, no puede ser objeto de este prólogo desvelar ese misterio, pero valga lo dicho como muestra de la profundidad del corte histórico que supuso el franquismo y la necesidad que tenemos, aún hoy, de investigar y profundizar en el conocimiento de lo que pasó antes de él a fin de que la Historia cumpla algo que dicen que es parte de su función, ser maestra del futuro.

En esto, las memorias de Pedro Vallina son un ejemplo encomiable, tanto en los aspectos que todos aceptamos como positivos de su vida (su absoluta dedicación a los más débiles, su honradez, su profundo sentido humanitario, su talante poco dogmático a la hora de juzgar a las personas, etc.) como en aquéllos más opinables, como puedan ser su recurso a la acción directa, su profunda ideología anarquista o su crítica feroz contra las clases dirigentes de Sevilla (en lugares destacados su “inteligentzia” y su clerecía) y contra los “valores” de sus clases populares. Igualmente encomiables pueden considerase estas actitudes porque, al hacer análisis de las injusticias, Vallina coincide con personajes de talante liberal, con cristianos y con analistas ecuánimes, en señalar los motivos esenciales del ansia revolucionaria: las actuaciones y comportamientos inhumanos de los déspotas, los explotadores, los que someten al pueblo a la ignorancia y los que mantienen o toleran las tremendas situaciones de injusticia que se dan en la España y en la Andalucía de esa época.

En Vallina el anarquismo no es una ideología, es una concepción vital en la que el avance de la Humanidad hacia la civilización está basado en los valores del trabajo, en la inteligencia aplicada a la mejor forma de resolver los problemas y en la prevalencia del espíritu fraternal entre todos los hombres. Pese a todo lo ocurrido, seguía proclamando los principios de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad, colocando la igualdad económica por encima de los demás. Pero también consideraba que la historia de la humanidad era un constante desviarse de esos principios y que sólo vivir conforme a ellos podía suponer la recuperación de la senda perdida. De ahí que fuera tan importante dar ejemplo con la propia forma de vivir.

Aunque el mantenimiento de esos principios sólo era patrimonio de los anarquistas, no desdeñaba los comportamientos honrados de los demás. En estas páginas se encuentran ejemplos como su admiración por el sistema democrático inglés, sus comentarios elogiosos de personas a las que define como “hombre de negocios librepensador”, por curas de pueblos en los que vivió, etc. Tiene, por otro lado, frases ambiguas como cuando, refiriéndose a un cura de su pueblo, dice que “…había equivocado el camino de la vida y en vez de seguir la doctrina de Cristo, que lo hubiera hecho un hombre feliz, siguió la del demonio, que lo llevó al infierno”. Lo que no es óbice para que tenga claro que la Religión y la Iglesia son enemigos del pueblo.

Y esto es así porque Vallina no es un pensador, ni un analista, ni un teórico. Vallina es una persona a la que le sublevan las injusticias, tanto se trate de un médico anclado en conocimientos arcaicos que boicotea el trabajo de quienes tienen ideas nuevas, como de un religioso que pretenda que las enfermedades son castigos divinos, como de un propietario de viviendas que vive de sus rentas, como de un político que no detecta que la satisfacción de las demandas del pueblo son la mejor garantía para el éxito de un sistema. Y esa indignación, más moral que otra cosa, no se para en analizar si ahora es conveniente o no lo es para una determinada actuación, porque el tamaño de la injusticia no admite más que el que se la combata.

La época que le tocó vivir a Vallina es, desde luego, propicia para esa forma de enfrentarse a los problemas sociales. Hijo intelectual de los revolucionarios republicanos y federalistas españoles y de los anarquistas de la I Internacional, se relaciona con las diversas familias de anarquistas europeos y se esponja tanto de los partidarios de “la propaganda por el hecho” (en París) como de los comunistas libertarios (en Londres). Cuando vuelve a España después de doce años de exilio, se zambulle en una Sevilla arcaica, sin vida intelectual, con terribles injusticias sociales, con epidemias ya erradicadas en los países europeos que conocía y, para más inri, sin una clase trabajadora que sea “firme y constante en el combate”, como dice en un momento. Y aquí, la situación de los campesinos sin tierra, explotados casi como esclavos y de los vecinos que mueren a decenas por la desidia de quienes deben velar por su salud, le produce la indignación que será la base de su vida revolucionaria en este periodo.

Pero sus años de Sevilla (mezclados con constantes destierros a Extremadura, a Marruecos, Navarra, Lisboa…) ya no presentan al mismo activista que fabricaba bombas en París para el movimiento revolucionario en España, o trabajaba para el movimiento independentista irlandés o preparó su marcha a Portugal para trabajar por la revolución a la caída de la monarquía en este país. Su amigo y discípulo Antonio Rosado dice en sus memorias que “no fue nunca amigo ni vio con buenos ojos… a los petardistas dinamiteros”, lo que parece colocarle muy lejos de sus actividades juveniles. Su también íntimo amigo Blas Infante dice que “es preciso concluir de una vez para siempre con la leyenda del «Tigre» como los privilegiados denominan a Pedro Vallina”. En otro momento, es capaz de presentarse en el Gobierno Civil de Sevilla (que le acusa de preparar una matanza al mismo tiempo que, efectivamente, se prepara un torpe levantamiento jornalero) para acusar a su titular de lo que pueda ocurrir, y pedir a los campesinos a través de un periódico que no participen en la insurrección, porque está provocada para deslegitimar a la República y permitir la represión de la organización cenetista.

En el plano político, él mismo señala su papel de hombre que, tras una entrevista con el que sería primer presidente de la II República, Alcalá Zamora, llega a Sevilla como enlace con el comité revolucionario que se ha creado en Madrid para proclamar la República con motivo de las elecciones municipales de abril del 31. Por otro lado, su apoyo a la candidatura andalucista de Blas Infante, aunque sin compartir totalmente sus planteamientos, es sincera y comprometida, arriesgando su prestigio entre los cenetistas, poco dados entonces a la participación electoral. Y aunque la justifique en que al mismo tiempo se preparaba un levantamiento, las contradicciones que se encuentran en estas memorias al respecto parecen apuntar a que se trate de una justificación posterior o un planteamiento parcial de alguno de los participantes en la candidatura.

Todo lo cual nos presentan a un Pedro Vallina con muchas facetas, con muchas aristas que, sin embargo, se reducen a una sola cuando se trata de actuar en la vida personal: es el médico sabio que descubre las causas de la insalubridad de la ciudad, que las combate al tiempo que lucha por desenmascarar las condiciones sociales que la hacen posible, que denuncia a los que son tolerantes con esa situación, que encabeza el movimiento popular por su solución y que trabaja —hasta llevando las cuentas— para mantener una lucha en la que él no va a conseguir nada. Es también el médico que atiende a quien lo necesita a cualquier hora del día, que es capaz de no salir de casa de un enfermo hasta que ha dejado limpia la habitación donde yace, que se despreocupa de su supervivencia hasta el extremo de que haya días en los que su familia no come más que una vez y gracias a la generosidad de algún vecino, pero dispone de la escasa fortuna de su familia para contribuir a la construcción del Sanatorio Antituberculoso de Cantillana, en el que ningún atendido tiene la obligación de pagar si no puede hacerlo.

Es a esta última faceta, en exclusiva, a la que dedica la última etapa de su vida, en un momento de evolución vital en el que ya no debe albergar muchas esperanzas de que triunfe su ansiada revolución. Si antes siempre espera que su comportamiento pueda contribuir a levantar la fe revolucionaria del pueblo, es ilógico pensar que ésta sea la motivación de su altruista tarea con los nativos del estado mejicano de Oaxaca, a cuya situación sanitaria dedica el resto de sus casi treinta años de vida. Es aquí, pues, donde destaca sobremanera la fuerza vital que le impulsó toda su existencia y la que algunos (entre ellos su buen amigo Blas Infante) han destacado: su ideal de una revolución civilizadora que traiga la cultura y el bienestar a toda la Humanidad sobre la base del trabajo, la inteligencia y, sobre todo, la igualdad y la fraternidad. Una revolución que él no vio realizada en la sociedad pero que parecía acompañarle allá donde fue porque él sí la vivió.

Sevilla, febrero del año 2000

 PRÓLOGO.

Al lector:

Prologar las “Memorias” del doctor Pedro Vallina no es tarea fácil si, en el propósito, se destacan, como merecen, los variados matices de su personalidad. Porque Vallina no ha escrito un libro de tesis o de polémica. No se entretiene, en su narración, en especulaciones filosóficas. Su filosofía es la de la acción y a ella se entrega con pasión. Para él, un hecho tiene más valor, es más importante que cien discursos. Pero no sólo ha dedicado su vida al combate contra la explotación del capitalismo y la tiranía del Estado, sino que se entregó de lleno a mitigar el dolor humano.

Vallina nos relata la parte más activa y fecunda de sus años juveniles. Una vida entregada a la acción manumisora y solidaria. En los 75 años de su vida como militante, entregados a la defensa del anarquismo, supo mantenerse y aún se mantiene, firme en sus convicciones, no obstante las persecuciones, deportaciones y el tener que deambular de un país a otro arrastrando tras de sí a su familia.

Dondequiera que se aposentaba, conquistaba el afecto de todos. Con su conducta, lograba silenciar a los detractores del anarquismo. Pudo ser rico, vivir holgadamente, pero entregó a manos llenas cuanto ganó en su profesión como médico. Vivió modestamente, sin alardes y por ello conquistó el respeto de sus enemigos y el cariño de todos los que acudieron a él en busca de alivio a sus males, consejo o solidaridad.

Es importante destacar la influencia que en la formación ideológica de nuestro galeno, ejerció Fermín Salvochea. Se sintió atraído hacia él por la labor humanitaria y manumisora que realizaba entre el campesinado andaluz, el más mísero y explotado del agro español, y cuyos pasos habría de seguir después. Más tarde tiene contacto directo con Salvochea en Cádiz y después en Madrid, a donde se traslada nuestro compañero para continuar sus estudios de medicina.

En Madrid se relaciona con grupos anarquistas y con republicanos, entre ellos Salmerón, Nicolás Estévanez, Palma y muchos otros dedicados a conspirar para derrocar a la monarquía, a cuya conspiración se une llevado por el anhelo de destruir toda forma de tiranía, y por tal causa tiene que desterrarse en Francia.

En París tiene relación con anarquistas emigrados de todos los países de Europa y allí toma parte en el atentado contra Alfonso XIII; pues al igual que los republicanos, Vallina opinaba que la liberación de los españoles no se lograría hasta que la monarquía de los Borbones no fuera barrida por una revolución que acabase con las castas parásitas, dando paso a un régimen social más humano.

Expulsado de Francia, sus estudios quedan truncados. Se refugia en Londres, lo que le permite ampliar el trato con destacados militantes anarquistas; alemanes, rusos, polacos, italianos, españoles y judíos, todos emigrados, hombres de acción, que los avatares de la lucha empujaron a buscar refugio en el país de las nieblas. Durante su estancia en Londres está presente en las protestas organizadas contra la represión en España. Asiste a un Congreso de pacifistas contra la guerra, del que regresa desilusionado, pues los acuerdos tomados en dicho comicio son pura declamación de propósitos contra la guerra, ya que al estallar esta en 1914, la mayoría de los que asistieron y firmaron los acuerdos se declararon en favor de la política agresiva de sus gobiernos, tal es el caso de los socialistas alemanes y franceses.

Por fin termina la carrera de medicina y obtiene el título de doctor y con él regresa a España acogido a la amnistía otorgada por el gobierno español al terminar la guerra de 1918.

En España tuvo que revalidar el título de doctor mediante un examen general. Pero, en el tribunal examinador había un profesor que se oponía a que “a un anarquista se le otorgara el título de doctor, por el peligro que entrañaría para la sociedad”.

Vallina hizo prevalecer su derecho ante el tribunal, sosteniendo que los títulos no se otorgan en razón a las ideas que sustente el individuo, sino por su competencia y capacidad como médico.

Nuestro compañero abrió una modesta clínica en Sevilla y pronto su fama como médico y de hondos sentimientos humanos, se extendió por todo Sevilla y trascendió a la campiña. El consultorio se vio rebasado de gente, que no encontraba donde acomodarse, lo que le obligó a trabajar hasta por la noche.

Con la fina percepción que le caracteriza, Vallina descubre quién necesita de los conocimientos de la ciencia y aquel que acude a él para hallar alivio a sus males, pero que no podrá pagar los honorarios de la visita. Cuando este caso llega, Vallina, el Samaritano, salva el obstáculo sin herir la susceptibilidad del enfermo de esta manera: prescribe la medicina, calcula su costo y entre la receta desliza el valor y algo más.

De la campiña sevillana acudían muchísimos campesinos al consultorio. Algunos, como pago por la consulta, traían un pollo, huevos o cualquiera otra cosa y se daba el caso que lo que entraba por un lado salía en manos de un necesitado por otro. De estos casos fui testigo muchas veces.

A poco de establecerse en Sevilla empezó una campaña contra las autoridades sanitarias, denunciando el alto índice de tuberculosos, por el abandono en que vivía la población obrera. El estado sanitario de las viviendas de los trabajadores era horrible y para forzar a los propietarios y autoridades sanitarias a mejorar sus condiciones, provocó una huelga de inquilinos.

Con el apoyo de algunos diarios de Sevilla hizo una campaña para construir un Sanatorio Antituberculoso. El pueblo de Sevilla respondió generosamente, donando lo que podía para ver cristalizada su construcción. Pero si bien la colecta de dinero iba en aumento nada se había decidido sobre el lugar en que se construiría el Sanatorio.

Un día nos trasladamos al pueblo de Cantillana varios compañeros con Vallina, para ver unos terrenos, muy bien situados, donde se construiría el Sanatorio. Una vez allí, como le hiciera observar que entre todos no reuniríamos diez pesetas, él, hombre de rápidas decisiones, contestó que “el dinero era lo menos importante”. El terreno lo adquirió comprometiéndose a pagar su valor, y los sindicatos de Sevilla ayudaron a levantar los pabellones, trabajando sin remuneración alguna.

Esta obra, a la que dedicó el doctor Vallina todos sus esfuerzos y dinero, fue destrozada primero por los gobiernos de la República de Trabajadores, como se llamó a la república del 31, y ultimada por los facciosos.

En el escaso periodo de cuatro años, desde su llegada a España, sufrió cuatro deportaciones a los lugares más inhóspitos de Extremadura, pueblos míseros, viviendo en condiciones infrahumanas. Allí sembró la semilla del ideal anarquista y despertó la conciencia adormecida de los parias del terruño.

Con su ejemplo conquistó el corazón de aquellas gentes sencillas y esto inquieta a los caciques del pueblo que buscan influencias para que trasladen a otro pueblo al doctor que tantas preocupaciones les causa. Esto se repite en todos los pueblos donde es confinado.

Su compañera Josefina, todo bondad y ternura, le alienta en la lucha y le sigue en el calvario que recorre nuestro hombre. No se lamenta. Maldice a los miserables que tan cobardemente persiguen a su compañero, porque no comprenden la grandeza del ideal por el cual lucha.

La dictadura de Primo de Rivera le conmina a que se destierre o en caso contrario será apresado una y otra vez, haciéndole imposible la vida. La elección no es dudosa y Vallina decide marchar a Casablanca. Esta vez le acompañan su compañera y tres hijos pequeños y por si eran pocos para hacer frente a una situación incierta, lleva consigo a un viejo compañero enfermo y a una niña de escasa edad.

En Casablanca abrió consulta, ayudado por algunos elementos de la colonia española, pero no pudo permanecer allí mucho tiempo. El médico del Consulado le denunció a las autoridades francesas, pues este truhán sabía que sobre Vallina pesaba la expulsión del territorio francés, decretada a raíz del atentado de Alfonso XIII.

Esta vez marcha a Portugal donde logra ir vegetando, ya que oficialmente no puede ejercer su profesión. Allí aumenta el número de los “pensionados”, viéndose obligados a vivir en un reducido espacio once personas. Como la situación es en extremo precaria, solicita y obtiene del gobierno de la dictadura el regreso a España, bajo la condición de fijar su residencia en un pueblo donde pueda ser vigilado.

La proclamación de la república le permite regresar a Sevilla, pero no goza de seguridad y garantías y decide radicarse en Almadén, pueblo minero donde le sorprende la sublevación de los fascistas. Organiza una milicia y se lanza a la lucha, en esta ocasión no hace sino responder a su temperamento y a sus convicciones revolucionarias, pues cree llegado el momento de cambiar las condiciones económicas y sociales aplastando definitivamente a las fuerzas represivas que, durante siglos, entorpecieron el progreso en España.

En 1938 tuve ocasión de abrazarle en Albacete, fungiendo como médico en una Brigada Internacional y más tarde en Barcelona. Al derrumbarse la resistencia en Cataluña, se evacua con su familia a Francia y otra vez volvemos a encontrarnos en el vapor La Salle camino a Santo Domingo.

En la colonia de Dajabón, a donde ha sido destinado por el gobierno dominicano, “abre” una clínica y allí presta sus servicios a los nativos y a los refugiados en espera de ser trasladado a México.

En México prefiere establecerse en el campo para ejercer la medicina, a quedarse en la ciudad y sienta sus reales en el Estado de Oaxaca, en el pueblo de Loma Bonita, de clima palúdico y que durante más de veinte años vivió estrechamente, por que la clientela, en su mayoría de origen indio, pobre, inculta y supersticiosa nada puede ofrecerle. Es él quien, como ha hecho en otras ocasiones, atiende a aquellos pobres seres en sus penurias y enfermedades.

La muerte de su compañera Josefina le trastorna su salud, pero se resiste a abandonar el pueblo, no obstante que los compañeros de México se comprometen que se establezca y le aseguran una iguala de compañeros que mensualmente pagarán una cuota por los servicios que pueda o no prestar a los enfermos. Este ofrecimiento lo hicieron para no herir sus sentimientos, pero fue en vano. Solamente se avino a salir del pueblo cuando ya no podía cumplir su obra solidaria.

Estos son, a grandes rasgos, los perfiles más salientes de la personalidad del doctor Pedro Vallina y que por la amistad y compañerismo que nos une hace más de 45 años, accedí a prologar sus “Memorias”.

Colón, julio de 1967. Paulino Díez

GUADALCANAL

Mi nombre es Pedro Vallina Martínez, y nací en Guadalcanal, provincia de Sevilla, el 29 de junio de 1879. Mi padre era asturiano y de muchacho marchó a pie a Sevilla, con otros de su edad, en busca de ocupación. Allí tenía un tío que lo orientó al llegar. Mi madre era andaluza, de Cantillana, provincia de Sevilla. Después de casarse se fijaron en Guadalcanal y llegaron a reunir una pequeña fortuna, estableciendo una confitería y cultivando unas fincas campestres que fueron comprando. Eran en extremo buenos, trabajadores infatigables y queridos por todos. Gastaron lo que tenían en la educación de sus hijos y en la lucha que yo sostuve por el triunfo de la libertad y de la justicia social en España.

Aquel matrimonio tuvo siete hijos, cuatro murieron de corta edad, y quedaron dos hermanas, una, Rocío, murió muy joven, de paludismo mal atendido, y otra, Natalia, quince años mayor que yo, consagró su existencia a mi cuidado, y me acompañó a prisiones y destierros. Un hermano, Juan Antonio, diez años mayor, era en extremo bondadoso, muy instruido, ateo, republicano federal y por último anarquista. Consagró su vida a una labor pedagógica, y murió en Igualada, Cataluña, durante la guerra civil, donde se encontraba al frente de una expedición de niños, llevados de Madrid.

Mi pueblo, que contaba entonces con 5.000 habitantes, estaba situado en un escabroso valle de la Sierra Morena, fronterizo con la provincia de Badajoz. Al norte lo limitaba la Sierra del Viento, al sur la Sierra del Agua, y al oriente y poniente elevados montículos que cerraban el horizonte. En las tierras soleadas del sur, se daba el naranjo, y en las umbrosas del norte, el castaño. El paisaje era encantador y desde niño lo recorría y admiraba. Este amor a las bellezas campestres lo he conservado toda la vida. La riqueza agrícola y pecuaria estaba por explotar. Había minas de plata, cobre y hierro; estas últimas se trabajaban en pequeña escala y por temporadas. En la Biblioteca Colombina de la Catedral de Sevilla leí una obra en tres gruesos volúmenes, titulada Memorias de las minas de plata “Pozo Rico” en Guadalcanal, y había quien aseguraba que de ellas se extrajo tanta plata como llegó de América. La industria única entonces era la fabricación de aguardientes, factor importante en el embrutecimiento y degeneración de la gente. Después de algunos años de ausencia volví a mi pueblo, y pude observar que jóvenes de mi edad estaban en ruina física y moral por el abuso del alcohol.

Las calles del pueblo eran rectas, y las casas construidas de piedra, con balcones y ventanas, donde no lucían las flores como en otros pueblos de Andalucía. Las casas de los pobres estaban muy mal construidas con adobes y tapias, y se venían abajo en los fuertes temporales. El empedrado faltaba a trechos, sustituido por charcos cenagosos; las farolas de petróleo de las calles se encendían pocas veces. Lo que abundaba extraordinariamente era el agua que bajaba de la sierra. Había una plaza espaciosa, adornada con naranjos, que tenía una fuente de agua potable que surtía con exceso a la población, y le sobraba líquido para regar las huertas vecinas, ricas en verduras y frutas. Además había otras fuentes y pilares en los alrededores del pueblo. La higiene más elemental era desconocida; a orillas del pueblo se amontonaban las estercoleras, recogidas y vendidas por las viudas y los huerfanitos a los campesinos pudientes; los animales muertos eran arrojados a charcos pestilentes. Detrás de las ruinas de un palacio señorial se amontonaba la basura y aquel lugar servía de retrete público al aire libre. La mortalidad era muy alta, sobre todo en la infancia, y la fiebre tifoidea era endémica.

El personal en su mayoría valía poco y no aspiraba a otra cosa que a vegetar. La propiedad de la tierra estaba en las manos de unos pocos, los más malos y brutos del lugar. Los ricos holgazanes pasaban el día en el casino, hablando tonterías; los artesanos, las noches en las tabernas, y los pobres jornaleros sin tierra ni pan, vivían miserablemente, ganando una peseta cuando encontraban trabajo. Había un pequeño número de montañeses llegados de fuera, como mi padre, más civilizados, de ideas libres y dedicados al comercio. Las mujeres de los ricos hablaban como cotorras, se visitaban entre ellas, y organizaban fiestas religiosas, bailes y corridas de toros. Las mujeres de los pobres servían de criadas y de lavanderas, y en la cogida de la aceituna ganaban cincuenta céntimos, escasamente para una mala comida. En aquel ambiente monótono las fiestas anuales eran esperadas con impaciencia. La más distraída era la de Semana Santa, en la que salían varios pasos, caricaturas de los de Sevilla. Se hacían las cosas a lo vivo. A “Judas” se le perseguía y apedreaba, escapando vivo por la ligereza de sus pies. Se detenía a un viejo mendigo, se le encerraba en un calabozo y al día siguiente un cura le lavaba los pies. Una buena moza, que gritaba fuerte, hacía de Verónica y en la plaza pública cantaba y limpiaba las lágrimas a la Virgen. Pero sobre todo, el sermón de las cuatro horas era imponente. Se traía a un predicador de fama y todas las damas acudían emocionadas con sus mejores atavíos a escuchar su “santa” palabra. Se bebía mucho aguardiente y se comía ricos dulces preparados con la miel de la sierra.

En aquella época todos los años se sorteaban los mozos que les tocaba servir al rey, y el que no sacara buen número, tenía que ir al cuartel por tres años si no podía pagar una cuota de 1.500 pesetas que les libraba de aquella servidumbre. El año que entró en quinta mi hermano, cuando llegó la noticia que había sacado buen número, mi madre sacó de un escondite una caja llena de moneditas de oro por valor de 1.500 pesetas que durante años había ido reuniendo para librar a su hijo. Y así en casi todas las familias pudientes del pueblo, porque la contribución de sangre era odiada y no faltaban los tumultos al grito de ¡Abajo las quintas!.

Aquel ejército español no servía más que para amordazar al pueblo, y por otra parte lo iban arrojando con la punta del pie de todas las colonias, las últimas Cuba y Filipinas. Las guerras en Marruecos eran frecuentes, a veces catastróficas, pero servían a los militares para ganar galones y vender las armas al enemigo, y al final para reclutar mercenarios e invadir España.

Esta contribución de sangre, la más temida, se cobraba una vez por año, pero cada trimestre pasaban por allí unas sanguijuelas, los cobradores de contribuciones, que chupaban al pueblo hasta la última gota de sangre.

El Ayuntamiento no era nombrado por el pueblo sino por el cacique, que escogía a los más pillos y se quedaban con todos los ingresos municipales, faltando la luz y el empedrado. El Juzgado Municipal era una cosa por el estilo; el juez sólo atendía a los más influyentes. Lo que allí estaba en su puesto era el cuartel de la guardia civil, para proteger a los ricos y atemorizar a los pobres con sus procedimientos crueles.

Desde niño me fijaba en la conducta de los más ricos del lugar, que hacían de caciques, y llegué a la conclusión que el rico era un ladrón o el hijo de un ladrón, frase acertada atribuida a San Basilio. Uno de aquellos llamado Castelo, había estado con otro hermano empleado en Filipinas donde además de robar a los nativos, parece ser robaron y asesinaron a un viejo chino. Volvieron a Guadalcanal y uno se dedicó a la usura y a la conquista de buenas mozas, engendrando varios hijos de aquellas infelices mujeres. El otro hermano murió loco, según se decía atormentado por los crímenes que había cometido en Filipinas. Los Castelo tenían una hermana muy bella y una vez que pasó por el pueblo un político se la llevó de querida, colocando a los hermanos en las islas Filipinas.

Otro de los más ricos era un canónigo llamado “El Padre Mariano”, que vivía en un palacio de mármol que hizo construir, en el que tenía un suntuoso harén de mujeres. Un hermano del canónigo, llamado don Curro Arriva, que frecuentaba mi casa, le contó a mi padre lo siguiente: “Mi hermano tenía en el cercano pueblo de Llerenas relaciones amorosas con una beata muy rica, y ésta le entregó un tesoro de oro y alhajas que tenía. Un día me lo hizo ver y quedé asombrado de tantas riquezas, mientras me decía – esto será para ti, pues no tengo otros herederos, así que puedes dejar tus estudios de abogado y ocuparte de administrar la que será tu futura hacienda–. Así lo hice, y cuando murió lo había gastado todo en sus vicios, no quedándome más que gastos y disgustos. Un banco se incautó del palacio y de la finca de campo San Miguel, con capilla y todo, que valía por lo menos dos millones de reales. Si hubiera infierno, terminó diciendo el amargado don Curro mi hermano estaría ardiendo en el peor sitio”.

La religión católica, de la peor índole, dominaba en el pueblo. Había tres grandes iglesias parroquiales con altas torres cuadradas de piedra provistas de campanas que en los días festivos atolondraban al vecindario, pues había una pugna de los monaguillos por ver quien tocaba más fuerte. La iglesia de Santa María estaba unida a un antiguo palacio en ruinas, del que se conservaba un alto arco de piedra, en cuyos pilares habían grabado dos guerreros o santos, que los muchachos apedreábamos con frecuencia, tomándolos por judíos. Además había pequeñas capillas como la Concepción, San Vicente, San Benito y la Caridad. Había un convento cerrado, el Espíritu Santo, en el que últimamente se colocaron unas monjitas para educar a las niñas de los ricos. En las ruinas de un antiguo convento de San Francisco se hicieron excavaciones y se sacaron numerosos cráneos de frailes, que nos sirvieron para tirar al blanco con balas. A más de cuatro kilómetros de la población se conservaban bien atendidas las capillas de San Miguel y de la Virgen de Guadalupe, patrona del pueblo, donde los devotos iban de romería. Por lo visto los habitantes de aquel pueblo respiraban una atmósfera de peste religiosa.

Una de las ceremonias religiosas que más se han grabado en mi memoria era la del célebre Rosario de la Aurora. Las noches de invierno solían ser imponentes en aquellos pueblos de la sierra. Yo era muy niño y me despertaba en mi camita asestado por el ruido del viento y de la lluvia. En el silencio de la noche, interrumpido a ratos por los elementos desencadenados, se oía a lo lejos el sonido de una campanilla que se iba acercando lentamente hasta pasar frente de mi casa. Era uno de los hermanos del Rosario que tenía la misión de despertar a los otros para que se reunieran en la iglesia de San Vicente. La campana de aquella iglesia lanzaba sus escandalosos sonidos, unidos a los del viento y de la lluvia. Cuando estaban todos los hermanos reunidos sacaban en procesión a la Virgen del Rosario, y allí iban por aquellas calles gritando como locos. Se detenían en su marcha en las casas que les dejaban en las ventanas algunas monedas, y arreciaban con sus cantos; entraban en las casas de los enfermos y de los muertos, aumentando sus oraciones con una exaltación extrema. Luego supe que uno de los motivos que unía a los hermanos del Rosario, antes de partir para sus labores del campo, era la cantidad grande de aguardiente que consumían en la sacristía de la iglesia, acicate de las voces y lamentos que daban por las calles del pueblo.

De vez en cuando el jolgorio religioso llegaba hasta el paroxismo, cuando aparecían por allí los padres misioneros, tan deseados por las mujeres. Eran unos frailucos que colocaban una tribuna en la plaza pública y allí se despachaban a su gusto vociferando como energúmenos. Y llegaban a ejercer una influencia extraordinaria en las mujeres, que por oírlos abandonaban sus quehaceres domésticos más urgentes. “No se vayan ustedes, padres misioneros”, les gritaban las mujeres al marcharse, y a uno de ellos le descompusieron un brazo, tratando de detenerlo.

Hay que advertir que las mujeres del pueblo se desvivían por las sotanas y corrían detrás de ellas, así que no pasaba sacerdote que no dejase una santa descendencia. Uno de estos curas tenorios, joven y guapito, se dedicaba activamente a la tarea de multiplicar la especie con extraordinario éxito; tuvo un hijo del ama de la casa de huéspedes en que paraba, una jamona sin cejas que tenía fama de fea. El escándalo tomó tales proporciones que el obispo de Sevilla, hombre ilustrado que conocía el neomalthusianismo, acabó por trasladarlo del pueblo e inutilizarlo para que no siguiera como cura engendrando seres humanos sin preocuparse de quien tendría que mantenerlos.

Cuando era grandecito, un día me contaron mis padres cómo se habían separado de la religión católica, rechazando las otras, tan falsas como ésta. En frente de la casa que tenían se encontraba la iglesia de San Sebastián, y una vez arrendaron unas habitaciones al cura que vivía con un ama o querida. Cada vez que nacía un niño a término de aquella santa pareja, lo ahogaban al nacer y luego lo descuartizaban y lo arrojaban al retrete.

Una vez se cometió un robo en aquella iglesia, llevándose el ladrón oro y plata en abundancia. El ladrón era el cura que después hizo una fábrica de monedas falsas, dejando enriquecidos a sus herederos, que derrocharon el capital en el alcohol, el juego y la prostitución.

En las iglesias no sólo se encontraban el oro y la plata, sino también los objetos de arte antiguo que se vendían muy bien a los ingleses y americanos. En 1914 me encontraba en Londres y me había acogido a una amnistía dada con motivo de la guerra. Fiel visitador de los museos, el día antes de salir de Londres, visité un Museo de Arte Antiguo que se abría al público, y cuál sería mi sorpresa al contemplar numerosos objetos que se habían comprado en las iglesias de los pueblos de Andalucía, probablemente vendidos por los curas párrocos. Y el negocio siguió con los pocos objetos artísticos que quedaban, pues mientras me encontraba en Guadalcanal desapareció de la iglesia de Santa Ana, robado por el cura, para venderlo a los ingleses, una bella escultura de San Joaquín, tallado por el famoso Alonso Cano.

De los recuerdos de mi niñez conservo dos que influyeron mucho en la conducta moral que he observado toda mi vida y que voy a relatar a continuación:

La primera vez que hice conocimiento con la guardia civil tendría yo de 5 a 6 años de edad y era tan pequeño que todavía mi padre me llevaba en sus hombros a la cama, cuando la familia se retiraba a descansar. Sin embargo, me impresionó tanto la escena que voy a contaros, y se grabó de tal manera en mi cerebro, que parece que fue ayer cuando tuvo lugar, por lo claro que apercibo las imágenes que se sucedieron entonces.

Era una noche muy mala de invierno y el agua y el viento azotaban con furia nuestra vivienda. Los inviernos eran terribles en el pueblo andaluz en que vivíamos. La familia, sentada, rodeaba la camilla, una mesa redonda vestida con bayeta y cubierta por hule, en cuyo interior había un brasero que caldeaba la estancia. Cada uno se ocupaba en silencio de sus labores, leyendo unos y cosiendo las otras. Pero de improviso penetraron en la estancia dos hombres extraños, que yo no había visto hasta entonces y que en el futuro habrían de seguirme siempre, como la sombra la cuerpo: era una pareja de la guardia civil.

Vestían un uniforme de color azul, un capote de tela gruesa y un sombrero de hule; cada uno llevaba en sus manos un fusil y de la cintura colgaba una bayoneta. Eran de edad madura, altos de cuerpo, de rostro duro y amenazador y de grandes bigotes negros. Después supe que eran guardias civiles, los más fieles guardadores del orden social y del dinero de los ricos. Entre ellos venía encuadrado un joven campesino, como de veinte años de edad, un jornalero andaluz, la mayor parte del año sin trabajo, que más tarde había de ser mi fiel compañero de luchas, pobremente vestido, descalzo y con un saco pesado sobre sus espaldas. El agua de lluvia, que caía a torrentes, lo había empapado de pies a cabeza, lo que le daba un aspecto más miserable. Aquel joven de cara agradable, de frente despejada, de tez morena, de ojos grandes y negros, enmarañado cabello del mismo color, no tenía razón de temor, y sus ademanes eran modestos, y su mirada tranquila y penetrante. Cómo si fuera consciente de una conducta irreprochable.

Uno de los guardias civiles se dirigió a mi padre y, señalando al pobre campesino, le dijo: – Hemos cogido a este ladrón robando castañas en su propiedad y aquí lo traemos para que usted lo conozca, antes de pasarlo por el cuartel (para darle una paliza) y llevarlo después a la cárcel.

– Pongan ustedes en libertad a ese hombre – contestó mi padre con voz firme –, que no es un ladrón, sino un honrado campesino, muy pobre como todos los de su clase, por carecer de tierra que cultivar ni trabajo que hacerr. Yo le di un permiso verbal, como a tantos otros, para que cogiera castañas y no pasaran hambre este invierno.

La guardia civil, que ya sabía cómo se pensaba y obraba en aquella casa, aceptó con incredulidad la orden de mi padre y puso en libertad al labriego, que se marchó a toda prisa con el saco de castañas para que las comieran los suyos.

Poco después llegó a casa el padre del joven acusado del robo de las castañas, un anciano campesino de pelo blanco encorvado por el peso de los años y de un trabajo abrumador, con los ojos llenos de lágrimas, y después de dar las gracias a mi padre, con voz entrecortada por los sollozos, quiso besarle la mano y arrodillarse a sus pies, lo que éste impidió, advirtiéndole que no había motivo por su parte de agradecimiento, porque él había obrado en justicia y como su hijo merecía. Mi hermano, aunque muy joven, conocía las ideas de Proudhon y de Pi y Margal, y le dio al viejo campesino una ligera plática sobre la injusticia de la propiedad privada y lo invitó a combatirla con energía, uniéndose para eso con sus compañeros de infortunio.

Cuando salió el anciano, entonces erguido y reconfortado, mi padre y hermano comentaron lo ocurrido, que yo escuchaba con atención, y supe que había unos hombres, los campesinos, condenados a la miseria y a la esclavitud, como había otros hombres, salidos también del pueblo, los guardias civiles, convertidos en mercenarios y en verdugos de sus propios hermanos y al servicio incondicional de los que habían despojado al pueblo de sus tierras.

Y desde aquel momento, no vacilé y tomé el partido de los primeros, de los campesinos, que me abrieron sus brazos como hermanos, en contra de los segundos, de los guardias civiles, al servicio de los malvados, que me han perseguido con saña toda mi vida.

El crimen monstruoso de apoderarse de la tierra, que es de todos, por unos pocos explotadores, engendró otro crimen mayor, la rotura de la ayuda y la división de los hombres en esclavos y verdugos, ambos extraidos del pueblo trabajador, sin libertad, sin tierra y sin trabajo.

En otras ocasión, mi padre fue llamado con urgencia a una fábrica de harinas y aceites que había en aquel pueblo, y el gerente le comunicó que el encargado de su campo lo estaba robando en la cogida de las aceitunas, depositándolas en otro lugar que en el suyo, y como durara de lo que le decían, lo llevaron a un piso alto y desde una ventana se apercibió del fraude de su empleado. omo no había lugar a dudas, el gerente ordenó la detención inmediata del ladrón, a lo cual mi padre se opuso resueltamente y consiguiendo que aquel hecho no se divulgara y que su encargado siguiera en el mismo puesto que tenía hasta que se terminase la cogida de las aceitunas. Si no hubiera sido así, aquel hombre, después de recibir una tremenda paliza en el cuartel de la guardia civil, hubiera sido condenado a varios años de prisión, y después de su salida de la cárcel a no encontrar trabajo con facilidad.

Mi padre era anarquista sin saberlo, como tantos otros, y hubiera vivido feliz en una sociedad anarquista.

En aquellos pueblos andaluces, los hombres que tenían algún desahogo económico, pasaban más tiempo en el casino que en su casa, por lo general hablando necedades. Mi padre aborrecía el casino, como después sus hijos, considerándolo un centro de vagos, y nunca lograron atraerlo a aquel lugar. En cambio, siempre que tenía algunas horas desocupadas las pasaba en el campo labrando la tierra.

Entonces poseía una bella finca campestre, a cuatro kilómetros del pueblo, con olivar, huerta, viña, árboles frutales, muchas flores y varios estanques con agua cristalina para regar las siembras. Todas las noches llevaban a mi casa una carga de flores olorosas que perfumaban la estancia y servía a las mozas para adornarse el cabello. Por lo general acompañaba a mi padre en sus paseos, unas veces a pie y otras montado en una borriquita blanca que era mi delicia. En los lugares agrestes mi padre me cogía de la mano, pero en los llanos la borrica corría delante y saltaba como una cabrita. ¡Qué tiempos aquellos! Pero después huyó la alegría y la vida se fue ennegreciendo, al vivir en el manicomio de los hombres.

El camino era pedregoso, y en algunos trechos bordeado por toscas paredes de piedra que lo separaba de ricas fincas sembradas de olivo. Por lo general era estrecho, pero en un lugar se ensanchaba en forma oval, limitando un espacio de unos 200 metros de largo y 150 metros de ancho. Este terreno era estéril por lo rocoso, con escasas yerbas y algunos matujos sequerones, que con dificultad aprovechaban la cabra o algún asno hambriento. Ni un hilo de agua corría por aquella sedienta tierra.

Un día que pasábamos por allí, pudimos observar a un hombre que marchaba de un lado a otro, como si buscase algo en el suelo. –¿Busca usted algo? – le preguntó mi padre por curiosidad, viéndole en actitud tan extraña.

– Exploraba esta tierra que no tiene amo – Me contestó–, y que produciría sus frutos, a condición de que se la trabajase duro.

– Seguramente le daría de comer –le dijo mi padre, que había hecho milagros en el trabajo– no la dejes de trabajar –continuó– que el trabajo tiene su recompensa, si no es explotado pòr otro.

Al día siguiente, al pasar por el mismo sitio, observamos que aquel hombre no estaba solo, sus tres hijos le acompañaban, grandes y robustos como el autor de sus días. Por los gestos que hacían parece que discutían sobre el plan de trabajo a seguir. Después volvieron con sus instrumentos de labor y se pusieron a trabajar la tierra, silenciosos y sin contestar a los curiosos que los interrogaban al pasar por el camino.

Fueron triturando las rocas blandas, como la pizarra, y respetando, por necesidad, las duras como el granito. Los huecos pequeños que quedaban entre las rocas los rellenaron de tierra y los sembraron de árboles. Se abrió un pozo del que manaba abundante agua potable; se construyó una alberca: se cerró el terreno cultivado con una pared hecha con las piedras que arrancaron de la tierra.

Como era un lugar de mucho paso, todos los que por allí transitaban se detenían un rato y conversaban sobre lo que se hacía. Primero era la burla, después el respeto, y por último, la alabanza. Pero estos hombres imperturbables continuaban su trabajo en silencio y sin preocuparse del juicio de los otros. Como se hablaba mucho del esfuerzo de aquellos campesinos, se llamó a aquel lugar la “Huerta de las conversaciones”, y todavía conserva ese nombre.

Pasaron los años y contemplamos, convertido en vergel, lo que antes era un erial. Había una huerta que producía toda clase de legumbres; había árboles frutales de los que se daban por allí: higueras, manzanos, perales, melocotones, ciruelas, membrillos, etc., algunos olivos y una viña. Una casita blanca, rodeada de enredaderas y flores de todos los colores, servía de vivienda a la familia. Y seguían aquellos hombres trabajando la tierra que les daba para vivir sin someterse a la esclavitud del salario.

Haría falta la pluma de un Víctor Hugo para describir a aquellos trabajadores de la tierra, como había descrito a los trabajadores del mar. Y siempre que pasábamos por allí, se detenía mi padre en el camino y saludaba de lejos con el sombrero a unos hombres, que según me decía, son a los que debe premiar la humanidad, no a los sangrientos guerreros y conquistadores.

El caso a que me refiero no era raro en Andalucía y Extremadura. Lo observé con frecuencia.

En la provincia de Badajoz, lindando con la de Ciudad Real, había varios montes altos y escarpados, muy difíciles de trabajar, que nadie aprovechó ni reclamó como suyos. Los trabajadores de la tierra los cogieron ansiosos y se pusieron a trabajar como desesperados, y sembraron olivos hasta las más altas cumbres, y los valles de huertas y árboles frutales, con mejor tierra y abundante agua. La labor fue muy dura, pero el trabajo rindió abundantes frutos, y lo que era un erial se convirtió en un rico vergel. Los exquisitos frutos de aquel lugar abastecieron al mercado de la ciudad de Almadén.

En mis correrías por los lugares más apartados de Sierra Morena me encontraba con familias de campesinos que habían cogido un pequeño rincón de tierra abandonado al margen de una extensa finca de propiedad particular, y allí vivían en pequeñas chozas, criando algunos animales y cultivando un trozo pequeño de tierra, que les producía lo necesario para vivir sin amo. Conversaba con ellos y siempre mostrababan la dignidad del hombre y aspirando al triunfo del comunismo libertario.

¡Pero qué atrasado se vivía en aquel pueblo dominado por malvados e imbéciles! Era yo muy niño y tenía una fiebre alta; la sed me atormentaba y hacía sufrir horriblemente. “¡Madre! ¡Madre!, gritaba, tengo sed, dame una poquita de agua que no me muera…” Y como entonces se creía que el agua era mala con la fiebre, me la negaba con los ojos cegados por las lágrimas. Y yo soñaba con el agua que en aquel territorio tanto abundaba en ríos, arroyos y fuentes.

Una hermana mía sufrió paludismo durante siete años, y cada vez que tenía una recaída en su enfermedad, se le daban unas píldoras de quinina hechas con migajas de pan. A consecuencia del paludismo, murió de una nefritis, tan joven, tan bella y tan buena. ¡La mató la ignorancia lugareña!.

De mi vida escolar conservo los peores recuerdos. El local de la escuela era un espacioso salón que tenía la apariencia de una bodega. Sus paredes estaban adornadas con grandes cromos de la historia sagrada, en los que se desarrollaban escenas horripilantes, como el diluvio universal. Dos ventanas daban a la calle, y una tercera a un corralillo en el que se encontraba la cárcel. Esta era una mazmorra inmunda en la que había un armatoste de hierro, en el que acostaban al preso peligroso y se le fijaban las piernas con unas argollas. Los niños miraban con horror aquel instrumento de tortura. El tiempo que pasaba en la escuela se me hacía interminable, y no pensaba en otra cosa que en la hora de la salida, y así hasta el mismo maestro que con frecuencia mandaba a un discípulo a ver qué hora era en el gran reloj de la torre. El maestro tenía a su lado una vara para pegar a los niños, y siempre que podíamos se la escondíamos, pero él la sustituia por otra que tenía de reserva. “La letra con sangre entra”, era su divisa.

Bajo las órdenes del cura, el maestro tenía que llevar a los niños a confensar y tomar parte en todos los desfiles religiosos. Cuando yo me apercibía de lo que se trataba, me escapaba de la escuela con el consentimiento de mis padres. Los maestros cobraban un sueldo mezquino y siempre con retraso, así que se hizo proverbial la frase “tiene más hambre que un maestro escuela”. El día que mis padres decidieron sacarme de la escuela, fue un día de gozo para mí. Sin embargo, yo era bastante aplicado y aprendí bien, no en la escuela, sino en las lecciones que me daban en casa.

Desde niño fui un amante apasionado de la madre Naturaleza, madrastra muchas veces. Con frecuencia hacía una escapatoria y me recreaba en los sitios más recónditos y bellos de la Sierra Morena. Seguía el curso de los ríos y de los arroyos, bordeados por las rojas adelfas y los verdes álamos y sauces. Subía a las ásperas montañas cubiertas de matorrales, entre los que colgaban, como zarcillos, los encendidos madroños. Visitaba las cavernas, parecidas a catedrales subterráneas, de cuyos techos colgaban las estalactitas, que en el transcurso de los años, se unían con las estalacmitas que se elevaban del suelo, formando altas y robustas columnas. Me arrastraba por las estrechas galerías, y me colgaba con una soga hasta el fondo de los pozos. En los animales, las plantas, las rocas, en todas las manifestaciones de la vida encontraba un motivo de observación. Y de noche, aquellas noches embriagadoras de Andalucía, tendido sobre el mullido césped, contemplaba el cielo rociado de estrellas, la plateada luna, la vía láctea, como faja de luz y escuchaba los chillidos de las aves nocturnas. Pero lo que más me encantaba era acechar la aurora del nuevo día y la salida del padre sol, dando vida a todos los seres con su calor y luz. Me levantaba un poco antes de amanecer y me subía a lo más alto de un montículo, esperando la luz del día. Primero era la perdíz, la que en plena noche todavía cantaba al día cercano; ladraban los perros en la lejanía; escuchaba el mugir de las vacas y el balido de las ovejas. Un tenue rayo de luz rasgaba el horizonte lejano. Las estrellas desaparecían unas tras otras, y la vía láctea perdía sus contornos. Y después, un rayo de sol naciente, iluminaba el paisaje de oro. La alondra subía a grande altura y saludaba con sus trinos la llegada del nuevo día.

Desde que aprendí a leer, buscaba los libros con pasión. Mi hermano tenía una biblioteca escogida de autores nacionales y extranjeros, cuyos libros iba leyendo y le interrogaba sobre los puntos que no comprendía. Mis padres nos advirtieron que para aprender y comprar libros, nos proporcionarían todo el dinero necesario, así que con frecuencia llegaban pedidos de libros que nos repartíamos. Además se recibían periódicos de ideas revolucionarias, que repartíamos, entre los aficionados a la lectura, como Las Dominicales, El Motín, Don Quijote, Justicia, El Cencerro, El Productor y otros. Cuando no sabía leer, escuchaba la lectura de los otros, y cuando pude, los leía por mi cuenta. Aquellas lecturas me fascinaban por completo.

En aquel pueblo había un nutrido grupo de republicanos, la mayoría federales, rayando en las ideas anarquistas, pertenecientes a la clase acomodada y a los artesanos. Además los campesinos, sin tierra ni pan, aspiraban al comunismo libertario; éstos respondían siempre al llamamiento de los republicanos. Todos se mostraban anticlericales, como respuesta a la intromisión del clero en todos los asuntos y su apoyo a los ricos y autoridades. De vez en cuando tocaban los músicos del pueblo que recorría las calles. Se reunían por centenares los republicanos, y se constituía un Comité Republicano. Desde el primer momento yo me apuntaba de socio y enseñaba a leer a los más pequeños, en una escuela laica que teníamos. Pero había poca constancia en aquellos hombres, disminuyendo cada día los socios, quedando siempre un pequeño número que cerraba el local esperando tiempos mejores.

Cuando se proclamó la primera república, los campesinos de aquel lugar se imaginaron que había sonado la hora de la justicia social, y se apoderaron de las tierras incultas y comenzaron a trabajarlas, pero fueron arrojados violentamente por los soldados y durante mucho tiempo fueron molestados por las autoridades judiciales. Más avispados que los políticos republicanos, fueron los campesinos. Para ellos la república tenía que resolver el problema de la tierra, pero los otros no lo entendieron así en los dos ensayos de república que hicieron.

Era todavía un niño cuando herían profundamente mi sensibilidad las desigualdades e injusticias que observaba entre los hombres. ¿Para qué vivir tan mal cuando era tan fácil vivir bien? Entonces me di cuenta de las causas que se oponían a la armonía de los hombres: la propiedad privada, en manos de los que no trabajaban, y la autoridad al servicio de los explotadores. Y como ya había leído algo sobre las revoluciones de los pueblos, en particular de los franceses, decidí sumarme a los hombres que luchaban por una revolución salvadora en España. Al leer algunos escritos anarquistas me sorprendió encontrar en ellos ideas en concordancia con lo que yo pensaba. Confieso que me impresionó favorablemente la conducta heroíca de los mártires de Chicago, así como la vida ejemplar de Fermín Salvochea, del que tanto se hablaba por aquellos lugares. Decididamente me declaré anarquista, y pronto me siguieron la mayor parte de los republicanos federales que allí había, como mi hermano y Juan Antonio de Torres Salvador, un intelectual de valía.

Disgustados mi hermano y yo de vivir en un medio social que tanto nos repugnaba, decidimos pasar la vida en el campo, en una hermosa finca que mi padre tenía a una legua de la población. Y allí nos aposentamos, trabajando a ratos la tierra, y otros admirando las bellezas de la naturaleza, cultivando la amistad de los libros, haciendo estudios de historia natural, y, al mismo tiempo, tratando de despertar la inteligencia de los campesinos de los alrededores, para prepararlos a vivir en la sociedad futura.

Un día llegó a Guadalcanal a pasar unas vacaciones de estío, un hombre que había de influir mucho en nuestras vidas. Me refiero a don Francisco Barnés, catedrático de Historia Universal en la Universidad de Sevilla, acompañado de su esposa, una bellísima mujer, y de dos hijos de pocos años, Domingo y Francisco, que más tarde alcanzaron renombre en la esfera de las letras españolas. Barnés había sido sacerdote católico, a cuya carrera renunció, y fue amigo de Salmerón, participando en sus ideales. Un día, en sus paseos por el campo, llegó allí Barnés y quedó sorprendido de nuestra manera de ser y de pensar. Entonces insistió con mi padre para que nos sacara de allí y nos mandase a Sevilla a estudiar una carrera, siendo así más útiles a los hombres. Y de allí salimos con no pocos pesares. Ese fue el origen del cambio de nuestro rumbo en la vida. A veces me acuerdo de aquel lugar tan bello y de la vida que hacíamos, y siento haberlo dejado, pero luego reflexiono y me conformo. ¡Había que vivir entre los explotados y humildes para ayudarlos en sus dolores!

Pero la semilla que arrojamos en el surco social germinó más tarde y cuando estalló la revolución popular contra la agresión fascista, se sublevó en masa el pueblo de Guadalcanal. Se sacaron de todos los edificios religiosos los objetos combustibles, como imágenes de madera, altares, retablos, etc., y los amontonaron en una alta pirámide en la plaza pública. Se prendió fuego a la pira y las llamas iluminaron con sus resplandores todo aquel territorio, hasta las más altas montañas. A pocos pasos estaban encerrados en el Ayuntamiento los peores fascistas, desde donde contemplaron sus símbolos reducidos a cenizas por el fuego purificador, y después fueron llevados al cementerio y fusilados. El cura principal, que había ejercido influencia perniciosa en el pueblo, fue fusilado dos veces. La primera vez quedó mal herido y a la mañana siguiente lo encontraron con vida, sentado sobre una tumba y rezando, y fue fusilado definitivamente. El cura había equivocado el camino de la vida, y en vez de seguir la doctrina de Cristo, que lo hubiera hecho un hombre feliz, siguió la del demonio, que lo llevó al infierno.

Así se derrumbó la sociedad aquella que se había edificado sobre los cimientos de la injusticia social y el dolor de los hombres. En realidad era una horda hipócrita y malvada donde vvían crucificadas la inocencia y la virtud.

Dos hombres, nacidos en Guadalcanal, se distinguieron en el cultivo de las letras:

Adelardo López de Ayala (1828–1879), figura en la historia de nuestra literatura como hombre de mérito, sobre todo, por sus obras de teatro. Pero como político fue un verdadero arribista. Escribió el manifiesto de la revolución de septiembre en el que se hablaba de los Borbones como de una raza espúrea. En política, después de revolucionario, fue sucesivamente moderado, de la unión liberal, ministro de la restauración, y era Presidente del Congreso cuando murió. En ocasión de la muerte de la reina Mercedes, pronunció un discurso necrológico, modelo de este género de oratoria. Ni él ni sus familiares, hicieron nada bueno por el pueblo, por lo que fueron muy mal estimados. Uno de sus descendientes fue fusilado por el pueblo en los comienzos de la sublevación fascista.

Juan Antonio de Torres Salvador (Micrófilo). Tendría unos 35 años cuando lo conocí, siendo yo muy niño. Era de familia rica y republicanofederal. Publicó en Sevilla el periódico El Pacto; librepensador, tradujo un poema atribuido a Victor Hugo, “Cristo en el Vaticano”, editado por Nakens en forma de folleto. Murió de tuberculosis, poco después de una hija suya, víctima de la misma enfermedad. Abrazó las ideas anarquistas poco después que yo lo conocí y traté. Era una excelente persona, querido por todos.

Con motivo de un atentado con dinamita en Barcelona, culpando a un anarquista de ser el autor, el poeta Manuel de Palacio, en boga en aquel tiempo entre los lectores de El Imparcial, publicó en este periódico una poesía furibunda contra los anarquistas, en la que decía que no quería la libertad de las panteras. Juan Antonio de Torres le contestó con otra poesía, impresa en hoja especial, que circuló mucho por la región andaluza. Con el tiempo transcurrido se ha borrado de mi memoria, y sólo conservo estos versos:

La anarquía es la protesta de Espartaco,

El ilota, el paria en rebeldía,

En un país donde gobierna Caco.

¿Pantera el que no come? ¿Qué sería

Pues, el que fleta el “Machichaco”?

El autor habla del “Machichaco”, barco que llevaba de contrabando una carga de dinamita que hizo explosión y ocasionó una horrible catástrofe en uno de los puertos del norte de España, Santander. Aquel barco pertenecía a los jesuitas.

SEVILLA

Con frecuencia mi familia iba a Sevilla, a 60 kilómetros de Guadalcanal, a pasar las fiestas de Semana Santa y Feria. Aunque era muy pequeño, hay escenas que no he olvidado.

Era una madrugada y toda la familia estaba en movimiento esperando al arriero Pepe, que los llevara a Sevilla, porque entonces no había servicio de trenes. Por fin, con júbilo de todos, apareció el arriero con sus recuas de burros, de cuyos cuellos colgaban grandes cencerros. Pepe era un hombre alto y delgado, encorvado, de edad madura, con los carrillos chupados por falta de dentadura. Una ancha faja roja rodeaba su cintura, que al mismo tiempo que de abrigo, le servía de bolsillo para guardar el pañuelo de la nariz, la petaca del tabaco y otras cosas de uso diario. Las mujeres se acomodaban en hamugas(1) y a mí me llevaba mi madre sobre las faldas. Pero habíamos andado un corto trecho, cuando me puse a llorar como un desesperado. Entonces mi padre se bajaba de su caballería, me cogía en sus brazos y marchaba a pie. De hombre viajé mucho a pie por las carreteras de Andalucía y Extremadura, de una cárcel a otra, conducido por la guardia civil; pero nunca perdí la afición, tanto que una vez emprendí un viaje a pie desde París al Cabo Norte, pero no pasé de Amsterdam, no por mi culpa, sino por la de mi acompañante que se rajó, como dicen los mexicanos. Esta particularidad fue heredada de mi padre, que prefería ir a pie antes que a caballo, aunque lo tuviese a su disposición.

En la época a que me refiero todavía solía haber alguno que otro bandido merodeando por los vericuetos de Sierra Morena, pero la costumbre era otra. En vez de “¡manos arriba!”, se gritaba “¡boca abajo!”, y los viajeros se bajaban apresuradamente de sus cabalgaduras o carruajes y se tendían en la tierra boca abajo, mientras los bandoleros les apuntaban con sus trabucos y los despojaban de los objetos de valor que llevaban. El último de los bandidos célebres en aquella época fue Andrés el “Barquero de Cantillana”, capitán de una partida de ladrones que recorría aquellos lugares, y que alguna vez mi abuelo materno tuvo que enterrar en los almiares de paja para salvarlos de las persecuciones de la guardia civil, que acabó por darles muerte. Siempre había algo de social en la vida de aquellos hombres, y por eso contaban con la simpatía popular. Todvía recuerdo esta copla que se cantaba por allí:

¿Adónde va Diego Corrientes

por los caminos de Andalucía,

el que a los ricos robaba

y a los pobres socorría?

En una ocasión paramos en la casa de don Luis Montoto, un poeta de mérito, autor de una poesía “El peregrino” que llegué a recitar de memoria. También era el autor de un libro de poemas titulado Historia de muchos Juanes, en el que estaba como un pegote la historia de Juan el Predicador. Luis Montoto estaba empleado en el Palacio Arzobispal para poder vivir. No sé si eran esas sus convicciones, pero en Sevilla, donde dominaba la clerigalla y el jesuitismo, era muy difícil para los hombres cultos el vivir independiente.

Una vez acompañé a mi familia al teatro, donde la gente hacía cola en la puerta. Gayarre cantaba la ópera la Favorita. También le oí cantar el Miserere, en la catedral. Me impresionaba tanto que quería imitarle y alzaba mi vocecita. De aprendiz de herrero había llegado como cantante a la cumbre de la fama. A su muerte y examinarse la laringe se comentó que tenía un desarrollo mayor que el normal.

Un día me llevaron a la iglesia del Salvador, donde se celebraba un congreso de obispos. Una multitud muy grande formaba una larga cola para ver pasar a aquellos parásitos. Todos eran muy obesos, y se oía decir a la gente: “Éstos comen mejor que nosotros”. Uno de los más cebados, resbaló y cayó redondo al suelo, lo que motivó una carcajada de algunos de los presentes. Una beata gritaba furiosa a los que se mofaban de la caída: “Donde no hay religión, no hay corazón”.

Otra vez fuimos a la puerta del Alcázar a ver salir al rey. Un grupo de personas de humilde aspecto esperaban su salida. El rey salió en coche acompañado de su madre; era un peloncillo, de cabeza gorda y rostro enfermizo, y tendría de 4 a 6 años. Los papanatas arrojaron una lluvia de memoriales pidiendo alguna cosa. La reina madre protegía la cabeza del rey con la mano, para que los memoriales de aquellos pedigüeños no le hicieran daño. Nadie se hubiera imaginado las persecuciones que tuve toda mi vida a causa de aquel funesto monigote.

Las visitas frecuentes de mi tía Amparo, que la mayor parte del tiempo lo pasaba en Sevilla, las esperaba con impaciencia, por los juguetes que me traía. Era una solterona muy inteligente y enérgica, con un sentido común extraordinario. Amante de la instrucción, le dio la carrera del magisterio a varias sobrinas, y a un sobrino lo hizo cura “porque era el más brutillo de la familia”. En esto se equivocó, porque era hombre inteligente, bueno y democrático.

Mi madre había nacido en Cantillana, a veinte kilómetros de Sevilla, bonito pueblo situado en la confluencia de los ríos Guadalquivir y Viar. Todos los años nos llevaba a pasar unos días en su pueblo. Todavía vivía mi abuela materna, varias hermanas, y numerosos primos y otros parientes. La gente de aquel pueblo era muy beata y aficionada a los toros. Estaban divididas en dos bandos, asuncionistas y pastoreñas, es decir, devotas de la virgen de la Asunción o de la Pastora. Ambos bandos se odiaban ferozmente. Un rico comerciante se gastó un millón de reales en construir una plaza de toros. La gente aquella era buena, pero con pocos sesos. Ahora bien, cuando llegaron allí conmigo los anarquistas para fundar la obra generosa del Sanatorio Antituberculoso, el pueblo de Cantillana se transformó por completo y nos prestó la más desinteresada ayuda. Sobre esta obra tendré ocasión de referirme más adelante.

Después de la intervención de Barnés, mi hermano dejó la vida campestre y marchó a Sevilla a estudiar la carrera de Magisterio, con la cual, según decía, podía hacer más daño al enemigo reaccionario. Al mismo tiempo estudiaba el grado de Bachiller para seguir la carrera de Filosofía y Letras. Yo me marché también a Sevilla, y unas veces estuvimos alojados en casas de huéspedes, y otras veces vinieron mis hermanas y tomamos un piso para vivir.

Un día fui testigo de una maniobra inmoral que se repetía en todas las oposiciones a cargos públicos. Juan Cacho y Manga era el secretario de la Escuela Normal de Maestros y por aquel entonces se celebraban unas oposiciones a escuelas públicas, con un miserable sueldo de 825 pesetas anuales. En una habitación contigua a la mía, separada por una cortina, se entablaba este diálogo entre el secretario y un opositor: “Si usted, quiere obtener en las oposiciones la escuela que desea —decía el secretario—, no le cuesta más que 1.500 pesetas”.

Por lo visto, los bandidos de Sierra Morena se habían pasado y operaban en los puestos oficiales.

En aquella época me examiné de ingreso en la Escuela Normal de Maestros y en el Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, siguiendo los estudios de este último, por ser de poca edad para los estudios del Magisterio.

De los cinco años que estudié en aquel Instituto no conservo buenos recuerdos. Los alumnos no eran muy numerosos, pero en cambio había varios colegios oficiales, como el de San Ramón, San Lorenzo y otros, todos con nombres de santos, repletos de alumnos internos de las familias acomodadas y ricas de la provincia. Además, una institución religiosa, los Escolapios, contaba con numerosos niños, que al final de curso eran allí examinados por los profesores del Instituto. Por otra parte, en la vecindad del Instituto había un cura que tenía un colegio con numerosos niños matriculados en el Instituto, que él educaba y conducía a las clases. Entre ellos se encontraba un “sobrinito” del sacerdote que sobresalía como el mejor estudiante del Instituto. El profesor de matemáticas, hombre de dudosa moralidad, era el protector del cura a cambio de costosos regalos. El clericalismo lo invadía todo, aunque el espíritu liberal dominaba en algunos profesores, y el viejo Meneses, catedrático de agricultura, sostenía con tesón sus ideas republicanas. Los alumnos oficiales que seguíamos los cursos del Instituto, éramos los parias de aquella institución y los que cargábamos con los “suspensos”, porque los restantes, distribuidos en los colegios religiosos, tenían con seguridad aprobado el año.

Recuerdo con cariño a un anciano profesor de latín, de nacionalidad italiana, llamado Giralti Pauli, que me tenía en mucha estima como estudiante y me hacía leer en las clases las traducciones que yo hacía de Cicerón, Horacio y otros. Como me era muy penoso buscar en el diccionario la significación de las palabras que desconocía, trataba de enterarme y entonces hacía una traducción libre que el bueno del profesor aplaudía.

Pero mi estudio favorito en aquella época era la Retórica y Poética, tanto por la materia que trataba como por el autor de la bella obra de texto, Narciso Campillo, que yo conocía por sus artículos antirreligiosos publicados en Las Dominicales con pseudónimo de “Un Sacristán Jubilado”. El profesor de esta asignatura era el canónigo y poeta de asuntos religiosos Luis Herrera, que hacía una traducción en versos libres de La Eneida de Virgilio, y que todos los días llevaba los pliegos de la imprenta a la clase para que yo los leyera en voz alta y se corrigieran. Aquel sacerdote era un hombre muy democrático y estimado por todos.

En cambio, había en el Instituto un profesor de Psicología, Lógica y Ética, llamado Vicente Peñalver, un cavernícola formidable con ribetes de inquisidor. Para aquel hombre no había otra filosofía verdadera que la Escolástica y otro filósofo que Santo Tomás de Aquino. Insultaba en sus lecciones a todos los filósofos y cuando hablaba de Kant, el célebre filósofo alemán, hacía un juego de palabras y le llamaba el can, el perro. Tenía escrito un libro de texto detestable y obligaba a los alumnos a que se lo aprendieran de memoria, palabra por palabra y el que no se sabía bien la lección, lo hacía encerrar por un bedel en un cuarto oscuro, como un calabozo, que había en el patio del local. Todos los estudiantes le temían mucho y a los que podía les hacía perder un año de sus estudios. Desde que entré en el Instituto me prometí no tolerar a aquel energúmeno. Así que, en las vacaciones de verano, la víspera de seguir su curso, me retiré al campo para que nadie me molestase, y me aprendí el libro de memoria, de manera que fui bien preparado. Aunque confesó en la clase que no había tenido un estudiante tan bueno como yo, lo cierto es que un día perdí la paciencia y le expuse, ante el asombro de todos, con elocuencia y energía, lo indigno de su proceder, insultando en sus lecciones a filósofos insignes y dignos de todo respeto, y al acabar mi peroración me declaré anarquista, materialista y ateo. Se sorprendió tanto Peñalver de mi inesperada intervención, que se sintió enfermo y llamó al bedel para que le asistiese, dando por concluida la clase de aquel día, con regocijo de los estudiantes que después de felicitarme me ofrecieron su ayuda. No volví más por aquella clase, pero pocos días después al llegar al Instituto, se me acercaron los bedeles y me dieron la enhorabuena, y era que la noche anterior había muerto de repente Peñalver, de una hemorragia cerebral. Al final de curso fui examinado y con éxito por el profesor Manuel Diéguez, el polo opuesto de Peñalver.

Entonces se publicaba en Sevilla un periódico bisemanal, con el título de El Programa, de tendencia democrática, pero de baja política local. Su director, Ramos García, abría sus columnas a los jóvenes que él creía de porvenir en las letras. Allí publiqué varias poesías y unos artículos referentes a una exploración que hice a las “Cuevas de Santiago”, situadas en el término de Cazalla de la Sierra. También colaboraba asiduamente en el mismo periódico Juan Ramón Jiménez, gran poeta y premio Nobel.

También aparecieron varios números de un periódico republicano, El Ideal, editado por Pablo Íñiguez y el estudiante Bernard, en el que colaboraba mi hermano.

Como me aburría de las fiestas de la capital y de los amigos de mi edad, hacía una vida retirada y solitaria, entregado a los placeres que me proporcionaba la amistad de los libros, la contemplación de la belleza de ciertos lugares y la admiración de los edificios artísticos, y en el fondo de todo, mi dolor para los desvalidos. Yo era un muchacho triste, como triste me parecía la sociedad de los hombres que me rodeaban.

Todas las noches pasaba un par de horas leyendo en la biblioteca de los Amigos del País, en la calle Rioja, y de día, siempre que podía, en la biblioteca Colombina de la Catedral, leyendo y soñando, cerca de aquel hermoso patio de naranjos que perfumaba de azahar el suntuoso edificio.

Como era muy grande mi afición a los libros, no dejaba de ir un día por semana al “Jueves”, una larga calle, llamada de la Feria, donde se vendían toda clase de objetos, unos en las tiendas y otros colocados en el suelo, entre ellos libros usados, la mayoría religiosos, sin mérito alguno, aunque se encontraban varios tomos de las obras de Feijoo y del Diario de las Cortes de Cádiz. Allí encontré Los Puritanos de Escocia, de Walter Scott, que me agradó mucho y que no pude encontrar con ese título en las obras completas de ese autor, en lengua inglesa. Un día tuve la sorpresa de encontrar en el “Jueves” numerosas publicaciones en francés referentes a la Revolución Francesa, entre ellas algunas firmadas por Marat. Parece ser que pertenecían a un francés que vivió algunos años en Sevilla. Pero ¡ay! en aquella ocasión no llevaba dinero y el codiciado material fue adquirido por otro.

En los años que permanecí en Sevilla, en aquella época, no observé ninguna agitación social ni política que llamase mi atención. Se conoce que el pueblo estaba distraído con sus toros y procesiones. Sin embargo, un día se anunció un mitin público en favor de los torturados de Montjuich, al que me apresuré a concurrir. Aun cuando el salón no era muy grande, estaba atestado de gente. Hablaron varios oradores, entre ellos Lerroux, quien hizo una descripción patética del prisionero Callís y de un hermano de Teresa Claramunt, y fue llamado varias veces al orden por el delegado de la autoridad. La campaña por los martirizados de Montjuich no tuvo en Sevilla el impulso que debía, y era que el fraile y el torero eclipsaban al mártir obrero.

Como había estallado una huelga de las cigarreras y se habían producido algunos disturbios en la calle, con el atropello por las autoridades de las huelguistas, compré una pistola de dos cañones, y al cargarla, falto de experiencia, se disparó el arma y me atravesó la bala la mano izquierda, herida leve que sólo hirió un grupo de músculos. Me envolví la mano herida con un pañuelo, y llevando la pistola cargada con una sola bala, salí a la calle. Al llegar a la Alameda de Hércules, un escuadrón a caballo de la guardia civil daba una carga sobre la muchedumbre desarmada, que huía dominada por el pánico. Pero yo, a pie firme, disparé contra la guardia civil el tiro que me quedaba, aumentando la confusión hasta el paroxismo. Y cuando pasó el turbión me fui a una Casa de Socorro cercana y me estuvo curando la mano herida el médico Joaquín Ruiz, que era muy conocido de mi familia.

Mi hermano había terminado sus estudios en la Escuela Normal de Maestros, y obtenida por oposición la escuela de Santiponce, donde había ido a vivir con la mujer que escogió como esposa. Yo continuaba mis estudios en el Instituto y con frecuencia iba a aquel pueblo con él, aprovechando las fiestas, porque también me interesaban los estudios arqueológicos.

Santiponce era un villorrio campesino asentado sobre una parte de las famosas ruinas de Itálica, unido a Sevilla por una carretera regular, que recorría un coche en poco más de una hora. No había más que una calle urbanizada, y varias calles sin urbanizar, cubiertas de tierra y riscos. De las ruinas se conservaba en parte el Circo Romano, aunque un ingeniero poco culto había volado con dinamita algunos muros para arreglar una carretera. Pero donde quiera que se escarbaba aparecía la vieja ciudad romana. En la calle cubierta de tierra, se descubrió un bello mosaico. Los días en que la fuerte lluvia lavaba las calles del pueblo y los campesinos no iban a sus labores, ganaban sus jornales buscando las piedrecitas finas que quedaban descubiertas por las aguas y que habrían servido para anillos y otros objetos de arte. Las vendían a cinco pesetas cada una. Mi hermano había comprado algunas, entre ellas un granate con un guerrero grabado blandiendo una lanza, y un topacio con una cabeza de dos caras, una que representaba la comedia y otra la tragedia. Un día mi hermano, ayudado por unos trabajadores sacaba un bello mosaico, y teniendo que ausentarse un momento del lugar, dejó instrucciones de cómo debían seguirse los trabajos, pero no se cumplieron y se fueron los obreros a la taberna. Entonces llegaron dos campesinos buscando tierra para unas macetas y encontraron un cántaro lleno de monedas de oro de la época romana. Como se disputasen entre ellos por el reparto del tesoro, el asunto se hizo público e intervinieron autoridades, incautándose de las monedas. Los señores que llegaron de Sevilla para hacer el inventario del tesoro encontrado, se llevaron una buena parte escondida en las mangas de la chaqueta, según nos contaron los guardias civiles que estaban presentes. El oro se había conservado muy bien, pero una barra de plata, que estaba entre las monedas fue tirada, creyéndose que era de plomo. Por indicación de mi hermano fue recogida por unos campesinos y vendida por 700 duros.

Allí había un tipo pintoresco, llamado Remolino, dueño de un terreno a la entrada del pueblo, muy rico en objetos antiguos, algunos anteriores a la época romana. Tenía un pequeño museo con los objetos encontrados, que vendía a los extranjeros que por allí pasaban. Con frecuencia se embriagaba, venía a visitarnos y nos decía tartamudeando: “En el futuro yo figuraré en la historia natural como Don Quijote”.

Se encontraba allí, con mi hermano, el doctor Pueyes, que acababa de terminar su carrera de médico y establecido en el pueblo. Fueron íntimos amigos y de la misma manera de pensar. En la casa del médico conocí por primera vez la obra del que fue mi amigo en París, Sebastián Faure, El Dolor Universal, admirada por los dos amigos. Más adelante volveré a hablar del doctor Pueyes, cuando los dos ejercíamos la medicina en Sevilla.

En una ocasión que residía en Sevilla el gran hispanista norteamericano, Archer M. Hutington, pasó algunas veces a las ruinas de Itálica, acompañado por Rodríguez Marín, y no se marchaba sin visitarnos. Estaba interesado en la compra de algunos objetos antiguos que tenía mi hermano, y los hubiera pagado muy bien, porque era muy rico, pero no eran para la venta.

También venía a visitarnos el poeta Muñoz San Román, compañero de estudios de mi hermano, que vivía en el cercano pueblo de Camas. Llegó a ocupar una cátedra de letras en la Escuela Normal de Maestros de Sevilla, y publicó algunos libros de poesías muy celebrados, sobre todo, sus madrigales, que han sido traducidos a diversas lenguas. Pero a mí la poesía suya que más me agradaba fue una que dedicó a la buena Luisa Michel.

En diferentes épocas se habían hecho excavaciones en las ruinas de Itálica y se habían encontrado muchos objetos antiguos y valiosos que pasaron a diferentes museos o fueron vendidos a los particulares, el más notable de ellos fue una gran puerta de bronce que ocupa un pequeño salón del Museo Arqueológico de Sevilla, en la que estaba grabada una disposición de un emperador prohibiendo las luchas en el circo. Si los objetos de allí llevados, se hubieran conservado en su sitio, habría sido un punto de atracción para los turistas estudiosos.

¿Qué motivó las ruinas de Itálica, la ciudad levantada sobre siete colinas como la soberbia Roma? Nadie lo sabe. Yo hice numerosas exploraciones por mi cuenta en la ciudad subterránea, penetrando por los huecos encontrados, pero todas las vías estaban obstruidas a mi paso por los escombros acumulados. ¿Habría sido un espantoso terremoto la causa de la destrucción de la ciudad romana? No hay pruebas evidentes de un cataclismo de esa naturaleza, pero sí las hay de los asaltos de feroces guerreros que llenaron los pozos con los restos de bellas estatuas hechas pedazos…

Pero quedó algo que será eterno, la canción a las ruinas de Itálica, de Rodrigo Caro, una de las mejores poesías de la lengua castellana:

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa…

A corta distancia de Santiponce se alza arrogante el convento medieval de San Isidoro del Campo, donde parece que surgieron los primeros religiosos protestantes en España. Allí se conserva un magnífico nacimiento, tallado en madera, del célebre escultor Alonso Cano, pero la Noche Buena, lo cubría con un lienzo el zafio del cura, para colocar en su lugar unos muñequitos de barro que él hacía. Parece que un cráneo que se mostraba a los turistas perteneció a la mujer de Guzmán el Bueno, el famoso defensor de Tarifa.

Mis lecturas favoritas en la niñez fueron las que se referían a la lucha heroica de los hombres por romper las cadenas que les oprimían y recobrar su libertad. Apenas si sabía deletrear y ya leía con emoción un libro que me conmovía profundamente: La redención del esclavo, de Emilio Castelar.

Las luchas de Cuba no me eran desconocidas y veneraba en mi corazón a los mártires de aquella causa. La plegaria, de Concepción Valdés (Plácido), que recitaba su autor, camino del suplicio, me la había aprendido de memoria y la repetía en toda ocasión. Algunos años más tarde, en Filipinas, otra víctima de la maldad oficial española, el doctor Rizal, al ser fusilado repetía otra poesía análoga a la de Plácido. Otro de los mártires de la libertad cubana, que intensamente admiraba, era el dulce poeta Juan Clemente Zenea, también fusilado, autor de la bella poesía Las Tres Novias del Poeta (la mañana, la tarde y la noche), cuyas estrofas no he olvidado.

Pero de todas las barbaridades que allí se cometieron, la que me indignaba hasta la exasperación, fue el fusilamiento de los estudiantes de medicina en La Habana, culpados de haber profanado la tumba de un periodista peninsular. Reclamaron tan cruel castigo los militares y residentes españoles en La Habana, que se creían ultrajados en su dignidad; cuando ellos no eran más que unos miserables, ladrones y asesinos.

La última guerra por la independencia de Cuba comenzó el 25 de febrero de 1895, dándose el grito de libertad en Baire. Tendría yo entonces 16 años. Desde el primer momento acogí con el mayor entusiasmo la insurrección cubana, y en ella puse mi corazón. Me encontraba en Sevilla, y lo primero que hacía todas las mañanas al levantarme era un largo recorrido, desde un extremo de la población en que vivía a la calle Sierpes, donde en la puerta de una librería, que creo era de Fernando Fes, se ponía un cartelito al público con las noticias de mayor interés. Pero lo que a mí me interesaba era lo referente a la insurrección cubana. Aquel movimiento libertador, según la información oficial, era promovido por bandidos de la peor especie, que tomaban por pretexto la liberación de Cuba. Claro está que las noticias que allí se estampaban eran todas favorables a la mala causa española. Un encuentro en la manigua, un tiroteo, huida de los bandidos con muchas bajas, y la muerte de algunos caballos por nuestra parte. Eso era todo. Pero yo sabía a qué atenerme, y desde el primer momento predije la derrota española, porque no creía que pudiera triunfar la injusticia.

Pronto comenzaron a sonar los nombres de los más distinguidos caudillos de la insurrección cubana: Martí, Maceo, Máximo Gómez y otros muchos, sin olvidar a los combatientes anónimos, dignos del mayor respeto. El 21 de mayo de 1895 murió en combate José Martí. Éste fue un día de júbilo para los imbéciles y de dolor para mí; y desde entonces he recordado con veneración la figura de aquel hombre extraordinario. El 7 de diciembre de 1896 murió otro gran libertador: Antonio Maceo. Aquel día me encontraba en Guadalcanal, donde se desbordó el entusiasmo popular y hubo grandes fiestas. Ni que decir tiene que fui una nota discordante y me puse enfrente de todos, que me miraban con extrañeza. Ya se decía por allí que yo era anarquista, lo que explicaba mi actitud.

La guerra en Cuba se fue complicando y ya no se ocultaba a nadie su gravedad. Se llamaron las quintas con anticipación y yo hacía una propaganda activa a favor de los cubanos, aconsejando a los reclutas que se pasaran a las filas de los insurrectos cuando llegasen a Cuba, porque aquéllos defendían una causa justa.

A la satisfacción por los sucesos de Cuba se unió mi alegría por la insurrección de Filipinas. Había llegado la hora de ajustar las cuentas a los frailes.

El 8 de agosto de 1897, un anarquista italiano, llamado Miguel Angiolillo, que tuvo noticias en Londres de los martirios a que estuvieran sometidos los anarquistas en el Castillo de Montjuich, mató a uno de los mayores malvados de la política española: Cánovas del Castillo. Entonces me encontraba en Sevilla y con frecuencia se oía decir a la gente: “Todos los días debería de caer uno de esos peces gordos”. Yo no pude conocer a Angiolillo, pero años después sí conocí a la persona que le regaló la pistola con que ejecutó al monstruo político.

Una noche surgió en Sevilla una manifestación popular y la muchedumbre atacó el Consulado de los Estados Unidos, arrancó el escudo y la bandera y, hechos pedazos, se arrojaron a una fuente que había en la Plaza de la Magdalena. Mi activa participación en aquellos sucesos no fue patriótica, todo lo contrario, pues yo esperaba la declaración de guerra entre los dos países y que los americanos dieran a los españoles la paliza que merecían. Como entonces había leído el libro París en América, de Laboulaye, sentía por los Estados Unidos la mayor simpatía, que ahora he perdido por completo.

En 1898 terminé en Sevilla mis estudios del grado de bachiller, y me hice el propósito de marcharme a Cádiz, atraído por sus luchas en defensa de la libertad, y sobre todo, con la intención de relacionarme con Fermín Salvochea, el batallador anarquista.

CÁDIZ

Como dejo dicho, en junio de 1898 terminé en Sevilla mis estudios, y en septiembre del mismo año me matriculé en Cádiz en el curso de Ampliación de Ciencias de la carrera de medicina. Conmigo iba un amigo de Guadalcanal, Isidro Arriva, para hacer los mismos estudios.

Yo tenía una costumbre muy extraña en aquella época, que se prolongó casi toda mi vida, y era que cuando llegaba a una capital, lo hacía de noche, y luego vagaba por la ciudad hasta el amanecer, buscando impresiones nocturnas. El nacer del nuevo día y el bullicio creciente de la gente en las calles tenía para mí mucho atractivo.

Así que cuando llegué una noche a Cádiz, acompañado de mi amigo, estuvimos recorriendo la ciudad y contemplando el mar, que no conocíamos, desde las murallas. Cansados de ir de un lado para otro, sin rumbo fijo, y rendidos por el sueño, decidimos dormir uno y velar el otro, alternándonos. Entonces llegamos a una plaza, cubierta de hermosos árboles, llamada Fragela, y allí decidimos pasar el resto de la noche. Isidro se acostó sobre un banco y a poco se quedó dormido. Yo resistí algún tiempo, pero pronto abandoné mi misión de vigilante y me acosté también en otro banco, colocando la mano sobre el pecho, donde llevaba algún dinero.

La del alba sería, cuando alguien nos movió suavemente y entonces nos despertamos. Ante nosotros se encontraba el que nos había llamado tan temprano. Era un hombre de unos 40 años de edad, alto, delgado, huesudo y vestido de guardia municipal. Se reía a carcajadas de la ocurrencia que tuvimos de tomar como dormitorio una plaza pública. Nos levantamos y nos pusimos a platicar con aquel hombre, que desde el primer momento se ganó nuestra simpatía. Informado de quiénes éramos y del objeto que nos había llevado a Cádiz, nos dijo, que en una calle cercana, llamada Jesús de Nazaret, vivía una hermana suya viuda, de nombre Isabel, que tenía una casa de huéspedes para estudiantes, donde seríamos bien asistidos y encontraríamos otros escolares parecidos. Y contentos de aquel encuentro inesperado, allí dirigimos nuestros pasos, después de dar las gracias y estrechar la mano de aquel hombre.

La señora Isabel, a la que fuimos a visitar en nombre de su hermano Jacinto, nos recibió amablemente y nos brindó su casa para residir. Vivía en un reducido segundo piso con balcones a la calle. Isabel era una buena mujer de aspecto muy modesto, como de 35 años de edad, viuda y con dos hijas jóvenes, una de 20 años y otra de 12 años. Además vivía allí un músico viudo llamado Caro, cuñado de Isabel, con dos niños de 6 y 8 años de edad. Y dos estudiantes de medicina, como huéspedes, Benítez y Villamor, en una habitación a la calle. En otra habitación me coloqué yo con mi amigo.

Entre aquella gente reinaba el respeto y la armonía más completa y sobre todo el buen humor.

Recuerdo que una mañana, Jacinto, el guardia municipal, que tenía como norma huir de aquellos lugares en que había disputas, no encontraba el borlón rojo que llevaba sobre el quepis, y para pasar revista lo sustituyó por un rabanito rojo que encontró en la cocina…

Han pasado muchos años y recuerdo con cariño todo aquel personal.

Enfrente de la casa de Isabel había un teatro de barrio que era divertido en extremo, como no he visto igual. Allí podían intervenir los espectadores de buen humor y sus interrupciones eran muy ocurrentes y a veces valían más que la obra representada.

A poco de haber comenzado el curso escolar se me presentó un problema espinoso que tuve que resolver de acuerdo con mi ideal anarquista. Me refiero a la infame costumbre de la novatada, en la que se maltrataba y humillaba a los estudiantes recién llegados, en vez de ser recibidos con una fiesta de fraternidad humana. En la casa de huéspedes que yo me encontraba, el estudiante Villamor me contaba que en la novatada había sido desnudado por completo, pintado de negro, disfrazado de obispo, y otras barbaridades por el estilo. Aquellos atropellos duraron dos o tres días, en los que sufrieron humillaciones él y los otros. Hacía dos años que aquello había ocurrido, y cuando lo refería la amargura aparecía en su semblante y las lágrimas en sus ojos.

—Eso no volverá a repetirse, al menos mientras yo esté aquí —le dije con energía. Y entonces me miró atento y la alegría reapareció en su rostro.

Un día, al salir de clase, nos encontramos bloqueados en el corredor de un patio que daba a la calle por una muralla de alumnos de los restantes cursos de medicina, un millar por lo menos, que gritaban y hacían gestos como salvajes, dispuestos a divertirse con nosotros. Pero cuál no sería su sorpresa, cuando esta vez los que iban a ser burlados y sometidos como borregos, se irguieron, como hombres dignos, empuñando una arma corta en la mano, ante lo cual se doblegaron y abrieron sus filas los cobardes para dejarnos pasar.

Y para no encontrarnos otra vez entrillados en un corto espacio por un número mucho mayor de estudiantes que deseaban atropellarnos, nos declaramos en huelga y nos estacionamos delante de la Facultad de Medicina, desafiando a los otros que vinieron a buscarnos. Como la huelga se prolongara, el Rector de la Facultad, Rubio y Díaz, un anciano, catedrático de Física Médica, muy exigente con sus discípulos, nos invitó a que nombráramos una delegación que recibiría para solucionar tan enojoso asunto. Por cierto, que yo sólo fui nombrado en representación de nuestro grupo para asistir a la invitación del Rector.

En la entrevista que tuvimos, Rubio y Díaz me propuso, con voz apagada y vacilante, que declináramos nuestra actitud intransigente y aceptáramos la novatada por ser una costumbre muy antigua. Mi contestación fue tan rápida y enérgica, diciéndole que con su filosofía de la antigüedad, no hubiéramos todavía salido de las cavernas, se quedó con la boca abierta y confesó que yo tenía razón. Y es que pensaba lo mismo, pero no había tenido valor para decirlo y menos para ejecutarlo.

Y se dio por terminada la huelga, y volvimos a clases y se terminaron, en lo sucesivo, las novatadas. Y yo quedé muy amigo de Rubio y Díaz, y fui el único alumno a quien aquel año le dio sobresaliente en la asignatura, no como un favor especial, sino por merecido.

Cádiz es una bella ciudad y sus habitantes muy amables y de ideas libres. Es conocida por sus luchas por la libertad y en ella se proclamó la Constitución de 1812, influida por las corrientes de la Revolución Francesa. Allí quedó abolida la Inquisición en España, que tantos millares de víctimas causó, y que en esta época han resucitado Franco y sus secuaces.

Desde el primer momento de mi llegada me puse a estudiar aquellos acontecimientos, que tanto interés habían despertado en mí.

De la primera época de la lucha por la libertad, la que llamó Toreno Guerra y Revolución en España, no quedé satisfecho. Aquellos hombres de las Cortes de Cádiz no estuvieron a la altura de las grandes revoluciones y de lo que las circunstancias exigían en aquel momento supremo. Eran hombres tímidos y acomodaticios, y habían olvidado la frase de Dantón que tiene esculpida en el pedestal que le levantaron en París los franceses: “Pour vaincre les ennemies de la patrie, il faut de l’audace, encore de l’audace, toujours de l’audace”. Es decir, audacia, audacia y siempre audacia. No parece sino que consideraban el liberalismo como un pecado. Ellos no fueron revolucionarios ni innovadores peligrosos, y no pretendían nada que no estuviera consagrado en la vieja legislación española. Eran liberales, pero católicos y monárquicos al mismo tiempo. Proclamaban la libertad de imprenta, pero sometida a la censura ordinaria toda materia religiosa. Afirmaban la soberanía nacional, pero reservaban en el trono a Fernando VII, el rey-hiena, como le llamó Víctor Hugo. Proclamaban la libertad de opinión y de discusión, pero, a su vez, declararon que la religión católica, apostólica y romana sería en perpetuidad de los españoles…

Y cuando volvió Fernando VII acabó con aquellos hombres irresolutos y con la obra emprendida de liberar a España, y unos fueron a la cárcel y otros al destierro.

¡Cómo se reirían de ellos los representantes retrógrados sentados en los mismos bancos de aquellas Cortes!

“Cuando una revolución es tímida —decía José María Orense—, y no se atreve a tomar el primer día una medida por radical que sea, se necesita otra revolución para proclamarla”.

Para presenciar en Cádiz una lucha revolucionaria que esté a la altura que debe, hay que remontarse hasta Fermín Salvochea, el héroe anarquista. Entonces la lucha no reconocía al Estado, la propiedad y la religión. Ni pactaba con el enemigo, porque cuando Castelar, desde la Presidencia de la República, puso un telegrama a Salvochea para que se respetase el último convento que quedaba en pie, lo primero que dispuso Fermín al leerlo, fue que inmediatamente se destruyera aquel edificio.

Desde mi llegada a Cádiz, pude observar la popularidad de que gozaba Fermín Salvochea y lo querido que era por los gaditanos. Al anunciar un día que llegaba a Cádiz, cumplida su injusta condena en el presidio, una inmensa muchedumbre se congregó en la estación del ferrocarril y sus alrededores. Una manifestación, en la que participaban todas las clases sociales, lo acompañó a su casa. A causa de las persecuciones desencadenadas por el más leve motivo, la gente estaba retraída y no se oía más que algún grito de “viva la libertad”, de cuando en cuando lanzado, pero yo me despaché a mi gusto y mis gritos fueron de “viva la anarquía”, repetidos con frecuencia. Por cierto que entre la muchedumbre causó extrañeza que un sujeto con porte de estudiante, fuera el que gritase más fuerte. Una vez en su domicilio, Salvochea salió al balcón seguido de su buena madre, que se secaba las lágrimas de los ojos.

Salvochea fue parco en palabras, y pródigo en hechos heroicos y desinteresados. Sólo dijo estas palabras dirigiéndose a la muchedumbre: “Compañeros: yo soy siempre el mismo ¡Viva el comunismo y lo que ustedes saben!”

Y la gente contestó enardecida y se retiró dispuesta para las luchas futuras.

Por entonces finalizaba la desdichada guerra de Cuba y Filipinas, con la derrota militar de España y el triunfo de los Estados Unidos. Y comenzaron a llegar a Cádiz barcos de Cuba cargados de soldados repatriados, en una situación tan horrible que muchos de ellos eran llevados en camillas y en ambulancias a los edificios destinados para albergarlos, y los que podían ir por su propio pie, parecían verdaderos cadáveres movidos por un resorte. La gente se agolpaba en el muelle para contemplar aquellos cuadros de horror, y unos lloraban y otros maldecían a los culpables.

Como se corriera la voz que los barcos de guerra americanos se acercarían a nuestras costas para sublevar al pueblo español y ayudar a derrocar la monarquía, pasé muchas noches en vela esperándolos aparecer, pero nunca llegaron. Aquella amenaza sólo sirvió para que el gobierno español cediera a los vencedores en todas sus pretensiones y se salvara la monarquía, aunque el pueblo siguiera en el fango.

Conseguido su objeto por los Estados Unidos, no hizo acto de presencia en la costa de Cádiz y se olvidó del pueblo español, y cuando volvió, muchos años después, fue para prestar ayuda a Franco y remachar las cadenas que esclavizan a los españoles.

Al finalizar el curso que estudiaba en Cádiz, de la ampliación de la carrera de medicina, obtuve las mejores notas en los exámenes y fui considerado como el mejor estudiante de aquel año. Sin embargo, el resultado práctico, fue de poco provecho o ninguno, porque algunos años después, continuando en Londres mis estudios, tuve que volver a estudiar de una manera práctica lo que no había aprendido de rutina en Cádiz.

El año a que me refiero comprendía las asignaturas de Física, Química Orgánica e Historia Natural, esta última dividida en dos partes. Además un curso breve de lengua alemana. Los profesores de Física e Historia Natural no faltaron un solo día de dar clases y de tomar las lecciones a los estudiantes, pero no se hacía ningún trabajo práctico ni se presentaba ninguna pieza que pudiera ilustrar la lección. En cuanto a la Química Orgánica, que tanto me interesaba por lo útil que podía ser a un verdadero revolucionario, puede decirse que no se estudió. El profesor de dicha asignatura no se presentó a clase más que la primera semana, pero después no apareció en todo el curso, así que al final se limitó a firmar las papeletas de exámenes de los estudiantes, como aprobados, sin examinarlos. El profesor de lengua alemana era un comerciante, parecido en cuerpo y espíritu a Sancho Panza, que sabía poco de la materia y enseñaba menos. Su examen se limitó a traducir algunas frases al castellano, que tenía yo traducidas al margen del alemán en el libro de texto, y que sirvió para que se examinasen todos los alumnos.

Entonces me propuse no seguir estudiando en Cádiz y dirigirme a Madrid, donde además de poder estudiar en otras condiciones más aceptables, me encontraría con Fermín Salvochea para renovar la lucha por nuestros ideales

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