La poesía de Luis Chamizo, (apuntes para un ensayo crítico)

Antonio Zoido Díaz[1]

1. La voz del poeta. —Su sentido. — Un nuevo mundo lírico extremeño.

La voz idónea, fiel de expresión, palpitante y honda en su entraña vernácula, de la Extremadura ancestral y de la Extremadura histórica y proyectiva, es una lírica voz. La voz del poeta Luis Chamizo.

Nos proponemos apresar algunos apuntes, que nos sirvan en el estudio de la obra de un Poeta con mayúscula. De un poeta, cuya poesía es tan hondamente sentida cuando se le conoce, que entonces se siente nuevamente haberlo ignorado y desconocido.

Los poetas que inscribieron su obra en los hitos de un léxico coterráneo y dialectal, se aventuraron a clausurarla en soledumbre. Muchas veces, es cierto, el espacio vital de esta poesía es que no daba para más. Poetas rurales, campesinos. Poetas, quizás, de puro trino y corto vuelo. Su obra persiste recóndita, humilde y perseverante; o brota limpia y casi oculta, como la fuente lugareña, conocida y ansiada sólo por unos pocos. El meridiano estético de esta clase de poesía, no posee suficientes grados para entroncar con las grandes y universales corrientes líricas. Su adjetivación gentilicia, acendrada y emocional, soporta de ordinario algo perorativo en su calidad circunscripcional.

Y, sin embargo, se ofrece, de vez en cuando, a la contemplación del mundo literario, casos de excepción y singularmente próceres. Pueden darse en cualquier género dentro de las Letras. En nuestra historia literaria, nos encontramos hasta en la mística y la didáctica, ya en el siglo XIII, con un autor, que eleva cuestiones de interés filosófico, a la consideración universal, sirviéndose de su lengua vernácula. Si alguien puede en su tiempo personalizar la negación de todo aldeanismo, es Ramón Llud. Ecumenista, viajero internacional y políglota recoge el acervo dialectal y echa las bases, manejando el tesoro lingüístico, maternal y nativo de una expresión que no perdió a lo largo del tiempo, en resonancias literarias.

En todas las épocas, la aparente limitación geográfica, del instrumento léxico, no ha resultado obstáculo para la expansión de las creaciones, cuando éstas se generaron, con signo transcendente. Pero existe una parcela literaria (la parcela lírica) donde la inspiración florece mejor, mientras la arropa más denso silencio, más honda intimidad, más entrañada envoltura y más solícito tempero.

El tono y la expresión léxica que emanan de un «substratum» regional, puede a veces adecuarse con flagrante ajuste a la substancia universal del poema. En tales casos, el perfume poético puede decantarse en los evocativos límites de una región, y acendrarse mediante del cordaje nodal del habla popular si llega a expresar, en pulsación vital, la entraña de ese pueblo. Entonces y sólo entonces, se ofrece el caso señero de que, al verterse la esencia universal del poema en moldes autóctonos, lejos de perder en valores sustantivos, se aquilata y enciende con ellos. Como esos vinos generosos, que sólo con escanciar unas gotas de sus odres empolvados y añejos, saben perfumar el ambiente, y si se alejan de su solera pierden paladar y apreciación en los mercados del mundo.

Ciertamente, que para que esto ocurra, se precisa que la materia poética, encierre en su nativa matriz, inspiración bastante. Así, cuando universalidad y autenticidad foránea, se dan cita y se conjugan en una misma poesía, estamos ante un hecho que precisa ser necesariamente estudiado. Y tanto más cuanto que se corre el peligro, de que, ante la cerrazón y resistencia externa que para muchos comporta la expresión léxica, el poema genial e importante, quede desconocido o ajeno a la alta apreciación crítica. De temer es que algo de esto haya venido ocurriendo, hasta el presente, para gran parte del mundo literario, con la poesía y la obra del gran poeta extremeño Luis Chamizo.

Porque en la obra de Chamizo, el sello de formas raciales, el léxico «castúo» que moldeó sus versos, no fue capricho ni fácil efectismo, ni menos carencia de recursos y medios. Fue por el contrario una exigencia de verdad. El ensamblaje definitivo de su inspiración, con el objeto y el fin que se propuso. Lo que consiguió Chamizo, quizás sin pretenderlo, por medio adivinatorio e intuitivo, que es el camino real de los poetas. Y así nos dio y configuró la visión profunda y emocional de una región que palpita y se estremece, sordamente en mirar —al compás siempre de la más alta vibración patria— y que es sin embargo exteriormente y en apariencia, un mosaico que se agrieta y parte en piezas de indiferencia y dispersión.

Existen en la Historia Literaria dos casos —muy alejados por diversas razones del de nuestro poeta— y en los que sin embargo hemos de posar nuestra atención, para explicarnos mejor aquella significación que queremos atribuirle. El primero el de una poetisa dialectal, constreñida durante mucho tiempo a simple estimación indígena: Rosalía de Castro. El otro, el de un inmenso poeta, radicalmente comarcano en su entraña, pero de una universalidad tan patente en su obra que, al cantar la Provenza natal, supo hacerlo con tal originalidad creadora, que obtuvo como recompensa el premio Nóbel, a la vez que provocara un movimiento de reconstrucción literaria de un conjunto idiomático. Claro está, que aludimos a la egregia figura de Mistral.

Ya sabemos que en ninguno de estos casos hay similitud circunstancial ni de obra con la del poeta de Guareña. Rosalía produce una poesía de femenina y delicada raíz, aunque de vibrante resplandor a veces. Canta en dulce lengua galaica, con «saudade» de húmedas nieblas, de verdes montes y azules rías. Pero el tañido de las suaves notas de su gaita, vence al fin la angostura del céltico rincón. Y las inspiradas quejas de su llanto feliz, van ensanchando su onda expansiva —multiplicándose quizás con el calor que presta con su verso a la gran familia gallega vertida por América—hasta ofrecer en su fina copa, que talla la «terriña», el licor de sus estrofas exquisitas al paladar del mundo y con marchamo universal.

Federico Mistral —por cierto, también como nuestro Chamizo, hijo de modestos terratenientes, universitario y Licenciado en Derecho, que se tornaría de igual modo a vivir a su idílico paisaje— acomete su obra con denso bagaje y removedor propósito cultural. Busca en la lengua regional la exacta e insustituible versión inspirativa, para construir, apuntalándolo con asteriscos de belleza lírica, todo un mundo lingüístico. El provenzal fue con su esfuerzo depurado, desenterrado y enriquecido del prestigio con que le engalanaran los podadores del medioevo.

Mucho más modestamente—y sin proponérselo, como hemos dicho, al menos con finalidad didáctica—Chamizo hace algo de esto con el acervo que maneja y usa: el «castúo». Conjunto amasado de recónditos vulgarismos y giros y locuciones de insospechada fuerza y ternura, él lo partea a la vida, en vibrantes estrofas, dándolo a luz cuando las sombras del olvido y la apatía lo condenaban a una segura muerte.

No hay parangón en cuanto a la magnitud y categoría lingüística de los instrumentos poéticos ni tampoco en cuanto a la inspiración tan radicalmente dispar en estos poetas. Pero sí la hay en la sinceridad y entrañable fervor de todos ellos, por hacer escuchar, con verismo, sus voces. Si Rosalía logra, al fin, que la bandera de su poesía dialectal ondee a los cuatro vientos y Mistral construyó un nuevo mundo lírico provenzal que proyectó al mundo literario, Chamizo —y por vía emotiva—construyó también con su poesía un nuevo mundo lírico extremeño, hecho sin duda con retazos palpitantes que ya existían y que sin embargo vino a erguirse fascinante y desconocido para muchos.

II. Características de la poesía de Chamizo.

Para quien pretenda solo superficialmente, abarcar y definir la poesía de Chamizo, puede serle fácil utilizar el tópico de su color regional. Señalar que pinta y define como nadie; poéticamente, los tipos de la tierra. De ahí a colocar a nuestro poeta en la retrógrada visión meramente exterior y física, con que se definía lo regional, hasta que la Edad Moderna y luego el Romanticismo le dotaran de riqueza de interpretaciones —más o menos certeras— no hay más que un paso.

Los extremeños de Chamizo, y su Extremadura viril y sobria, son la negación, sin embargo, de la pintura vulgar y chocarrera que D. Francisco de Quevedo, escribiera para presentarlos en la Justa de «Las necedades y locura, de Orlando»:

«Vinieron extremeños en cuadrilla,
bien cerrados de barba y de mollera;
en los sombreros llevan, por toquilla,
cordones de chorizos que es cimera
de más pompa y sabor que los penachos
para quien se relame los mostachos.»

Dijimos que Chamizo nos da un nuevo mundo lírico extremeño. Y en el efecto, nos da la lírica de la auténtica Extremadura. No le importa a Chamizo tanto lo tópico, el aderezo y el detalle distintivo corporal o del paisaje —a pesar de operar con sublimada fidelidad sobre lo circundante— como lo que hay más adentro de todo ello en los hombres y en las tierras. En el conjunto extremeño. En su alma. En «carácter innato de un pueblo», que señalara Kant, en la antropología, como su quid y secreto. Aquello que nuestro poeta, con palabra acuñada en las más puras esencias extremeñas, llamaría sencillamente el «miajón». El tétano y la médula de ese mismo conjunto que él logra reducir a un organismo casi metafísico con lírica visión: «lo castúo».

Es decir, lo extremeño en su radical modo de ser. Algo que está muy cerca de expresar esa idea más avanzada y moderna aún del destino propio de una singularidad regional. Muy distante del particularismo insolidario que denunciara Ortega en «España invertebrada» y que se resume en la diversidad y unidad de una patria rematada como empresa histórica.

La obra de Chamizo —tan desconocida todavía en los ámbitos patrios e hispánicos— tan modesta al parecer en cuanto a objetivos trascendentes no meramente poéticos, es portadora, no obstante, de un doble mensaje. El de reivindicar para Extremadura el ser peculiar de región dotada de acusados caracteres morales y temperamento de espíritu y destino no obstante la bifurcación de su misión histórica y la asendereada trilla de sus caminos geográficos. De otro lado, su visión visceral y unitiva con las tierras y las gentes americanas, como matriz y cuna del origen humanístico emocional que proliferó en las transoceánicas latitudes, con motivo de «la más grande empresa que vieron los siglos».

En ambos contenidos, Extremadura, tan fiel a la unidad patria, es como una reducción de España misma; semejante a ella, cifra el mosaico dolorido y palpitante de la patria.

Por eso, conseguir una poesía autóctona, sincera, por la que cabe vislumbrar todo este inmenso tesoro —disperso con la indolencia al correr de los tiempos—, anudándolo en fibras léxicas y de inspiración que responda a una subterránea y profunda existencia, es tarea a pregonar, a reivindicar y a ensalzar.

Ya dijimos que Chamizo era el cantor de Extremadura. Y no es esta mera frase de trámite. Lo es de esta Extremadura que se nos incorpora y levanta al rumor de sus estrofas. Y afirmamos que el día que su poesía llegue a universalizarse extensivamente, será gracias a su insobornable y sustancial extremeñismo. Cierto que ello mismo puede retrasar ese momento. No ocurrió de distinta suerte con la pintura zurbaranesca, hoy admirada y redescubierta. Portador en su gravedad de insospechados valores universales. Si Chamizo es hoy poeta provinciano, como lo fuera Zurbarán durante siglos, lo es por semejantes causas. Merced a su sobria y recortada exteriorización, trasunto de su extremeña y honrada gravedad. La poesía de Chamizo viene ser como la transubstanciación de Extremadura al sentimiento lírico. No fue el creador de una figura poemática que individualizara las características de su mundo emocional y centrara sus ambientes descriptivos como en la «Mireya», de Mistral. Más extático en su mirada alrededor (aunque luego la traduzca en movimiento), con ese sorpresivo regusto pánico de sorber la contemplación que caracteriza las gentes campesinas de la tierra, su inspiración se difunde y reparte por toda su obra: temas, personajes, paisajes…

Así nos devuelve el sentido de una Extremadura trascendente. Una Extremadura que se nos desvela y revela por vez primera, con lo que nadie antes que él supo ver: con un estilo. Y que es, ante todo, una manera de existir, una categoría de dimensión frente a las cosas.

La obra chamiciana se configura así, y las notas características de su poesía, vienen a ser las mismas que corresponden a esta Extremadura que él descubre: sencillez, austeridad y gravedad, reciedumbre, ternura y suspensión dramática.

No existe verdadera nobleza allí donde la sencillez se esfuma. La afectación encubre siempre un sentimiento de inferioridad. Extremadura se desborda en llaneza sostenida y fluyente, sin conciencia de esta natural postura. Chamizo canta en estrofas no complicadas, con la fragante espontaneidad de la fuente que mana sin saberlo. Sin proponerse el menor asomo sutil. Sencillamente, con la justa palabra, el poeta cuenta y describe lo consuetudinario y al parecer vulgar:

«Corre el tren, retumbando por los jierros
de la vía. Retiemblan
los recios alcornoques que esparraman
alreor del troncón las hojas secas…

Y siempre la voz—no prestada—, la voz humana, personal, imprime en cada palabra elemental un estremecimiento no previsto.

Y acompañando a la sencillez, la gravedad. La solemne gravedad que comba de soledades místicas los inacabables encinares. Por los campos de Extremadura pueden perderse pueblos y hombres. Lo que encontraremos siempre será el árbol más solemne e importante: la encina. Chamizo no se permite un solo exceso, ni en los temas ni en los personajes, ni en la tipología, ni en los tonos, siempre austeros, siempre verídicos, pero apuñalados de cálida emoción. La difícil medida, el equilibrio que da insospechada vida a su obra lo consigue, principalmente, con este ropaje escueto que sabe maravillosamente ajustar a toda su poesía. No hay paja. No sobran ni faltan palabras a sus versos. Por eso calan con cisorio corte en el corazón de quien los lee o los oye recitar.

      Y, sin embargo, la medida del ser de Extremadura reside más adentro de su envolvente gravedad. En su entraña, como en panal de ruta contextura y delicado sabor, están unidas, inconsútilmente, la reciedumbre y ternura. El poeta carga todo el acento ético del tesoro moral heredado, empapando de tremendo fervor sus estrofas, cuando hay que subrayarlo o defenderlo. Con una pasión que tiene algo de incómoda rudeza. Y que es como oro virgen sin maleabilizar. Pero enseguida veremos su inspiración hacerse líquida emoción del amor más solícitamente cultivado en las más ocultas moladas del sentir. No hay ternura tan delicada, tan acuñada en íntimo deliquio, como la ternura que hiere el pecho robusto del extremeño. Con esta trama y juego de rudeza y fina entrega se imprime esa medalla de quilates que desborda y rueda por los versos chamizianos. Aquí, la forma dialectal, el léxico, se hace roca de contraste en feroces y onomatopéyicos vulgarismos y miel goteante de ambrosía, en diminutivos cariñosos, besadores, que posee como ningún otro el lenguaje de su obra. Idéntico contraste al que ofrecen las tierras extremeñas. Los duros terrones de la vesana recostados en pardas lejanías, junto a la dulzura de los riachuelos que desbordan de juncias y de flores y frente al azul inalterable de los cielos y de les ocasos enjoyados…

Y, por último, el sentido dramático. En la austeridad extremeña —ya lo veremos al tocar el aspecto del paisaje— zumba el rumor del drama. Indefinido, persistentemente. Toda la poesía de Chamizo, pese a su naturalidad y accesibilidad casi familiar, está ungida de sentido dramático. Su forma habitual manifestativa es la dialogada o el monólogo, propios y específicos del drama. Cuando el poeta hace teatro, no se inclina por el poema abstruso o la comedia poética, sino por un drama de tanta enjundia como «Las Brujas». Y con la misma persistente y diluida saturación que Extremadura se halla inmersa en la suspensión dramática que la hizo paridora de figuras titánicas y hazañas épicas, a la obra de Chamizo la anuda un fuerte lazo dramático. Es el que le presta consistencia e intensidad emocional—pese a no ser muy extensa— y la transe de esa nervatura viril que la hace inconfundible.

Veremos cómo estas características de la poesía de Chamizo quedan impresas en todos sus elementos.

III. El paisaje

En un tipo de poesía como la que intentamos desentrañar, que adviene con signo regional: el paisaje debe desempeñar papel muy importante. Preciso es, no obstante, no caer en confusión. Para ello—y forzados por el escaso espacio de que disponemos procederemos por eliminación. Examinemos entonces lo que no es el paisaje en la poesía de Chamizo.

Habremos errado, ciertamente, si buscamos en ella la morosa sensualidad lírica que lo entronice en primer término. La poesía de Chamizo, que se ameniza casi siempre, de oportunas pinceladas ambientales, no se resume en una primacía de sensaciones. El paisaje no impera hasta protagonizarlo todo como en la prosa lírica de Gabriel Miró, en la poesía colorista de Lorca, o en las casi táctiles descripciones del también extremeño Francisco Valdés.

Tampoco el paisaje, en la poesía de Chamizo, es ocasión y jalsilla. Ese brillante andamiaje y adorno espectacular de una poesía que se resuelve con mágicos toques más bien en sonoridad folklórica y gracia expresiva a lo Manuel Machado.

Es cierto que aún mucho menos Chamizo eleva el paisaje a reflexión meditativa. El paisaje extremeño jamás se promociona en las llanas estrofas del poeta, a esa especie de ensayo lírico a que llega por ajustados linderos un Antonio Machado en sus visiones de Castilla, de los campos del Duero o de las sierras de la Mancha. No sabemos si para que accediera alguna de estas tendencias estuvo el poeta suficientemente dotado. Lo que sí queremos adivinar, es que cualquiera de ella, incluso por modo tímido, hubiera concurrido en la dirección de falsear la autenticidad de que imprimió a su obra y a restarle esa enteriza y armónica unidad a que nos hemos referido. No importa que a veces llegue a la delectación pormenorizada. Como muy bien hizo observar López Prudencio;

«Al abrigo del cerro de las coscojas,
que reta con sus canchos a la montaña,
torvo y enfurruñao,
hay un rofllo de tierra llana
que alfombran gamonitas y jaramagos,
cardinchas, gallicrestas y ceborranchas,
en donde muy surito vierte su córrigo
de limpias aguas
el fragüín que, saltando de risco en risco,
desciende de las morras de la Morgaña… »

Como muy bien hizo observar López Prudencio, si los comparamos con los campos idílicos y gozosos que cantara Gabriel y Galán hay en Chamizo una dinamicidad, una reciedumbre y una ternura a la par, que lo alejan del pastiche y del cromo. Sobre un paisaje poético de Chamizo, no podríamos jamás calcar el de cualquiera otra región que no fuera la extremeña. Cierta incrustación de dureza descriptiva, paralela a la expresiva y algún inevitable cintarazo dramático, vitalizan el paisaje cantado por Chamizo y lo tensan con un cierto zumbido de honda montaraz:

«…y en donde seculares encinas vírgenes
muestran la reciedumbre de su pujanza,
serenas, graves, nobles como si fueran
el roquel de la raza.»

El paisaje de Chamizo, es pues pieza perfectamente ensamblada en el cuerpo poético. Dermis sustanciosa y no epidermis formal. Correlación mística con la temática y los personajes. Toda la poesía de Chamizo puede estar teñida por el paisaje. Pero nunca el paisaje lo será todo. El poeta nos lo presenta, más que de fuera a dentro, de dentro a fuera, como algo que desde siempre se le metió en el tétano. Como algo que siente en sí mismo, y que tan sólo aspira a traducir:

«¿No sentía al pasar junto por junto
al mesmo corazón de nuestras tierras
algo asín como algún juerte deseo…?»

Y la tierra, metida dentro de sí mismo, se lo desvela todo al poeta:

«Porque ella sus dirá nuestros quereles,
nuestros guapos jolgorios, nuestras penas,
 de ocurrencias mu juertes y mu jondas
y cosinas mu durces y mu tiernas.»

Así esta descripción del paisaje y de la tierra, tiene más de cariz amoroso, de alumbramiento presentido, que de visual deslumbramiento:

«Ellos saben que la tierra labrantía,
seria, llana y arrogante en los repuestos
es la jembra que mantiene muchos hijos
con la juerza de la savia de sus senos;
y es la madre, y es la novia y es la hermana…»

Comunión amorosa de tierra y humanidad y de la vida con su constelación vertiginosa de pesares y gozos. Todo ello tiene en la obra de Chamizo su sobrio y antológico paradigma en una composición, ejemplo universal del arte métrica: «La Nacencia».

IV Temática y tipología.

Nada más elemental que la temática chamiciana. Asuntos cotidianos de la vida, que gira cada día, monótona, su rueda soñolienta, consejos de la experiencia, la sementera, diálogos familiares, la siesta, relatos con rescoldo hogareño… De vez en cuando, las efemérides destacadas, aunque normal en el marco reducido del campesino la maternidad que se anuncia, el nacimiento en pobreza, la vulgar historia de una niña, la expropiación de una tierra… Pero también este cosmos lírico abre su ventanal para iluminar los ángulos recónditos en primeros planos límpidos de tabla gótica: la tetada, el primer beso, el muchacho herido de insolación…

Y es que el poeta no quiere restar a la panorámica de su obra ningún aspecto significativo que pueda servir para explicarlo la epopeya lírica de un pueblo, del que Dios quiso elegirle a él como «médium», augur de sus encerradas bellezas y cantor excepcional. Por eso nos describe también las alegrías colectivas y ufanas que ponen sol en su vida y la matizan: la Semana Santa, un concierto, las carreras de gallos, la noche de las candelas. Sólo de manera muy excepcional el poeta se empina por la escala épica, para referirnos la lucha del mozo con la loba, las artes maléficas de la curandera, o el solemne triunfo del río, señor de la «jesa», avasallándolo todo en su crecida… Contrapunto grandilocuente que el poeta supo dosificar con avaricia y emplear como equilibrio, en misión de clarinazo que rompiera en el bloque poemático la sucesión de lo uniforme.

Y es que la poesía lírica de Chamizo —«el Miajón», «Extremadura»— debe ser considerada como un sistema y no como agregación de unidades o poemas aislados. Y así las notas características que hemos definido informan un solo cañamazo, toda la temática. Pueden insinuarse y acentuarse en cada composición, pero en todas ellas se encuentran y permanecen.

A esta temática tan sin sorpresas, pero tan expresiva del mundo lírico que el poeta quiso edificar, corresponde una tipología eminentemente casera, humana, cordial y humilde. Que representa sin trampas ni deslizamientos extraño a ese y no a otro conjunto temático. Son estos personajes, entre otros, el propio poeta, abuelo, mozas y mozas, padres, novios, hombres campesinos que —como en el caso de Gabriel y Galán, el otro poeta no extremeño que cantara a Extremadura— pertenecen a un área íntima rural y bien delimitada. Pero frente a la temática y a la tipología del poeta salmantino, la gente de Chamizo es individualizada y personal. Intransferible en su peculiaridad como intransferible es el estilo común y unitivo de sus poemas. Y si el tío Mariano de las cuentas besaneras de Gabriel y Galán, el muchacho de «la pedrada», el «Vaquerillo» y hasta el campesino lleno de sublime pasión del «Embargo», pueden ser reconocidos en otra análoga encarnadura de igual estrato rural y situación anímica, los personajes chamicianos (el Bastián, la Jilandera, la Mari-Rosa, la Andrea o la Veora y el Frasco de «Las Brujas»; y la Juana y el marido de «La Nacencia») están dotados de tal vida personal y biográfica, que como si tuvieran existencia anímica y sanguínea, se rebelan, apenas se releen los poemas por vez primera y se instalan con sus nombres singulares en la consideración del lector.

La influencia, pues, de Gabriel y Galán en Chamizo sabemos hasta dónde llega y de donde no pasa jamás. Llega a la semejanza virtual de temas y de tipos enumerativamente análogos. Llega hasta la resonancia musical de determinadas imágenes poéticas que se repiten con parecido y aconsonantados sonsonetes en estructura de repeticiones y antítesis. Y de ahí no pasa.

La poesía de Gabriel y Galán es de pinceladas efectistas. Dentro de un mismo poema hay deflecamiento y dispersión, amén de notables altibajos. A veces, desvaída y retórica. Quizás con un toque femenino. La de Chamizo es poesía expresionista y de diseño. Global. De conjunto. Si se nos apura puede picar en contadas ocasiones en prosa poética, pero jamás en retórica. Poesía maciza y roquera. «Parda», acaso, según la expresión chamiciana, pero pura y verdadera. Poesía «de machos»:

«Porque semos asina, semos pardos
del coló de la tierra
los nietos de los machos…»

Temas.Tipos. Costumbres, Sentires. Afanes. Holgorios. Pesares y alegrías. Éticas y ambientes. Menéndez y Pelayo, contemplando este mundo comprensivo de la vida de un siglo, en el Libro del Arcipreste, le calificó de «la Epopeya Lírica del siglo XIV». Pues bien, ¿en la obra de Chamizo no nos encontramos ante otra verdadera epopeya lírica —resumida y breve— con la que la Extremadura auténtica nunca soñara hasta entonces?

V. ¿Lirismo o dramatismo? «La Nacencia» y «Las Brujas»

Hay una composición que es paradigma impar de la obra poética de Chamizo. En el apretado ramillete de las más famosas poesías de todos los tiempos, no puede olvidarse «La Nacencia» Por lo que a la poesía nacional se refiere puede codearse y está a la altura en su género de los prototipos tales como «El Madrigal» de Cetina, «A la Rosa», de Rioja» y «La Cena», de Baltasar del Alcázar. Y si la consideramos en la estricta línea regional y dialectal, no sólo a nivel, sino por encima de las dos columnas— «El Embargo» y «El Cristu benditu» —que sostienen con el arco ampuloso de «el Ama», el verdadero prestigio del poeta de Frades de la Sierra. Puede ser de interés acometer este estudio que hoy las circunstancias nos impiden. Porque no es que neguemos las calidades de aquellas composiciones. Pero sí cabe afirmar que «La Nacencia», menos efectista, la sobrepuja en equilibrio, en comedida conjunción de elementos, no faltándole por ello un torrente de conmovedora potencia interna. En esta poesía no hay un solo verso de concesión, ni una complacencia retórica. Todo en ella es amoroso, dulce, fuerte, intenso y tierno como el motivo temático —difícil y por nadie abordado con tanto garbo lírico y maravillosa y aséptica audacia—. El encuadramiento está consumado con ese diseño magistral de formidable garra y repartido con todo en primeros planos de volúmenes exactos y en difuminadas lejanías. En la comprimida riqueza de los varios ingredientes —aparte la justeza lapidaria y casi epigráfica del léxico—reside el sortilegio de su superioridad estética sobre otras composiciones de su género. Su mismo preámbulo, es ya en su enorme sencillez y gravedad verdaderamente sobrecogedor y expectante:

«Bruñó los recios nubarrones pardos
la luz del sol que se agachó en un cerro
y las artas cogollas de los árboles
de un coló de naranjas se tiñeron…»

¿Cabe en menos palabras —ya en la primera estrofa— mayor intensidad descriptiva y preparatoria? Aquí Chamizo, con arquitectura de gran obra no empieza como en muchas poesías acostumbra, el diálogo o el monólogo sin más. Quiere situarnos en los pródromos, en el atrio, del Sancta Santorum de la acción, y comienza haciéndonos llegar el anuncio misterioso, a modo de una luz de anunciación cernida con ese resplandor naranja que tiñe de improviso las copas de los árboles. Los ruidos lejanos, los grillos y las ranas que cantan allá al fondo, las «bandás de gorriatos» que vuelan al sol en los canchales y dan a los ojos un relumbre estremecido de acongojante expectación, son como un coro de criaturas simples y puras que interpretan la solemne danza de la naturaleza ante ese acontecimiento humano y casi divino de una vida que nace.

Sólo entonces es cuando se abre el relato, el diálogo, las descripciones, la narración patética del hecho humanísimo del parto. Narración emotiva hasta el paroxismo, que se entremezcla sin la menor inoportunidad de esos detalles breves, de humor espontáneo, que la enternecen y la convierten en ávido manjar de agridulce e irresistible paladar lírico. El mochuelo que mira. La burra que roe el tomillar. Presencias que deficientemente incorporadas resultarían extemporáneas, violentas y violadoras también, y que, en la construcción perfecta del poema, recortadas en tarascadas palabras y patinadas de intención, vienen a ser como preciados iconos de evocación y gracia en la economía del retablo:

«De la rama
de arriba de un guapero,
con sus ojos reondos,
le miraba un mochuelo,
un mochuelo con ojos vedriaos
como los ojos de los muertos…»
 
«La burra que roía los tomillos
floridos del lindero
careaba las moscas con el rabo;
y dejaba el careo,
levantaba el jocico, me miraba
y seguía royendo.
 
¡Qué pensará la burra
si es que tienen las burras pensamientos!»

Luego todo se resuelve en un amasijo de la emoción humana más intensa, con la paz genesíaca y silente de los campos. En nudo casi sacramental. En comunión de poderosos impulsos emotivos y pánicos, sola la pareja frente al campo vacío, desnudos de alma, y en lo alto, como en bíblica estampa, únicamente Dios.

¡Qué tremendo acierto el del poeta! ¡Qué sideral fuerza emotiva la desatada en sus sencillos y elementales versos!

Y en el momento justo, el trémolo religioso que ya circulaba en soterrada vena desde la primera estrofa, que se rompe en los labios del padre en incontenible plegaria:

«Señó: Tú que lo sabes
lo mucho que la quiero.
Tú que sabes que estamos bien casaos,
Señó, Tú que eres bueno;
Tú que jaces que broten las simientes
que echamos en el suelo;
Tú que jaces que granen las espigas,
cuando llega su tiempo;
Tú que jaces que paran las ovejas,
sin comadres ni méicos…»

religiosa lanzada de fervor sufriente, que pone incienso de mística elevación sobre los valores descriptivos y patéticos del poema.

Después, tras de la noche de angustiada espera, resumida en el zumo casi interjeccional de una quintilla, exprimido con llanto y alegría, la afirmación orgullosa y rotunda de la paternidad:

«Toíto lleno de tierra
le levanté del suelo;
le miré mu despacio, mu despacio,
con una miaja de respeto.
Era un hijo, ¡mi hijo!,
hijo de dambos, hijo nuestro…»

No cabe más delicadeza ni más casta y más viril proclamación de aleluya.

Como en una sinfonía triunfal, para dar remate al poema, el poeta acompasa la claridad del amanecer a la bonanza de la situación. Naturaleza y vida cantan ya victoria. La lustral inmersión del recién nacido en el agua cristalina del regacho, es como el resurrexit que corona el ciclo de la pasión y de los redentores dolores de la madre.

Fácil es de apreciar que todas las características asignadas a la poesía de Chamizo se contienen rebosantes y dan cita en «La Nacencia». Bastaría esta composición para conceder al poeta carta y ejecutoria de primate lírico.

Pero lo cierto es que Luis Chamizo fue algo más que un lírico insigne, fue también un excepcional poeta dramático. De demostrar con largueza este aserto más se encarga su drama rural «Las Brujas» estrenado en 1930, con clamoroso éxito, en el Teatro Avenida, de Madrid.

Estudiar, aunque sucintamente esta obra, nos llevaría mucho más lejos y más allá de los límites que se nos imponen.

No por capricho hemos glosado la armonía total y destacado los quilates de los elementos que concurren en la síntesis lírica de «La Nacencia». Porque su lirismo conmovedor lo hermosea la sensación dramática desde el primero al último verso. De ahí su casi jadeante valor de espera. Dramatismo en la expresión, dramatismo en la forma, receptáculo íntimo, no obstante, de nudas sensaciones personales.

Pero «La Nacencia» no tenía a pesar de todo que traducirse en drama y brotó como exultatorio canto de alegría. Mas el numen que la gestara, habría de desplegar excepcional ventura en el empeño dramático. Tanto más, de vestir éste con textura poética.

Así «Las Brujas, es el drama rural, la obra dramática áspera y tremenda, de tema de ambiente y personajes, que hunde sin embargo su tallo originario y su embrión en un hontanar lírico. Su proceso creativo es semejante al germinatorio y floral de esas plantas cromáticas de radiante corola que hunden sus últimas raíces, en la linfa serena de un lago transparente.

Sombrío y de siciliano porte, fue considerado el drama por un crítico, que quería subrayar su giro de tragedia. «Crudo», «naturalista», «sensual», «vigoroso», son adjetivos que la crítica usó para ensalzar la garra que imprimía su huella en los parlamentos, y movió los títeres de ficción, e hizo levantar de sus asientos al público en el estreno. Nos permitimos pensar que los atisbos y los hallazgos del dramaturgo en «Las Brujas», su gran intuición del juego escénico, pudo coronarse y calar tan profundamente, merced a su pristina y remansada motivación estética. Por eso, el ambiente, la belleza de los versos, la ternura y llanto interno de las almas, vinieron a ser tan decisivo factor y complemento tan certero, patentizados de consuno por la crítica.

¿Lírica?, ¿Dramática?, La lírica chamiciana hizo posible su formidable estallido dramático. Su dramática, asumió, sin desdoro ni eliminación los valores líricos.

Por eso, Luis Chamizo —pese a su única obra teatral— es por igual dramaturgo y poeta.

VI El Mensaje.

Chamizo —concluimos— es la auténtica voz lírica de Extremadura. Es su cantor. Pero su cantor un cantor un tanto ignorado y desconocido, a pesar de las calidades y profundos valores de su obra. Su mensaje, apenas desvelado hasta el presente hay que tratar de descifrarlo, siendo fieles al poeta que resignadamente expresó su queja en versos doloridos y confesó la excesiva modestia, la «parda» catadura —del color de la tierra— de los hijos de los héroes de América.

América. He aquí lo que pudo ser el punto final de su obra. Su último mensaje. Él se sentía en su sangre nieto de los que allá fueron y proyectó y pensó ser misionero de cultura y poesía por aquellas latitudes. Dios no se lo deparó.

Bien está la parda veste en la gravedad de los hombres y de los campos extremeños. Pero ha llegado el momento de que Extremadura desgarre su estameña tejida de renunciaciones y oteando más allá del océano a quienes pueden calar y comprender mejor su ser metafísico, muestre a las gentes de América su corazón grande y generoso.

Corazón que es como una cifra de España en sus secretos. Pero que late aun fuertemente. Que no se acalló con el rumor de su pretérita epopeya y está llamada a ser lira armoniosa de una hispánica melodía de amor.

[1] Trabajo galardonado con el Premio de 15.000 pesetas de la Excma. Diputación Provincial de Badajoz, correspondiente a su especialidad, en los Juegos Florales organizados en Homenaje a Luis Chamizo.

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