LA ISLA DE LA FIEBRE

Un episodio guadalcanalense

Soldados españoles defendiendo una posición en Cuba

Los lugares más recónditos a los que había ido nunca no distaban más de seis leguas del pueblo en que vio la luz primera.

Iba a ellos desde los catorce años acompañando a su padre, Manuel, para vender cisco; un buen recurso para cuando escaseaba el jornal o la aceituna no había sido pródiga.

Volvería a venderlo.

Si la fiebre no se lo impedía.

Ahora, a sólo tres millas de distancia, vislumbraba el perfil fantasmagórico del puerto de Valencia.

Valencia: un jalón más, otro grado de fiebre.

Ojalá no hubiera conocido nunca tantas ciudades: Valencia, Sevilla, Málaga, La Habana…

Sintió un escalofrió.

Primero, tenue; después, violento.

La fiebre, cuya faz más torva había burlado, daba su cotidiano aldabonazo para recordarle que allí estaría, acompañándole ya siempre, todos los días de su vida, para susurrarle que él había estado en Cuba y era afortunado, pues podría contar en su pueblo cómo era el lugar donde otros veinte mozos habían muerto defendiendo una tierra que sólo interesaba a cuatro caciques, a un par de banqueros y a los americanos.

Puede que no fuera la fiebre la que golpeaba, sino la impaciencia: una vez en Valencia, le esperaban tres meses de permiso como repatriado.

Ciento noventa.

Miguel Criado Rosa, agricultor, analfabeto, natural de Guadalcanal, en la provincia de Sevilla, hijo de Manuel y Estefanía, de 19 años, comprendió, aquel día de septiembre de 1896, que algo que su padre repetía constantemente era muy cierto: la suerte no responde a quien la llama, sino que se presenta a cualquiera, en el momento más insospechado.

Ciento noventa: ése era su número en el sorteo.

Desde hacía años, muchos, España sangraba por ese costado: Cuba.

Le fue imposible disfrazar su rostro fúnebre cuando le comunicó la mala nueva a sus padres.

Estefanía, su madre, rompió a llorar.

Su padre, Manuel, siempre más sereno, siempre menos expresivo, simplemente le dio un abrazo.

-Volverás.

Esa fue la única palabra que se escapó de sus adustos labios antes de perderse en el corral de aquella modesta casa que, hasta ese momento, se había erigido como el centro de todo su mundo.

Miguel tragó saliva mientras se decía a si mismo que peor, pero muchísimo peor, iba a ser el momento de darle la noticia a su novia, Guaditoca.

El otro engranaje que hacía girar el reloj de su vida.

Aquel rostro del que se había prendado nada más verlo adquirió una palidez extrema.

A Miguel le recordó el rostro de la Patrona.

Le tembló el labio inferior.

-¿Cuba?

Guaditoca Pérez Omenac, Guadi, no preguntaba, rogaba que Miguel le dijera que no, que aquello no era verdad, sino otra de las bromas que había ingeniado para enfurruñarla.

-Cuba.

Sólo cuatro letras que no eran una respuesta, sino toda una sentencia de muerte.

Miguel notó que algo le crecía en el pecho mientras pronunciaba tan breve palabra.

Guadi entró en la casa en la que servía desde hacía cuatro años, y en la que fue acomodada sólo con doce, desecha en lágrimas.

Enfiló la calle Lasanchez, hacia la plaza.

Allí se encontró con su primo Francisco, cinco años mayor que él, su mejor amigo y la persona que le había enseñado todas las tareas del campo.

Le puso la mano en el hombro y Miguel agradeció más el silencio que las palabras de ánimo de todos los que estaban en el corrillo.

Ignacio, el de la Tenería…

Y tantos y tanto otros.

Nadie se salvó de Cuba.

Sólo los mancos y los ricos.

Ignacio, el de la Tenería… Ambos volvían con él, en aquel vapor alemán de nombre impronunciable.

 Los demás, veinte, no.

Valencia ya no era un fantasma, sino un barco que, como la Armada de Cervera, aquella que desapareció en Santiago, espera el cañonazo postrero que ponga fin a su miserable navegar.

Hacía frío en la cubierta del barco.

Lo agradeció, pues hacía tiempo que no lo sentía.

Recordó el calor, los campamentos en los que la fiebre se cultivaba, la desigualdad entre ellos y los americanos…

No fue una guerra digna, no señor.

Casi todos murieron postrados en sus catres, entre convulsiones, vómitos y delirios.

El enemigo disfrutó poco, la verdad.

Compañía Provisional de Borbón, expedicionario a Cuba, contingente: más de trecientos soldados de remplazo.

Destino: lugar conocido como La Víbora.

El nombre en sí ya era toda una premonición.

El miedo volvió a instalarse en su mochila.

-Tengo como una culebra aquí, en la boca del estómago.

Culebra en el estómago.

Así era como lo decía Manuel, otro soldado, paisano de Tocina.

Culebra.

Una expresión que hizo fortuna.

Sintió la culebra cuando se despidió de Guadi y de sus padres, allá en La Poza, casi a la salida del pueblo por la parte de Cazalla.

Formando junto a sus compañeros en el puerto de La Habana también sintió a la culebra.

Miedo.

Es sólido.

Se instala, primero, en el estómago.

Después, echa raíces en las piernas.

 Embota los brazos.

Y acaba por nublar la vista. Hasta que uno acaba por llevar la culebra encima, como a las trinchas, el mosquetón o la manta.

-Sexta compañía, a formar.

Formaron en un suspiro.

De momento, no conocían al enemigo.

Ni sabían de la fiebre.

Así que el arresto era el temor más inmediato.

Miguel comenzó a notar que el clima de la isla iba a ser uno de sus peores enemigos.

Un clima que acunaba mosquitos enormes y amamantaba fiebres terribles.

-Pues menos mal que eres del Sur.

Su compañero de hilera, un madrileño llamado Tomé. Barbero de profesión en la calle de La Palma, le echaba en cara aquellos resoplidos.

No eran españoles.

La debilidad no era patriótica.

La debilidad pierde guerras.

-Soy de un pueblo de la sierra. Por la noche, refresca.

Tomé, se llevó un dedo a la cabeza.

Fueron tranquilas las dos primeras semanas en La Víbora.

Los rebeldes se refugiaron en las sombras y allí se quedaron.

Pero en dos semanas Miguel Criado Rosa ya había destrozado su primer par de alpargatas.

Las marchas, en algunos días casi de diez leguas, con la mochila a cuestas, con el uniforme de rayadillo que se pegaba hasta entumecer los movimientos, las inmisericordes lluvias aparecidas de la nada, los pestilentes ríos y pantanos que habían de cruzar, comenzaron a corearle a los novatos que para alcanzar la gloria militar primero conviene penar.

A Miguel la gloria le daba igual: necesitaba alpargatas nuevas.

Problemas de intendencia le obligaron a caminar casi descalzo durante dos días.

Con el uniforme no había problemas.

Era tan vasto que ningún cristiano sobre la tierra era capaz de destrozarlo.

Los tres primeros fueron de rumores.

Pero allí el único rumor cierto era el del mar, aquel coloso que contribuía a humedecer aún más el ambiente.

Las noticias que referían emboscadas en Cienfuegos y Siboney acabaron con todos los sueños de paz.

Durante aquellos tres primeros meses, la fatiga era tanta que la culebra parecía haberse ido para siempre, quizás al barrio de los callados, como lo llamaba padre.

Miguel, sin embargo, prefería las marchas, de polvo y hambre, entre árboles jamás soñados, entre el fango de la manigua próxima a La Habana, a las guardias eternas del destacamento de la Víbora.

Las historias, rumores o no, que circulaban sobre lo ocurrido a algunos centinelas convertían la culebra en una víbora enorme y de gran apetito.

-Fuera de la ciudad, no controlamos más que el suelo que pisamos. El que se extravíe, que Dios le acompañe por que buena falta le va a hacer.

Márquez, como casi todos, murió de la fiebre.

En su delirio, creía ver a su madre. Las convulsiones que sufrió, al final, le levantaban dos palmos sobre el catre.

Miguel sintió tristeza cuando enterraron a Márquez: le apreciaba pese a sus palabras hirientes, afiladas, pues fue él quien le dio el consejo más sabio.

-En las marchas, Criado, nunca te rezagues. Ellos atacan siempre primero por detrás.

Miguel nunca entendió el especial efecto de Márquez hacia él, pero nunca iba a olvidarle.

De aquella primera emboscada, hija de la noche, llegada cuando la manigua es un inmenso animal agazapado, Miguel apenas recordaba nada.

Rogaba a su memoria que le devolviera aquel recuerdo, pero ésta sólo le enviaba imágenes estáticas.

Primero, un inmenso alarido.

Después sombras, algo más oscuras que las otras, que se movían, gruñían y se abalanzaban.

Un grito: Marcos, el toledano, que cae con un brazo ensangrentado.

Otra imagen: Tomás, sevillano como él, sólo que de Villanueva, que dispara a la noche.

Después la oscuridad.

Quedó el silencio, hiriente.

Una muda cortina que fue rasgada por los incontenibles gritos de Villanueva, que dispara a la noche.

Después la oscuridad.                                                                                                       

Quedó el silencio, hiriente.

Una muda cortina que fue rasgada por los incontenibles ayes de Marcos, que miraba con las pupilas como brasas aquel muñón.

Miguel había seguido el consejo de Márquez.

Marcos se desangró camino de La Víbora.

El torniquete no sirvió de nada.

Miguel recordó, con media sonrisa naciéndole en su rostro, que aquella noche hizo su única rogativa a Dios.

Al menos, la única que recuerda haber hecho en aquella isla de la fiebre: si no había de salir de allí, al menos que su final llegara en una emboscada.

El vapor alemán de nombre imposible entraba ya en el puerto de Valencia.

Un rumor crecía y crecía a medida que aquel mercante, donde había realizado aquella eterna travesía, se aproximaba al muelle.

Había mucha gente esperando aquel barco: eran los últimos repatriados.

No pudo reprimir, ante aquella bandada de pañuelos blancos, entre aquella orquesta de gritos sollozos, ante aquel baile de abrazos, que cierta emoción embriagaba sus cansados ojos.

Y eso que él, precisamente, no era lo que se dice muy expresivo, hecho que Guadi le reprochaba a menudo.

Pero en Cuba aprendió a llorar.

Miguel se escurrió entre aquel gentío como una culebra entre las piedras cubiertas de verdín del arroyo de Guaditoca, aquel reguerito que visitaba todos los años dos veces, en abril y septiembre, cuando se celebraban las dos romerías con las que su pueblo honraba a su patrona.

La Virgen de Guaditoca.

Le había ayudado, sin duda.

Pero, siendo devoto como era, él tenía otra Guaditoca en su cabeza.
La mujer que, dentro de muy poco, si la fiebre no acababa antes con él, iba a compartir ya todos los días de su vida.

Por que pensaba casarse con ella en cuanto encontrase acomodo en cualquier cortijo.

Revives se le había perdido.

Apretó entre sus manos el pase del ejército que le permitiría marchar en tren hasta Sevilla.

Revives…

Con éºl visitó La Habana en el primer permiso que disfrutaron.

De La Habana le habían dicho dos cosas; que la ciudad era muy señorial y que sus mujeres eran muy hermosas.

Las dos eran ciertas.

Eran hermosas aquellas mulatas de rasgos acentuados, pero de ojos tristes y cansados con las que los soldados se desahogaban.

También las mujeres e hijas de los funcionarios españoles.

Y las hijas y mujeres de los criollos.

Era como si aquella isla de fiebre, por alguna extraña razón, sólo aceptara cobijar mujeres hermosas.

O como si el viento fuera moldeándose a todas a su gusto.

Algo había en aquella isla que las esculpía, ya en bronce, ya en marfil, de manera perfecta.

La primera vez que Miguel vio una mulata estuvo un cuarto de hora mirándola sin decir ni pío.

Luego, claro, se acostumbró.

Uno se acostumbra a todo.

Aquellas mujeres…

A Miguel no le importaba que no sintiera afecto por ellos. Había criollos de doble juego, funcionarios cobardes y españoles crueles.

Él lo vio en alguno de los campos de concentración donde tambien tuvo que prestar algún que otro servicio de vigilancia.

El hambre.

La muerte.

Se paseaba a diario.

Aquello no estaba bien.

Los rebeldes podían ser sanguinarios, pero era su gente.

Los ojos…

Recordó los ojos de aquella muchacha de La Habana, apenas una niña.

Vio sus ojos reflejados en los de él.

Vio el mismo cansancio y la misma tristeza.

-Tú tienes cara de buena persona.

A aquella muchacha nunca la quiso.

Pero aquellos ojos, negros, reclamaban una caricia, una sonrisa, una palabra cariñosa, una mano amiga.

Aquellos ojos, negros, los recordaría durante toda su vida.

Una vida que deseaba larga, siempre y cuando la fiebre se lo permitiera.

La fiebre.

Llegó a los catorce meses de llegar a aquella isla de fiebre, dos días después de que aquel acorazado americano saltase por los aires.

Durante una patrulla por la costa.

Ya en las calles de Valencia, camino de la estación, tuvo que pararse.

Igual que en aquella marcha.

Le dolían las piernas y un velo de sudor, que quemaba, anegaba su frente.

Necesitaba descansar.

Se sentó en la calle, junto a la puerta de los que parecía un postigo con los codos sobre las rodillas, frotándose las sienes de manera frenética.

Así se calmaba.

Mientras luchaba contra la nueva embestida, se acordó del acorazado.

Todavía recordaba aquellas dos explosiones.

Él no lo supo entonces, pero era el principio del fin: de haberlo sabido, hubiera saltado de alegría.

Estaba de centinela en aquel desgraciado destacamento de La Víbora.

Un nombre apropiado.

Por que allí lo que se respiraba era veneno. No lo supo entonces, pero aquello significaba la guerra.

Con América.

Con los codos apoyados sobre las rodillas y respirando de manera profunda. Miguel esbozó una mueca que aspiraba a sonrisa: en verdad que era un ignorante.

Una incesante batería de bulos siguió a la explosión del acorazado americano.

-Paludismo.

Así de tajante fue el médico que iba a La Víbora tres veces por semana para atender a la tropa.

Le temblaba todo el cuerpo y le castañeteaban los dientes.

Luego estaban los vómitos.

Aquellos vómitos en los que parecía que se le iba a escapar el alma.

-Ha habido suerte, soldado. Es paludismo, pero estamos a tiempo. Hoy día la quinina amarga es muy eficaz. Sobrevivirás si no hay complicaciones. Que no tengas temblores y fiebre, de manera periódica, el resto de tus días es algo que no te garantizo. Pero si hubiera sido el vómito negro o la fiebre amarilla ya estaríamos preparándote el sudario.

Entre aquel frío, al que se seguía un calor abrasador, entre espasmos y dolores de cabeza, entre ardores, Miguel no tuvo más remedio que pensar, después de todos, que era una persona afortunada.

En el barracón, que no era sino un pequeño hospital, pues los soldados que se enfermaban eran cada día más, Miguel pasó tres semanas de convalecencia.

Con la explosión llegó el bloqueo, con el bloqueo, la escasez, con la escasez, el hambre.

Hasta entonces, la comida, mejor o peor, no había faltado.

Pero llegó el bloqueo con su machete, y a las dos semanas, un huevo costaba ya media peseta.

Y así, todo lo demás.

En abril, llegó la orden.

El general Blanco decretaba estado de guerra en toda la isla.

La gente comenzó a murmurar.

-Los americanos ya vienen. Van a invadir la isla.

La escuadra del almirante Cervera no daba señales de vida.

-No vendrá.

Tomé, el madrileño, barbero, era uno de los principales portadores de noticias.

En ocasiones, simples bulos.

Pero no siempre.

-Cervera no quiere venir.

– ¿Por qué?

-Porque dice que no tiene nada que hacer contra la marina americana.

-Cervera es un cobarde.

-Cervera es sensato.

Había pareceres para todos los gustos.

Lo único cierto, en aquellos días, es que las raciones escaseaban.

Cada vez más.

La carne era ya un recuerdo.

Y la leche.

Sólo había rancho oscuro como los ríos de la manigua.

Decían que era arroz.

Cuando se salía de patrulla, un día sí y otro no, la ración se limitaba a cuatro galletas negras que había que partir con la culata del máuser, el nuevo fusil de repetición que había sustituido al viejo mosquetón desde primeros de aquel año de 1898.

No era extraño, en los escasos descansos de las marchas, ver a los soldados buscar hierbas y raíces con las que engañar al feroz inquilino que se había instalado en sus estómagos.

No era extraño, tampoco, que muchos soldados se intoxicaran.

Sentado en un banco de la estación, escoltado por un mercado de gritos y juramentos de todos los acentos y tonos, Miguel se frotaba los ojos.

Sueño.

-Morirse no es fácil.

Era algo que repetía, una y otra vez, Revives.

Podía tener razón.

Pero ocho meses atrás, en mayo, eso nunca lo olvidaría, no pensó lo mismo.

En una de las patrullas, en plena selva, vio o adivinó el rostro de la muerte.

Tenía la mirada de un rebelde.

De un rebelde negro como la noche y alto como una encina.

Apareció, junto a los suyos, como siempre, de noche.

Y como siempre, por la retaguardia.

En un par de minutos destrozaron la mitad de la columna.

Había luna, pero la culebra nubla la vista.

Sólo adivinaba que, a veces, veloces sombras ocultaban los claros que la luz de aquella luna tropical recortaba entre la espesura.

Pero oyó.

Sí, oyó.

Un aliento en su nuca.

No lo sintió, lo oyó: se dio la vuelta; cerró los ojos; gritó; apretó el gatillo del máuser; vio a su padre; le hablaba.

-Volverás.

Vio a Guadi: lloraba.

Oyó un grito ahogado.

Abrió los ojos.

Humo.

Le envolvía.

De manera frenética, se llevó la mano a la garganta.

Nada.

Entera.

Los gritos del sargento, que les ordenaba reagruparse, sacaron a Miguel de aquella vigilia que muy bien pudo ser eterna.

-No es tan fácil morirse.

No había llegado a ver el rostro del enemigo.

Y eso era una suerte.

Se marchó sin la certeza de que hubiera matado a aquella sombra de afilado machete.

Por suerte, tenía mala puntería.

Pese a haber nacido en un pueblo de cazadores.

¿Derrota?

Era una palabra que a Miguel Criado Rosa, a sus veintidós años, no le decía nada.

Él marchó a aquella isla de fiebre.

Sobrevivió.

Volvió.

Nadie, salvo disparar mal, podía echarle nada en cara.

Pero tampoco la armada de Cervera llegó a disparar nunca.

Tenía la conciencia ligera.

-Criado, te creíamos perdido.

Revives le puso la mano en el hombro.

-Estaba aquí. Descansaba.

-Pronto descansaremos de verdad.

Descansar.

Era una forma de decirlo.

Tres meses de licencia, otros tres más de servicio, pero esta vez cerca de casa, en Carmona o Osuna, y, de nuevo, y ya para siempre, a Guadalcanal.

Con los suyos.

Con Guadi.

Descansar.

Puede.

Llegará el campo con su látigo, la escarcha de noviembre entre los olivos, la lluvia de marzo y el dolor de los huesos.

Y, además, estaba la fiebre.

La fiebre, su medalla de la virgen, y un hatillo con una muda vieja.

Eso era todo cuanto llevaba de regreso a su pueblo.

Pero Guadi le esperaba.

Descansar…

Tras dos años de navegación en aquella isla enferma, poblada de enfermos, hambrientos y fantasmas sin siquiera alpargatas, cualquier cosa podía entenderse como un descanso.

Aunque todas las noches de su vida, al cerrar los ojos, viera o intuyera aquella gigantesca sombra con su machete.

¿Derrota?

No: fiebre.

JESÚS RUBIO VILLAVERDE

Primavera de 1998

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