Los descubridores españoles del Pacifico y las mujeres indígenas

« Nos convidaron con algunas mujeres… »

Por la Dra. Annie Baert, hispanista, profesora de español y especialista en Estudios Ibéricos en la Universidad de la Polinesia francesa, en Tahití.

Hace unos meses se ha publicado en este país un novedoso e interesante libro, escrito por el profesor Serge Tcherkézoff[1], de las Universidades de Canberra (Australia) y de Provence (Francia), que examina los primeros contactos entre los viajeros europeos (en este caso, ingleses y franceses) y las mujeres tahitianas, a finales del siglo XVIII.

Wallis fue el primero en llegar a Tahití, en 1767, seguido por Bougainville en 1768 y Cook en 1769: los tres quedaron deslumbrados por lo «descubierto[2] », como lo atestiguan sus relatos y diarios, que crearon el mito del amor libre, del amor liberado de los tabúes occidentales, y de la mujer polinésica acogedora, que se ofrecía desnuda al forastero, cohibido ante tal ausencia de lo que él llamaba «pudor femenino».

La tesis de Tcherkézoff es que, como en otros muchos casos, los extranjeros no entendieron lo que vieron, que sus prejuicios los llevaron a equivocarse totalmente, y que, en realidad, como lo dice el título del libro, aquellas mujeres eran en realidad jóvenes vírgenes («jeunes filles»), que no se ofrecían sino que eran ofrecidas por sus padres y/o los jefes de su clan, y muy a pesar suyo, por lo que llegaban llorando («en pleurs») al sacrificio.

Efectivamente las citas que el autor saca de fuentes auténticas no dejan lugar a dudas, y el lector se pregunta cómo es posible que nadie lo viera así antes, concluyendo que será por la fuerza de dichos prejuicios, que muchas veces ciegan, hasta a los mejores investigadores. Le parece ahora evidente que aquellas muchachas, teniendo a su alrededor a tantos hermosos y gallardos hombres, poco podían desear sexualmente a unos marineros que habían estado navegando por varios meses, que tenían la cara más bien rojiza -por eso los tahitianos los llamaron popa’a, que significa en su lengua «piel quemada»-, cuya estatura no podía compararse con la de sus compañeros -a los que los europeos describieron muchas veces como «gigantes»-, y que, si consideramos las nociones de higiene de la época y las rústicas condiciones de viaje, debían de despedir un olor algo desagradable. Pero todo ello no impidió que los recién llegados, quizás seguros de su poder de seducción personal, interpretaran las escenas a las que asistieron como espontáneas invitaciones a hacer el amor -el joven Fesche, compañero de Bougainville, de 23 años, escribió que las mujeres estaban «ansiosas de dar[les] placer»[3]– lo que vieron como un «placer inocente al que la naturaleza, nuestra soberana, a todos nos invita», según dijo también un personaje de Diderot[4]. Lo curioso es que dichas ofertas se hacían en público, nada más llegar los navegantes a la playa o a casa de algún cacique. Podemos suponer que, a pesar de sus rígidos principios morales, muchos de ellos las habrían aceptado gustosos si hubieran podido disponer de alguna intimidad, más conforme con sus costumbres, pero, por motivos de pudor o por incapacidad «psicosomática» que muy bien explican tales circunstancias, muchos se vieron obligados a desistir de ellas.

Tcherkézoff explica que en realidad se trataba de otra cosa. Según lo expuso más detenidamente en un libro anterior[5], considera que los polinésicos, para quienes no existía barrera entre lo humano y lo divino, al ver por primera vez a los europeos, pensaron que eran unas potencias sobrehumanas, representantes de cierto «más allá», unos seres a los que habrían mandado los dioses, venidos de los cielos divinos pero bajo forma humana, con los que era necesario procrear, dado el carácter sagrado que revestía entre ellos la reproducción. Examinando los contactos ocurridos a finales del llamado siglo de las Luces, establece una clara relación intelectual y filosófica entre dichas Luces y la equivocación de sus representantes enviados al Pacífico, y explica que, por tanto, el famoso mito nació entre los franceses y los ingleses, experimentando aquéllos admiración por una actitud supuestamente «natural» que la sociedad occidental habría olvidado, y sintiendo éstos reprobación puritana frente a tanta «lubricidad» y «lujuria». Demuestra luego que, si esta fábula fue menos patente en el siglo XIX, volvió a cobrar vigor en el XX, gracias a la emergencia en EE LTtJ de una «vanguardia libertaria» que sacudió el puritanismo victoriano celebrando los pueblos polinésicos que supieron conservar una concepción «natural» de la sexualidad y pregonando la vuelta a dichas costumbres «naturales», con Margaret Mead por ejemplo: la etnografía y la antropología no sólo confirmaron el mito, sino que le dieron caución científica. Y concluye lamentando que esta gran fantasía occidental, que se concretó en tan sólo ocho años, entre 1767 y 1775, haya tenido muchos seguidores y haya seguido rigiendo tan ilustrados espíritus, como se observa en numerosos trabajos universitarios de las últimas décadas: Goldman (1970), Levy (1973), Oliver (1974), Campbell (1989), Claessen (1997), etc.

Los navegantes europeos no ignoraban que los tahitianos veían a hombres blancos por primera vez y no dejaron de notar la fuerte impresión que causaban en ellos, pero sólo la atribuyeron a sus objetos -barcos, herramientas, vestidos, armas de fuego, etc. En ningún momento se les ocurrió que podían ser vistos como seres sobrehumanos o enviados por los dioses- ¿qué no se habría dicho de su tradicional presunción y arrogancia si tal hubiera sido el caso? Teniendo una «mirada universalista sobre el género humano», no pudieron imaginar que los tahitianos los veían como otra cosa que como hombres y consideraron que para ellos sólo eran meros viajeros de paso, a quienes trataban por lo tanto como huéspedes de alto rango, y apreciaron su «hospitalidad», que es como interpretaron la oferta de muchachas. En realidad, explica Tcherkézoff, lo vieron todo a través del prisma de su concepción de lo femenino, según la que la mujer no es más que instinto y deseo de ofrecerse al hombre, influenciados por la Antigüedad, como lo revelan los nombres latinos y griegos que dieron a las tahitianas y su entusiasmo por el «Buen Salvaje», para quien el acto sexual seguía siendo natural, tal y como lo era en el momento de la creación divina, tiempo de la perfección humana.

Que yo sepa, es la primera vez que se contemplan los contactos entre europeos y polinésicos bajo este concepto. Ahora bien, este estudio sólo examina los que ocurrieron en un lugar, Tahití, y en una época, finales del siglo XVIII, cuando todos sabemos que éstos no fueron los primeros encuentros entre europeos e indígenas del Pacífico, por lo que cabe preguntarse cómo fueron recibidos sus predecesores españoles, pioneros en la exploración del Pacífico.

Después de que en 1564 Fray Andrés de Urdaneta hallara el «tornaviaje», que permitió a un barco regresar con una razonable certidumbre a su punto de partida, son tres los viajes que tuvieron lugar en los siglos XVI y XVII, entre 1567 y 1606, bajo el mando de Álvaro de Mendaña los dos primeros, y de Pedro Fernández de Quirós (que fue piloto mayor del segundo) el tercero. Procedentes del Perú, vieron el descubrimiento de varios archipiélagos -en 1568, las Islas de Salomón (que han conservado este nombre), en 1595 las Islas Marquesas (en la actual Polinesia francesa) y la de Santa Cruz (al sureste de las Salomón) y, en 1606, las Tuamotú (Polinesia francesa), Cook del norte y Vanuatu (antiguamente llamadas Nuevas Hébridas)-, y dejaron en los mapas del llamado «gran océano» numerosos topónimos hispánicos. Los documentos de los que disponemos para su conocimiento son principalmente los relatos y/o memoriales de los propios Mendaña y Quirós, además de los que dejaron algunos de sus compañeros de viaje, religiosos o funcionarios, y de las tradicionales «informaciones de méritos y servicios» que hicieron varias personas.

En este estudio me limitaré a lo ocurrido en el primer viaje, el de 1567-1569, doscientos años justos antes de los que evoca Tcherkézoff, en las islas de Salomón, donde se produjeron cuatro «ofertas de mujeres». Veamos a continuación cómo las cuentan el escribano mayor y factor de la armada, Gómez Hernández Catoira, el jefe de la expedición, Mendaña, y el « cosmógrafo » Pedro Sarmiento de Gamboa :

1 – La primera escena fue el 12 ó 13 de febrero de 1568, cuando los españoles acababan de llegar a la isla que llamaron Santa Isabel, y Mendaña envió a varios hombres -su maese de campo, Pedro de Ortega Valencia, su alférez general don Hernando Enríquez y el capitán Pedro Sarmiento de Gamboa, con 20 soldados- al pueblo del cacique Bile, del que temía algún ataque. Tenemos tres versiones.

1-1. Catoira :

«… convidaron a los nuestros con algunas mujeres y como dellas hiciesen asco y escupiesen dellas por darles a entender que no se las habían de tomar, se admiraban y más de que no las trajésemos ; y como algunos de los nuestros se apartaban para orinar, ellas se iban tras ellos para ver qué y con qué, y hubo una que vino a tomar de la falda a un soldado por verlo ; y como los soldados se excusasen, se subió un indio escondidamente encima de un árbol donde algunos se apartaban a orinar para les ver sus vergüenzas, que no sabían qué juzgar de nosotros»[6].

1-2. Mendaña :

«… convidaron a los nuestros con algunas mujeres y como hiciesen asco y escupiesen de ellas, por darles a entender que no se las habían de tomar, se admiraban y más de que no las trujésemos. Y como algunos de los nuestros se apartasen a orinar, ellas se iban tras ellos para ver con qué y hubo una que se llegó a tomar de la falda del sayo a un soldado por verlo. Y como los nuestros se excusasen, se subió un indio escondidamente encima de un árbol donde algunos se apartaban a orinar para verles sus vergënzas, que no sabían qué juzgar de nosotros»[7].

1-3. Sarmiento :

«… vinieron a vernos sus hijos y mujeres y nos convidaron con ellas y nosotros hicímosle señas que no las queríamos y escupíamos del convite, de que ellos quedaron muy admirados y mirábanse unos a otros como quien imagina que no debíamos de ser hombres; y esto entendimos porque vimos algunos de ellos que andaban muy solícitos por ver si teníamos sexo de hombres, a que ellos llaman maña y a la mujer gase»[8]

De estos tres relatos, sólo uno (el 1-3) fue escrito por un testigo, mientras que los dos precedentes (1-1 y 1-2) son de dos personas, Catoira y Mendaña, que se quedaron a bordo de los navíos y por consiguiente sólo refieren aquí el informe que debió de hacerles el maese de campo al regresar a bordo, y/o lo que contaron algunos de los expedicionarios, con iguales detalles escabrosos sobre las averiguaciones físicas llevadas a cabo por los hombres y las mujeres salomonenses, que los dos transcriben de la misma manera, casi palabra por palabra.

El relato de Sarmiento es más escueto, y no da ejemplos concretos de dichas averiguaciones, aunque le permitieron apuntar ejemplos del vocabulario indígena: «hombre» se dice maña, y «mujer» gase –observación confirmada por Mendaña, en otra parte de su Relación[9].

2 – La segunda escena pasó en la misma isla, pocos días más tarde, el 14 ó 15 de febrero, pero a bordo de los navíos, anclados en la Bahía de la Estrella. Tenemos dos versiones :

2-1. Catoira :

«… vinieron a bordo de los navíos cuatro canaluchos de indios en los cuales traían tres mujeres; y como veían que no traíamos ninguna, nos pensaron tentar con ellas, diciéndonos si queríamos comprárselas. Dímosles a entender por señas que no las queríamos, que se las tornasen a llevar, y así se fueron luego.»[10].

2-2. Mendaña :

«… vinieron a bordo de los navíos cuatro canaluchos en los cuales traían tres mujeres y, como habían visto que no traíamos ninguna, nos pensaban tentar con ellas, diciendo si queríamos comprárselas. Yo les di a entender por señas que no, y que no las podían vender, que se las tornasen a llevar»[11].

Esta vez, los autores han presenciado los hechos que relatan y, como en 1-1 y 1­2, utilizan casi las mismas palabras.

3 – La tercera escena fue el 13 de marzo, en la misma isla, en tierra. Sólo tenemos una versión:

3-1. Catoira :

«Vinieron [a los navíos] dos canaluchos y trajeron cocos […]. [dejaron a un indio en el navío], y pidieron al señor General un soldado para lo llevar a su señor, y […] un mozo de un soldado que se decía Trejo se metió en un canalucho […) y el señor General lo dejó ir, aunque porfiando que no fuese ; […] y el mozo estuvo en el asiento de Bile este día y la noche. [Cuando regresó al navío a la mañana siguiente], el señor General le preguntó qué tratamiento le habían hecho. Dijo que si llegara a casa de su padre no se le podían hacer mejor que ellos. […] Le enseñaban todas sus mujeres y le preguntaban si quería alguna de ellas y como les dijo que no y escupió de ellas se admiraron y le enseñaron cómo había de usar con ellas y a todo les dijo que no y que volvía el rostro por no las mirar…»[12].

Se trata de una anécdota diferente, en la que interviene un solo español, sin otros testigos que los súbditos y familiares del cacique Bile. Es atrevido (se va solo al pueblo indígena – aunque quedó un «rehén» a bordo), es joven («un mozo») y quizás por ello se muestra muy pudoroso (dice que «volvía el rostro») a la hora de contar su vivencia a sus compañeros.

Mendaña no refiere esta anécdota en su Breve Relación y, en la que dirigió al gobernador del Perú faltan varios folios, precisamente los que corresponden a los días comprendidos entre el 16 de febrero y el 18 de marzo. Es posible que dicha omisión se deba en parte a que los soldados protestaron y murmuraron, diciendo que «no había tenido razón de dejar ir el mozo», según escribió Catoira.

4 – La cuarta escena pasó el 11 de julio, en otra isla, Santa Ana, que descubrieron los hombres del bergantín Santiago.

Con este barco pequeño, se hicieron tres expediciones de exploración sistemática del archipiélago, en las que participaron 30 hombres, al mando del piloto mayor, Hernán Gallego y un capitán de soldados – Pedro de Ortega, maese de campo, en la primera, don Hernando Enríquez, alférez general, en la segunda, y el capitán Francisco Muñoz Rico en la tercera[13].

En la primera, del 7 de abril al 5 de mayo, descubrieron Malaita y Guadalcanal, amén de varias islas más pequeñas; en la segunda, del 19 de mayo al 6 de junio, San Cristóbal, mientras que en la tercera, del 6 al 14 de julio, se vieron dos islas pequeñas, Santa Catalina y Santa Ana, donde tuvo lugar la escena que relata Catoira. También sólo tenemos una versión:

4-1. Catoira :

«… procuraban con grande instancia que saltasen los nuestros en tierra, diciendo que les darían puercos, a que ellos llaman apos, y también les darían mujeres, enseñándoles como habían de usar con ellas; y como les hiciesen señas que no las querían y escupiesen de ellas, se admiraban y miraban unos a otros …[14].

Se trata de un relato de segunda mano, puesto que Catoira no formó parte de la tripulación del bergantín, y refiere lo que contó Francisco Muñoz Rico al regresar a bordo.

Hernán Gallego que, estando en el bergantín, seguramente presenció esta escena, no la cuenta en ninguna de sus relaciones, quizás porque no entraba en sus preocupaciones de piloto mayor.

Estas cuatro escenas presentan varios puntos comunes, no ofrecen ninguna contradicción, y sugieren varios comentarios.

1. En cada caso, la oferta de mujeres es indudable: para las escenas 1 y 2, tenemos declaraciones concordantes de varios testigos y/o actores. Se podrían, quizás, poner en tela de juicio el testimonio del joven (3-1) y el relato referido por Catoira (4-1), de los que sólo tenemos una versión, y pensar que era posible que se hubieran equivocado al interpretar palabras de un idioma desconocido, pero les dan crédito las anécdotas precedentes y el detalle recurrente de que «le enseñaron cómo había de usar con ellas».

Los relatos concuerdan en subrayar que a los indígenas les «admiró» que los españoles no trajesen ninguna mujer a bordo de sus navíos (1-1, 1-2, 2-1, 2-2), asombro que a su vez sorprendió a los forasteros, para quienes lo normal era que en ninguna jornada de descubrimiento se contemplara una participación femenina. Pero los salomonenses no pudieron intuir de qué tipo de viaje -o de viajeros- se trataba, y concluyeron de dicha ausencia que sus huéspedes no sabían qué era una mujer ni qué había que hacer con ella, por lo que se lo «enseñaron» (3-1 y 4-1).

2. Se mostraron muy perplejos frente a los navegantes, haciéndose preguntas sobre su identidad o su naturaleza:

«no sabían qué juzgar de nosotros» (1-1 y 1-2)

«como quien se imagina que no debíamos de ser hombres» (1-3)

 «se miraban unos a otros» (4-1).

Las palabras de los relatos revelan que los españoles sí fueron conscientes de la sorpresa pero no de la interrogación y que, para ellos, era una eventualidad impensable que alguien los viera como otra cosa que meros hombres que hacen una escala en el curso de su viaje: «como quien se imagina…» contiene una comparación, y no una explicación del extraño comportamiento de los indios.

El que, como lo escribe Tcherkézoff, vieran a los visitantes como enviados de potencias sobrehumanas no impidió que se interrogaran (tenemos cuatro ejemplos de su interrogación) sobre la naturaleza de estas potencias que, por definición, nunca vieron antes. Lo confirman sus tentativas de averiguaciones fisiológicas :

«se iban tras ellos para ver qué y con qué [orinaban]» (1-1 y 1-2),

«para verles sus vergénzas» (1-1 y 1-2),

«ver si teníamos sexo de hombres» (1-3),

en las que es particularmente interesante el uso sistemático del verbo «ver». Fueron además tentativas muy atrevidas:

«[una mujer] levantó el sayo de un soldado» (1-1 y 1-2),

«[un hombre] se subió encima de un árbol» (1-2).

Hasta se interrogaron sobre la naturaleza de la orina de los españoles: puesto que no eran «hombres» como ellos, quizás expelieran otra cosa que ellos.

3. Si en cada caso los navegantes rehusaron el obsequio, sólo los actores de la segunda escena lo hicieron sencillamente :

«dímosles a entender que no las queríamos» (2-1)

pero, en las otras tres, la negación fue al parecer despreciativa:

«como dellas hiciesen asco y escupiesen dellas» (1-1, 1-2),

«escupíamos del convite»

«escupió de ellas» (3-1).

«como […] escupiesen de ellas» (4-1).

Lo que choca al lector es este empleo sistemático del verbo «escupir», que traduce un acto repugnante y de muy mala educación frente a un convite, sea cual sea: según la Real Academia, su primer sentido es «arrojar saliva por la boca» y el segundo es «echar de sí con desprecio una cosa, teniéndola por vil o sucia», mientras que Sebastián Covarrubias escribe que «la cosa que tenemos por vil y sucia la escupimos […]. Escupir uno a otro en la cara es notable afrenta». ¿Cómo interpretarían los salomonenses tal muestra de desprecio? ¿Se sintieron afrentados por aquellas potencias sobrehumanas?

Comprendemos así que a los navegantes les indignó profundamente no sólo la curiosidad de los indios sino la mera oferta de mujeres, como lo revelan estas citas:

«nos pensaron tentar con ellas, diciéndonos si queríamos comprárselas » (2-1, 2-2)

«yo les di a entender […] que no las podían vender» (2-2).

El verbo «tentar» sugiere dos comentarios. Por una parte, y teniendo en cuenta el estado permanente de miedo en que vivían, es posible que los españoles vieran esta oferta como una tentativa de engañarlos, de aprovecharse de una supuesta debilidad para hacerlos después caer en una trampa y apoderarse de ellos -miedo que resultó fundado si pensamos en la matanza ocurrida en Guadalcanal el 27 de mayo, en la que 10 expedicionarios fueron matados, descuartizados y, dicen, comidos por los indígenas-[15]. Pero no hay que descartar el temor más espiritual de ceder a la tentación y cometer el más grave de los pecados, cuando en cualquier momento podían encontrar la muerte sin confesión posible.

4. También merecen un breve análisis los verbos «comprar» y «vender». Los navegantes creyeron comprender que los indios querían venderles mujeres, y por consiguiente que para los indios ellos eran susceptibles de comprarlas. No desconocían la prostitución, que seguramente existía tanto en España como en el Perú, y quizás más en los puertos que en otras partes, pero vivían todos bajo la férrea vigilancia de los sacerdotes de la armada. Además no se podían permitir ningún desliz, so pena de atraer un castigo divino sobre toda la tripulación – una convicción tan arraigada en los espíritus que no necesitaba explicitarse, como lo prueba por ejemplo la ausencia en los relatos de toda condena moral de dicho «comercio», y que permite también explicar en parte la negación del joven (3-1), pues él por lo menos hubiera podido «sucumbir a la tentación» sin que lo supiera nadie de sus compañeros.

Este comercio sexual se dio en Tahití en el siglo XVIII, porque los tahitianos, al comprobar la «particular estima» de los europeos por sus mujeres, pronto comprendieron que su oferta podía tener otro propósito que el ritual y presentar un interés material, produciéndose dicho cambio en muy poco tiempo -Bougainville sólo estuvo en la isla diez días-[16]. Pero no tuvo lugar dicha evolución en las Salomón, posiblemente porque los españoles no dieron las mismas pruebas de aprecio que sus sucesores, por lo que parece sensato concluir que nuestros navegantes se equivocaron al interpretar la oferta de mujeres como una prueba de que existía la prostitución en aquel lugar.

Asimismo es necesario considerar la mención de los puercos en la isla de Santa. Ana:

«diciendo que les darían puercos […] y también les darían mujeres» (4-1).

A pesar de la superioridad de sus armas de fuego, los españoles sufrían un auténtico complejo de inferioridad y hasta de persecución, como lo traduce claramente Catoira en la anécdota que le contaron los hombres del bergantín, acaecida en Malaita e127 de mayo:

«pareciéndoles que les tenían los nuestros miedo, comenzaron [… ] a burlarse de ellos de veras con mucha risa chacota»[17].

Y efectivamente tenían miedo, pero también mucha hambre: una de sus mayores preocupaciones era trocar sus artículos de rescate (de los que era el «tenedor» Catoira) para conseguir comida fresca, como puercos, cuyos nombres (nanbolo, ó apo, según los lugares) muy pronto aprendieron. Los indígenas no dejaron de observar este apetito, en el que vieron una debilidad de los forasteros, y del que se valieron para reírse de ellos: Catoira recuerda que en Guadalcanal, el 24 de mayo,

«los nuestros los oían hablar en las casas y las risadas que daban diciendo nanbolos […], que quiere decir «puercos»; […] hacían burla de nosotros porque les pedíamos puercos y comida… » [18]

También relata que, según los del bergantín, el 4 de julio, en Guadalcanal, «se sentaron fingiendo querer paz […] y dijéronles les darían nanbolos»[19]. Hasta Hernán Gallego, que sin embargo no suele traducir sus estados de ánimo en sus textos, apunta que, en la isla que él llamó Galera, por su forma, el 17 de abril,

«los indios se pusieron en arma contra nosotros, tirando piedras y haciendo burla de nosotros porque les pedíamos de comer»[20].

Podemos imaginar la humillación que sintieron los españoles al oír semejantes burlas. Pero en la escena 4-1, a la humillante y burlona oferta de puercos se añadió la de mujeres, que no dudaron en interpretar otra vez como una barbaridad, en el sentido propio de la palabra, como si los salomonenses las pusieran en el mismo plano que el repugnante animal, o como si consideraran que tal era el sentimiento de los españoles.

Cuando fueron obsequiados con mujeres en Tahití, los franceses experimentaron tal entusiasmo que Bougainville escribió en su diario: «No puedo afirmar que ninguno de mis hombres logró vencer su repugnancia [a hacer el amor en público] ni dejó de conformarse con las usanzas de aquella tierra». Esta púdica lítote fácilmente se comprende, y es confirmada por otro expedicionario, el joven Fesche al hablar del príncipe de Nassau: «la presencia de 50 indios frenó sus deseos, […] pero varios franceses se mostraron menos delicados y consiguieron superar sus prejuicios »[21]. Lo hicieran en público o con algo más de intimidad, lo cierto es que «sacrificaron al culto de Venus», mientras que en las islas de Salomón los españoles se negaron a ello.

l. A pesar de su fuerte peso moral, creo que no bastan las hipótesis precedentes para explicar por qué no las quisieron, y es necesario referirse a la descripción de las mujeres salomonenses que nos dejaron los viajeros. Sólo tenemos dos, que se deben a Mendaña y Catoira, y que, como en los ejemplos precedentes, son casi iguales.

Catoira escribió :

«Las mujeres son de mejores gestos y algunas más blancas que las del Perú ; hacen mucho por tener los dientes negros que de industria los tienen así tanto hombres como mujeres. Los niños son de buen gesto y no parecen tan mal, por tener los dientes blancos»[22]

y Mendaña :

«Las mujeres son de mejor gesto y aún más blancas que las indias del Perú, pero aséanse mucho por tener los dientes negros, que de industria los tienen así hombres como mujeres. Los niños y niñas son de buen gesto, y no parecen tan mal, por tener los dientes blancos» [23].

(El subrayado es mío.)

Lo que nos dicen estas dos citas es que las mujeres podrían ser consideradas hermosas, por su gesto y su tez, pero que lo estropeaban todo sus dientes negros, como lo confirma la evocación de los jóvenes, que «no parecen tan mal, por tener los dientes blancos». Este detalle, que no podía pasar desapercibido, les llamó la atención a los navegantes, al punto que quisieron informarse sobre esta «industria», y los dos autores nos dan casi la misma explicación. Dice Catoira :

«Traen lengua y labios muy colorados, que se colorean con una hierba que comen, que tiene la hoja ancha y quema como pimienta y con cal que hacen de lucayos, que es una piedra que se cría en la mar como el coral, majando esta hierba teniendo desta cal en la boca echa un zumo colorado que es el que les hace tener siempre colorada la boca y lengua; y también se untan con este zumo la cara por gallardía, y aunque majen esta hierba no tiene el zumo colorado si no la mezclan con la cal dicha»[24].

A diferencia de éste, el relato de Mendaña[25] habla de «lucayos blancos» cuando Catoira no indicaba su color, y pone «mascar» ahí donde Catoira decía «majar», por lo que es inútil reproducir aquí su comentario: A los dientes negros se añaden pues «lengua y labios colorados», pero no debe entenderse en este detalle algo parecido al fruto de la moderna actividad cosmética, sino un color rojo oscuro, tirando para el marrón, que afecta hasta las encías, como hoy todavía se puede observar en esas islas, y que dista mucho de los cánones de belleza comúnmente aceptados en el mundo occidental.

2. Si seguimos el paralelo con las tesis de Tcherkézoff, tenemos que preguntarnos si eran vírgenes aquellas mujeres con las que los salomonenses convidaron a los españoles, pero forzoso es admitir que nada en los relatos de los que disponemos puede confirmar o infirmarlo.

Nuestros autores no se refieren a «jóvenes» o a «muchachas», sino a «mujeres», valiéndose en las escenas 1, 3 y 4 de un plural indefinido que no nos indica nada: «algunas mujeres» (1-1, 1-2), «sus mujeres» (1-3), «todas sus mujeres» (3-1) o más sencillamente aún «mujeres» (4-1). Sólo en la escena 2, tenemos una indicación en cuanto a su número: los indios trajeron «tres mujeres» hacia la capitana, donde se encontraban a la sazón un centenar de hombres. De ello se podría deducir que eran un «regalo» dedicado sólo a las autoridades de la armada, o que eran las únicas vírgenes en edad de procrear que había entonces en el pueblo, o que dicha cifra correspondía a un rito particular del que no sabremos nunca nada, o que se debió a la pura casualidad…

3: Tampoco pedemos afirmar que, igual que pasó en Tahití dos siglos más tarde, la oferta tuvo sistemáticamente lugar al llegar los navegantes. Como se puede comprobar en los siguientes extractos, que se refieren a la llegada de los españoles a tres lugares diferentes, las mujeres estaban siempre presentes, pero no precisamente haciendo de regalo.

El 20 de abril, los del bergantín llegaron por primera vez a la tierra que llamarían Guadalcanal, cuyos habitantes probablemente nunca habían visto a hombres blancos.

5 – 1. Catoira:

«…les salieron a recibir… algunos indios a nado, y mujeres y niños con el agua hasta los pechos, y que todos serían doscientos. Dieron remo al bergantín y ellos empezaron a asir del, y de la amarra, pensando llevarles a tierra; y como se lo estorbasen, hombres y mujeres comenzaron a arrojarles gran cantidad de piedras; y por les espantar y no matar, se tiraron dos arcabuzazos por alto, pero con todo se mató uno» [26]

El 21 de mayo, en la segunda expedición del pequeño Santiago, los soldados fueron a un pueblo de la costa oriental de la misma isla de Guadalcanal donde tomaron alguna comida, por la fuerza, aunque dejaron «dos sartas de chaquira» a cambio.

6-1. Catoira :

«un pueblo que tenía treinta casas, algo apartadas unas de otras, cercadas de mucha arboleda … los indios andaban tras dellos muy solícitos, diciéndoles que se fuesen … al tiempo que se querían volver, les arrojaron unas mujeres tres o cuatro piedras» [27]

Y en la última jornada del bergantín, se encontraron el 1 de junio por la mañana en la diminuta isla de San Juan, que está al sureste de San Cristóbal,

7-l. Catoira:

«…les salieron a ver más de ciento e cincuenta indios, todos con sus armas, y algunas mujeres traían lanzas. Vieron una, que venía muy galana, que parecía señora de las más; traía un arco y flechas […]. Vieron entre ellas siete u ocho perrillos, y una mujer traía un puerco pequeño en los brazos… Recibiéronles de paz». [28]

Después de esos primeros contactos, pasado algún tiempo, ya no se habla de ninguna de ellas en los relatos, y se supone que habrían huído al monte o se quedarían prudentemente en su casa.

Dada la relativa cercanía de las diferentes islas y la habilidad de sus moradores en la navegación, es muy posible que algunos salomonenses hubieran oído hablar de los forasteros antes siquiera de verlos, que supieran ya que no querían recibir mujeres y que habría violencia.

En estas tres situaciones, el punto común es la hostilidad con que todos, incluidas las mujeres, acogen a los navegantes, particularmente en la escena 5. Nada de oferta: las mujeres allí no son objetos sino sujetos, que tratan, junto con sus compañeros masculinos, de adueñarse de la embarcación de aquellos recién llegados -lo que, sin los disparos españoles, habría sido muy fácil.

Pasa algo parecido en la escena 7, a pesar de la atmósfera «de paz» de dicho encuentro: algunas mujeres son parte de la «embajada disuasiva» que acoge a los españoles, lanza en mano, y la que «parecía señora» viene también armada, aunque con «arco y flechas». Si alguna oferta se estaba planeando, sería más bien la de un «puerco pequeño» que otra mujer llevaba en los brazos, pero sólo es una suposición que la continuación del relato no confirma.

La escena 6 es algo distinta, porque son los extranjeros los que se adueñan de los bienes de los indios, que se han negado al trueque: es entonces lógico que éstos les tiren piedras, y la intervención de mujeres en esta acción no tiene nada notable. Pero otra vez las vemos en posición de combate o de resistencia, al lado de sus hermanos o maridos.

Esta postura final de las mujeres, que se opone por completo a la inicial, quizás se explique por la afrenta recibida al no quererlas los forasteros, o porque pudieron comprobar que éstos nada tenían de sobrehumano y que se habían equivocado sobre su naturaleza.

En realidad, no sé si los salomonenses consideraron verdaderamente como seres sobrehumanos a los españoles, pero parece seguro que sí vieron en ellos a hombres investidos de cierto poder -lo que no es absurdo, dada su potencia de fuego-, un poder de cuyos límites pronto se dieron cuenta. Y en este sentido se pueden ampliar a las islas de Salomón las tesis de Tcherkézoff sobre las ofertas de mujeres ocurridas en Tahití: de alguna manera, los indígenas, para quienes lo sexual formaba parte del mundo sagrado, seguramente querrían adueñarse de una parte del poder de los recién llegados realizando un acto ritual.

Esta ampliación parece tanto más sensata cuanto que se pueden comprobar otras similitudes en las actitudes tahitianas y salomonenses, como son los sistemáticos «robos» a bordo de los navíos -pensemos en las islas llamadas «de los Ladrones»-, que también merecerían un estudio detallado, y que dejo para un próximo trabajo.

Frente a dichos parecidos, los viajeros europeos nos ofrecen juicios diferentes: los del siglo XVIII vieron un culto al placer, escribiendo que a los tahitianos les gustaba tanto el amor que lo hacían muy a menudo y en público -lo que alabaron unos y otros condenaron- mientras que los del siglo XVI fueron unánimes en rechazar y estigmatizar ese «comercio sexual». Finalmente, los dos grupos se equivocaron, cada uno según los prejuicios de su cultura y de su época.

Los navegantes dieciochescos no ignoraban los descubrimientos llevados a cabo dos siglos antes por sus predecesores españoles, en particular gracias a los relatos difundidos por Quirós, pero creo que, de conocer los detalles que nos dan Catoira y Mendaña sobre las mujeres del Pacífico, su sorpresa y su admiración al llegar a Tahití hubieran sido mayores aún.

Tcherkézoff concluye su libro lamentando que este gran mito occidental del amor libre y sin pecado haya tenido tantos seguidores. Sin duda tiene razón. Pero ¿es realmente de lamentar que una fábula haya engañado a tantos viajeros o artistas? ¿Qué sería de nuestro subconsciente y de nuestros sueños, sin los libros de Stevenson o los cuadros de Gauguin? A veces son dulces las patrañas…


[1] Serge Tcherkézoff: Tahiti 1768. Jeunes filles en pleurs. La face cachée des premiers contacts et la naissance du mythe occidental, Papeete, Au vent des !les, 2004, 531 pages.

[2] Tómese el verbo «descubrir» en su sentido etimológico de K des – cubrir», o sea dar a conocer algo que estaba cubierto, o desconocido, hasta entonces.

[3] Tcherkézoff, op. cit. p. 123.

[4] Denis Diderot : Supplément au voyage de Bougainville, ou dialogue entre A et B. Sur l’inconvénient d’attacher des idées morales á certaines actions physiques qui n’en comportent pas, Paris, 1771, fac-simile Editions Rombaldi, 1972, pp. 289-340.

[5] Firts Contacts’ in Polynesia : the Samoan case. Western missunderstandings about diviniry and sexuality, Canberra/Christchurch, 2004.

[6] Publicado por Celsus Kelly, OFM, in Austrialia Franciscana, Franciscan Historical Studies / Archivo Ibero­americano, II, 1965, p. 45.

[7] Austrialia Franciscana, op. cit., III, 1967, p. 202.

[8] Austrialia Franciscana, op. cit., IV, 1969, p. 281.

[9] Austrialia Franciscana, op. cit., III, p. 218.

[10] Austrialia Franciscana, op. cit., II, p. 46.

[11] Austrialia Franciscana, op.cit., III, p. 203.

[12] Austrialia Franciscana, op. cit., II, p. 64.

[13] Relaciones de los tres viajes del bergantín por Catoira, in Austrialia Franciscana, op. cit., II, pp. 80-95, 116­149, 164-175.

[14] Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 169.

[15] Austrialia Franciscana, op. cit., II, pp. 111-114.

[16] Tcherkézoff, op. cit., pp. 177-179.

[17] Austrialia Franciscana, op. cit. II, pp. 130-131.

[18] Austrialia Franciscana, op. cit. II, pp. 103-104.

[19] Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 146.

[20] Austrialia Franciscana, op. cit. III, p. 120.

[21] Tcherkézoff, op. cit., pp. 120 y 135.

[22] Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 76.

[23] Austrialia Franciscana, op. cit. III, p. 221.

[24] Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 77.

[25] Austrialia Franciscana, op. cit. III, p. 221.

[26] Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 88.

[27] Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 118.

[28] Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 141.

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