GUSTAVO

Fachada casa natal de López de Ayala

GUSTAVO

Novela semi-inédita de Adelardo López de Ayala, publicada por primera vez en 1908.

Prólogo de la presente segunda edición

         En su faceta literaria Adelardo López de Ayala, es conocido como poeta y autor dramático. Sin embargo, como saben los especialistas en literatura del siglo XIX, en 1852, cuando solo contaba 24 años, escribió la novela que hoy prologamos, que jamás ha sido editada como texto impreso para venta en librerías. El motivo de ello fue que fue rechazada por la Censura, por los motivos que aparecen debidamente explicados por el autor de la primera edición, aparecida a principios del S. XX en el Tomo XIX de la Revue Hispanique, (1894-1933) fundada por el prestigioso hispanista francés Raymond Fouché-Delbosc (1864-1929). El prólogo de la primera edición, de autor más cualificado que el de la presente, es suficientemente ilustrativo del carácter de la obra y de las circunstancias que concurrieron para el rechazo por la Censura. Comprenderá el posible lector que, teniendo en cuenta las anteriores circunstancias, me atreva a calificar el texto de esta novela como semi-inédito. Prólogo del autor de la primera edición de 1908.

GUSTAVO

Novela inédita de Adelardo López de Ayala

En la página 310, de su traducción castellana de la Historia de la literatura española del Sr. D. J. FitzMaurice-Kelly[1] D. Adolfo Bonilla y San Martín escribe: «Hay un aspecto de la personalidad literaria de Ayala completamente desconocido: nos referimos a Ayala considerado como novelista. Entre los papeles del insigne dramaturgo que han llegado a mis manos, conservo una primera parte de cierta novela inédita del mismo, titulada: Gustavo, novela original. Son 236 cuartillas autógrafas. No creo llegase a escribir Ayala la segunda parte, por las dificultades que hubo de hallar la publicación de la primera. En efecto, a la vuelta de la cuartilla 256 está la siguiente nota, de puño y letra del Cen­sor: Censura de novelas. — Madrid, 27 de Mayo de 1852. — Se prohíbe la publicación de esta novela. — José Antonio Muratori .La obra se divide en diez y seis capítulos, y está escrita en estilo elegante, severo y armonioso».

Por azares de la suerte, es hoy de mi propiedad la novela a que se refiere la mencionada nota. Me decido a publicarla, teniendo en cuenta, no sólo su mérito literario, sino también el hecho de que da a conocer una fase, total­mente ignorada hasta el presente, del gran dramaturgo Adelardo López de Ayala (1828-1869).

Consta el manuscrito de 256 cuartillas autógrafas, que miden, por término medio, 145 mm x 211 mm, de caja de escritura. Hay algunas palabras tachadas, que indicamos en notas. En el ángulo superior de la derecha de la 1ª cuar­tilla, se leen estas líneas

Gustavo

Novela original,

Tomo primero.

Advertencia:

Donde dice: el poeta, léase el artista o el compositor.

Al respaldo de la cuartilla 236, se lee, de distinta letra, esta nota:

«Censura de novelas.

Madrid, 27 de Mayo de 1852

Se prohíbe la publicación de esta novela.

José Antonio Muratori»

* * *

La prohibición del Censor, dado el carácter de la época, se explica por el atrevimiento de algunas escenas de la obra. Desanimado por el obstáculo, Ayala, probablemente, no pensó en terminarla, y más tarde, los pudibundos editores de la colección de Obras la colección de Obra[2] del autor de Consuelo en la colección de escritores castellanos, si de la novela tuvieron noticia no creyeron conveniente publicarla.  

      La corrección propuesta por Ayala, para sustituir las palabras: el artista o el compositor, dondepuso el poeta, obedeció quizás al deseo de evitar que se tomase por autobiografía (como en parte lo era) lo que pretendía ser únicamente narración novelesca. De todos modos, el tono de sombrío pesimismo que en algunos momentos se advierte en la obra, acomodase admirablemente al carácter de aquella ilustre bohemia literaria que se distinguía en Madrid a mediados del siglo XIX. En este sentido, Gustavoes un documento histórico del mayor interés, aparte de sus condiciones como producción literaria.

Esta obra fue presentada a la Censura en 1852. Tenía entonces Ayala 24 años, y había dado ya a la escena, el año anterior, uno de sus más hermosos dramas Un hombre de Estado. En aquel famoso Parnasillo, del Café del Príncipe, donde solían ir, entre otros, los Fernández Guerra, Bretón de los Herreros, Gil de Zárate, Hartzenbusch, Campoamor, y Cañete (introductor de Ayala), se le auguraba al joven poeta un porvenir envidiable.

Después del periodo de sensiblería cursi que representa en la historia de la novela española el primer tercio del siglo XIX; después de los imitadores de Sir Walter Scott, entre los que sobresale indiscutiblemente Enrique Gil con su Señor de Bembibre, había llegado la influencia de Eugenio Sué, Jorge Sand, Víctor Hugo y Dumas (padre). Al influjo de éstos, y especialmente de Sué, obedecen algunas obras de Antonio Flores (uno de los contertulios del Parnasillo), autor de Fe, Esperanza y Caridad, y de otro amigo de Ayala: Antonio Hurtado, cuya novela Cosas del mundo se publicaba en El Español por los años de 1850. Francisco Navarro Villoslada, que dirigió la segunda época de El Español y que en 1854 había de colaborar con Ayala y con su amigo del alma Emilio (Juan Pascual) Arrieta en El Padre Cobos, rivalizaba en su Doña Blanca de Navarra con el autor de El Señor de Bembibre. Pero Ayala no sentía inclina­ción a la novela histórica, a pesar de haber acudido a la historia para su drama Un Hombre de Estado, sino que prefería el nuevo aspecto social de la corriente francesa. Y a esta tendencia responde, sin duda, la novela que ahora publica­mos, a pesar de la terminante y campanuda prohibición del Censor que estampó su solemne veto al respaldo de la última cuartilla[3].

Antonio Pérez Calamarte[4].

GUSTAVO

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I[5]

Juventud, amor y vino

¡Qué bello, qué delicioso aparece el mundo a los ojos de un joven que por primera vez se enamora y se embriaga! A medida que el Champagne ensancha su corazón y acalora su mente, más dulce y encantadora se le aparece la imagen de la mujer querida y es más profunda el inmenso amor que la profesa. El cielo se esclarece, el horizonte se dilata; la brisa es más suave; los campos más amenos, y de lo más íntimo de su corazón, ebrio de amor y de vino, sale un acento de tiernísima gratitud, que bendice al Creador por haberle colorado en medio del Paraíso, ¡Qué figura tan agradable y simpática la de un joven enamorado y borracho!

Perdonad, queridos lectores, estas reflexiones extravagantes, inspiradas por el bullicioso espectáculo de una brillante y esplendorosa orgía, en que varios jóvenes se han reunido, no como la cansada vejez para olvidar sus penas, sino para celebrar sus placeres y aumentar el estruendo de sus alegrías.

Todos los circunstantes no corresponden exactamente al tipo que con tanta ligereza acabamos de describir; pero uno de ellos, favorecido por las continuas atenciones de todos, es un perfecto modelo de vigorosa juventud y de espontáneo y arrebatado entu­siasmo. Nada revela en su morena y aguileña fisonomía la más ligera huella de esa repugnante gangrena de nuestra presente juventud, la duda y el escepticismo. Su frente lisa, ancha y desembarazada, anuncia la fecundidad de sus pensamientos, y su mirada ardiente y luminosa, demuestra la virginidad de su corazón.

Dos meses apenas se habían cumplido desde el día en que el joven Gustavo había pisado por primera vez la deleitable capital de las Españas. Nacido en un modesto pueblo de la provincia de Castilla la Vieja, había hecho sus primeros estudios artísticos en la antigua y célebre Universidad de Salamanca, ya los 22años se presentaba en la corte, rico de ilusiones, escaso de dinero y autor de una ópera admiración y espanto de cuantas personas habían escuchado sus melodías.

En todas partes la envidia levanta sediciones contra el genio;pero el entusiasmo se encarga de recompensarle generosamente con abundante cosecha de amigos y admiradores. Antiguos condiscípulos de Gustavo, literatos de todas clases, aficionados inteligentes, honrados yricos, de esosquedeseando contribuir eficazmente a los adelantos de las artes no se les ocurre otro medio queemborrachar a los artistas, todos se prestaban sin­ceramente a celebrar el triunfo del nuevo genio.

Ya se habían apurado las doce primera botellas, y el vino, enemigo irreconciliable de las diferencias sociales, a todos los había convertido en verdaderos hermanos; cada uno de los profe­sores concurrentes estaba altamente satisfecho de sí mismo, porque nunca se había creído capaz de tanta sinceridad.

— ¡Brindemos a la salud de la hermosa que reine en el pen­samiento de nuestro Bellini — dijo Moncada, estudiante bullicioso que se enamora perdidamente de la primera mujer que encuentra en la calle, que se dejaría matar por el amigo que hace ocho días aun no le era conocido. y que, sin embargo, hace alarde de escepticismo.

— ¡Brindemos! exclamaron todos. Alzáronse las copas y en la vecina estancia estalló de pronto el armonioso estruendo de una orquesta.

Gustavo levantó su copa, quiso Ilevársela a los labios, y se detuvo un momento: al fin la apuró, pero con tales muestras de indeciso, que cualquiera hubiera conocido que, o no tenía mujer ninguna en quien hacerle aquel obsequio, o que varias se disputaban la preferencia.

— Lo mismo es ocho que ochenta, — dijo Moncada, reparando la indecisión de Gustavo, — aunque para mí no hay más que una mujer en el mundo, que se compone de todas las que he conocido y me faltan que conocer: ¡juro ser un modelo de constancia!

— Así comprendo yo la constancia, repuso Guillermo, estu­diante metafísico y muy dado la explicar absurdos; nadie se ena­mora de una determinada persona, corto dijo no sé quién, sino del amor, y mientras no se averigua de quién es la culpa, si de la mujer, que no sabe seguir agradándonos mucho tiempo, o de nosotros, que no sabemos seguir queriéndola, yo estoy…

Tu estas… dijo Moncada, queriendo acabar la frase de otro.

— Aún no es tiempo: me faltan muchas copas; — y apuró la qué tenía en la mano.

Dividida estaba la concurrencia en diversas secciones, y en cada una de ellas se ventilaban diferentes asuntos. Unos tararea­ban con grande entusiasmo algunos trozos del nuevo spartito: otros escuchaban con interés a un joven condiscípulo de Gus­tavo, que, dándose mucha importancia, les refería algunas insul­sas aventuras de los primeros años del artista:aventuras de que nunca se hubiera acordado el impertinente narrador, si la cele­bridad del protagonista no se las hubiera traído a la memoria.

Gustavo, sentado en medio de sus dos predilectos condiscípulos, Moncada y Guillermo, parecía absorto en profundas medi­taciones sin embargo, Gustavo no meditaba: no hacía otra cosa que fijar su mirada analítica y penetrante en los diferentes cuadros que su exaltada imaginación le ofrecía. Las escenas de su vida de estudiante; las secretas y continuas turbulencias de su ambición de gloria; la prodigalidad con que la suerte parecía satisfacerla; la atmósfera de luz y de perfumes que respiraba de pronto su corazón sediento; todo lanzaba mil diversas imágenes a su desconcertada fantasía, y colocaba al pobre compositor en un estado imposible de describir. Imaginaba que en aquel momento debía ser completamente dichoso, y con ansia de pene­trar todos los secretos del corazón humano, quería, estudiándose a si mimo, formar una idea exacta de la dicha. ¡Pobre muchacho! El ignoraba que el único medio de ser feliz es no pensar en la felicidad; que no hay dicha que después de profundamente analizada lo sea; y que el inundo no puede satisfacer el deseo abrigado por mucho tiempo en el virgen corazón de un niño y en la insaciable mente de un artista. Gustavo, en el seno de sus venturas, se agitaba turbulento y ansioso; el exceso de vida producía en el fondo de su corazón los mismos efectos que suele producir el escepticismo: la ansiedad y el vacío.

— ¡Miserable naturaleza humana! — exclamó para sí, levantándose bruscamente de su asiento; — ¡tan fuerte para el dolor, tan débil para los placeres!

¿Dónde estás, felicidad? ¿Por qué yo no te siento halagar mi mente, ensanchar mi corazón y serpear por mis venas? ¡No hay duda; el hombre sólo es grande sufriendo! Cuando yo sentía todos mis nervios próximos a estallar de rabia y de vio-lenta desesperación, con sólo la idea de que nunca conseguiría mi ambicionada gloria, era más grande y más feliz que lo soy ahora: más grande, porque me sentía capaz de más violentas sensaciones: más feliz, porque el considerar que solamente en los corazones privilegiados se alimentaban mis extraños dolores, halagaba mi orgullo con un placer tan nuevo y tan intenso corto ellos mismos.

Esto diciendo, apuró una copa hasta el fondo.

Moncada, acostumbrado a leer en los expresivos ojos de Gus­tavo, aunque incapaz de adivinar los extravagantes pensamien­tos del artista conoció que distaba mucho de gozar la espon­tánea alegría que en todos los corazones reinaba.

Cogiole del brazo sin hablarle una palabra, y seguidos de Guillermo, atravesaron la sala de la orquesta y se pararon en medio de un elegante salón de descanso.

— ¿Qué nueva impertinencia te se ha ocurrido? — dijo Gustavo sin incomodarse.

—  No se trata de mis impertinencias, — respondió Mon­cada, — sino de que tú pongas en olvido las tuyas; si hoy, que todos mimamos a porfía al niño recién nacido, nos pones esa cara avinagrada y feroce quécara reservas para la noche que te silben?

— Es muy natural, — dijo el metafísico Guillermo, — que cuanto más contento esté un artista, ponga una cara más feroz.

— No entiendo eso.

— Yo te lo explicaré: dejarse arrebatar de la alegría, es pro­pio de almas vulgares: cuanto mayor sea la alegría, más trabajo debe costar el disimulo: este esfuerzo descompone la fisonomía, luego…

— En fin, — Gustavo: ¿de dónde dimana ese aspecto tan melancólico, que no bastan a disiparlo el vino, la música y la amistad? Si amas, no comprendo que ninguna mujer pueda ser esquiva contigo.

— iYo sí! — dijo Guillermo; — es muy natural que una mujer sea más esquiva con el hombre que más le agrada,por muchas razones, pero me contento con deciros seis: la pri­mara, porque existiendo amor en su pecho, temen que la menor demostración venda su secreto, y este temor las hace más retraí­das que si no estuviesen enamoradas. La segunda, porque ellas saben que el desdén las engrandece, y quieren aparecer más grandes a los ojos del hombre que más les agrada. La tercera….

— Suprime las restantes. Dime, Gustavo, ¿es ese el carácter de tu Elena?

— El carácter de Elena no sois vosotros capaces de compren­derlo. Yo voy formando un bajo concepto de mi mismo, porque siento que no hay en mi corazón todo el amor que ella se merece…

— ¿Y en dónde conociste ese serafín?

En Salamanca.

— ¿En Salamanca?

Moncada y Guillermo se miraron con sorpresa y malignidad.

¿Es blanca?

— Sí.

— ¿Ojos negros, lánguidos y suaves?

— Si.

— ¿Cabello negro y rizo…?

— Sí.

— ¿Estatura mediana?

—  Si.

—  ¿Delgada?

—  Sí.

— ¡La misma exclamaron a un tiempo Moncada y Gui­llermo, soltando una carcajada que puso a punto de estallar todos los nervios del espantado artista.

¿Quién es? ¡respondedme!: ¿quién es?

¡La querida de mi catedrático!

¡Moncada!

La burladora de Enrique.

¡Guillermo!

Gustavo, con los ojos desencajados, pálido y temblándole la musculatura de la cara, cogió por las manos a sus dos condiscí­pulos y después de mirarles con fijeza:

¡Si es una broma, — dijo, — os juro por la sombra de mi madre!…

  • ¡Nada de juramentos! — respondió Moncada tranquilamente; — te aseguro, bajo palabra de honor, que de ese nombre y de esas señas…

— ¡Es imposible, imposible!

  • Nada más natural que una mujer perversa aparezca la mejor del mundo una mujer cándida y enamorada, segura de su inocencia, no se cuida de ciertas exterioridades que la malig­nidad del hombre antes las tiene por malicia, que por candi­deces; pero una mujer mala y de talento, puede formarse una idea exacta de la inocencia y representar su papel con más impiedad que la que es inocente de veras. A mí siempre que una mujer me parece buena, saco por consecuencia que debe ser mala; ahora, cuando me parece mala, saco por consecuencia que lo es.

Nunca hablan sido escuchadas de Gustavo las absurdas diser­taciones de Guillermo; sin embargo, como, ahora se trataba de amancillar la virtud de un ángel, todas sus palabras se gravaron profundamente en su corazón. — Estuvo un momento suspenso y como delante de la imagen de Elena, y al fin, sacudiendo bruscamente su cabeza:

  • ¡Oh! ¡no es posible! —exclamó, con íntimo convenci­miento— no creo tampoco que mis mejores amigos, por vía de pasatiempo, se entretengan en atormentarme de esta suerte: todo debe ser hijo de alguna horrible casualidad.
  • Por de pronto, repuso Moncada, te aconsejo que no cierres las puertas a esa ilustre Señora que tan generosamente te ha brindado con su amor

Oyeronse en este momento más estrepitosos los brindis y el estruendo de la orgía. Los dos estudiantes, cogiendo por los brazos a Gustavo:

— Mañana trataremos de este asunto —dijeron, precipitándose con él en medio de sus compañeros.

Gustavo, cuya ausencia ya se había extrañado, fue recibido congrandes voces y algazarapor la acalorada concurrencia.

El pobre compositor retrocedió espantado ante el aspecto atronador y disforme que presentaba el salón. Le hizo el mismo efecto que le haría el verse rodeado de frenéticos principiantes que con destemplados instrumentos le desgarrasen los oídos.         Permanecer allí en el estado en que se encontraba, era un tor­mento espantoso; retroceder, era imposible.

Gustavo tomó el partido más prudente, que fue coger las dos primeras botellas que encontró llenas, y bebérselas de un trago como si fueran una sola copa.

Al cuarto de hora, el noble defensor de Elena lanzaba san­grientos sarcasmos contra su virtud, y forjaba grandes planes de seducción y de escándalo, de que pensaba hacer víctima a su enamorada Condesa.

Vosotras, amables y delicadas lectoras, nunca podréis conocer á fondo el corazón humano, porque nunca habéis asistido a una orgía.

CAPÍTULO II

Los cuatro consejos

Han pasado algunos días después de las escenas que dejamos descritas.

Las sombras que habían engendrado en la mente del artista las imprudentes palabras de sus dos amigos, habíanse desvanecido enteramente ante la victoriosa presencia de Elena. Ni aun quiso pedir explicaciones.

Gustavo estaba persuadido de que Elena era la mujer más digna de ser amada, y su arrogante Condesa la mujer más des­lumbradora del mundo. La idea de ser el dueño de ambos cora­zones, circundaba su frente de una aureola de orgullo y de felicidad. Imaginaba, después de examinar su nueva posición, que debía sercompletamente feliz, y comenzaba a serlo de veras.Una de las cosas que más eficazmente contribuían á su presente dicha, era el recuerdo de la noble sinceridad con que todo el mundo le había manifestado su entusiasmo la referida noche de la orgía. De donde puede colegirse que las dichas no se conocen hasta después de pasadas, ó que las primeras palabras de Gus­tavo sólo manifiestan el indomable orgullo del hombre, que se goza en creerse superior a las felicidades humanas.

Sea de esto lo que quiera, lo cierto y seguro es que nuestro joven, se paseaba por las calles de Madrid con muestras de muy ufano, gallardo y venturoso caballero. El sol iluminaba su alegría, según el hermoso verso de Espronceda. Si al pasar por delante de alguna soberbia fachada, llegaba a sus oídos el armonioso acento de algún piano, él se daba a entender que debía expresar el pensamiento amoroso de la bella que con delicada mano lo pulsaba, y se dejaba enternecer dulcemente por su agradable melodía.

Las aéreas y gentiles mujeres que descendían al Prado en sus gallardas carretelas forradas de seda blanca y arrastradas porfogosos y espumantes corceles, representaban en su mente la ver­dadera imagen de la madre del amor, apareciendo en su concha de plata en medio de las espumas del mar; y finalmente, hasta la inarmónica murga que solía encontrar en las calles, marcaba en su fisonomía la expresión del entusiasmo, la ternura o la ira, según la tocata que sus mugrientos músicos se empeñaban en destrozar, tal era el estado, la exquisita sensibilidad en que sus venturas le habían puesto! ¡Oh breves y venturosos instantes! ¡Quién pudiera haceros eternos sobre la frente del joven Gus­tavo!

 Embebido en éstas y en otras semejantes emociones, después de haber dado algunas vueltas por el Retiro, entró Gustavo en su casa, y paseando tranquilamente por sus dos habitaciones estudiantiles, halló a sus dos predilectos é inseparables amigos. Cruzaron algunas palabras indiferentes, que en nada hacían relación a la contienda de la orgía; pues conociendo ambos el mal efecto que sus palabras habían producido, y teniendo pre­sente que el artista era bastante conocedor del corazón humano para tener a una aventurera por un ángel, convinieron tácitamente en que todo era efecto de una funesta casualidad, y no se volvió a tratar más del asunto.

Gustavo agitó una campanilla y se presentó un criado.

          — Coméis conmigo.

— No; estamos convidados para comer con el diputado de nuestro distrito.

Entonces no insisto, porque nada ganarías en el cambio. Ponte la mesa, muchacho.

  • Sabrás que nos batimos, dijo Moncada.
  • ¿Quiénes?
  • Tú y yo.

— No lo entiendo.

  • Así a lo menos se dice por Madrid.

— Y ¿cuál ha sido la ocasión de esa mentira?

  • Los gritos que tú diste en el salón de descanso y el aspecto desencajado y amenazante que llevabas cuando de nuevo apareciste en la orgía.

— De suerte que todas las gacetillas de la capital hablarán del lance.

  • Indudablemente.
  • La infecundidad de los gacetilleros es el tormento de las personas conocidas.

Ya estaba puesta la mesa, y Gustavo empezó a comer con admirable apetito.

Guillermo, que hace algunos días anda buscando una oca­sión propicia para darle a Gustavo algunos consejos acerca de su nueva posición, juzgó que ninguna era mejor que la pre­sente: el hombre que come no tiene más remedio que escu­char, y el apetito con que Gustavo lo hacía, le prometía a su presunto consejero una atención, si no muy profunda, al menos no interrumpida.

Esto advertido, tomó la mano al razonar de esta manera:

  • Regocijándonos mutuamente, amigo Gustavo, veníamos Moncada y yo al considerar la favorable ocasión que de hacer fortuna te se presenta. Ten presente que sólo una vez se reúnen en la vida las favorables circunstancias que te rodean ya que tu genio ha sabido proporcionártelas, no hagas por donde tú inexperiencia y falta de consejo las pierda. Has dado el primer paso necesario para crearte una buena posición, que es decir a la multitud: «Tened cuenta con que yo resisto y tengo talento». Tiempo es ya, querido Gustavo, de que todas tus acciones sean regidas por un cálculo prudente y un razonable egoísmo. ¡No arrugues la frente!; los aplausos pasan como el humo; las ilusiones se desvanecen, y sólo dejan en el corazón el remordimiento de haberles sacrificado los intereses materiales de la vida

Dos mujeres te aman; dos amigos te quieren: con esto tienes bastante pasto para el corazón: cuantas nuevas relaciones adquieras, que sólo te sirvan para conocer al hombre y adivinar la manera más segura de esclavizarlo, — Repasa de nuevo las obras políticas de los más notables autores: busca una opinión que te sirva de pretexto: hazte diputado: adquiera tanta malicia como talento tienes, y yo te juro que serás ministro. — Sí, Gustavo: la ambición es la pasión más digna del corazón humano. Ella no es otra cosa que la satisfacción de todas las pasiones. — ¿Eres amigo sincero y leal? satisface tu ambición y harás felices a tus amigos-¿Eres amante apasionado? satisface tu ambición; que tu amada te vea en ruedas de marfil y envuelto en seda, y nunca apartará sus ojos de los tuyos. ¿Anhelas gloria? Levántate un pedestal, habla sobre él a la muchedumbre, y serás escuchado con asombro.

Mucho tiempo debió gastar el metafísico Guillermo en confec­cionar tan elocuente discurso. Gustavo se dejó, arrebatar de sus últimas palabras, imaginose ministro, ysiguió comiendo más de prisa.

Moncada, disgustado de los egoístas consejos de su amigo, se levantó de su asiento, diciendo con voz alterada:

— No pretendas arrugar la tersa frente del artista con los siniestros sueños de la ambición. Convengo en que este mundo es  sólo una farsa pasajera; pero en esa farsa hay diferentes papeles, y a mí me gusta más el del hombre que sabe hacerse estimar exclusivamente por su talento. El día que Gustavo se haga ministro, perderá el noble e intenso placer que ahora dis­fruta, el de ver que todo el mundo le aplaude, no movido del interés que envuelven los aplausos que se tributan a un ministro, sino del entusiasmo, de la admiración que inspira su genio. Gustavo, tú has nacido para dominar a la muchedumbre, y es más noble y generoso que la domines con la frente ceñida de una corona de laurel, que de una de oro.

El discurso de Moncada, como era improvisado, no pudo ser ni tan razonado ni tan largo como el de Guillermo. Sin embargo, también produjo su efecto; Gustavo, dejando en el plato el centro de un pastelillo que iba a meterse en la boca, levantó la cabeza entusiasmado, y fijó su mirada penetrante en un retrato de Bellini, que se ostentaba en el testero de la sala, Quiso hablar, pero había comido mucho y estaba poco inspirado; y no ocurriéndosele nada digno de los discursos anteriores, dio a entender el efecto que le habían producido, permaneciendo un rato suspenso y silencioso. Los dos oradores quedaron muy satisfechos de sí mismos; semejantes en esto a la mayor parte de los que aconsejan, que antes vierten sus máximas por que sean escuchadas, que por que sean seguidas, y más atentos a ostentar su superioridad, que a corregir los defectos del aconsejado.

En esto dieron las seis, hora a que estaban citados Guillermo y Moncada: los tres amigos se pusieron en la calle, separándose al poco tiempo, Gustavo con dirección al café Suizo, y sus dos condiscípulos a la calle del Príncipe, donde su diputado los aguardaba.

Al entrar en el café, se encontró Gustavo con el conde de San Román. Ya daremos algunas explicaciones acerca de este perso­naje: bástenos saber por ahora que los dos se saludaron muy cariñosamente y como dando a entender que si bien hacía poco tiempo que se conocían, cada uno ele ellos había formado empeño en ser amigo del otro.

— Si la natural agitación en que deben tenerle sus muchos aplausos, no le sirviera de disculpa, tendría motivo para acusarle de olvidar con facilidad a sus amigos.

— Me creo con derecho para dirigirle a Vd. la misma acusación, Sr.Conde.

— Dos veces he estado en su casa, ¿su gloria y sus amores no le dejan espacio ni aun para leer las tarjetas de los amigos?

  • ¡Tanto honor!
  • El genio siempre es buscado,
  • La juventud es siempre animada por el talento.

Durante este corto dialogo, el Conde había conducido a Gus­tavo a una de las últimas habitaciones del café: tomaron asiento en una mesa de las más apartadas, y permanecieron un instante silenciosos. Un mozo se les puso delante: «lo de siempre» dijeron los dos, más bien por señas que por palabras; volvió a conti­nuar el mismo embarazoso silencio, propio de dos personas que se han impuesto la obligación de no decirse vulgaridades y que de pronto no les ocurre ningún asunto importante de qué tratar.

— Y bien, Gustavo: ¿que le parece: a Vd. el mundo, contem­plado al través del prisma que las circunstancias tan puesto delante de sus ojos?

— Mientras no me falten amigos que con su noble afecto me animen, fuera un ingrato si no me creyera en medio del paraíso.

— ¡Juventud y genio! ¡Oh! ¡Cuánto os envidio, amigo Gus­tavo! ¡Quién poseyera un corazón tan virgen como el suyo, para tener el placer de destrozarlo de nuevo!

Gustavo contempló al Conde con sorpresa, y le siguió escu­chando con más atención

— ¡Grandes días le aguardan de amores y de felicidad! Va Vd. a verse rodeado de las mujeres más encantadoras del mundo. Aproveche Vd. los momentos, amigo mío. Todos los instantes de la vida pueden igualmente aprovecharse en beneficio de la virtud: los instantes del placer son breves; huyen y nunca vuelven.

Gustavo redobló su atención.

  • Nada de cálculos ambiciosos, nada de trabas de ninguna especie; no le quite Vd. a la juventud el don que la hace más encantadora, la libertad. Desde luego que uno se sujeta a más proyectos ambiciosos, a la moral o a la virtud, no parece sino que entra de soldado en una compañía o de fraile en un con­vento, donde tiene que vivir según reglas establecidas por otros hombres antes de que él naciera: ¡vergonzosa esclavitud, indigna de un alma joven y valiente! Por eso me ha gustado á mi siempre el libertinaje, porque es la única vida independiente y libre, vida que uno mismo se crea sin tener en cuenta para nada lo que han establecido los demás hombres, ni lo que piensa la estúpida multitud. ¡O Gustavo! El amor abre de repenteante tus ojos las puertas de marfil de sus cien jardines, poblados de bosques silenciosos y umbríos, mecidos por la brisa embalsa­mada, regados por fuentes de mármol y alumbrados por la melancólica luna. Hallarás mujeres encantadoras, que se dejarán gustosas destrozar el alma, con tal que les consagres una melodía en tus óperas o un remordimiento en tu corazón; otras, que arrebatadas de una mezcla incomprensible de violenta lascivia y de sublime espiritualidad, estamparan frenéticas sus rosados labios en tu frente, queriendo con el estruendo de sus besos des­pertar en tu mente nuevos y vigorosos pensamientos. Otras, ¡oh Gustavo! ¡Gustavo! ¡Quién tuviera otro corazón que entregarles!…

No era menester tanto para acalorar la exaltable imaginación de Gustavo; sus ojos lanzaban rayos de inspiración; no ya sueños de ambición y de gloria, sino la imagen de Lovelace y Tenorio dominaba su fantasía: ansiaba en aquel momento ser el protagonista de mil dramas desgarradores, y su sangre juvenil latía alborotada y sedienta de impuros y deshonestos placeres. ¡Pobre joven! Creyéndose el hombre más independiente del mundo, se hacía esclavo del primero que exaltaba su imagina­ción.

A poco sonó un reloj del café, y los dos amigos se separaron.

Quisiera Gustavo verse en aquel momento delante de la Con­desa, pero recordando que hacía dos días que no visitaba a Elena, mudó de propósito y se encaminó a la casa de la segunda.

Además, deseaba tener una escena dramática con su deslum­brante Señora, y quería meditar despacio los resortes de que había de valerse.

Las palabras del Conde no dejaban de resonar en sus oídos particularmente aquello de «Todos los instantes de la vida pueden igualmente aprovecharse en beneficio de la virtud; los instantes del placer son breves: huyen y nunca vuelven», le pareció de perlas, y pensó decírselo a la primera mujer que se encontrara.

En esto llegó a la casa de Elena. Tiró de la campanilla; abrie­ronle la puerta y sin preguntar por nadie entró en la sala.

Figúrese el lector una sala bastante espaciosa y adornada con más elegancia que lujo. El suelo está cubierto de una delicada estera de junco.

Las flores de los fanales, y algunos retratos de familia sacados en miniatura, recuerdan la habilidad de las lindas manos de Elena. A la izquierda hay dos anchos balcones, cuyas puertas estar cubiertas de pabellones blancos y encarnados: los visillos que cubren los cristales, son chinescos, y dando paso a la luz, dibujan en la fachada de enfrente sus caprichosas labores.

En el espacio que media entre los dos balcones, hay una mesa cubierta de mil juguetes de China y de preciosas conchas y caracoles de América. Sobre esta mesa está colocado el bellísimo retrato de una niña, que empieza a ser mujer sin dejar de ser Ángel.

En el testero de enfrente hay blando sofá, rodeado de cuatro elegantes butacas: sobre todo se ostenta una bellísima copia del pasmo de Sicilia, y varios otros cuadros religiosos cubren el resto de lasparedes, que, vestidas de un papel rojo, bordado de grandesramos negros, e imitando perfectamente el relieve del terciopelo, reflejaba sobre los objetos una luz indecisa y agradable.

Gustavo miró en torno suyo, y hallándose solo se dirigió al gabinete inmediato. Dio en la puerta dos golpecitos para anun­ciarse.

—¡Adelante!, dijo la conocida voz del tutor de Elena.

Gustavo se halló en un gabinete sencillo, adornado con dos estantes de libros y varios mapas. El tutor escribía delante de su bufete,

—iTú por acá, Gustavo! dijo el tutor soltando la pluma, quitándose los anteojos y alargándole la mano:

—¿Tanto tiempo hace ya que no nos vemos, mi querido papá?

El tutor de Elena había sido condiscípulo del padre de Gus­tavo: vivía en Salamanca con su pupila, cuando Gustavo empezó a estudiar filosofía en aquella universidad. Como era natural, su padre lo recomendó eficazmente a su antiguo amigo: éste cumplió tan bien con su encargo, que el bondadoso artista no sabiendo de que manera recompensarle, le llamaba padre: apoco murió el suyo verdadero, ysentía un placer melancólico en darle este nombre al que fue su mejor amigo.

— ¡Ese es un nuevo ultraje! —respondió el tutor a las últi­mas palabras de Gustavo— estar sin vernos dos días y parecerle poco tiempo

— ¿Y mi hermanita?

— Si ¡contenta tendrás a tu hermanita! ¿No la has visto en la sala?

— No, Señor.

— Pues ya vendrá. Siéntate. No te pido cuentas del tiempo que hace que no nos vemos, ni te doy quejas; porque yo conozco tu genio bondadoso, y esto sería obligar a que nos visitaras dia­riamente, lo que en estas circunstancias te sería molesto, y tanto tu hermanita como yo sufriríamos mucho al ver que nos visitaba por bondad, quien siempre nos ha visitado por cariño.

  • ¿Merezco tanta crueldad? ¿No es disculpa…?
  • Sí; ¡no hablemos más de ello… pero esta es la primera vez que te veo buscar disculpas…! ¡si vieras que mal efecto me hace! —dijo el tutor enternecido y no pudiendo a pesar suyo pasar ligeramente sobre un asunto que era para él harto interesante. Comprendió Gustavo que el enternecimiento del anciano por causa tan leve, no era nacido de lo que había pasado, sino un triste presagio del porvenir. Gustavo recordó que efectivamente había vivido dos días completamente olvidado de aquella familia que siempre había sido la suya «¿qué vida, dijo para sí, es la que me aguarda, cual es el fin que en ella me espera, cuando empieza por robarme los afectos más nobles de mi corazón?».

          Esta reflexión cubrió de un tinte melancólico la frente del artista. Llegose al tutor, y tomándole la mano, le dijo con cierta solemnidad:

  • Padre, por Dios, respóndame Vd. la verdad de lo que voy a preguntarle: ¿cree Vd. posible que yo deje de ser lo que siem­pre he sido? Vd., que ha estudiado mi carácter ¿no encuentra en él algo que le convenza de que es imposible que mi corazón se mude?

          Al decir esto Gustavo, se marcaba en su fisonomía un temor tan grande de ser malo, que el tutor, ya repuesto y seguro, se apresuró a tranquilizarlo:

— Sosiégate, Gustavo: efectivamente, hay en tu alma una ten­dencia al bien tan constante e irresistible, que ella espero que en las mayores tempestades sabrá sacarte a puerto seguro. Sin embargo, es preciso no descuidarse; y ahora mucho menos. Así como hay ocasiones en que los poros están abiertos y las enfer­medades físicas se adquieren con más facilidad, de la misma manera en algunas ocasiones de la vida, abierta el alma a toda clase de sensaciones, puede recibir heridas incurables que deciden de la existencia del hombre. Tu corazón es bueno; pero es muy exaltable tu fantasía, y una imaginación grande es una eterna tendencia a la desorganización. Examina bien las nuevas perso­nas que te rodean antes de hacerlas dueños de tu afecto: mira que todo ha de parecerte ahora bello, y poner el cariño en una persona indigna, no es solo sufrir un desengaño, sino concebir la duda, enfriar el corazón y cerrarse la puerta a todos los nobles afectos; si; ¡una vez concebida la duda por uno de esos hombres que se gozan en analizar el corazón humano, no se desvanece jamás¡ Perdona si me atrevo al darte consejos: tú tienes más talento que yo: si los acontecimientos de la vida se presentasen juntos, bastaría una mirada tuya para comprenderlos todos; pero como esto no sucede así, siempre el talento deberá escuchar la voz de la experiencia. Examina muy detenidamente la persona de quien vayas a recibir beneficios; no te ofendas; un corazón generoso admite favores con facilidad, porque no le asusta la idea de recompen­sarlos; pero ten entendido que a todos los hombres se les pue­den hacer beneficios, pero de muy pocos se pueden recibir. Finalmente, Gustavo, ten presente que la fortuna todo lo gobierna a su despótico arbitrio; sobre todo ejerce su imperio; puede hacer a los hombres más opulentos o más pobres; pero nunca podrá destruir la paz imperturbable que reina en el corazón del hombre que siempre ha sido honrado.

Gustavo, profundamente conmovido por las palabras del viejo, recordó el discurso del Conde y avergonzose del buen efecto que le había producido. La imagen de Séneca y de Catón cruzó por su mente.

El tutor quedó, muy satisfecho del buen resultado de sus con­sejos. El pobre ignoraba que también quedaron satisfechos Gui­llermo, Moncada y el Conde.

En este momento se dejaron oír en la vecina sala las blandas pisadas de Elena. El tutor tomó la pluma, como para advertirle a Gustavo que podía salir a recibir a su hermanita y aun hablar con ella en la sala.

Así lo comprendió Gustavo, y así lo hizo.

CAPÍTULO III

Elena

…. Su alegría,

es el nacer del Sol; si mira triste,

es la tristeza, con que muere el día.

(Selgas.)

Antes de haber escuchado los saludables consejos del Tutor, con mucho recelo se hubiera presentado Gustavo delante de Elena, temeroso de que hubiera conocido en sus ojos la verdadera causa de su ausencia, y aunque él todavía no sabía darse cuenta de cuál había sido, por el conato que instintivamente ponía en ocultarla, debemos sospechar que no era muy buena. Pero se hallaba en este momento tan poseído de las sublimes máximas del tutor que conociendo que en su flexible fisonomía debía reflejarse lo que pasaba en su alma, no temía ya la mirada de la niña, esa terrible mirada de la mujer que nos ama y que lee en nuestros ojos el secreto más íntimo del corazón.

Ostentando en su frente los nobles sentimientos que le domi­naban, como pudiera una corona de laurel, se adelantó Gustavo a recibir á su hermanita, como él solía llamarla.

— ¡Perdón, Elena!: —la dijo, tomándole cariñosamente la mano.

— Mal empiezas, Gustavo; —respondió la niña, sonriendo con tristeza y dulzura— pues tu primera palabra indica que me has ofendido.

— ¡Ofenderte, Elena! ¡Grande deberá ser el castigo del que te ofenda!

— Mal demuestras que así lo crees, cuando tan poco cuidado pones en evitarlo. En fin, siéntate, si es que no estás deprisa.

Estas últimas palabras, después de dos días de ausencia, encer­raban toda la crueldad de que era capaz el corazón de Elena.

Sentaronse los dos: Elena en el sofá y Gustavo en la butaca más inmediata.

Reinó un momento de silencio, que entristeció profundamente el corazón de Elena. «Gustavo no sabía qué decirla»; esta idea helaba la sangre de la joven.

Mil veces en Salamanca había presenciado tranquila las profundas y silenciosas meditaciones de Gustavo: «Después me dirá lo que piensa», solía decirse; y halagaba dulcemente su orgullo el considerar que a su presencia concibiese el artista sus mejores pensamientos.

Hoy le observaba pensativo, y la pobre niña no se atrevía a preguntarle cuál era el objeto de sus meditaciones.          «Rompiose la celeste armonía que reinaba en nuestras almas, y Gustavo y yo ya no somos una misma cosa», dijo para sí, apoyando sobre una mano su cabeza, llena de melancólica hermosura.

Gustavo quería consolarla, pero era incapaz de mentir, y no podía pronunciar la palabra que Elena necesitaba para salir de su profunda tristeza,

Gustavo nunca había amado a Elena; si acaso, la había querido como a una hermana. La conoció antes de ser célebre, y entonces era imposible que él hubiese amado a ninguna mujer. Explica­remos esto. El hombre que ha concebido la ambición de la gloria, no puede concebir ninguna otra pasión secundaria; la satisfacción de todas la remite al día en que consiga satisfacer la principal; no quiere entonces exigir el amor de ninguna mujer, por que se figura que no ha de inspirarlo tan intenso, tan entusiasta, tan sublime, como el día que lo exija con la frente ceñida de lau­reles; se le figura que entonces no existe o consiste, sino que está traba­jando para nacer, y no quiere gastar su corazón, para entregarlo virgen a las grandes emociones que su gloria satisfecha ha de proporcionarle. Nunca Gustavo hubiera sentido dentro de su alma melodías tan dulces y melancólicas, si antes no hubiera conocido el sublime carácter de Elena. No puede un genio, por inspirado que sea, conocer en la soledad ypor sí solo el corazón humano. Elena era un libro precioso donde el artista leía diariamente todos los misterios, todos los encantos, toda la gran­deza de un alma sublime y enamorada; muchos cantos, de su ópera no eran otra cosa que la sencilla expresión de los senti­mientos de Elena: todo su mérito consistía en haber sabido interpretar sus miradas; pero el insolente artista imaginaba que todos sus pensamientos eran hijos exclusivamente de su genio, y que Elena no era más que la casualidad que se los desarrollaba.

Así un pintor, al acabar de trasladar al lienzo la dulce y consoladora imagen de una virgen, en vez de adorar a la mujer que le sirvió de modelo, se enamora exclusivamente de la pin­tura.

Por otra parte, Gustavo entraba por primera vez en Madrid: su imaginación se había desencadenado, y su ambición de gloria empezaba a satisfacerse, y él necesitaba representar en una mujer los encantos y turbulencias de su nueva vida. La modesta Elena no podía representar este papel.

Porque ¡cuán diferente era el amor de la joven!; Si Elena hubiera conocido a Gustavo después de haber adquirido la gloria que ya le circundaba, le hubiese admirado en el fondo de su corazón, pero su natural modestia le hubiera impedido el amarlo; le conoció niño, y aunque desde luego presintió su gran­deza, entonces no le espantaba, porque Gustavo se la hacía comunicable con la espontaneidad del niño.

Aquella mezcla encantadora de mancebo candoroso y de hombre grande, despertó exclusivamente para el amor toda la adormecida existencia de la niña; después de conocer a Gustavo, delante de otra cualquier persona sentía muerta la mayor parte de su alma; sólo la luminosa mirada del compositor poeta, que siempre revelaba algún grande pensamiento, lograba infundirle vida. Lapeligrosa franqueza con que Gustavo le comunicaba sus gran­diosos planes, exaltaba su virgen imaginación con las más dulces esperanzas, y lejos de despertar su orgullo, manifestándole que ella era capaz de comprender sus grandes pensamientos, sólo en ella veía una muestra de la bondad y modestia de su amante; nuevo encanto que acrecentaba su amor. Elena se juzgó amada.

Ella había visto un lindísimo cuadro que representaba un soberbio león a quien Cupido conducía a su antojo, sin otro freno que una hebra de seda. La idea de que ella representaría en la brillante existencia del compositor poeta el papel del niño alado, inundaba sus ojos en lágrimas de ternura, de amor y felicidad.

Finalmente, acostumbrada a vivir delante de los ojos de su amante, el día que de ella los apartara, no sabría la pobre niña para qué pudiera servirle la existencia.

Pocos meses antes de salir Gustavo de Salamanca, murió una anciana que había servido de aya a Elena: su tutor, con el pretexto de aliviarla de la grave melancolía que esta desgracia le había producido, vino a establecerse a Madrid; otro en realidad era su objeto; pero más le valiera no haber salido nunca de Salamanca.

  • ¡Nada me dices, Elena! —dijoGustavo, comodando a entender que él había callado, no por otra cosa, sino por que aguardaba a que ella hablase la primera– tu silencio me castiga más cruelmente que pudieran hacerlo tus palabras.

— ¿De qué sirven las quejas, Gustavo? Además, si tú tuvieras alguna disculpa satisfactoria que darme, no esperarías a que yo me quejase: cuando tú me la callas, más me valdrá no saberla.

— Elena, ¿de dónde nace la nueva reserva con que me tratas? ¿Es acaso que tu orgullo no te consiente tratar con igual franqueza al autor celebrado que al estudiante oscuro?

  • ¡Mi orgullo, Gustavo! ¡no me insultes! estudia tu corazón, y en él encontrarás la causa de mi reserva. En otro tiempo, es verdad, no había secretos entre los dos: poco me importaría que tú penetrases cuanto está pasando en un corazón; pero dime: ¿tú te atreverías a manifestarme lo que pasa en el tuyo? No: no te atreverías, yyo te lo agradezco. Ya lo ves, Gustavo, no hay miedo de que pierdas un afecto, pues la misma razón porque otra dejaría de quererte, a mi me esfuerza a quererte más. Quizás esto sería para ti una desgracia.

Elena reprimió su llanto, no por otra causa sino por el dolor que causaría a Gustavo el ver correr unas lágrimas que no podía enjugar. Gustavo, que era joven y bueno, condolido de la penosa situación de su hermanita, empezó a llorar; los ojos de Elena se convirtieron en dos fuentes ¡Escena rara e incompren­sible! Elena vertía lágrimas de dolor porque no era amada, y Gustavo lloraba porque no podía amarla como él quisiera y ella.

  • ¡Amar a otra mujer…!
  •   No será difícil: tú a cualquier mujerinspirarás un amor digno de ser correspondido. Y, ¿quién sabe? Quizás me ames algún día, pero me dice el corazón que será tarde. Pero… tu exaltada imaginación te saca de ti mismo con mil fantasmas deslumbradores que te arrastran en pos de sí; empiezas a sospe­char que son mentidos; pero no tienes valor para resistir a la tentación de someterlos a la experiencia; después de esa prueba ¿quién me asegura que tu corazón quedará capaz de corresponder a un amor como el mío? ¡Ay Gustavo! En tu grande imagina­ción yo no veía al principio más que una fuente Inagotable de placeres para la mujer a quien amases: hoy en ella contemplo el enemigo eterno de tu tranquilidad y de tu dicha. Por ti lo siento. ¡Qué vida tan inquieta y azarosa te aguarda! Si alguna vez se apaga ese fuego voraz que te consume, y que, lejos de alumbrarte, oscurece el camino de tu felicidad, no sufras entonces de nuevo con el recuerdo de las penas que me has causado. ¡Yo te las perdono de todo corazón y conozco sinceramente que no ha estado en tu piano el evitarlas!… Además, Gustavo, en el fondo de mis penas encuentro cierto placer melancólico que no deja de tener sus encantos para un alma como la mía…Yo viviré con el recuerdo de lo pasado, de los primeros años que nos conocimos. ¡Qué necia, Gustavo! ¡yo creí que habían de venir otros años mejores!… me figu­raré que tenía un amante tiernísimo que se ha muerto, y que mi vida debe reducirse a pedirle al cielo que lo salve. Pero tú… ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Elena levantó al cielo sus brillantes ojos, que volvieron a inundarse de generosas lágrimas.

Gustavo no podía ya llorar: estaba espantado de sí mismo, y maldecía mil veces su corazón, que en aquel instante latía silencioso y frío.

— ¡Elena, por Dios, no me anonades más con el peso de tu grandeza!… Hablas de mi asaltada imaginación, y es la tuya la que perturba nuestra dicha. ¿Qué otra cosa es el autor que este afecto tiernísimo que nos une? ¿Yo, no soy desgraciado, cuando tú sufres? Entonces ¿quién te asegura que no te amo?

— Mal comprendes el amor, Gustavo: nada ganaría mi feli­cidad con que examinásemos el afecto que yo te inspiro.       Reinó un instante de silencio.

— ¿Cuándo estrenan tu ópera?

Esta última frase era el candado del corazón de Elena. Gus­tavo lo comprendió de este modo, y no quiso cometer la crueldad de contestarla. Se levantó de su asiento y empezó á pasearse por la sala.

Elena permaneció silenciosa y pensativa.

—¡Qué soledad me aguarda, aun en presencia de Gustavo!

En este momento sonó la campanilla: Gustavo tomó el som­brero.

— ¡Hasta mañana!, dijo, sin acordarse del tutor. Elena no pudo contestarle.

  • EI Conde de San Román — dijo un criado anunciando.
  • ¡El Conde aquí! murmuró Gustavo. Elena no pareció turbarse. Una sospecha horrible brotó en el corazón del artista. El conde apareció en la puerta, y Gustavo se retiró, después de saludarle ligeramente.
  •  

CAPÍTULO IV

Bandera negra.

En ese gabinete está mi tutor, dijo Elena, sin aguardar a que el Conde dijese una palabra.

— No seré yo por cierto quien le distraiga de sus ocupaciones, y más cuando sé de seguro que todas ellas redundan en beneficio de su pupila, dijo, sentándose en la misma butaca que había ocupado Gustavo. ¿Le ha dicho a Vd. algo el compositor poeta de su duelo?

—¡Gustavo un duelo! —Elena se puso pálida como la muerte— ¿Cuándo? ¿Por qué? dijo, levantándose de su asiento, y presta a precipitarse en la estancia donde estaba su tutor.

— !Por una mujer!…

— ¡Por una mujer! ¿Dice Vd. verdad, Señor Conde?

— ¡Elena!

  • ¿Por una mujer?

Elena se contuvo, sospechando que el Conde pudiera tener alguna mira interesada en engañarla.

  • Al menos de ese modo se cuenta.
  • ¡Oh! ¡yo no puedo…! — dijo, volviendo a su cruel incertidumbre y queriendo de nuevo llamar a su tutor.
  • Deténgase Vd., señora: así se ha contado, pero todo ha sido exageración.

Elena respiró.

  • ¡Cuánto interés! ¡cuánto amor! increíble parece que tantas perfecciones engendren en Vd. tan poco orgullo. ¿Es por ventura el amor silencioso y desdeñado digno del corazón de Elena?
  • ¿Vd. me asegura bajo palabra de honor que no es cierto el duelo de que me hablaba?

Apenas pudo el soberbio Conde disimular su despecho.

— Señora, no le amenaza otro duelo que el que Vd. podrá proporcionarle si exagera un punto más el rigor con el que me trata.

  • Y Vd. Señor Conde, que me hablaba de orgullo, ¿podrá admitir la condescendencia con que le escucho, cuándo sabe que la debo al amor que le profeso a otro hombre?
  • Espero que esa condescendencia, que hoy debo a tan odiosa causa, ha de llegar un día que la alcance por mí mismo. De otra suerte, esté Vd. segura de que no la admitiría.
  • Vd. dice que me conoce y que por eso me ama; ¿no encuentra Vd. en mi carácter algo inmutable, algo que destruya esperanza tan ilusoria?
  • El carácter de Elena es  justo y bondadoso, y yo fundo mi esperanza en su bondad y en su justicia. No es posible que Vd. se resigne por más tiempo a ver que se marchitan sin fruto las virtudes de su pecho por la ingratitud de un solo hombre. El alma en quien Dios ha depositado tantos dones, tiene deber muy santos que cumplir sobre la tierra y Vd. …
  • ¿Irá Vd. a sacar por consecuencia, señor conde, que mi deber es amarle?

Esta ironía hizo palidecer al conde de rabia.

—  Elena, si hubiera un hombre que hubiera dudado del amor, de la virtud y de la eternidad; si hubiera un hombre sumido en las tinieblas, sediento de luz y fundando la esperanza de su regeneración en el amor de una mujer; ¿no fuera egoísta y criminal esa mujer, si le dejase sumido en el abismo, por no iluminar su alma con una parte siquiera del amor que tributa al hombre que al despreciarla se aparta de la virtud y de la fe?

— Y esa mujer ¿seguiría siendo tan sublime a los ojos de ese hombre, después que se enamorase de un licencioso? Y ese hombre ¿si de las primeras muestras de su arrepentimiento, exigiendo la perfidia de una mujer?

— ¡Cuánta crueldad con el hombre que se arrepiente, y que sólo implora que le ayuden, para no apartarse nunca del bien! ¡Cuánta dulzura con el insensato que a pesar de vuestro amor se lanza al precipicio! Si amara a Vd. menos, creería que obraba sólo movida de su  caprichosa voluntad, y no del impulso de la justicia.

—Y ¿quien le ha dicho a Vd. que abrigo la pretensión de ser el premio de la virtud sobre la tierra? Y aunque fuese tan vana, ¿Vd. se figura que así saldría más ventajoso?

Mucho sufriría el orgullo del conde al ver la debilidad de las redes en que pensaba enredar a Elena. Gozaba fama de terrible seductor y así era la verdad; pero nunca había tenido que habérselas con alma semejante a la de Elena. La indomable independencia con que siempre la niña le había tratado, le iba tratado, le iba haciendo formar un bajo concepto de sí mismo, y empezaba a sufrir un agudo tormento desconocido. Casi empezaba a convencerse de que existía la virtud, y esta idea le desesperaba.

El tutor de Elena había sido el administrador, de los bienes que poseía en Salamanca: vino a la corte, y como era natural entraron en relaciones. Prendose el Conde de la lozana  juventud y fresca hermosura de Elena, y según su antigua costumbre, empezó a entretenerse en enamorarla. A medida que fue conociendo el alma enérgica e indomable de la niña, se iba cam­biando su inclinación en un firme y decidido propósito: conoció después el terrible rival que se le oponía y desde entonces el asunto se hizo cuestión de orgullo: el orgullo de un libertino acos­tumbrado a vencer, no habrá cosa que no intente en contra de la infeliz que ha tenido la desgracia de irritarlo. Además, el Conde daba por disculpa de sus inconstancias y perfidias, la poca oninguna virtud de las mujeres: una mujer virtuosa era por lo tanto una eterna acusación contra él, y ya trataba de perderla, no sólo por el íntimo placer que le resulta a un libertino de pervertir a un alma, sino para justificar de este modo su opi­nión y su escandalosa conducta.

Elena conoció por instinto que el conde valía muy poco, y embebida en los amores del compositor ni aun se tomó la molestia de estudiarlo. Las afinas grandes son como una piedra de toque en que de pronto se conoce la calidad de las almas que las rodean.

Otra joven hubiera necesitado mucho tiempo para conocer, quizás demasiado tarde, lo que a Elena le dijo su instinto en la segunda visita que el Conde la hizo. Una de las cosas que más irritaban al Conde era la facilidad con que Elena se daba inme­diatamente cuenta de la poca verdad de sus palabras.

Aquella mirada tan inocente como penetrante, helaba su corazón y le impedía el ser tan buen actor como él acostum­braba a serlo en semejantes ocasiones. Apenas le restaba medio ninguno que ensayar y sin embargo le era imposible retroceder.

— Pienso, Señora, dijo el Conde, respondiendo a las últimas palabras de Elena, que Vd. no debe pertenecer a la multitud de esas mujeres vulgares que se imponen la obligación de ridi­culizar los afectos que no admiten. El ridículo es un arma tan vil, que nunca esperaba ya verla en vuestras manos inocentes.

— ¿Teme Vd. al ridículo, Señor Conde? Ese temor indica que debe Vd. estar muy fuera de su centro cuando habla de enmienda y de sublimes amores.

El conde quiso mentir con entusiasmo; Elena le miró y permaneció silencioso. Sufría horriblemente, porque en aquel momento se creía estúpido.

  • ¿No le ha dicho á Vd. Gustavo las nuevas relaciones que ha adquirido?
  • Ni yo se las he preguntado.
  • No le ha hablado á Vd. de la Condesa…
  • ¡Qué pobre recurso!
  • No trato de buscar un recurso para nada, Señora: sólo quiero devolver a Vd. alguna parte de las penas que me está cau­sando. Pues Gustavo está enamorado perdidamente de la mujer más deslumbradora de Madrid; si esto fuera fingido, valdría muy poco; pero como es cierto, bien puedeservirme de venganza.
  • ¿Y bien? si Gustavo está enamorado, lo que no creo impo­sible, jamás oirá de mis labios ni una palabra en contra de la mujer a quien ame, ni una queja ni una súplica a favor de mi amor. Y no por eso dejaré de amarle; el amor y el egoísmo no se parecen en nada. Sepa Vd., señor conde, que aquel es amor verda­dero, que sólo desea la dicha del objeto amado; aunque sea lejos de nosotros, aunque sea en brazos de otra persona. Si Gustavo la ama de veras; si sólo con ella puede ser dichoso, no sentiré tanto que él la ame como que ella no le corresponda.

              Elena, sin procurarlo, se había vengado cruelmente. Al Conde ledesesperaba la idea de que existiese un amor tan sublime, sin que él lo hubiese inspirado.

  • Virtud en que no creo, dijo fríamente, queriendo a toda costa producir algún efecto en aquella mujer.
  • No lo dudo.
  • Las últimas palabras de Vd. me han consolado, pues ellas manifiestan que no es de Gustavo de quien Vd. está enamorada.
  • ¡Extraña consecuencia!
  • El amor verdadero en un corazón juvenil, nunca puede ser tan desprendido. Vd. no está enamorada de Gustavo.
  • Pues de quién, ¿Señor Conde?
  • De la imagen de una pasión sublime.
  • Sírvase Vd. explicarse más claro.
  • Lo que a los ojos de un necio seria un amor sublime, a mis ojos no es otra cosa que una sublime vanidad.
  • ¡Señor Conde!

— Vd. se ha figurado que es capaz de sentir una pasión purí­sima; y trata de llenar la imagen que de ella tiene concebida, no por Gustavo, sino por sí misma, para poder Vd. convencerse de que es una mujer sublime. ¡Orgullo, vanidad! Menos vale esa pasión que Vd. manifiesta a Gustavo, que el desprecio con que me trata. No cambio mi posición por la suya.

  •   En esa habitación está mi tutor, dijo Elena, retirándose pálida de ira.

El Conde salió tranquilamente de la sala, meditando el medio de perderla.

CAPÍTULO V

Fascinación

Enterado Gustavo de la circunstancia de haber sido el Tutor de Elena administrador de los bienes del Conde en Salamanca, desvaneciose la terrible sospecha que al escuchar su nombre había concebido. Volvió a creer a Elena tan pura como siempre, y volvió a sentir remordimientos porque no la amaba. Sin embargo, como los hombres de mucha imaginación no ven nunca las cosas bajo su verdadero punto de vista, Gustavo exageró al principio las fatales consecuencias que había de producir su desamor; desvanecidas luego las negras imágenes que su exaltación había producido, miró las cosas con más calma y se disgustó mucho, creyendo que su vanidad le había forjado males imaginarios: esta consideración bastó para traerle al extremo opuesto. Se figuró que, si bien Elena sentiría el desengaño, el tiempo y los muchos atractivos de de la corte irían desvaneciendo su pena, y hasta llegaría  un día en que le viera tranquila en los brazos de otra mujer. Esto pensando, se sentía más sereno, y más capaz de lanzarse al deslumbrante amor que le Condesa le prometía.

Durmió perfectamente una noche, y levantose muy bello al otro día. Mirose maquinalmente al espejo ysu instinto de artista no pudo menos de quedar halagado y satisfecho al contemplar las bellas proporciones de su aguileña y morena fisonomía. Peinose su pelo negro como el ébano, que, dócil como nunca parecía que motu proprio se prestaba a aumentar la hermosura del artista. Tarareando un aria de su ópera, vistiose elegantísimamente sin el auxilio de ningún criado, tomó su sombrero, embozose en su gallarda capa, y siguiendo su tarareo y  sin pensar lo que hacía, llegó a las puertas de la Condesa y con la mayor tranquilidad agitó la campanilla y acabó muy de prisa de ponerse los guantes.

  • ¿Está la Señora?
  •   Pase Vd. adelante.

Entró el compositor poeta en una elegante antesala. Descolgó la capota de sus hombros, quitose el sombrero, y, con apostura teatral, esperó el aviso del lacayo que había entrado a anunciar tu visita.

  • Entre Vd. caballero. -dijo el lacayo, Ievantando una cortina.

El artista se encontró en otra antesala más elegante que la primera, que daba paso a dos magníficos salones.

  • Por aquí. -dijo otro lacayo, levantando otra rica y pesada cortina de terciopelo.

Nuestro héroe pasó triunfante por debajo del pabellón.

Hallóse agradablemente sorprendido en medio de una estancia tan suntuosa como sencilla. Nada revelaba en ella la caprichosa mano de una mujer; todo parecía hijo del pensamiento de un artista. El pavimento estaba cubierto de una tersa alfombra, en cuyo centro con tanta propiedad estaba dibujado un hermoso mastín, que el artista de pronto retiró el pie, temeroso de despertarla. Las paredes, pintadas al fresco, representaban los pasajes más notables de la mitología. En el cielo raso, de que pendía una magnífica campana, estaba pintado, con un grande conocimiento de la perspectiva, el coro de las nueve hermanas, presidido de Apolo.

Tres mesas de brillante mármol de Carrara, sustentaban tres relojes, que todos marcaban la misma hora; prueba del grande esmero con que estaban asistidos. Pero lo que más hirió la ima­ginación del joven, fueron ocho colosales espejos de Venecia, que daban un aspecto solemne y deslumbrador a los cuatro frentes de la sala. Blandos y mullidos almohadones orientales, incitaban en torno al descanso y a la molicie: no se veía otra silla que una ancha y cariñosa butaca, colocada al lado de un elegante sofá forrado de terciopelo blanco, que indicaba el frente principal de la sala. Gustavo dio un paseo por toda ella y los ocho espejos reprodujeron mil veces su elegante figura.

Abriose una pequeña puerta sin ruido y apareció la Condesa.

La hermosura deslumbrante de esta mujer, estaba en perfecta armonía con el adorno del salón. Contaba apenas 25 años: sus formas redondas y perfectamente desarrolladas, están cubiertas de una finísima bata de seda, que presta un encanto irresistible a su elevado seno y a su flexible y voluptuoso talle. Su tez es blanquísima y pálida; sus ojos no pueden llamarse grandes, pero en, ellos brilla un fuego eterno y reconcentrado: cuando los cierra un poco, se convierten en rayos: sus labios finísimos están continuamente rebosando gracia, sarcasmos o voluptuosi­dad.

Alargó al artista con seductora familiaridad su fina y transparente mano y muellemente se dejó caer sobre el sofá, que gimió de placer al sentir sobre sí tan hermosa carga. Sacó su lindo pie, adornado de una zapatilla blanca bordada de oro, y lo puso sobre un almohadón de terciopelo que había delante. Gustavo tomó asiento en la butaca. ¡Pobre Elena!

  • ¿Me atreveré a pedirle á Vd. cuenta del tiempo que hace que no nos hemos visto?
  • ¿Seré yo tan dichoso, Señora, que Vd. me la pida?
  • Siempre son interesantes las primeras emociones de un joven que entra por primera vez en Madrid y yo tengo curiosi­dad porque Vd. me describa las suyas.
  • Es imposible describirlas cuando se están sintiendo; son tantas y tan vehementes, que las unas borran la imagen de las otras, pero yo se que si transcurrido algún tiempo quiero recor­darlas, un solo objeto será en mi mente la representación de todas ellas.
  • ¿Un solo objeto podrá representar emociones tan diversas?
  • El corazón humano, a pesar de su grandeza, no puede contener aisladas muchas sensaciones: todas adquieren vida de una sola y esa…
  • Esa, si no me engaño, es el amor que inspira una mujer. Hábleme Vd. de sus amores, Gustavo. El haber sido la primera que le ha brindado su amistad en Madrid, juzgo que me da derecho a ser su confidente.
  • ¿Si esta mujer no me amara? -dijo para sí Gustavo.
  • Muy feliz debe llamarse la que consiga agitar con su amor el corazón y la mente del nuevo y celebrado artista.

Gustavo respiró.

  • ¡Oh! Cuanta sería mi ventura y mi orgullo, si pudiera convencerme de que tengo en mi mano la ventura de esa mujer.

— Un corazón capaz de sentir una pasión tierna y arrebatada; una mente inspirada y fecunda capaz de describirla con las imágenes más dulces y encantadoras; una frente coronada de laurel…¿qué otra causa puede exigir una mujer para ser feliz?

Estas eran las mismas palabras que Gustavo había pensado mil veces de decirle a  la escondida deidad con que soñaba: al oírlas en boca de la Condesa, se figuró que la tenía delante y estuvo a punto de caer de rodillas. La imagen de Elena cruzó por su mente y lo contuvo.

  • ¿Y esa mujer a quien más que amor incita hoy la curiosidad de penetrar en los misterios del alma de un artista, ya llegará un día en que, abrumada por la grande, por la inmensa pasión que ha inspirando, fatigada del sublime papel que el artista la hace representar a sus ojos, anhele la calma y se arroje, buscando reposo, en brazos del hombre más vulgar?
  • ¡Mal conoce el músico poeta al corazón de una mujer!  No es la violencia de la pasión que inspiramos la que engendra en nosotras el cansancio; esa, por el contrario, a cada instante nos rejuvenece con nueva vida. Además, Gustavo; hay en el corazón de un artista un vago e insaciable deseo que cada día acrecienta el amor de la mujer amada, ansiosa de satisfacerlo. ¡Oh, Gustavo! ¡la unión del genio y del amor es una fuente de las mayores venturas de la vida!

Todos los placeres del mundo hablaban a Gustavo por la fresca y rosada boca de aquella encantadora; volvió a levantarse la imagen de Elena, pero Gustavo no tuvo valor para renunciar a la vida: arrebatado de una fuerza irresistible, cogió la blanca y delicada mano de la Condesa y estampó en ella sus labios temblorosos.

  • ¡Gustavo!

— Háblame del amor y de la vida: yo estaba dormido, me cansa mi sueño: yo quiero despertar.

La Condesa que ya estaba sedienta de los primeros arrebatos de la pasión de Gustavo, le contemplaba con una expresión de sorpresa y de felicidad, imposible de describir.      

— ¡Oh! ¡Gracias, Gustavo! Hasta hoy no he conocido toda la inmensa ventura que cabe en la pobre existencia humana. Mi corazón, también dormido, se agitaba sediento de vida en medio de su pesado sueño: despierta a tu voz y despierta exclusivamente para amarte. ¿Qué fue mi vida hasta hoy? ¿Cuál sería hoy, si no te hubiera conocido? ¡Oh! ¡Gustavo! ¡Cuánto te adoro!

Gustavo puso la mano de la condesa sobre su corazón.

  • Pero ¿es cierto cuanto nos pasa? He soñado contigo tantas veces antes de conocerte, que me parece a cada momento que voy a despertar de este sueño delicioso. ¡Es posible que apenas nos hemos visto seis veces y ya frenéticamente nos amamos!
  • Hace mucho tiempo que nuestras almas suspiraban por encontrarse. ¡Oh! me horroriza la idea de que pude perder mi juventud y mi hermosura en medio de los hombres que rodeaban y sin haberte conocido. ¡Qué estéril hubiera sido entonces mi vida, y que pobre concepto hubiera formado de la existencia humana!
  • iOh! Jamás había concebido en mis sueños de felicidad que pudiera escuchar unas palabras tan halagüeñas. Hoy el gran día de mi existencia: hoy empiezo a crear un alma de artista poeta, cuando a mi voz despierta tu corazón para amarme. Tu amor será siempre la mejor creación de mi genio. ¡Oh! ¡qué feliz soy!
  • Si; Gustavo; si bastan los encantos del amor más ardiente para hacer a un hombre feliz, yo te juro que lo serás. ¡Oh! la idea de que los cielos han puesto tu ventura en mis manos engrandece mi espíritu y me hace formar una alto concepto de mis mi misma.

Gustavo estaba completamente fascinado: las dulcísimas palabras de aquella mujer arrebatadora, conmovían su alma con mil nuevas sensaciones que nunca su genio había podido imaginarlas.

La Condesa, por su parte, estaba encantada de ver el candoroso arrebato de aquel niño: los dos corazones rebosaban vida en aquel momento; pero todo dimanaba del corazón de Gustavo.

  • Ya es tiempo de que pensemos despacio en nuestra felicidad. De aquí en adelante me será imposible vivir sin verte un solo día. Después de haber escuchado tus palabras de amor, no habrá en el mundo armonías que halaguen mi corazón lejos de ti. ¡Cuánto he sufrido estos días! Estaba celosa de todo Madrid: de tu gloría, de las actrices… cuidado que no dejes de verme ni un solo día.
  • Tengo que comunicarte los pensamientos de mis nuevas obras.
  • ¡Oh! ¡Gustavo! ¡cuántas horas de felicidad me prometen esas palabras! ven a verme a las ocho: estaré sola y concertaremos la horade vernos todos los días.
  •  El Señor Conde de San Román: dijo un lacayo anunciando.
  • Que pase a la otra sala.

—  ¡Siempre el Conde! -dijo para sí Gustavo.

  • Te espero a las ocho.
  • Adiós: no faltaré.

El acento de profunda ternura con que la Condesa pronunció sus últimas palabras, borró completamente el mal efecto que el nombre de San Román había producido en Gustavo. Además, en aquel momento estaba él demasiado lleno de su amor para dar abrigo a ninguna sospecha. Por otra parte ¿qué cosa más natural que un Conde visitara a una Condesa?

Ufano, desvanecido, lleno de ventura y de orgullo, despreciando íntimamente a cuantas personas se encontraba. Tan fuera de sí le tenían sus venturas, que en vez de encaminarse directamente asu casa, como presumo que era su intención, torció la vía, yal cabo de algún rato se encontró maquinalmente delante de los balcones de Elena. Estaba de Dios que nunca el artista había de ser enteramente feliz. Mudó de camino yse dirigió asu casa; pero la sombra de su hermanita pálida y triste caminaba a su lado.

Al entrar en su calle, encontrase casualmente con un criado de Elena; preguntole por la familia, y oyó que la señorita estaba indispuesta.

Subió á su cuarto más triste todavía: entonces, para colmo de desdicha, recordó que la hora en que había quedado citado con la Condesa era la misma en que él solía visitar á Elena. ¿Cómo faltar precisamente la noche en que la pobrecita estaba indispuesta? ¿Cómo no asistir a la primera cita amorosa de la Condesa?

El joven estaba casi desesperado; pero como su crítica posición era nacida del grande amor que dos mujeres hermosas le tenían, a pesar de sus extremos de dolor, yo creo que el fondo de su corazón estaba en aquel instante altamente satisfecho.

CAPÍTULO VI

El Convenio

  • Adivino por vuestros ojos, hermosa Condesa, cual es la persona que acaba de salir.
  • Adivino por los vuestros, Sr. Conde, cual es la última mujer que habéis visitado.
  • ¡Oh!  Pues entonces es mayor la penetración de Vd. que la mía. ¿Qué dicen mis ojos, Condesa?
  • Hay en ellos algo de fría desesperación.
  • ¿Nada más?
  •  Algo de esperanza brilla en ellos, pero la creo infundada. ¿Necesitaré deciros que habéis visto a Elena?
  • ¡Oh! si yo fuera capaz de abrigar un pensamiento en contra de Vd., mientras quisiera reservarlo en mi pecho, no me atrevería a ponerme en su presencia.
  • Pero aun no me ha dicho Vd., el nombre que mis  ojos le ha revelado.
  • ¡Válgame Dios! ¿tan lleno de él está su corazón, que no quiere apartarlo de la memoria ni un momento?
  •  Si; Conde; no quiero negarlo; soy completamente feliz. Yo no tenía idea de un corazón como el de Gustavo.
  • Le advierto a Vd., Condesa, que hace mucho tiempo que me ha conocido.

La Condesa se sonrió con muchísima gracia.

— En cuantos hombres me habían brindado su amor, Vd., sabe que no he sido desgraciada, ni uno siquiera he conocido completamente penetrado de la pasión que me ofrecía. La vanidad, el orgullo, reinaban en el corazón de todos. Cuando Gustavo me mira, me muestra un alma completamente penetrada de mi amor. ¡Oh! ¡Qué dulce es infundir  tanta vida, inspirar tan grandes pensamientos como reflejan las miradas de ese joven! Me he convencido, Conde, de que en Madrid no se crían corazones, y es preciso que tratemos con dulzura a estos lindos provincianos que vuelven a embalsamar nuestros salones con el perfume de su alma virgen.

  • ¿No basta la crueldad con que Vd. adivina que Elena me ha tratado?
  • No, Conde: si esto es abrirle a Vd. el camino, para que ahora con toda libertad desahogue su corazón describiéndome los encantos de su linda provinciana.
  • La linda provinciana ama a Gustavo.
  • Lo sé.  
  • ¿Vd. la conoce?
  • No.
  • ¡Ah! pues entonces no me extraña que haya permanecido tranquila al recordarla que ama a Gustavo.
  • ¿Es tan temible?
  • Cuando yo la he creído digna…
  • ¿De su amor?
  • No: de inspirarla a Vd. celos, me parece inútil hacer su elogio.
  • Y yo casi empiezo a sentirlos al saber, no que ama a Gustavo, si no que ha sabido hacerse amar de Vd.
  • Es lisonja que no admito por la tardía.
  • Bien: no me enojo.
  • Difícil sería enojarla a Vd. hoy.
  • ¿Por qué? dijo la Condesa, queriendo insistir en el asunto que tanto le halagaba.
  • Me irrita tanta felicidad.

El Conde se levantó y empezó a pasearse. La Condesa como si no hubiera oído sus últimas palabras empezó a pensar en Elena.

  • Siempre tendré una grande ventaja sobre Elena.
  • ¿Cuál?
  • Las circunstancias en que Gustavo me ha conocido. Ser la primera mujer que él ha amado.
  • Pensáis que ese joven no ha amado nunca a Elena.
  • Así lo creo.
  • No alcanzo la razón.
  • Tiene Gustavo mucha imaginación para enamorarse de la primera mujer que encontraba en su provincia, cuando estaba soñando con venir a Madrid.
  • Sin haber herido la imaginación del artista, bien puede esa joven haber penetrado en su corazón. El afecto que sin duda la tiene, por menos violento es más seguro: ¿piensa Vd. que una pasión repentina, hija exclusivamente de la fantasía, podrá sofocarlo por mucho tiempo e impedirle que se convierta en amor verdadero?
  •  ¡Oh! ¿Cómo evitarlo? Yo amo  a ese joven, y quiero que me ame exclusivamente; Vd. ¿cómo no ha logrado enamorar a Elena? ¡Qué torpeza! Una muchacha inocente, sin experiencia que en Madrid por primera vez, que a pesar suyose habrá olvidado de lo pasado, embebecida en contemplar lo que la rodea. Vamos, no es Vd. tan temible como creía.

Estas palabras, pronunciadas con cierto desprecio,  acabaron de fijar los siniestros planes que en la mente del Conde se revolvían. La sentencia de Elena era irrevocable.

  • Pues bien, Condesa; a pesar de los muchos elementos de seducción que la nueva posición de Elena me ofrecía; a pesar de los muchos recursos propios con que yo cuento: (perdone Vd. que sea tan vano; Vd. en otro tiempo dijo que me amaba) a pesar de todo, me ha sido imposible fijar un instante su atención. Estoy seguro de que no le he merecido otro sentimiento que la constante violencia con que me recibe. Me parece, Condesa, que una niña hermosa y de este temple es temible rival.
  • ¡Oh! Tengo deseos de conocerla.
  • Haría Vd. mal
  • ¿Por qué?
  • Sería imposible que después nola devorasen los celos.
  • Conde, ese temor es muy poco galante.
  • Su tranquilidad y la mía me imponen el deber de hablarla con más verdad que galantería; Vd. según dice, ama a Gustavo. Yo, nosési amo a esa joven pero sé de cierto que me ahogaría el despecho el día que la viese en otros brazos. A hora bien; hagamos un convenio de socorros mutuos: los mismos esencialmente son nuestros intereses: no puede haber sociedad más sincera que la nuestra.
  • Me parece, dijo la Condesa, queriendo en vano disimular sus celos, que es ofender a Gustavo abrigar temores de que pueda venderme.

              El Conde conoció desde luego la falsedad de estas palabras; sin embargo, por galantería se dispuso acontestarlas.

  • No ofenden los temores sino son nacidos de la violencia del amor… Tal vez suele ofenderse un amante de la demasiada confianza.
  • Y ¿cuáles son las condiciones de ese convenio?
  • Está Vd. ahora demasiado segura del amor del artista, para que yo me atreva a proponerle mis planes.
  • ¿Tan perversos son, Conde?
  • ¡Ps! No me paro en vanas calificaciones: lo que sé es que para que Vd. se mueva a secundarlos, será preciso que se sienta más agitada por los celos.

De suerte que hará Vd. porque Gustavo de motivo.

  • No trato de eso: Gustavo ha dado bastante: solo quiero que Vd. lo reflexione. Las miradas ardientes del artista están brillando todavía delante de sus ojos. Me retiro, Condesa. De que pasen dos horas, medite Vd.  con toda la calma que pueda, la conducta de Gustavo: recuerde       Vd. su lucha, sus remordimientos, sus ausencias inesperadas, y yo estoy seguro de que le ofrecerán  pasto abundarte para sus celos.

— Un momento.

— ¿Qué me dice Vd.?

Tengo que decirle…  se me ha olvidado, pero siéntese Vd, ¿Cuáles son sus planes?

— Dispénseme Vd. que los calle todavía. A las ocho volveré.

  • No: á las ocho no.
  • ¿Por qué motivo?
  • Porque Gustavo me ha prometido volver a esa hora.
  • Gustavo ha prometido venir a las ocho.
  • Si.
  • Sin embargo, volveré.
  • ¿Así cumple Vd. el convenio propuesto?
  • Aun no me ha dicho Vd. que está admitido: pero que tema Vd. que la interrumpa.
  • ¿Cómo?
  •  Vd. a las ocho estará sola.
  • ¿Qué  fin se puede Vd. llevar en que Gustavo me visite?
  • Y ¿quién le ha dicho a Vd. que yo trato de impedirlo?
  • Entonces no comprendo…
  • Es que Gustavo se olvidó, al hacer esa promesa, de que esa es la hora en que tiene costumbre de visitar a Elena.
  • Pero una vez hecha aunque sea por olvido la cumplirá.
  • No, señora,

La condesa se mordió los labios de ira.

  • Hasta hoy, según Vd. me ha dicho Gustavo no la había declarado su amor abiertamente.
  • Dispense Conde: yo no le he dicho nada.
  • No sólo se habla con palabras, Señora.

Pues bien; al salir de aquí, quiero decir, al encontrarse libre de la fascinación que ejerce Vd. sobre él, sus remordimientos debieron ser más agudos que nunca.

  • ¡Sus remordimientos!
  • Si, por el agravio que acababa de hacer a Elena, a su hermanita como él la llama. Llegaría a su casa pesaroso y arrepentido.
  • ¿De amarme?
  • No: de haber ofendido a su hermanita. Recordará la promesa que a Vd. le ha hecho; querrá cumplirla; pero como esa es la hora en que visita a Elena, de seguro no tiene valor para hacerle tantos agraviosen un día. Con que, abur, Condesa: hasta la noche.
  •  Sin perjuicio de que vuelva Vd. a la noche a consolar mi soledad, bien pudiéramos hablar ahora de sus planes. Hijos de su ingenio y de. su amor, sospecho que han de ser muy entretenidos.
  • Hijos de mi despecho y de mi rabia, puede que sean…
  • ¡Cómo!
  • Hasta la noche, condesa.
  •  

CAPÍTULO VII

La tarjeta

Las ocho menos cuarto acaban de sonar en los tres relojes del magnífico salón de la condesa. Las cien luces de araña reflejadas en los soberbios espejos, prestan nuevo realce á todos los objetos. Las pinturas al fresco producen un efecto sorprendente. Apolo ha recobrado toda su gravedad, y las nueve hermanas toda su hermosura ytoda su gracia. La hermosa Reina de aquella deslumbrante mansión, había cambiado su voluptuosa bata por un vestido de terciopelo negro. Está desdeñosamente reclinada y medio tendida sobre el sofá. Una mano sostiene su hermosa cabeza, y la otra parece una blanca paloma que se ha posado entre los pliegues de su traje. Su pecho late agitado: el menor ruido la sobresalta: sus ojos se fijan con avidez en la puerta de entrada: a pesar de las palabras del Conde, espera a Gustavo. Suenan pasos en la antesala vecina. Levantase radiante de esperanza y de amor: un lacayo levanta la cortina de damasco y apareció el Conde.   

  • Siento infinito causarle a Vd. tan desagradable sorpresa
  • En verdad que yo también me encuentro sorprendido, porque, a pesar de cuanto dije, esperaba hallar a su lado al venturoso artista.

              La Condesa volvió sentarse. «Aún no han dado las ocho» dijo para sí; pero no quiso manifestarle al Conde su esperanza, porque empezaba a temer que sería defraudada y no quería comprometer de nuevo su orgullo.

  • ¿Creo que ya no tendrá Vd. inconveniente en anunciarme sus planes?
  • Aún no han dado las ocho.
  • Muy malos han de parecerme Conde.
  • ¿Por qué razón?
  • Porque no hay cosa que después de esperada tanto tiempo parezca buena.
  • Por de pronto, están reducidos a que Vd. me entregue una tarjeta suya despidiéndose para Francia.
  • ¡Despidiéndome para Francia!
  • O para Alemania.
  • ¿Quiere Vd. desterrarme, Conde?
  • ¡Oh! no quiero yo tan mal a la sociedad de la corte.
  • Y ¿con qué objeto?
  • Para estregársela yo mañana a Gustavo. Con ella le haré ver que resentida de su conducta trata de vengarse saliendo de Madrid.
  • ¡Humillarme hasta ese punto! ¡Oh! ¡nunca!
  • En este momento dieron las ocho. El Conde, que aun no se había sentado, empezó a pasearse.  La Condesa se figuró oír ruido de pisadas. Y no pudo disimular un movimiento de repentina y profunda atención.
  • No; no es nadie: dijo el Conde con una sonrisa sardónica que hizo estremecer todos los nervios de la inquieta Condesa.

Reinó un momento de silencio.

  • Además, ¿piensa  Vd. que ese medio había de producir un resultado favorable?

 San Román conoció que estas palabras querían decir que debía darse prisa a convencerla pero él estaba muy embebido en sus perversas meditaciones y quiso ahorrarse este trabajo. Siguió paseándose. Sin embargo, sufría más que su compañera de angustias y fatigas.

Cada uno tenía en aquel momento delante de sus ojos a Gustavo y a Elena.

San Román se sentía ahogado por llamaradas de orgullo, de rabia y de celos. Era hombre de profundo talento y por su desgracia había comprendido el carácter de Elena. Sólo una mujer sublime había encontrado en el mundo, y esa le despreciaba. Esta idea era un demonio que se había introducido en sus sesos y en sus venas.  Conquistarse el aprecio de esa mujer era imposible; no le quedaba otro arbitrio para recobrar su calma que romper el fanal misterioso que la cubría. En el semblante de la Condesa se mostraban la inquietud y los celos, sin muestra alguna de la fría desesperación del Conde; como su amor era nacido de causas, había en él algo de verdad.

San Román aunque se había propuesto ser muy lacónico con la Condesa y aguardar a que ella tomase la iniciativa, viendo que permanecía silenciosa, sentose a su lado, con ánimo resuelto de alcanzar cuanto antes la tarjeta, y como dándose prisa a separar a Gustavo y Elena, que en aquel momento los contemplaba mirándose tiernísimamente,

  • Con que Vd. por lo visto, se resigna con su humillación: la sufre gozosa por venir de manos del lindo artista: ¿no es esto?

            La Condesa levantó la frente, y sin querer fijó la vista en los relojes. Dieron las ocho y cuarto, y le parecieron seres animados que le lanzaban una carcajada de burla.

  •  ¡Resignarme con mi humillación! ¡Oh! ¡Nunca! La falta de esta noche, después de lo que hoy ha pasado, es un agravio sangriento; y si desde luego no me decido a vengarlo, es porque temo que si mi venganza se frustra, aumentará mi humillación el vano deseo de conseguirla.

La Condesa hablaba ya francamente.

  • Entrégueme Vd. esa tarjeta, y yo respondo de su efecto.
  • Y ¿cuál ha de ser?
  • Gustavo le escribirá a Vd. una carta muy apasionada, dándole una cita, a la que no faltará Vd…. en pago de mis buenos oficios, me entregará esa carta.
  • Y Vd. la pondrá en manos de Elena, para convencerla de la perfidia de su amante. ¿No es esto?
  • ¡Oh! nada de eso: me ofende mucho que Vd. me haya supuesto autor de un plan tan vulgar.
  • Entonces no comprendo.
  • Lo demás es cuenta mía, y puesto que son los mismos nuestros intereses, debe Vd. fiarse de mí. Sólo por Vd. puede Gustavo separarse de Elena; luego es imposible que yo la perjudique en su amor, sin perjudicarme el mío.
  • Pero esa carta…
  • Condesa, no se trata de la carta, sino de la tarjeta.
  • Y ¿piensa Vd.?
  • Yo pienso que es el único medio que tiene Vd. de salvarse. Esta noche ha muerto definitivamente la influencia de Elena con Gustavo.
  • ¿Pues Vd. no me ha dicho que en este momento  se halla a su lado?
  • Pues esa es la razón.
  • No lo entiendo.
  • Gustavo, dejando de verla a Vd. esta noche, ha hecho por Elena el sacrificio más grande que puede hacer: un afecto débil muere sin remedio cuando llega a imponer un grande sacrificio. Gustavo esta noche visita a Elena, y mañana amanece queriéndola la mitad menos y amándola a Vd. otro tanto.
  • Según eso, debo darme por muy satisfecha de su ausencia.
  • Sin duda alguna. Es este momento Elena sufrirá más que si lo tuviese ausente, porque no logrará fijar un solo instante su atención.
  • Bien; pues entonces no se yo que falta pueda hacernos la tarjeta.
  • Quisiera que me entendiese Vd. dijo el Conde… -casi grosero.

La Condesa arrugó su linda frente y miró a San Román de alto a bajo.

  • Si Vd. por ese medio, -prosiguió con un tono suave y natural-, no le manifiesta todo el mal efecto que su ausencia le ha producido y la arrojada determinación que es capaz de tomar en un caso extremo, el sacrificio que Gustavo imagina haber hecho por Elena, se desvanece completamente y se sentirá más capaz de repetirlo. Por otra parte, como hombre de imaginación, él habrá exagerado el estado violento en que Vd. se encuentra, y si ve luego que su ausencia sólo ha producido pasajeros enojos, que hacen más dulces las paces, empezará a no fiarse de su imagina­ción y desde entonces empezará a debilitarse el amor que Vd. le  ha inspirado.

Como estas palabras encerraban mucha verdad, produjeron un grande efecto; sin embargo, la Condesa procuró disimularlo.

Dieron las ocho y media. Hasta este momento había conser­vado una esperanza remota, Decidiose, pues, a entregarle al Conde la tarjeta que le pedía, pero procurando darle a todo aquello un carácter de poquísima importancia. Así pensaba que sufriría menos su orgullo, si aquel ardid no producía el efecto esperado.

Tomó una tarjeta, y con su linda mano escribió en ella que se despedía para el extranjero.

— ¡Pero aun no me ha impuesto Vd. en los pormenores de sus ingeniosos ardides! dijo, alargándole la tarjeta.

— No corre prisa; por de pronto, yo le aseguro a Vd. que esta tarjeta le proporcionará una deliciosa entrevista con el com­positor.

Despidiose San Román, después de una breve conversación, ajena del principal asunto, como para mostrar la poca impor­tancia que le daban, y quedose sola la Condesa.

Nunca el tiempo le pareció una carga más pesada; no sabía qué hacerse ni a donde ir. El teatro le parecía una prisión fatigosa; las visitas una comedia insoportable, en que tendría que repre­sentar el papel de protagonista. Resolviose en fin a entrar en su coche; salió de Madrid, y a todo escape empezó á correr por los paseos más solitarios.

CAPÍTULO VIII

La carta

— ¡Adiós, ínclito maestro!

 — Me alegro infinito de que hayáis venido; en este momento me disponía para salir a buscaros.

— Es muy natural que así lo hicieras, pues sabiendo que todas las mañanas venimos a verte, salir a buscarnos era el medio mejor de no vernos en todo el día.

— Tienes los ojos brillantes y la tez pálida; ¿has pasado la noche en alguna orgía?

— Tomad asiento y escuchadme con juicio, que tengo un asunto muy importante que consultaros.

Ya habrá sospechado el lector que estamos en casa de Gus­tavo, y que Moncada y Guillermo le acompañan. Figúrese una habitación cuadrada, vestida de un papel de bastante mal gusto; un balcón a la izquierda; una cama de acero en el frente a su izquierda, una mesa llena de libros revueltos, manuscritos y comedias; encima de la mesa, y formando una cruz, un juego de floretes, pendiente de un clavo; dos guantes y dos caretas, rodando por el suelo; una vela caída a los pies de la cama; una percha vacía, y unas sillas y un sofá llenos de ropa, y tendrá una idea exacta del lugar de la escena.

Moncada y Guillermo tomaron asiento en el sofá, después de trasladar á la cama la ropa que lo ocupaba. Gustavo tomó una silla y se sentó delante de los dos.

Con que dinos, Gustavo.

Habéis de saber que estoy perdidamente enamorado…

¿De Elena?

— No, De la Condesa; pero Elena está perdidamente enamo­rada…

¿De su tutor?.., dijo Guillermo,

  • De mí.
  • ¿Y bien?
  • ¿La Condesa te corresponde?
  • Con un amor inmenso,
  • Entonces, ¿de qué dimana el grave dolor que manifiestas?

Del amor que Elena me tiene, que me obliga a ser ingrato con un Ángel.

— Vaya, chico, dijo Guillermo, tú quieres hacer alarde del amor que has inspirado á esa joven, y para disculpar tu vanidad exageras tu pena. Habla francamente y no seas hipócrita…

  • Os juro por lo más sagrado, que diera seis años de vida…           
  • ¿Por no haberla conocido?
  •  No; porque no me amara.
  • ¿Y bien? ¿qué piensas hacer?
  • Eso es precisamente lo que quiero que me aconsejéis.
  • Desengaña a la mujer que no amas, y entra en relaciones con la otra, dijo Moncada.
  •  Sí; pero Elena es de complexión muy delicada, está algo quebrantada de salud, y un desengaño completo pudiera cos­tarle la vida.
  • No, chico; el engaño es el que puede matar a una mujer; el desengaño a tiempo no ha matado a ninguna.
  • Y ¿quién te ha dicho que ya es tiempo de desengañarla?
  • Anoche estuve a su lado; ¡que belleza tan melancólica!; ¡que resignación! ¡qué delicadeza tan sublime!
  •  Que el diablo me lleve, dijo Guillermo con explosión, si creo en el amor ni en la virtud de esa mujer. Se me ha encajado en los cascos que debe ser la hipócrita más redomada del mundo.
  • ¡Guillermo! si no sabes respetarla, no hablemos más del asunto.
  • Pero vamos a razones, Gustavo, ¿Piensas tú que si esa mujer fuera lo que aparece, tu dejarías de amarla? La conociste joven, lleno de entusiasmo, de nobleza y de vida; cuando tú no la amas, ella no es la mujer que describes.

             Este argumento no convenció a Gustavo; pero logró sin embargo enfriar el entusiasmo con que la defendía.

— Esa es una sutileza y nada más. No todas las mujeres dignas de ser amadas, inspiran amor.

  • En las circunstancias tuyas, todas.

— Pues bien Gustavo, -dijo Montada-; mientras más apreciable te parezca esa muchacha, más leal debe ser la conducta con ella. Desengáñala cuanto antes.

— Ya te he dicho que está indispuesta.

— El desengaño la curará,

—         No lo creo.

—         Toma, toma; mientras ella advierta que sus males te producen efecto, por sólo el placer de verte triste, será capaz de dejarse morir.

  • Estás insufrible, Guillermo.
  • Como que siempre digo la verdad.
  •  Puesto que eres tan sensible que no puedes desprenderte de ninguna, entra en relaciones con las dos a un tiempo.

—         Si; ¡voto al Diablo! el corazón de un artista no debe satisfacerse de un amor solo a una mujer no es bastante para poner a un artista al corriente en todos los secretos de las pasiones amorosas; pero entre dos mujeres ya componen entero todo el corazón mujeril, ¡Ah! ¡Bribón! eso es lo que tú querías, y nosotros tan torpes que no dábamos en ello.

—         A nadie se mentir; pero a Elena no le mentiría por cuanto hay en el mundo.

  • Válgate Dios por Elena, y qué gana tengo de que se la lle­ven todos los demonios.

             Gustavo hizo un gesto de repugnancia.

  • Pues, Señor, otro plan se me ocurre mejor que el de Mon­cada.
  • ¿Cuál es?
  • Mañana recorro yo el paseo, la Universidad y el Teatro; formo una lista de todos los muchachos bizarros y emprendedores que conozco, que son innumerables; tú, puesto que no tienes valor o desprendimiento más bien, para desengañar a Doña Elena, harás por lo menos por qué ella se figure que tú no la amas; en este estado empiezan mis galanes uno en pos de otro, y de modo que su señoría no sospeche el plan, a decla­rarle su amor. Ella, al verse tan solicitada, o concebirá un grande orgullo que le dará energía para olvidarte, o encon­trará algún lindo pisaverde que le haga gracia, y Cristo con todos. El plan es excelente y seguro; pero te advierto que el día que consigas lo que deseas, te has de hallar más apesadumbrado que hoy.
  • El plan es como tuyo. No seré yo quien haga objeto de esa farsa a la mujer más noble del mundo.
  • Eres el mentecato más grande que he conocido, el único hombre de talento que de importancia a las cosas de las mujeres.

— Para esos necios que hacen alarde de despreciarlas, yo no le pido al cielo otro castigo más que su misma ignorancia, que les prohíbe disfrutar los placeres que encierra un amor verda­dero. El que desprecia a las mujeres, o le falta el corazón…

— O le sobra la cabeza.

— El Señor Conde de San Román, dijo un criado.

— Que pase a la sala.

— A buena hora llega el Conde; tú verás como es de mi misma opinión.

— Vamos allá.

Salen los tres.

Figúrese el lector una prosaica sala de recibo en una casa de huéspedes, y con eso me evitara la molestia de describirla.

— Servidor de Vd. señor Conde.

— ¡Guillermo! ¡Moncada! ¡Oh! no esperaba yo que fuese tanta mi satisfacción.

Sentiré mucho haber venido a interrumpirles…

  • ¡Oh! nada de eso. Estábamos tratando… Gustavo miró a Guillermo con grande inquietud; él, con un movimiento imperceptible, le dijo que se tranquilizara.
  • ¿Del plan de una nueva partitura?
  • No; del amor y de las mujeres en general.

— Pues si es algo la experiencia, -dijo Moncada-, yo sé que el Señor Conde podría decirnos muy buenas cosas sobre esa materia.

— Si hay algo que se resista al examen de la experiencia, son las mujeres, porque cada una de ellas es un mundo nuevo.

  • No estamos de acuerdo, Señor Conde; dijo Guillermo; a mí las mujeres me parecen montones de naranjas chinas, que todas son iguales.
  •  Se engaña Vd. mucho, amigo mío; desde la extremada y dulce timidez de la melancólica rubia, hasta el arrojo y el orgullo indomable de la arrogante morena, hay tantos grados y diferencias, como astros hay en el cielo.

              En esto se presentó un criado y le entregó a Gustavo una tarjeta. Gustavo la lee, y permanece un instante pálido y silencioso.

  • ¡Se despide para el extranjero! -dijo entre dientes.
  • ¿Quién? dijeron a un tiempo Guillermo y Moncada, apro­ximándose; a leer la tarjeta.
  • ¿Qué tal, chico? -le dijo Guillermo aparte; si la que es amada se despide para el extranjero, ¿sigues creyendo todavía que la sensible Elena se morirá de achaques de desamor?

Gustavo no oyó estas palabras.

— Conde, tengo que hablarle.

— Estoy sus órdenes, amigo mío,

  •  Adiós, Gustavo.

— Ya sabréis despacio…

— Bien, bien; pero sosiégate, que es una mala vergüenza verte de ese modo.

— ¡Cuándo querrá Dios, dijo Moncada, saliendo, que dejen trabajar en calma al pobre compositor poeta!

— Déjalo que se entretenga, replicó Guillermo; él está gozando mucho en crearse todas esas penas, porque yo no creo que por causa tan leve sufra tanto como aparenta.

— Dígame Vd. Conde: ¿tenía Vd. noticia del viaje que me anuncia la Condesa? dijo Gustavo, alargándole la tarjeta.

— Hace algunos meses que me está hablando de su viaje a París; pero últimamente lo tenía tan olvidado, que yo creí que ya había desistido completamente.

Gustavo empezó a pasearse con grande agitación.

— Pero sea Vd. franco: ¿Vd. la ama?

— Si, Conde; la amo; me será imposible perderla: partiré a París.

— ¡Oh! pues no veo sus asuntos en tan mal estado. La Condesa, ayer tarde, me hablaba de Vd. con grande entusiasmo. ¿Por qué no le ha declarado Vd. su amor antes de arreglar definitivamente su viaje?

— Ya lo sabe.

  • ¡Lo desdeña!
  • Me corresponde.
  • Entonces…
  • Pues bien, Conde; voy a ser franco con Vd. porque quiero, sí no es mentira el afecto que Vd. me manifiesta, que me ayude a recobrar el amor de esa mujer, que, según presumo, ha de tener gran influencia en el destino de mi vida.
  • Le juro, bajo palabra de honor, hacer cuanto esté en mi mano por que la Condesa le adore.
  • Gustavo le estrechó la mano.
  • ¿Y bien?
  • Yo la adoro, Conde…
  • Ya lo sé.

Ayer no pude menos de, manifestarle mi violenta pasión; quedamos convenidos en vernos a la noche, y motivos que no puedo revelar me impidieron asistir a la cita.

  • ¡Cómo! Faltar a una cita pocas horas después de la primera declaración, es un desprecio sangriento, que una mujer del carácter de la Condesa no lo perdona nunca.
  • Vd. cree que será capaz de realizar su viaje.
  • Dudo que esté en Madrid a estas horas.
  • Acompáñeme, Conde.

— ¿Donde?

— A su casa.

— O estará despidiéndose o tendrá la casa llena de gente, o habrá dado orden para que no le reciban.

El pobre Gustavo no sabía qué hacerse. Le  desesperaba la idea de perder a su Condesa, Había escuchado sus primeras palabras amorosas, y su corazón estaba sediento de aquella música nueva y arrebatadora. El Conde vio llegado el momento que aguardaba.

  • Un medio se me ocurre.
  • ¿Cuál?
  • Escriba Vd. una carta.
  • ¿Cómo? Disculpando…
  • No.
  • Pues ¿qué le digo? Que la seguiré a todas partes; que si se ausenta…

— Nada de eso.

— Pues ¿qué? ¡Diga Vd.!

— Veo que en el estado violento en que Vd. se encuentra, le será muy difícil notarla, Si Vd. me otorga sus poderes…

Gustavo toma una pluma maquinalmente.

Amada mía, dijo el Conde notando.

— ¿Amada mía? no me atrevo, después de lo que ha pasado, a hablarle de este modo.

  • Pues de otro modo empieza Vd. confesando el agravio, y yo creo que debe empezar negándolo.
  •  Amada mía, escribió Gustavo.

Si estima en algo mi vida.

  • ¡Cómo! ¡Alarmarla de este modo!
  • No dice Vd. más que la verdad, amigo mío Vd. no se miró al espejo, cuando recibió la tarjeta. Yo creí que le habían comu­nicado la muerte de su madre.
  • Mi vida…Esta noche a las once y media… Te espero en el jardín de la casa de baños…
  • ¡Cómo!
  • Después hablaremos, Siga Vd.; Calle de San Dionis,
  • ¿Y piensa Vd. que acudirá una cita tan extravagante?
  • ¡No tanto como a Vd. se le figura!

— No entiendo.

  • Ya le he dicho a Vd. que esta noche estarán todas las habitaciones de su casa a disposición de sus amigos. Hablarle en ella a solas, es imposible; delante de gente hará Vd. probablemente un papel ridículo. En el cuarto principal de la casa a que Vd. la cita, vive una íntima amiga suya a quien visita con mucha frecuencia; puede, por lo tanto, sin que nadie lo extrañe, entrar en el jardín un momento y escuchar en él cuanto Vd. tenga que decirla. Por otra parte, a ella no dejara de halagarle el ver que Vd. ha tenido ya el cuidado de averiguar cuál es el sitio en que pueden hablarse más cómodamente. Si esto no bastara para hacerla acudirá a la cita, el estilo lacónico y alarmante de la carta, bastará de seguro para hacerla suspender su viaje.

Gustavo cerró la carta, escribió el sobre, y agitó con violencia una campanilla.

  • ¡Corriendo! dijo a un criado, entregándole la carta.

Recogiola el obediente fámulo y salió de la sala tan de prisa como le habían mandado, y leyendo el sobre al mismo tiempo: lo que fue causa de tropezar en una silla y de estar a punto de romperse los cascos.

La Condesa está sentada delante de su tocador: es la primera vez que se deja vestir maquinalmente sin hacer a sus camareras ninguna advertencia acerca del peinado, y sin gozarse en contemplar las acabadas formas de su hermosura.

Dos muchachas gemelas parecen muy complacidas en embelle­cer a su señora: en efecto, no debe haber ocupación tan agradable como vestir a mujer tan hermosa.

En los cuatro ángulos de la estancia hay cuatro medias colum­nas de blanquísimo mármol, encima de las cuales se ostentan riquísimos floreros de China, coronados de aromáticas rosas. Dos anchos estantes de oloroso cedro encierran las caprichosas invenciones de la moda; cuatro lunas de Venecia les sirven de puertas. En el techo, con arrogante pincel, esta retratada una risueña Deidad coronada de flores, que representa la frescura, el encanto y el armónico estruendo de la Primavera.

Reina en toda la estancia un agradable desorden, de que nacen las imágenes más vivas, Aquí unas lindas y breves zapatillas, manifiestan el delicado pie que han aprisionado; más allá, un vestido de seda nos habla de una cintura delgada y de un talle flexible; otro, de pesado terciopelo, lo han arrojado encima de un sofá; el aire, al caer, hinchó los pliegues del pecho y, denun­cia a la vista las delicadas y redondas formas que ha cubierto. En la estancia vecina, y al través de un pabellón encarnado, se descubre un lecho revuelto. En todas partes los sentidos enajenados respiran la hermosura de aquella mujer.

Tres bellísimas estatuas, que representan las tres Gracias, sostienen el espejo que copia en este instante los encantos de la Condesa.

— ¿Está bien así, señora?

— Si.

— ¿Cuál de los adornos?

— El que quieras.

  • ¿Qué vestido quiere V.E.?

— El de ayer.

  • ¿Llamaron?
  • Sin duda.
  • Corre, Julia.

Reinó un momento de silencio, en que solo se oyó el imper­ceptible ruido de las pisadas de Julia sobre la alfombra.

— Esta carta, señora.  

La Condesa, que había visto los apuntes manuscritos en los bordes de la partitura el manuscrito del drama de Gustavo, conoció la letra y abrió la carta con avidez.

  • Dejadme sola, dijo antes de leerla,
  • ¿Qué significa esto? ¿qué cita es esta?
  • El señor Conde de San Román, dijo Julia, volviendo después de algunos instantes.
  • La Condesa permaneció suspensa un momento, como queriendo que el nombre que acababa de oír le explicase el misterio de la carta. Una idea terrible cruzó por su mente.
  • Que pase al salón.

Estamos en el salón de los espejos.

— Abur, Conde.

  • No dirá Vd., querida Condesa, que no he sido fiel a nuestro convenio.
  • Acabo de recibir esta carta.

— Pues si Vd. hubiera visto el modo con que el pobre muchacho la escribió, estaría Vd. aun más satisfecha de mi ardid. Digo que tiene Vd. mil razones en haber perdido la libertad después de haber conocido a ese joven. Es imposible encontrar un alma más llena de vida y de amor. Se puso pálido y tembloroso al recibir la tarjeta. Por supuesto, hice que un criado se la entregara estando yo en su casa. Queriendo encontrar en mi auxilio, y para interesarme a su favor, me declaró el frenesí con que es Vd. adorada, quería en aquel momento venir a su casa y arrodillarse a sus pies, tomar una posta y salir inmediatamente para París. En fin, Condesa, era la verdadera imagen de los primeros amores.

Estas palabras pusieron en olvido las sospechas terribles que la Condesa había concebido al recibir la carta, y dieron a su sem­blante una expresión tan cariñosa y tierna, que parecía que en aquel momento tenía a Gustavo delante de sus ojos.

— Espero la paga prometida, Condesa.

— ¿Cual?

  •  La carta que tiene Vd. en la mano.

— ¡Ah! La Condesa volvió en sí y leyó la carta de nuevo. ¿Querrá Vd. explicarme qué significa la cita esta?

— Esa carta está dictada por mí: el músico se encontraba en aquel momento incapaz de pensar, y yo le persuadí de que en esa casa vive una intima amiga de Vd. y que sería fácil… En fin, esta Vd. dispensada de asistir a la cita,

— ¿Cómo?

— ¡No se alarme Vd.! Yo le diré al joven maestro que la amiga se ha mudado y que no es posible por lo tanto que Vd. acuda.

  • Esta Vd. muy enigmático.
  • Para Vd. señora, no debe haber enigma ninguno. Gustavo la adora; yo le respondo de que no ha de faltar en adelante a ninguna cita que Vd. le dé. Esta Vd. completamente satisfecha, y espero que no será tan ingrata.
  • ¿Insiste Vd.?
  • Señora, lo que hay aquí de extraño no es mi insistencia, si no que Vd. retarde tanto el cumplimiento de su palabra.
  • Ha hecho Vd. muy mal en describirme tan vivamente el arrebato de Gustavo. ¿Cómo quiere Vd. que me desprenda de una carta escrita en aquellos momentos, aunque su contenido sea tan extravagante?
  • En eso echara Vd. de ver, Condesa, que, cuando yo la dicté, no fue con el objeto de que Vd. la conservara.

— ¿Será Vd. tan poco galante?

  •  Acabemos, Señora.

El Conde, que estaba altamente disgustado de lo mucho que se dilataba un incidente que él pensó terminar en pocas palabras, no pudo menos de dar indicios de su carácter indomable y violento en la grosera frase que dejamos escrita. La Condesa vio en ella confirmada la sospecha que había concebido.

  • ¿Qué delito ha cometido esa joven en amar a un hombre que Vd. mismo confiesa que es tan digno de ser amado, para que sirva de disculpa a la horrible venganza que esta Vd. tramando?
  •  Y ¿en qué conoce Vd. que trato de vengarme?
  •  ¿En qué lo conozco? En la siniestra y reconcentrada meditación que contrae su fisonomía: en la confesión que Vd. me ha hecho de la indiferencia con que ha sido tratado por esa joven, indiferencia que debe haberle inspirado los proyectos más crimi­nales; en…

— ¡Válgame Dios, Condesa, cualquiera que la oiga me creerá un traidor de melodrama!

— Pues bien; pruébeme Vd. que me engaño, permitiéndome romper esta carta.

  • ¡Señora, Vd. sabe que yo soy hombre que le cobro grande amor a mis planes y mis reconcentradas meditaciones, como Vd. dice: si Vd. ha imaginado que esa carta puede tener alguna relación con ellos, le aconsejo que no se empeñe más en negármela!
  • Si no hubiera sospechado el uso que Vd. va a hacer de ella, podría entregársela sin remordimiento; pero ya sería una iniquidad tan grande como la que Vd. medita.
  • No soy hombre que me pago de frases teatrales… Acabe Vd., señora, de leer en mi alma la resolución que tengo de adquirirla, y acábese tan enojosa cuestión.
  • Perdone Vd. Conde; pero su empeño de adquirirla aumenta mi deseo de romperla.
  • Romperla ¡Le advierto a Vd. que yo no he roto ninguna!
  • ¿Qué quiere Vd. decir?
  •  Que conservo cuantas cartas he recibido.
  • La Condesa palideció. Una angustia mortal se apoderó de su pecho.

— Qué puedo hacer…

— ¿Con que no hay medio, dijo la Condesa interrumpiéndole, de salvar a esa joven?

  • ¿Qué medio de salvación nos queda, si el amor engendra en Vd. el desprecio, y la resistencia el deseo de la venganza?
  •  ¡Oh! Cuanto la dicha ennoblece los corazones. ¡Vd. abogando por su rival! ¡Válgame Dios, y todo porque Gustavo no la ama! Si así no fuera, Vd. meditaría planes de venganza, y estoy seguro (vea Vd. lo que somos), que a mi entonces se me había de antojar hacerme el defensor de la inocencia.

              Conoció la Condesa que no tenía fuerzas para luchar con semejante hombre. Inclinó la cabeza sobre el pecho comprimido. Un rayo de amor iluminaba su alma; examinó a su luz su pasada conducta, y conoció la infeliz que no hay mayor tormento para una mujer de dignidad, que tener que inclinar la frente delante de un libertino.

Acercose el Conde a su lado y la tomó una mano: en ella estaba la carta.

— ¡Oh! ¡Qué mano tan encantadora! Aún no puedo estre­charla entre las mías sin conmoverme todo.

Quiso llevarla a sus labios, y la Condesa la retiró vivamente. La carta quedó en poder del Conde.

— Sosiéguese Vd., Señora; Vd. ya ha hecho bastante para tener la dicha de desprenderse de una rival sin ser responsable de nada. Envidiable posición es la suya; queda Vd. bien a un tiempo con su amor y con su conciencia, ¡Abur, Condesa!

— ¡Oh Dios mío! ¡Grande es el delito que he cometido, según el remordimiento que me deja!

Buenas noches, Elena,

  • ¿Qué? ¿tan pronto se va Vd. la cama?
  • ¡Cómo tan pronto!  Son cerca de las once he dormido poca siesta y quiero recogerme temprano. Y tú debes hacer lo mismo: anoche, según dices, dormiste poco: ya se ve, si no comes nada… A ver el pulso… Como siempre, nervioso. Hija, yo no sé esto en que ha de venir a parar. Te aseguro que me vas poniendo en cuidado…
  • No se retire Vd. tan pronto.
  • Tú no tienes apetito y te niegas a hacer ejercicio; tú estás triste y no quieres asistir a paseos, a teatros…

— Bien; pues siéntese Vd. y me reñirá despacio.

— Desde mañana, si es verdad que me quieres, has de mudar de vida. Haz un esfuerzo: asiste cuatro o seis noches seguidas al teatro, y tú verás, de que pase algún tiempo, como la soledad te causa tanto hastío como ahora te parece que ha de causarte la concurrencia. Pero no quiero desvelarte; que duermas bien… ¿Por qué me miras tan tristemente? ¿Qué te pasa, hija mía?

— Nada; no tengo nada.

— Buenas noches: que duermas bien… Ten confianza en Dios, hija mía; tú eres muy buena, y no es posible que seas muy desgraciada…

  • Pero por Dios, Señorita ¿qué significa ese llanto tan desconsolado? decía la buena Luisa, hermana de leche de Elena.
  • No sé, Luisa; te aseguro que no sé por qué lloro; pero así que alguna persona me trata con dulzura, me dan unas ganas de llorar… y es que me digo a mí misma: «Todos me aman menos éI» Esta idea me deshace el corazón en llanto.
  • Y ¿quién le dice a Vd. que no le ama? ¿acaso el señorito deja de visitarnos?¿No le trata a Vd. con el mismo cariño que siempre?         

— ¿Quien me dice que no me ama, Luisa? Mi corazón, que gime en la más profunda soledad. Nos visita, es verdad; eso es lo que más siento, el ver que su bondad le encadena a mi lado. ¡Qué carga tan gravosa debo serle! ¡Oh Dios mío…! ¡Es fuerza que acabe por aborrecerme! ¡Si él tuviera valor para olvi­darme del todo, te aseguro que sufriría mucho menos!

  • ¡Olvidarla a Vd.! ¡Aborrecerla! Es claro que sufriría Vd. mucho menos, porque un hombre capaz, no digo yo de aborre­cerla, de dejarla de amar, es indigno de que nadie le quiera. Pero ¿por qué piensa Vd. tanto…?
  • ¡Si no puedo menos, Luisa! figúrate tú… bien que tú lo sabes: yo no he conocido a mi madre, a nadie de mi familia, sino a mi buen tío, que me sirve de tutor, de padre tiernísimo, eso sí. Tenía doce años cuando conocí a Gustavo, cuando empezó a tratarme como una hermana. ¡Ay Luisa! absorbió todos los sentimientos de mi alma, que empezaban entonces a desper­tarse. Yo nunca tuve celos; yo creía que era imposible que dejase nunca de amarme; imposible que un amor como el mío no engendrase eterna correspondencia. Yo no conocía a Gustavo; ignoraba cuán lejos de mí podía arrastrarle aquella insaciable imaginación que tantas veces me hizo estremecer de placer y entusiasmo.
  • Pero él ¿qué le dice a Vd.?

— Nada; que me quiere mucho, y algunas veces, cuando me ve muy triste, que me ama.

— Entonces…

  • ¡Ay Luisa! ¡yo me ahogo, yo me ahogo!
  • ¡Señorita…! ¡por Dios!… ¡ yo no sé que decirla!… ¡her­manita mía! ¿Otra vez llorando?
  • Déjame, hermana el día que me falten las lágrimas, yo estoy segura de morirme.

— Pero ¿por qué no sale Vd.? ¿Por qué no se distrae? En Madrid se olvida todo lo que se quiere. Los paseos, los teatros, los grandes edificios…

— Todo eso pensaba yo verlo en compañía de Gustavo el día que salga sin él, me parecerá que ya está convenido y resuelto que hemos de vivir sin amarnos, y creo que ese día se me ha de declarar una enfermedad mortal.

  • ¡Jesús! ¡qué pensamiento!
  • Y aunque soy tan desgraciada, mientras él viva, sentiría mucho morirme.
  • ¡Válgame Dios! ¡nunca hubiéramos conocido al dichoso compositor poeta!
  • ¡No, Luisa, eso no!  Entonces ¿qué idea tendría yo del amor?
  • Y ¿de qué nos sirven esas ideas, si la hacen a Vd. tan des­graciada?
  • Pues a pesar de todo, Luisa, ¡es mi amor tan sublime, me siento tan ennoblecida con él, que aunque me cueste la vida, yo no puedo menos de agradecerle a Gustavo el habérmelo inspirado!

La pobre Luisa bajó la cabeza y permaneció un instante pen­sativa, queriendo en vano penetrar el misterio de los sentimientos de Elena.

¿Llamaron, Luisa?

  • Sin duda.     
  • ¡Ah! pues dile a Julia que no abra la puerta. ¿Quién puede ser a esta hora? Por Dios, Luisa, corre que no abra.

Salió Luisa, y Elena se quedó escuchando con la mayor aten­ción en la puerta de la sala, El profundo silencio que en la modesta casa reinaba, la permitió oír distintamente las siguientes palabras.

  • A la Señorita Elena, en propia mano y a solas.
  • Esta carta, Señorita, dijo Luisa, volviendo.

— ¿Quién la ha traidor?

  • No se sabe, porque Julián la recibió por la ventanilla.
  • Dame. ¡Cielos! ¡El sobre es de Gustavo!

Elena permaneció un momento suspensa y temblorosa: le faltaba valor para abrir aquella carta, que irremisiblemente le anunciaba alguna desgracia. Lo primero que se le previno fue que Gustavo se despedía en ella para siempre. La pobre niña no tenía valor para arrostrar frente a frente su desgracia.

Quiso dársela a Luisa para que la abriera; pero otra idea aun más terrible la contuvo: el Conde le había hablado de un desafío: su semblante tomó repentinamente una expresión de espanto indescribible, y ahogando un grito involuntario y nervioso, rasgó el sobre con la mayor ansiedad,

— « Amada mía si estimas en algo mi vida, esta noche a las doce te espero en el jardín de la casa de Baños, Calle de San Dionis, n° 12. Gustavo»,

Su terrible sospecha estaba confirmada: su amante iba, a batirse y quería verla antes o después del duelo, ¿Qué podría hacer que correspondiera al inmenso favor que él la hacía, acor­dándose de ella en tan solemne instante? Este fue el primer impulso de su corazón, «Gustavo me ama». Esta idea fortaleció sus nervios desconcertados, Un movimiento de profunda alegría se insinuó en lo más íntimo de su corazón; pero la idea del riesgo que corría su amor, lo ahogó en su nacimiento.

  • Luisa, corriendo, -dijo entregándole la carta-, un manto, un coche, Gustavo está en peligro. ¡Oh, Dios mío, qué cara me cuesta la primera prueba de su amor!

Luisa acabó de leer la carta.

  • ¿Y piensa Vd. salir, Señorita?
  • ¿Lo dudas? ¿Cómo pudiera? Pero corre… ¡un coche!… ¿qué hora es?
  • Las once y media.
  • ¡Ah! tenemos tiempo.

Luisa permaneció pensativa: la agitación en que su ama se encontraba, no le permitía pedir explicaciones sobre el asunto: ella había oído hablar del duelo; pero a pesar de todo, no pudo menos de considerar que su ama era una niña lindísima y Gus­tavo un joven que la citaba de noche a un paraje desconocido. Elena tenía delante los cuadros más espantosos; oía crujir espadas y silbar floretes; su débil cabeza, no acostumbrada a contener imágenes tan terribles, empezaba a desvanecerse.

  • Corre, Luisa: avisa el coche.
  • Cerca está la puerta del Sol; aun sobra tiempo.

—         ¡Qué noche tan oscura!

—         No, Señora; ¡si esta estrellado!

— ¿Oyes, Luisa? ¿Qué ruido es ese? Parece una proce­sión.

— No, Señora; si es la gente que sale del teatro,

— ¡Ea! no tardes, sal, avisa al coche yo te espero rezando.

Salió Luisa, y Elena se puso de rodillas delante de una virgen que había en la sala cruzó sus manos temblorosas y le pidió que salvara a su amante. La infeliz no se acordó de rezar por sí misma. Un coche para a su puerta: se levanta involuntariamente, recoge el manto que Luisa le había dejado encima de una silla, y como si huyera de una sombra, sale trémula la virgen de su casa.

CAPÍTULO IX

Preparativos

  • ¿Estás en todo?
  • Descuide Vd. Señor Conde, que a buenas manos está encomendado el asunto.
  • Son las doce menos cuarto. ¿Está solo el jardín?
  • Sí, Señor.
  • No pudo arruinarse a mejor tiempo el empresario de baños; imposible me hubiera sido encontrar un lugar más a propósito.
  • Mañana empiezan la nueva obra.
  • En no empezando esta noche… Pero ¿no oyes?
  • Sin duda un carruaje.
  • Yo me retiro: si me viera todo se perdería. ¿Están dispuestos los dos muchachos?
  • Están en la portería, y así yo tosa, saldrán hablando del asunto que se les ha dicho. Pierda Vd. cuidado.
  • El carruaje se acerca. Cuenta con todo.

Subió el Conde la escalera, y la mujer con quien había estado hablando, quedó en el portal delante del pasadizo que conducía al jardín, cómo esperando a la mujer que debía descender del coche.

Un carruaje se acercó a la casa y pasó de largo. La mujer estuvo escuchando hasta que se perdió el ruido.

  • Baje Vd. señor Conde, que no era el que aguardamos.
  • Pues bien; yo me retiro; vuelvo a encargarte la mayor prudencia. Cada plan de esta naturaleza es la máquina de un reloj; en faltando la pieza más insignificante, se paraliza toda.

Llegose el Conde a un coche cerrado, tirado de dos briosos caballos, que le aguardaba a la puerta.

— Para el Café Suizo: dijo al entrar.

La calle estaba solitaria y los caballos salieron al galope.

  • Vd. se ha olvidado de nosotros, Da Martina, dijeron, aso­mando la cabeza por la portería, dos hombres de mala traza, vestidos de frac. Uno de ellos tenía un chirlo en la cara, y el otro, de barba poblada y tez morena, parecía, a pesar de su frac, que continuamente se estaba echando mano a la faja.
  • Tened calma, hijos míos: que ya llegara la hora de que cada uno gane lo que tiene recibido y se haga acreedor de lo que le espera.

Los dos volvieron a esconderse.

  • ¡Maldita niña! y ¡cuánto tarda en caer en la percha! dijo Dª Martina, sentándose en la escalera.

Dª Martina era una mujer de algo más de cuarenta años: morena, alta, gruesa, de cara redonda, de pelo negro y poblado, de aspecto estúpido y grosero, que se esforzaba en ser cariñosa y sin embargo helaba la sangre. Permaneció sentada en la escalera, y su fisonomía no dio muestras de que el más ligero pensa­miento ocupara su mente. Da Martina no pensaba nunca: cuando estaba callada, parecía una mujer dormida con los ojos abiertos.

Oyese de nuevo el ruido de un carruaje, que se aproximaba andando cada vez más despacio; prueba de que pensaba parar en alguna casa de la calle.

  • ¡Este es sin duda! Da Martina se puso de pie, escuchó un momento, tosió, y se dirigió al jardín.

Los dos hombres de que hemos hablado salieron de la portería; esperaron un momento, y así que vieron que una mujer cubierta de un velo negro bajaba del coche, se dirigieron con ademan tranquilo a la calle.

— Gustavo es hombre de valor, dijo el del chirlo a su com­pañero.

— No es el valor, respondió el otro, el que decide de estos lances. Su contrario es el tirador más diestro que hay en Madrid, y yo juzgo su muerte segura.

—         Lástima será; ¡tan joven y tan guapo!…

— Caballeros, dijo Elena con voz temblorosa, después de haber escuchado lo que hablaban los dos, ¿tienen ustedes la bondad de decirme donde está el jardín de la casa de Baños?

— Señora, está cerrado y me parece imposible que pueda Vd. penetrar en él.

Elena estuvo a punto de desmayarse, Luisa acudió a soste­nerla.

—         Pero espere Vd. un momento, Chico, avisa a Dª Martina, que es quien tiene la llave.

Un momento después apareció Dª Martina.

—         Esta Señorita quiere penetrar en el jardín.

—         Señora, si Vd. me lo permite…

— Sólo tengo orden para consentir el paso a una Señorita

— Pues bien; yo soy, vamos corriendo…

— Mientras Vd. no me diga su nombre, que es la contraseña que tengo…

—         Elena.

— Puede Vd. pasar, dijo Dª Martina, tomándola de la mano.

— ¿Es esta joven, -dijo el del chirlo a Luisa, que se disponía a seguir a su ama- pariente del caballero que va a batirse a muerte?

—         ¡Cielos! ¡A muerte!

—         Sin duda.

— ¡Oh Dios mío, le va a costar la vida a la pobrecita! Pero ¿es el duelo en el jardín?

— No, Señora; pero aquí debe venir el que quede vivo.

— ¡Oh! ¡Qué atrocidad!

— Perdone Vd. si he cometido alguna imprudencia… no creía…

En esto Dª Martina había llegado al jardín, había introducido a Elena, y había echado la llave.

  • ¿Y mi ama?

— Está en el jardín; pero no tengo orden para dejar entrar a nadie: Vd. puede aguardarla en el coche, que no puede tardar mucho tiempo.

La pobre Luisa no sabía lo que le pasaba; volviose al coche y en él se estuvo, con la cabeza asomada por la ventanilla, para ver si vivo o muerto traían al Señorito Gustavo.

CAPÍTULO X

Un lance imprevisto

— ¡Gracias a Dios, Conde! Intenciones tenía de m marcharme solo.

  • ¿Tan tarde es?
  • Las doce en punto, dijo Gustavo, sacando su reloj, en la  puerta del café Suizo.
  • Las doce menos cinco, dijo el Conde sacando el suyo.
  • Con esto entraron en el coche, después de dar el Conde varias instrucciones a su cochero.
  • Y ¿piensas que asistirá a la cita?
  • No lo dudo; tengo hechas a favor tuyo muy buenas indagaciones.

          Gustavo y el Conde habían apeado el tratamiento.

  • Pero este coche camina muy despacio.

— ¿Qué coche quieres que camine tan de prisa como tus pen­samientos amorosos?

  • Y¿qué indagaciones son esas?
  • ¿Ayer por la mañana le mandaste la carta?
  • En tu presencia salió con ella mi criado, Y ¿qué?
  • Yo la visité a las cinco.
  • ¿Y bien? ¿Qué efecto la había producido? ¿Qué te dijo? ¿De qué hablasteis?
  • Del viaje.
  • ¡Cómo! ¡Insiste…!
  • Nada de eso.
  • ¡Con que se queda!
  • Indudablemente.
  • Pero chico, este demonio de cochero parece que lo hace adrede.
  • Yo le hice notar su inconstancia.
  • Mal hecho.
  • A lo que ella me contestó con una gracia encantadora; «Conde, uno de los mejores privilegios que tenemos las mujeres, es poder hacer lo que nos dé la gana, sin tener en cuenta para nada lo que hemos dicho antes».
  • Chico, si tu cochero no anda más de prisa, yo soy de opinión de que vayamos andando y llegaremos más pronto.
  • Muchacho, a galope.
  • ¡Oh! ¡cuánto sentiré que haya llegado antes! ¿Me esperará en el jardín o en casa de su amiga?
  •  Todo puede ser: llegamos a la puerta del jardín; si allí no está, subimos y yo te presento.

Hubo un momento de silencio, en que Gustavo involunta­riamente y por primera vez empezó á meditar en los muchos inconvenientes que tenía la cita que había dado á la Condesa. Puesto que tan pronto su carta la había hecho desistir del viaje, le parecía que hubiera sido más oportuno verla en su casa. Pero en fin, ya no tenía remedio, y por otra parte su amigo y con­sejero no estaba obligado a saber toda la violencia del amor que la Condesa le tenía.

«Si él lo hubiera adivinado, decía para sí el artista, no se hubiera creído obligado a aconsejarme un expediente tan enfa­doso».

Como en esta reflexión había algo que halagaba su orgullo, se fijó en ella particularmente y no pasó a otras que tal vez le hubieran hecho desconfiar de la sinceridad del Conde.

El coche, que había caminado con grande velocidad, se paró de pronto.

— ¿Qué es esto? ¿Llegamos ya?

— ¡Malditos escombros! dijo el Conde, después de haberse asomado por el ventanillo; una casa recientemente derribada nos hice retroceder y dar un rodeo de tres minutos lo menos.

Gustavo tembló de rabia. El coche retrocedió y aumentó su velocidad.

— Pero no te inquietes; si ella ha venido, no es natural que se vuelva, sin esperarte siquiera cinco minutos.

— Pero ¡hacerla esperar, después de haber faltado a su cita, y de haber asistido ella a la mía!

Gustavo se revolvió casi desesperado.

— ¡A escape muchacho!

EI látigo crujió y los caballos arrancaron con nuevo brío.

Pocos momentos después el coche paró, y un lacayo abrió la portezuela. Un coche de alquiler, que estaba en la puerta, se retiró a un lado para dejar el paso libre al del Conde.

— ¡Ah! ¡Gracias a Dios!

— Lleguemos al jardín: yo te acompaño hasta la puerta y tú te adelantas.

Cruzaron el pasadizo y llegaron á la puerta, que estaba cerrada.

— ¿Qué es esto?

— ¿No lo ves? que está cerrada. ¿No viste un coche a la puerta?

— Si.

— Pues arriba ha de estar esperándote.

Subieron tres escalones, y el Conde agitó una campanilla.

— Pero, si mal no recuerdo, me dijiste que vivía esa Señora en el piso cuarto.

— No; pues estoy seguro de que es aquí: entonces me equi­vocaría.

  • ¿Qué se le ofrece a ustedes, Caballeros?
  • La Sra. de Mendoza ¿está en casa?
  • ¡Ah! esa Sra. hace tres días que se ha mudado a la calle de la Encomienda, no recuerdo el número.
  • Gustavo acabó de desesperarse del todo.
  • ¿Se llama alguno de ustedes el caballero Gustavo?
  • Yo, Señora: ¿por qué lo dice Vd.?
  •  Porque una Sra. que acaba de retirarse, y que también preguntaba por la Sra. que se ha mudado, me encargó muy enca­recidamente que si venía un caballero del nombre que he dicho, que tuviera la bondad de decirle que mañana la una le aguardaba en su casa, Yo le pedí explicaciones; pero se retiró, ase­gurando que con esto bastaba.

Gustavo respiró

  • Chico, ya ves que nada hay perdido.
  • Sí, podemos retirarnos.
  • Sra., Vd. dispense la incomodidad.
  • Vd. mande, Caballero.
  • ¡Pero  qué miro! ¡Dª Martina!
  • ¡Sr. Conde!
  • ¡Oh! ¡amiga mía!  ¿Cómo vamos?
  • Muy bien, y echando siempre de menos a los amigos ingratos que nos abandonan. Pero entren ustedes, y descansarán un rato.
  • Chico, es una antigua conocida y siquiera por la buena noticia que nos ha dado…
  • Gustavo, que por la traza de Dª Martina y por la manera marcial con que había saludado a su amigo, vino en conocimiento de la noble profesión que ejercía, se negó resueltamente a pasar adelante, pensando que en otra parte cualquiera correría con más velocidad el tiempo que le faltaba para ponerse en presencia de su Condesa.
  • Vamos, Caballero, que hasta mañana a la una no tiene Vd. que ver a la gallarda Señora que buscaba. ¡Oh! ¡qué voz tiene tan dulce y que aspecto tan señoril! No extraño yo la ansiedad que Vd. manifestaba.
  • El atrevimiento de elogiar a su Condesa, aumentó la repug­nancia con que Gustavo miraba a Da Martina, Volvió la espalda sin decir una palabra y saltó de una vez los tres escalo­nes. El Conde no pudo contener un gesto de profunda desespe­ración; aquella inesperada resistencia frustraba todos sus planes. Dª Martina quiso hablar; pero habiendo ya dicho las palabras que tenía estudiadas como suficientes para conseguir el efecto que deseaba, no hizo otra cosa que lanzar un sonido informe, quedarse suspensa, mirar al Conde, y encogerse de hombros.
  • ¿Te vienes o me marcho?, dijo Gustavo, con ademán resuelto.

El Conde mismo no sabía qué partido tomar, cuando de repente estalla dentro de la casa un estruendo confuso y atro­nador.

— ¡Que me matan! ¡Socorro! ¡Socorro! gritó la voz aguda de una mujer.

— ¡Ah! bien me lo temía, dijo Dª Martina, lanzando un grito horroroso y precipitándose dentro.

El Conde se puso pálido como un cadáver. Gustavo, que oyó la voz de una mujer que pedía socorro, llevado de un impulso irresistible, de un salto se puso en la puerta y del segundo se colocó delante de Dª Martina, El Conde permaneció un instante suspenso; entró por fin; cerró la puerta, y amartilló dos pistolas que llevaba siempre consigo.

CAPÍTULO XI

Ángela

El generoso artista no pudo manos de contenerse un instante suspenso y espantado al contemplar el cuadro repugnante y sangriento que presentaba la primera habitación de la casa. Una mujer bellísima estaba tendida en el suelo en el mayor desorden: la expresión de su fisonomía, a pesar del violento terror que la agitaba, era purísima y angelical; sus formas de virgen; sus ojos lánguidos, claros y azules como el cielo más sereno; su cabello rubio abundante, sedoso y desordenado: estaba cubierta de una bata blanquísima, que armonizaba perfectamente con la expresión de inocencia y candor que de todas sus facciones se desprendía. Un hombre de aspecto feroz, de pelo negro y enros­cado, de ojos pardos y bañados en un humor rojizo, de nariz abultada, de labios gruesos y de musculatura desarrollada y salvaje, le tenía puesta una rodilla sobre el vientre, y con la mano derecha trataba de ahogarla. Dos mujeres jóvenes y bellas trata­ban en vano de contenerle.

— Pero… ¿vas a matarme? dijo con voz sofocada y trémula la desgraciada joven.

— ¡Infame! ¡No te salva ni Cristo!… y con la mano izquierda se registraba los bolsillos del pantalón. Al fin sacó una navaja y trató de abrirla con los dientes.

— ¡Miserable! «dijo Gustavo, cogiéndole del pescuezo y dando con él de espaldas en medio de la sala. Lanzó un grito confuso y ahogado al dar en el suelo, y con tal velocidad volvió a levantarse, que parecía que en las baldosas del pavimento había votado su robusta musculatura: abrió rápidamente su navaja, con ademán resuelto de lanzarse al artista. El Conde, que entraba en este momento, le contuvo en mitad del camino poniéndole una pistola en el pecho; retrocedió un paso, y la rabia más desesperada y estúpida se marcó en su musculosa fisonomía. Gustavo entretanto levantó del suelo a la afligida criatura, que cayó desfallecida sobre una butaca: otras dos mujeres jóvenes y bellas se apresuraron á socorrerla.

— ¡Cómo! ¡Roberto! nunca pensé, dijo el Conde, que fueras tan mandria que sacaras tu navaja para una mujer.

Roberto reconoció al Conde y permaneció silencioso. Al fin guardó su navaja, pero prometiendo interiormente acabar la hazaña comenzada así que se le ofreciera más cómoda ocasión. Roberto era uno de los dos que salieron de la portería, hablando del duelo de Gustavo, cuando entró Elena. Aun conservaba el frac que el Conde le había vestido y que contrastaba notablemente con sus ademanes toscos y groseros.

— ¿Son estas las hazañas que te han conquistado el nombre de valiente?

— Y ¿qué es una mujer? Vd. mismo me ha dicho lo poco que valen.

— Por lo mismo…

— Por lo mismo a ningún hombre se le debe llevar a mal que cuando una molesta demasiado, se la quite del medio.

— ¡Infame! ¡Conmigo habías tu de dar! dijo Fernanda, una de las dos muchachas que cuidaban a Ángela; ¡yo te juro por la que me dio el pecho, y en paz descanse, que habías de soñar conmigo!

— Tan perdida y tan deshonorable eres tú…

— Oye, grandísimo pillo: ¿ella perdida? dijo Dª Martina, levantando el grito, Cada cual en su clase puede ser tan honrado como el primero y ella y todas las muchachas que vienen a mi casa son buenas y honradas, y capaces de hacer una obra de caridad, y tú eres una víbora ingrata, que no cabes en ti de orgullo porque nosotras y esa infeliz te hemos matado el hambre y te hemos cubierto las carnes. ¡Verdugo, sal de mi casa!; ¡tú vas a ser nuestra perdición!; ¡vete!, ¡vete!…

— Dª Martina, dijo Roberto con mucha sorna, a fe mía que no me dice Vd. que me vaya, cuando hay algún insolente a quien enseñarle a tener respeto. ¡Bruja de Satanás, a tí también…!

— ¿Qué importa que por la fama de perdonavidas que te hemos dado, sepas mantener el respeto de mi casa, si luego tu se lo pierdes todos los días?

—Y ¿quién tiene la culpa, Dª Martina? No me lo pierde a mí esa mosquita muerta, a quien tengo que desollar viva y ¿Vd. no se lo consiente?

— iVaya, quete hemos hecho escrupuloso! -dijo Ramira, la que en unión de Fernanda estaba socorriendo a su afligida compañera. Acuérdate de cuando viniste casa, que no te atrevías a acercarte a mí, y ahora no te contentas con menos que con toda la fidelidad de Angela.

Roberto, repuesto ya de la sorpresa que la inesperada aparición del Conde le había causado, empezaba de nuevo a recordar su agravio aun no vengado, y los ímpetus más violentos agita­ban su corazón. La sangre le hormigueaba, y su vista empezaba a turbarse. La idea de ser respetado por todos los hombres y constantemente rendido por aquella mujercilla, como decía, a quien apesarde haberla intentado matar, profesaba un amor detigre, empezaba a remover su sangre, a trastornar su cabeza y a presentarle como digna hazaña la muerte de aquella desdichada. El Conde, acostumbrado a leer en su fisonomía, conoció lo que le estaba pasando, llegose a él y con tono amistoso.

— Vete, Roberto, le dijo, yo te prometo que Ángela conocerá en adelante lo que vales y no volverá a serte infiel.

Apuradillo se hubiera visto el Conde si le hubiesen obligado al cumplimiento de su promesa. Conoció Roberto, a pesar suyo, que no era posible su venganza, al menos en aquella noche, y por evitarse el tormento agudo que la presencia del agravio le causaba, salió sin hablar una palabra ni saludará nadie. Ape­nas se vio solo, se le ofreció más viva la imagen de su afrenta. Recordó que un hombre le había cogido por el pescuezo y lo había tendido en el suelo; empezó creerse cobarde y digno de desprecio, y sus nervios crujían de rabia; en fin, para calmarse un poco, se prometió por de pronto matar a aquella mujer en la primera ocasión que se le presentara.

Sosegaronse los ánimos con la salida de Roberto y todos los corazones empezaron a latir tranquilos. Sin embargo, Dª Martina no las tenía todas consigo, porque sabía muy bien que no era hombre el matón que después de irritado tan fuertemente se resignase a deponer su ira antes de haber causado alguna desgracia o de haber concebido algún proyecto inicuo, que por lo tanto sería ejecutado. La presencia y autoridad del Conde la tranquilizaba en parte, y le servía de consuelo el ver que por medio de aquel desgraciado incidente había conseguido que el poeta penetrara en su casa y que pudieran llevarse a efecto los planes del Conde, que tanta utilidad le reportaran.

—¡Ah! ¡Gracias a Dios! Y ¿cómo te sientes, hija mía?

  • Ya me siento mejor, dijo Angela, respirando con ansia y mirando a Dª Martilla con una sonrisa dulcísima.
  • ¡Infame! ¡Y tuvo valor para ofender un ángel de los cielos, como eres tú!

— ¡Y luego dice que me quiere! -dijo la joven, con la expre­sión más inocente del mundo.

Ramira y Fernanda acababan de darle un refresco y para que respirase con más libertad le habían desabrochado la blusa. Su seno redondo y transparente latía medio desnudo, y dos gotas de sangre resaltaban sobre la brillante blancura de su garganta.

— Buenas noches, Caballeros, dijo una figura ridícula, abrien­do una puerta vidriera y examinando la sala con ojos recelosos, Ramira y Fernanda soltaron una estrepitosa carcajada.

— ¿Viene Vd. a defender a su dama?

— ¿Necesita Vd. todo ese tiempo para hacer coraje?

  • Señoras, yo no sabía los derechos que ese caballero…

— Pero ¡Jesús! ¿Donde ha estado Vd. metido? dijo Dª Martina, sacudiéndole el polvo deque tenía cubiertas las mangas del frac y las rodilleras del pantalón.

  • No sé; me habré caído…
  • ¿Quiere Vd. unrefresco?

— Gracias.

  • ¿No se sienta Vd. a descansar?

— Gracias,

  • Mire Vd. queya se ha marchado.

— ¿Quién?

— Él.

  • Yo no lo decía… tengo prisa… con que…

— Pero ¿y esa corbata?

— ¿Y ese pelo?

Mirose al espejo nuestro hombre, arreglose la corbata, com­pusose el pelo, acabó de cepillarse los pantalones, y alisó el sombrero.

— Servidor de Vds.

Ramira y Fernanda soltaron la carcajada de nuevo, lo que dio motivo a una severa reprensión de Dª Martina, en que les man­daba quemirasen mas por los intereses de la casa.

CAPÍTULO XII

El Convite

¿Está todo preparado? dijo el Conde, aparte, a Dª Martina.

— Todo está listo.

— ¿En la sala que tiene los balcones al jardín?

  • ¡Por supuesto!
  • ¿Y los músicos?

— Pronto vendrán,

— ¿Y Julián?

— De aquí salió hace una hora a buscar a esos dos caballeros que Vd. le habíadicho que convidara.

— ¡Oh! ¡Mucho tarda! Y si Gustavo se empeña en marcharse antes que lleguen…

— Lo que es por ahora no tiene trazas de eso: ¿Vd. no mira con que sorpresa contempla a la Angela?

En este momento sonó la campanilla.

  • Esos serán.

— ¡Quiéralo el Diablo!

El hombre a quien el Conde estaba aguardando, entró en la sala, acompañado de Moncada y de Guillermo.

  • Señora, dijo, dirigiéndose a Dª Martina, tengo el honor de presentarle mis dos íntimos amigos, de quien varias veces le ha hablado.
  • ¿Los caballeros Guillermo y Moncada?
  • Servidor, dijeron ambos, inclinándose entre burlas y veras.
  • Muy Señores míos,
  • ¡Señor Conde! ¡Vd. por aquí! -dijo Julián, fingiendo sorpresa, según el Conde le había prevenido.
  • ¡Gustavo! ¡tú por estos barrios! dijeron a la vez, verda­deramente sorprendidos, Moncada y Guillermo. ¿Habrás venido, por supuesto, con intención de acompañarnos?

— ¡Acompañaros! ¿A qué?

— ¿Nada te ha dicho nuestro amigo Julián?

— ¿Qué Julián?

— ¿Pues qué? ¿Tú no le conoces?

— Amigo Gustavo, dijo el Conde, tengo el gusto de presen­tarte a mi antiguo amigo Don Julián de Mendoza.

  • Muy Señor mío,
  • Deseaba conocerle; el entusiasmo que ha inspirado su ópera, me había hecho su amigo y admirador.

Gustavo se inclinó, sin saber que decir.

— Espero que seréis muy amigos, dijo el Conde; este es un libertino de primera, y por lo tanto tiene mucho de artista.

Gustavo se sonrió: en estas ocasiones solía estar muy poco feliz.

— ¿Por supuesto, amigo Conde, que Vd. será esta noche de los nuestros? Precisamente hemos ido en busca de dos amigos a quien nohemos hallado y aquien Vds. reemplazarán ventajosamente.

— Yo nunca he desmentido mi bien adquirida reputación, y espero que Gustavo no tendrá ningún inconveniente…

— Pero ¿de qué se trata?

— Se trata de pasar la noche en una orgía. Una noche en la torre de Nesle; con la diferencia que las mujeres que nos escanciarán el vino serán tan bellas como las hermanas de la Reina Margarita, y en vez de arrojarnos al Sena cuando estemos borrachos, nos adormirán tranquilamente entre sus brazos amo­rosos.

— Si, Gustavo, dijo Guillermo, tú pasarás la noche con nosotros, ¡Cuánto me alegro de verte aquí! Un poeta dramático debe conocer el mundo, y la mejor escuela son las Bacanales; nunca le conocerás a fondo, mientras no te hayas emborra­chado cincuenta veces.

  • ¡Basta, Caballeros! ¡no se necesita tanto para hacerme aceptar tan gustosa compañía! ¡soy completamente de Vds.!

El Conde respiró, y todos los amigos saltaron de contento.

— Pero ¿y las muchachas? ¿Dónde demonios han ido?

— Se están vistiendo, dijo Dª Martina: queremos darle a la fiesta todo el honor que se merece.

— ¡Magnifico! Que vengan con los senos desnudos, coronadas de flores, con la sonrisa en los labios y el amor en los ojos, — dijo Moncada.

— Pero ¿cuál ha sido la ocasión de tan alegre fiesta?

— Chico, para alegrarse no se necesita más ocasión que tener un corazón joven, generoso y valiente; y en cuanto a la fiesta, no debemos hacerle al vino tan poco favor que supongamos que para beberlo se necesita otro estimulo que el placer y el con­tento con que nos brinda.

— A pesar de ser muy poderosas las razones que ha expuesto Moncada, otro es el motivo que me proporciona la satisfacción de conocerle, dijo Julián.

— Ha sido nombrado auxiliar del ministerio de la Goberna­ción, repuso Guillermo, y nos prometió gastarse la renta de un año del primer destino que consiguiera.

— Y cumpliré fielmente mi palabra.

— Pues entonces, se expone Vd. a sacar dinero de su bolsillo, porque será muy fácil que antes de acabarse el año le hayan declarado cesante.

— Así lo espero, y pienso por lo mismo beberme esta noche seis copas más.

— ¡Magnifico! El modo de no llevarse nunca chasco es no pensar en el día de mañana, en la inteligencia de que a pesar de todos los cálculos humanos, él amanece vestido del color que menos se piensa.

— Tan cierto es eso, -dijo Julián-, que yo a los 22 años estu­diaba tercer año de Jurisprudencia; pensaba ser abogado y, lleno de mil ilusiones, propias de la edad, soñaba con el ventu­roso día en que mis clientes se dejarían su vida y su hacienda entre mis manos, cuando de pronto un tío mío tuvo la humorada de morirse y de instituirme heredero de una cuantiosa herencia, a condición de no volver á abrir un libro de leyes; la elección no era dudosa; acepté la herencia y me despedí de la Universidad.

—«¡Pues Señor, había nacido para propietario!», dije para mí. Por vía de entretenimiento, entré en la Bolsa, y a los pocos años me hallaba sin dinero y sin carrera. «¡Pues, Señor, me había equivocado, dije entonces, nací para vago!» En esto hicieron ministro a un amigo mío, y me brindó con tres desti­nos». ¡Nací para empleado!» dije entonces; pero como la elección era muy dudosa, porque a mí me costaba mucho dolor desprenderme de ninguno, permanecí indeciso algunos días; cayó mi amigo: hube de gritar por los cafés que aquello no estaba bien hecho, y el gabinete entrante tuvo por oportuno mandarme a Filipinas. «Trabé amistad allí con una Criolla rica; estaba para casarme; pocos días antes de ir a celebrar nuestra unión se publicó la amnistía; los recuerdos de mi patria me arrancaron de los bra­zos de mi novia, y al poco tiempo me hallaba otra vez en la corte. Tantas equivocaciones con respecto al día de mañana, irritaron mi orgullo, y me propuse no volver a echar más cuentas acerca de él, y devolverle las muchas burlas que me ha hecho, aguardándole siempre con la copa en la mano. Desde entonces vivo y engordo».

En cuanto a lo gordo, no tenía mucha razón, porque su cara más tenía de enferma que de sana.

Todos celebraron la relación de las aventuras de Julián, y era en efecto la mejor para disponer los ánimos a una orgía. Cuando el hombre se figura que no sigue con la constancia que debiera los planes que para hacer fortuna se ha propuesto, oye con sumo gusto cuanto tienda a encarecer el omnímodo poderío del acaso y de la suerte; pues desde luego que por un momento se convence de que otra mano más poderosa que la suya ha de concertar a su antojo sus asuntos, disculpa consigo mismo el poco esfuerzo que pone de su parte. A pesar de esto, el Conde meditaba profundamente hasta la más ligera circuns­tancia del plan que tan bien le iba saliendo. «Si es tan poderoso el influjo de la suerte, dijo para sí, lejos de entregarnos al abandono, debemos aumentar nuestra vigilancia para contrarres­tarlo». Juicio digno y propio de la prudencia.

El Conde salió de la sala.

Guillermo y Moncada fiaron en aquel instante a la suerte el éxito de su próximo examen; Gustavo el de su ópera drama; Julián la duración de su cargo, y todos se agitaron sedientos de vino.

— Pero ¿cuándo demonios acaban de aderezarse esas muchachas? ¿Tanto tiempo necesitan tus alumnas para ponerse bonitas?

  • ¡Si hace un instante que salieron!
  • No importa; deles prisa, que al fin son mujeres y bonitas, y se dormirán delante de su espejo; diles que en nuestros ojos brillantes con el vino, podrán acabarse de arreglar el tocado.

— No corren tanta prisa: los músicos aun no han venido.

— ¡Hola! ¡Música tenemos!

— ¡Sí, vive Dios!; dijo Moncada: el vino engrandece el espíritu, y el alma agitada necesita torrentes: de diversas armo­nías que sean la expresión de sus sentimientos.

En esto sonó la campanilla.

  • Ellos serán.

— Dª Martina, dijo Julián, si es algún antiguo parroquiano de la casa, que pase adelante; ¡nada de miserias! el Estado paga.

— Eso, Julián; ¡magnifico! Maldiga Dios al que es avaro de su alegría, que nunca encontrar consuelo en sus penas, dijo Guillermo.

Un caballero de menos de treinta años, vestido con elegancia y descuido, se presentó en la sala,

—¡Adiós, ínclito periodista!; ¡tú por aquí! dijo Julián, saliéndole al encuentro.

— No soy tan dichoso, dijo el periodista, echándose desde­ñosamente sobre una butaca y descomponiéndose el pelo más de lo que estaba, que ésta sea la primera vez que en estos sitios nos encontramos. ¿De qué te sorprendes?

  • No he querido hacerte el agravio de suponer que eres nuevo en esta casa; mi sorpresa ha nacido de la oportunidad con que la suerte te ha traído a nuestra compañía.

— ¿De qué se trata?

  • De emborracharnos.

— Bien lo necesito, para desterrar la nube que envuelve a mi alma.

El tono con que el periodista pronunció estas palabras, fijó la atención del poeta y sus dos predilectos amigos. Guillermo hizo un gestillo imperceptible e involuntario, dando a entender lo poco que aquel personaje le agradaba: Moncada lo halló poco simpático, y Gustavo aguardaba oírle otra palabra para formar su juicio definitivo,

— Y ¿en qué periódico escribes ahora? dijo Julián.

— En ninguno la prensa ofrece un porvenir muy incierto, y quiero emplear mi talento en trabajos más productivos.

— ¿Meditas alguna obra?

— Trato de regenerar la novela española.

— Empresa valerosa. ¿Conoces a este caballero? le dijo, seña­lando a Gustavo.

— No tengo el honor.

— Gustavo, el nuevo compositor poeta.

— Muy Señor mío.

— Servidor.

— En fin, pronto el vino estrechará su amistad, más de cuanto yo pudiera decirle.

Gustavo y el que se daba el nombre de periodista, se exami­naron fríamente,

— Pueden Vds. pasar al salón, que las muchachas irán al momento, dijo Dª Martina.

La campanilla sonó de nuevo: poco después la reducida sala en que se encontraban, estaba llena de músicos é instrumentos. Los ánimos renovaron su contento con la esperanza de la cer­cana orgía.

— Venid conmigo, felices productores de la armonía, dijo Julián, venid a ocupar vuestro trono: las diosas del placer y de la hermosura van a descender a nuestra morada, y es necesario que sean recibidas cuando menos con marcha real. Esto diciendo, pasaron por el salón en que estaban las mesas preparadas, llegaron al inmediato, y empezaron a tomar asientos delante de unos banquillos en que ya tenían colocados sus papeles, y dieron principio a templar sus instrumentos.

— Yo os avisaré con una palmada, dijo Julián, saliendo cuando sea tiempo de romper la marcha,

Los instrumentos acabaron de templarse; las muchachas salieron de su tocador; sonó la palmada de Julián, y a son de marcha real penetraron todos en el salón.

CAPÍTULO XIII

Fernanda, Ramira y Angela

Encantadoras y deslumbrantes estaban las tres alumnas de Dª Martina; cada una presentaba un tipo distinto y perfecto. Todos los corazones se inflamaron con la presencia de la hermo­sura y los acentos de la armonía, y no pudiendo de pronto dar una forma fácil y elegante a sus sentimientos, anhelaban la ver­bosa facilidad que inspira el vino para prorrumpir en torrentes de licenciosa elocuencia.

El salón estaba espléndidamente iluminado. Su adorno nada tenía de notable. Tres balcones cerrados de cristales y cubiertos de cortinas blancas y encarnadas, no consentían en la pared de la derecha más adorno que dos sillones y dos cuadros; en la pared de enfrente había un lienzo con marco dorado, que representaba de tamaño natural la Venus de Médicis; los demás cuadros eran grabados que representaban las escenas más deshonestas del Judío Errante y de otras novelas francesas. En los ángulos había cuatro mesas, sobre las cuales estaban colocadas en desorden multitud de botellas de todas clases de vinos y licores: cuatro candelabros, con seis ramales cada uno, hacían con su luz más brillante el líquido encerrado en los cristales. En el medio estaba la mesa principal, adornada de flores y cubierta de toda clase de dulces y repostería. Dª Martina y otras dos mujeres, gastadas y destruidas más por los excesos que por su edad, eran las encargadas de mudar los platos y las botellas.

— Caballeros, dijo el Conde, yo, si Vds. me conceden este derecho, me encargo de colocarlos.

— Es Vd. muy dueño.

— Veremos que tal lo haces.

— Una orgía es un espectáculo altamente poético que debe ser presidido por un hijo de las musas.

— Muy bien,

— Gustavo, este es tu asiento.

Gustavo tomó asiento delante de los tres halcones.

— Señores, somos seis, y tres no más son las ninfas que nos rodean; es preciso, por lo tanto, que cada una se encargue de repartir sus favores entre dos caballeros; con esto nos los hará más gratos el tener que disputárselos a nuestro rival. El amor que en este momento sentimos, es el más delicioso del mundo, porque está exento de la ponzoña de los celos.

— Angela, haz dichoso con tus caricias a tu valeroso liber­tador.

La sonrisa de los ángeles brilló en el rostro de la joven: tomó asiento al lado del compositor poeta y le besó la mano cariñosamente; vestía un traje descotado de seda blanco, y una corona de azu­cenas circundaba su frente.

— Tú, Ramira, con tu buen ingenio y con agudos sarcasmos, te encargarás de revolverles los cascos a Guillermo y al novelista.

Ramira se sonrió con mucha gracia, y fue a sentarse entre sus dos caballeros. Cualquiera otra de su clase hubiera dicho en esta ocasión una grande sandez. Ramira era una muchacha de hasta veinte años; de estatura mediana, gruesecita, de tez blanca y suave, cabello negro y ojos vivísimos y penetrantes, que se apercibían con grande facilidad de cuanto malo estaba pasando en el corazón que examinaban. Estaba vestida con un traje de seda azul, más descotado que el de Ángela; del cuello le pendía un lazo encarnado, que, queriendo cubrir en parte su seno medio desnudo, hacía más vivo el efecto que producía,

— Y tú, Fernanda, continuó el Conde, digna por tus ojos negros, húmedos, rasgados y brillantes, por tu tez morena, por tu pelo negro y por la dulce y eterna voluptuosidad que mana de tus labios, de ser la favorita de un sultán, tú eres digna tam­bién de ser adorada por el escándalo y el libertinaje; por eso haz de colocarte en medio de Julián y de mi.

— Acepto: ni en un trono me encontraría más honrada,

Moncada tomó asiento al otro lado de Angela. Destaparonse las botellas; Ilenáronse las primeras copas; las ninfas hicieron el licor más sabroso tocándolo con sus labios de rosa; brindaron por la larga vida y ascenso del destino de Julián; chocaronse las copas, y fueron apuradas, La orquesta empezó a tocar los dulces y voluptuosos valses de Straus.

— Oye, Moncada, -dijo Gustavo- repara bien la fisonomía de nuestra divina compañera. ¿Es quizás mi acalorada imaginación la que le presta la expresión de ángel purísimo que en ella admiro, o existe efectivamente en su rostro?

Moncada examinó detenidamente a Ángela.

— Chico, toda es suya; deben tenernos mucha envidia nuestros compañeros,

  • ¡Qué sarcasmo tan horrible! dijo Gustavo, -sin apartar la vista de la joven.
  • ¿Qué dices? ¿no te entiendo? -dijo Ángela, con el acento de la más cándida inocencia.
  •  Moncada ¿no te hiela la sangre esta muchacha?

— ¡Ah! si yo no te agrado, puedes elegir a cualquiera otra. No te incomodes por eso.

— ¿Estás loco, Gustavo? ¿Qué dices de helar la sangre la muchacha más linda que he visto en mi vida?

— No me entiendes,

— Bebe otra copa y sabrás explicarte mejor.

Gustavo bebió maquinalmente y siguió pensativo.

— Venus y Cupido, dijo Julián a Fernanda, se han encargado de adornarte: ese traje negro y encarnado; esa graciosa abertura que en vano pretenden unir los lazos y los cordones, al través de los cuales se deja ver lo blanco del vestido interior, es la red más peligrosa que han inventado los amores.

— ¡Lisonjero!

— Mírate en mis ojos, y tú misma te enamorarás de tu her­mosura.

Fernanda le miró de tal manera, que el Conde, por destruir el efecto de esta mirada, le pareció oportuno interrumpirla.

— Acuérdate de que somos dos.

— Tú estás esta noche demasiado entretenido contigo mismo para que tengas celos de tu rival si lo haces por galantería, te dispenso desde luego de usarla conmigo.

— ¿Te soy tan indiferente?

— Chico, las leyes de la cortesía deben exigirlas las pobres que de otra manera quedarían olvidadas; mientras yo sea capaz de inspirarle a tu amigo todo eso que me ha dicho de Venus y Cupido, creo que puedo eximir a cualquiera de su cumplimiento.

— ¡Orgullosa!

— ¡Vive Dios, que lo has parlado también, que has de apurar en pago toda esta copa!

— Chico, guarda el vino para las mujeres con quien deba servirte de tercero, bien para que te infunda valor de solicitar sus favores, o bien para que en ellas inspire deseo de concedértelos, que yo sin ese auxiliar…

— No, bebe: olvida tus penas y lánzate conmigo al vértigo que en tus brazos me espera,

— ¿Yo penas? ¿Por qué?

— ¿Eres dichosa?

— ¿No me llamas bella?

— Y es bastante…

— A la edad en que yo me encuentro, esa es la mayor felici­dad de las mujeres.

— Y ¿qué es eso?

— Te aseguro que antes de perderla, me inspiraba un miedo cerval, y que, después de perdida, me he convencido de que es el con que se asusta a los niños, que de lejos los hace temblar y si una vez tienen valor para acercarse a examinarlo, reconocen que es un pedazo de cartón. Cuando yo era mujer de opinión, andaba pobremente vestida y nadie fijaba en mí sus ojos; no pude sufrir por mucho tiempo el agravio que le hacía a mi hermosura, cubriéndola de groseros percales: me vestí de seda, y todo el mundo empezó a mirarme y a todos empecé a verlos más inclinados a favorecerme. Desde entonces vivo…

— ¿Y mañana?

— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Mañana es la necedad mayor del mundo,

— Bebe.          

— No: bebe tú por mí, que te faltan muchas copas para ponerte a mi altura.

Julián bebió, sin replicar una palabra.

  • Me opongo, caballero, dijo Guillermo al periodista.
  • Escuchadme.
  • Si estoy enterado.
  • Pero si quiero decir precisamente lo contrario de lo que habéis entendido.
  • Entonces también me opongo.

— ¿Cómo es eso?

— Por qué es tan falso muestro pensamiento, que de cualquier manera que se examine resulta falso.

  • He dicho que el talento a las mujeres les perjudica…
  • Niego la consecuencia; el talento no puede perjudicar a nadie: lo veo a Vd. muy inclinado a patrocinar la tontería.
  • Pero si voy a parar en que les es útil, cuando…
  • También me opongo: el talento, como Vd. lo comprende, no puede ser útil a nadie.

Ramira soltó la carcajada.

— ¡Caballero!

— Señores, les advierto, dijo Ramira, que la vanidad y el orgullo perjudican más que el talento de peor especie.

— Muy metidilla a bachillera está la mocita, dijo el regenerador de la novela, queriendo desquitarse en Ramira de lo mal que lo trataba Guillermo; ¿has tenido relaciones con algún catedrático de Teología?

— No, hijo mío, sino que la ignorancia…

— Dice el refrán que es muy atrevida,

— ¿Y Vd. qué dice a eso, Caballero?

— Qué tiene razón el refrán.

—Me opongo abiertamente,

— Véngame, chico,

— Y¿cómo prueba Vd.?….

  • De la manera más fácil. ¿En qué consiste la acción de atreverse? en conocer el peligro y sin embargo arrostrarlo. ¿Puede uno atreverse a un peligro que no conoce? De modo ninguno. ¿Conoce la ignorancia el peligro? No, señor; pues entonces ¿cómo tiene Vd. valor para decir que la ignorancia es atrevida?
  • ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Responda Vd., Caballero.

El novelista estaba muy irritado para que pudiera ocurrírsele nada: hizo un gesto de desprecio y apuró una copa.

  • ¡Toma, resalao! -dijo Ramira, tomando otra y remedando un lenguaje que no era el suyo, para acabar de amostazar al otro prójimo; ¡apúrala a mi salud, que me encanta tu piquito de oro!
  • ¡Ay, pichona mía! ¡cuánto me envanece tu conquista!
  • ¡Vaya! seamos francos, que otra conquista es la que a tí te envanece esta noche.

— ¿Cuál?

— No seas hipócrita; ¿deberé decirlo?

— ¡Ay! ¡Qué ojos tiene!

— Vamos, no me acaricies para disimular tu alegría.

— Chica, ¿sabes que voy sospechando que tienes talento?

— Pues mira, quizás te equivoques; yo sospechaba que tú eras un tonto.

El vino empezaba ya a acalorar los cerebros, y la orgía iba entrando en su segundo período. El Conde mandó a Dª Martina que corrieran las cortinas de los tres balcones.

CAPÍTULO XIV

Elena en el jardín,

Dejamos a Luisa encerrada en el coche, aguardando a su ama, y antes de trasladarnos al jardín, será conveniente que sepa el lector el medio de que se valió el Conde para alejarla de aquel sitio, Ya hemos visto que con la oportuna salida de aquellos dos hombres que estaban escondidos en la portería, se acaloró la imaginación de Elena hasta el último momento, y se la hizo entrar en el jardín sin hacer reflexión de ninguna especie ni concebir la menor sospecha, y se logró que se volviera Luisa al carruaje.

Ahora era preciso alejarla de allí, porque en aquel sitio y mien­tras supiera fijamente que su ama estaba dentro, podía ser muy peligrosa, así que, repuesta del primer susto, la calma de la noche, la soledad y la tardanza de su ama, le hicieran ver las cosas de distinta manera, Era, pues, preciso alejarla, y así que se fijó en aquel punto, concibió el Conde su expe­diente.

Dijimos que el Conde había salido de la sala, haciendo una reflexión muy prudente, inspirada por el breve relato de las aven­turas de Julián. Llegose entonces a una de las habitaciones interiores de la casa, donde otra alumna de Dª Martina le estaba esperando.

— ¿Eres tú la elegida?

— Así parece.

El Conde la examinó fijamente.

— ¿Qué tal, tengo la dicha de que mi cuerpo se parezca al cuerpecito de ese ángel?

— ¡Da un paseo! ¡No, no!: suprime toda tu gravedad.       ¡Así no!; más natural: ¡maldito sea tu cuerpo! ¡Si vas empa­lada!

— Pues ¿cómo es el andar de esa niña?

— Flexible sin gachonería, y gracioso sin desgarro; vamos, da otro paseo, ¡Maldita de Dios! si ahora vas con aire de matrona.

— Vaya, no se enfade Vd. dijo la muchacha desconsolada, viendo la desesperación que causaban en el Conde sus pocas facul­tades teatrales. ¿No tengo que salir llorando, tapándome la cara con el pañuelo, hasta entrar en el coche?

— Sí.

— El pasadizo ¿no debe estar ya medio a oscuras?

— Si, miserable, y sin esas precauciones ¿Podrías tu pasar por Elena, ni a los ojos de un ciego?

— Pues entonces ¿qué teme Vd.?

— Temo que el menor movimiento, de esos que tan bien te caracterizan, hiera la imaginación de la criada, aun en medio de las sombras, y una vez concebida la menor sospecha, todos somos perdidos.

— ¿No he de salir llorando?

— Si, pero sin gritar.

— Ya entiendo: sollozos sofocados; pues bien, casi todas las mujeres lloramos del mismo modo.

  • ¿Y el vestido?
  • Este que me estoy poniendo es igual al suyo.
  • ¿La misma tela? No sea que al tacto…

— Es igual: una blusa de seda,

  • ¿El manto?
  • Míralo: idéntico.

— Pero ¿estás segura de llorar?

La muchacha tomó un pañuelo; preparó su fisonomía: hizo como que se enjugaba los ojos, y a los pocos instantes empezó a lanzar los sollozos más desconsolados del mundo.

— Basta; basta: que vas a alborotar la casa,

¿Qué tal?

  • Perfectamente. Nunca he tenido la dicha, dijo el Conde para sí, de ver llorar a esa mujer; pero su llanto debe ser más blando y suave: bueno será que esta chica vierta lágrimas más verdaderas.

— ¿Salgo ya?

— No, espérate, que aun debe tener mucha luz la farola del pasadizo: dentro de cuatro minutos, dijo, sacando su reloj, debe estar apagándose. ¿Con que, estás en todo?

— No hay cuidado,

  • Llegas al cochero y le dices, procurando que Luisa no lo oiga, que te conduzca a la calle del Olmo. Ya sabes, a la casa.
  • ¡Pudiera no saberla y aquella fue mi primera escuela!
  • Le encargas al cochero que parta a galope.
  • Así lo hará, dijo la muchacha, tentándose los bolsillos de la blusa para ver si había recogido el dinero que el Conde había puesto sobre la mesa,
  • Con el ruido del coche no se oirán bien las palabras.
  • Bien: le contesto por señas.
  • Te dirá primeramente que si ha muerto.
  • Le respondo que no,
  • ¡Pero, llorando siempre! Después, que si está herido.
  •  Le respondo que sí.

— Llegas a la calle del Olmo.

— La digo por señas que me espere. Subo a la casa de mi antigua maestra; me abre la puerta de la tienda: salgo por ella, dejo el coche aguardándome, y vengo a contaros cuanto haya sucedido.

— Perfectamente

  • Y si la niña para marcharse aguarda a que yo baje, pasa dentro de un año por allí, si quieres decirle alguna cosa, que allí la encontrarás. Con que ¿vamos?

— Faltan dos minutos.

El Conde salió a la pieza inmediata y se asomó a un balcón, que daba a un patio pequeño que estaba delante del jardín.

—Aún está la farola muy brillante, dijo, volviendo; espere­mos un rato, Y empezó a pasearse.

— ¿Y tu hermana?

  • ¿Mi hermana? ¡Pobrecita! Ayer se la llevaron al hospital.
  • ¿Qué enfermedad es la suya?

— La misma que tiene la Gertrudis.

— Hoy ha muerto la Gertrudis,

— ¡Hoy! ¿Vd. lo sabe?

— Toma, como que he visto su cadáver, ¡pobre muchacha! Si vieras qué desfigurada estaba, te hubieras muerto de horror. Hace un año que yo la conocí: ¡qué fresca estaba y qué her­mosa! Valía más que la Ángela: …Pero, tú: ¿cómo has consentido que tu hermana vaya al hospital?

— ¡Si yo también estoy mala! dijo la pobre muchacha, prorrumpiendo en un llanto tan triste que partía el corazón; si no tengo más dinero que este que Vd. me ha dado, ¡Oh Dios mío! ¡Mi pobre hermanita!

— Vamos; ya es hora:  la farola está apagándose; no es bueno que salgas completamente a oscuras.

La desconsolada joven cogió su manto, se lo puso con algún desorden, y bajó la escalera reprimiendo el llanto, pero recordando después que su obligación consistía en llorar, soltó la rienda a su dolor y se acercó al cochero bañada en lágrimas. Luisa, así que vio llegará la que juzgaba su ama, pugnaba por abrir la puerta del coche para salirle al encuentro; entretanto la fingida Elena dio maquinalmente las instrucciones que del Conde había recibido, abriose por fin la puerta, y Luisa recibió dentro a su Señora.

— ¿Ha muerto? preguntó con la mayor ansiedad.

— Si,

Un grito agudísimo se oyó dentro del carruaje, que partió al escape. La desconsolada muchacha, al escuchar «Ha muerto» creyó sin duda que le preguntaban por su amiga Gertrudis.

Elena estaba en el jardín.

El ruido que hizo Dª Martina al cerrar la puerta con el pesado cerrojo, había despertado en su corazón los ecos más dolorosos.

Cruzó con planta vacilante las primeras calles, esperando encon­trar alguna persona que le diera noticias de Gustavo.

El jardín estaba desierto. El aire era frío, y la joven empezaba a temblar.

El ruido que hacían las ramas de los árboles, imaginó, mientras andaba, que eran las pisadas de Luisa que la seguía; se volvió para dirigirle silenciosamente la palabra, y se halló rodeada de la soledad más profunda.

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Tened piedad de mí! ¿Dónde me encuentro? ¿Dónde estará Luisa? Pero yo sola debía penetrar en este sitio…¿cuál será la intención de Gustavo? ¿Se divi­sará desde aquí el lugar en que deba verificarse el combate?

En seguida giró la vista alrededor suyo; solo, vio el cielo, los árboles, y los balcones cerrados de la casa.

La noche estaba serena; el cielo medio cubierto de blancas nubes la luna, casi escondida en medio de ellas, parecía una sultana reclinada en blandos almohadones. Madrid se iba durmiendo poco a poco. El ruido de los carruajes no era ya tan fre­cuente, y los que cruzaban la calle iban a galope, lo que hacía imaginar a la exaltada Elena que aquella noche estaba llena de peligros y querían acogerse cuanto antes al sagrado de sus habitaciones.

Poco a poco se fue familiarizando con los objetos que la rodeaban, y al fin, más repuesta, se sentó en un banco, consi­derando que no está el mayor peligro de una joven en la completa soledad.

Reinó un instante de profundo silencio; el aura de la noche iba también entregándose al sueño. Un rumor sordo estalló de pronto en las habitaciones de la casa gritos después de venganza y de muerte turbaron el silencio y alborotaron de nuevo y con mayor violencia el pecho de la joven.

En todo cuanto la rodeaba quería encontrar un anuncio de la suerte de su ingrato amante. Los gritos se hicieron más agudos. «¡Que me matan!» -llegó distintamente a sus oídos. La pobre niña, sin poder contenerse, cayó de rodillas y levantó sus manos al cielo.

Serenáronse las voces volvió a reinar el silencio más solemne; el aura agitó sus alas, y resonando entre los árboles parecía murmurar una plegaria por el hombre que dejaba de existir.

Elena empezó a verter un río de lágrimas.

Calmose el aura de nuevo y Elena no se atrevió a seguir llorando, temerosa de interrumpir el silencio; ni aun se atrevía a pensar.

— ¿Qué será de él, Dios mío? ¿Qué será de él? Era el único pensamiento que se formulaba en lo más escondido de su alma.

Una música solemne y pausada resucitó de pronto todos los ecos de la soledad.

Elena se estremeció de placer; el cielo le había respondido favorablemente; miró con ansia la puerta, esperando ver entrar a Gustavo con los brazos abiertos para estrecharla sobre su corazón.

Calló la música; nadie abrió la puerta; desvaneciose su esperanza, y cayó de nuevo en su inquietud y en sus mortales congojas.

Distintas armonías turbaron otra vez la calma del espacio; no ya el acento solemne y pausado de las primeras, sino los gritos y la expresión del contento más desordenado. Era el amor, que gemía de placer debajo del manto de la noche.

Elena retrocedió espantada; le pareció que todo el mundo se estaba burlando de su pena, y se tapó los oídos por no escuchar el acento de aquella música sacrílega; pero en vano; la aguda voz de la orquesta penetraba dentro de su alma y, siguiendo su compás desordenado, danzaban a su alrededor mil parejas frenéticas que la incitaban a tomar parte en sus placeres.

La pobre niña nunca había tenido un sueño tan horroroso, y mil veces hubiera caído desvanecida, si no la sostuviera el violento y nervioso dolor que le producía la ignorada suerte de Gustavo. Siguió la música, y en fuerza de escucharla se fue desvaneciendo el efecto que la había producido y poco a poco dejaron de girar en torno suyo los árboles que habían sido las parejas desordenadas.

Sin embargo, los esfuerzos que había tenido que hacer para no moverse de un sitio, habían promovido un sudor abundante, que, enfriado por el aire de la noche, circulaba por todo su cuerpo. Faltáronle las fuerzas, vaciló dos pasos y cayó desfalle­cida sobre un banco de piedra.

En esto se abrieron los tres balcones del salón, por los cuales podía ver el que se encontrara en el jardín el animado espectáculo que iba presentando la orgía. La luna corrió del todo las blancas cortinas de su lecho y se quedó profundamente dormida.

El jardín quedó en completa oscuridad, lo que hacía más brillantes las luces que iluminaban la orgía. Elena, recostada sobre el banco y cubriéndose el rostro con sus temblorosas manos, no pudo apercibirse de pronto del nuevo espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

Gustavo, como solía siempre que se hallaba agitado de algún pensamiento, se había levantado de su silla y se paseaba por detrás de la mesa. El Conde estaba en otra habitación inmediata, que también tenía balcones al jardín, y allí aguardaba que la luna brillara de nuevo, por ver si divisaba a Elena y podía conocer las impresiones que debía causarle la horrible situación en que la había colocado. Moncada, aprovechando la ausencia de Gustavo, trataba de conquistar algunos favores de Angela. Julián, dueño de Fernanda, por la ausencia del Conde, cada vez estaba más enamorado de su hermosura, y Ramira, en medio de Guillermo y del Novelista, estaba pasando un rato divertido.

El competidor de Guillermo, siempre que le faltaba una razón, apuraba una copa; el vino le había infundido valor, y sacudiendo el miedo en que los muchos e inesperados sarcasmos de su contrario le habían puesto, ya no se callaba a ninguno, y cuando no se le ocurría una gracia, que era casi siempre, apelaba a un insulto. Ramira los apaciguaba, acariciando al más ofen­dido, e impidiendo al mismo tiempo que riñeran y que se hicieran amigos, para mantener en su punto la diversión.

— Pero ¿qué tiene tu amigo? dijo Angela a Moncada, ¿no ves qué pensativo? No parece que se divierta.

— El tiene una razón infernal, y necesita muchas copas para echarla por tierra. Luego verás como es el más loco.

— Quisiera verle contento; le quiero mucho; si no hubiera sido por él….

— Me lo has contado dos veces y hace un cuarto de hora que se alejó de nosotros.

— ¿No me quieres agradecida?

— A mis favores. Apura esta copa.

— ¿Otra? ¿A qué fin te propones embriagarme?

— Porque dentro de media hora todos habremos perdido la razón, y si tú la conservas, vas pasar un rato muy aburrido.

Angela apuró la copa y siguió mirando a Gustavo.

— ¿Gustavo? -dijo Moncada.

  • ¿Quién me llama?

— Tu compañera suspira por ti.

— No le interrumpas.

— No te muestres esquivo, pues si efectivamente llegases a enamorarla, sería tu mejor gloria.

  • Te juro, -dijo Gustavo, dándole mucha importancia al asunto-, que si hubiera encontrado a esa mujer lejos de este sitio, la hubiera tenido por la imagen del candor y de la inocen­cia: no sé si la hubiera amado; pero sé positivamente que me hubiera batido con el hombre que en mi presencia se hubiera atrevido a dudar de su honor,

Todos soltaron la carcajada. Angela permaneció impasible, quiso responder a Gustavo y no se le ocurrió otra cosa que alargarle una copa.

  • Efectivamente, dijo Guillermo, que había escuchado la anterior arenga y comprendió el efecto que Angela había produ­cido en su amigo, el rostro celestial de esa mujer es el sarcasmo más horrible en contra del candor y de la inocencia.

— ¿Quién se atreverá a amar en adelante? ¿Quién juzgará de la pureza de una mujer por la expresión de su rostro? ¿Quién podrá estar seguro de que la inocente virgen de sus amores no es una Angela? ¡Oh! ¡Qué misterio tan profundo!

— Pues es lo malo que en el corazón de todas las mujeres hay algo del corazón de esa, y en todas sus fisonomías algo también de su hermosura angelical.

Angela los miró entristecida al parecer; Gustavo quedó sus­penso, imaginando que iba tal vez a derramar algunas lágri­mas por su perdida inocencia.

— ¿Qué estáis hablando? ¿Los entiendes tú, Ramira?

— Dicen que no eres buena.

  • ¿Yo? ¿por qué?
  • Porque no tienes la cara tan mala como los hechos.
  • ¿Eso habéis dicho?
  • No: te engaña.
  • Pero sírvate de consuelo el haber asegurado este caballero; que todas las mujeres del mundo son como tú, sobre poco más ó menos.

— Quien se enamora del alma, dijo Julián, está enamorado del viento; por eso yo no pienso tener otros amores que los que tú me inspires.

  • ¿Con que es decir que yo no tengo alma?

— Y ¿qué falta te hace, siendo tan bella?

¡Qué vanos sois los hombres! Juzgáis del alma de una mujer, por el amor que os tiene.

  • ¿Qué regla más segura?

— ¡Vaya! ¿Con que cada uno debe suponer, según eso, que la mujer quien él no le haya inspirado un grande amor, es imposible que tenga alma? ¡Ja! ¡ja! ¡ja!.

— ¡Vive Dios, Fernanda, que cada vez me vas enamorando más!

— De suerte que cada vez se debe ir engrandeciendo tu alma.

— Dejemos eso ¿Quieres ser mi querida?

  • Soy muy orgullosa para serlo de nadie.
  • No comprendo ese orgullo.

— Mientras lo soy de todos, me pertenezco a mí misma; el día que lo fuera de uno, ya sería ajena.

  • Debemos ahorcar a Dª Martina.
  • ¿Por qué?
  • Porque para humillar nuestro orgullo, nos ha buscado muchachas que saben más que nosotros.

— Menos yo, dijo Angela.

— El mayor talento de la mujer es la belleza.

— Si no es por Ramira, me quedo sin entenderles una palabra.

— Tú, dijo Gustavo, que ya se iba acalorando, tienes el verda­dero talento de la mujer.

  • ¿Cuál?

— El de saber inspirar pensamientos…

— Pero, si no los comprendo…

— Y ¿qué mujer comprende los pensamientos que inspira?

— ¿Te voy gustando?

Gustavo le tomó una mano.

— Sí; tu rostro es divino ¿qué importa tu corazón?

  • Yo no soy mala.
  • ¡Cielos! dijo Gustavo para sí; ¡esta mujer ha nacido privada absolutamente del sentimiento de la virtud! ¡Qué tipo tan horrible!

Se levantó, y empezó a pasearse por la pieza inmediata.

— Si un hombre de corazón, decía el artista, paseándose, hubiera visto a esa mujer y fiado en su rostro le hubiera entregado su alma, el día que esa mujer, sin saber lo que hacía, hubiera olvidado sus deberes, ¡qué tormento tan horrible hubiera sido el suyo, al ver que ni aun tenía la esperanza de que los remordimientos vengarían su deshonor! Si Guillermo…. que, en todas las mujeres, hay algo de Angela.

— Jamás pensé, -dijo Julián a Fernanda-, que el orgullo viniera a buscar su asiento en esta casa.

— Tú has pensado muy poco, lo que yo veo. Consulta este asunto con tu amigo Guillermo.

— Fernanda tiene razón, dijo Guillermo, que los estaba escuchando. El mundo tiene sus leyes, y el orgullo no consiente ninguna; aquí es donde vive a sus anchas.

¡Tenéis razón, vive Cristo! ¡El hombre solo es verda­deramente libre, cuando está borracho! -dijo Julián, apurando una copa.

— No es eso precisamente lo que ha querido decir el amigo Guillermo.

  • ¿Y quién le ha dicho a Vd. que yo no he querido decir eso?
  • La expresión literal de vuestras palabras.
  • El que solo entiende la expresión literal de una frase, no entenderá nunca lo que dicen los hombres de algún provecho. Y el que se lanza a imprudentes interpretaciones…

— ¡Haya paz!

— Entenderá siempre lo contrario de lo que se dice.

— Convengo en que los tontos hacen muy bien en no separarse del sentido literal; porque de otra suerte se verían perdidos en el hondo abismo de su ignorancia, pero…

— ¡Eso de tontos, señor mío!…

— ¡Es mucho trabajo que no he de poder nombrarlos sin que Vd. se dé por aludido!

  • ¡Haya paz!
  • Es que Vd. neciamente se ha empeñado…

— Yo no me he empeñado en nada, caballero. Para mí no es plato de gusto hallar un alma de topo en un cuerpo semejante al mío.

— Vd. todo lo interpreta; de todo habla; sin tener en cuenta que el hombre más sabio es un ignorante.

— Compasión da ver al hombre en sus manos.

— Dice del orgullo de Fernanda….

El orgullo de Fernanda, dijo Guillermo, algo trastornado y lanzándose ya sin freno a su manía de analizarlo todo, es o puede ser una personificación del orgullo humano, que es gene­ralmente estúpido y mal fundado.

  • ¡Profanación! El orgullo, enemigo de la vileza, hermano de la dignidad, padre de las heroicas acciones…

— Y abuelo de la petulancia.

  • ¡Caballero!
  • El orgullo, dijo Guillermo, continuando…. 

— ¡Vd. me insulta… y yo!…

  • El orgullo de Fernanda, por ejemplo, no pudo consentir el verse mucho tiempo vestida de percal, y no dijo una palabra al verse sin honra: el orgullo de Fernanda no puede consentir la tiranía de un hombre, ni aun quizás de un marido, y no dice una palabra cuando todos le dan dinero. En el corazón de todas las mujeres, hay algo de este orgullo.

— El de Vd. es el más intolerable que yo he visto…

— Y a Vd. señor mío, le irrita tanto… vamos claros… no porque sea contrario lo que yo digo lo que Vd. piensa, que esto sería muy difícil, sino por temor de que los concurrentes se figuren que son buenos discursos que no suenan en los labios del Regenerador de la novela. ¡Todo miseria, todo miseria!

— ¡Otro insulto!

  • ¡Ira de Dios, dijo el flemático Guillermo puesto en cólera, con que a Vd. le insulta que un hombre tenga sentido común y a mí no ha de insultarme que Vd., siendo un hombre como yo, carezca de él!

El novelista le miró un instante: la ira no le dejaba hablar, porque todo lo que se le ocurría le parecía débil; él quería confundir a su enemigo con una sola palabra; todos aguardaban una grande explosión, y Ramira ya se disponía a contenerle.

— Señor mío, dijo calmándose inesperadamente, como los insultos, si prueban algo, es la poca crianza…

— Educación es de mejor tono. Siga Vd….  

  • De la persona que los usa, quiero confundirle prácticamente. Vd. se precia de conocer el corazón humano.

— No es el conocimiento del suyo el que ha de envanecerme.

— Vamos a adivinar en los ojos de Ramira cuales han sido las causas de su perdición y el que ande más acertado, según el juicio de la interesada, ese será proclamado el vencedor.

  • ¡Bravo! ¡Magnífico! repitieron todos, interesándose en la cuestión.

— Acepto el duelo.

  • ¿Juras decir francamente y con lealtad cual de los dos ?…
  • ¡Basta; lo juro!

— Empiece Vd., Caballero.

— Vd., que ha sido el inventor.

—Y ¿cual ha de ser el premio? -dijo Fernanda.

— Un beso que Ramira, respondió Julián, estampará en la frente del que venza.

  • ¡Magnifico! ¡Qué calle la orquesta!

— Brindemos por que el diablo los ilumine.

— Si; yo aseguro, dijo Ramira, levantando su copa, que no será un Angelito el que les diga al oído lo que ha pasado en mi corazón.

Las copas se apuraron, y todos prestaron esa atención de las orgías, que siempre está pronta a interrumpirse por una estrepitosa carcajada.

— Mírame frente a frente, Ramira, no con mirada estudiada, sino con la que tu hayas usado toda tu vida, dijo el novelista, decidiéndose a hablar el primero.

  • ¿Te agrada ésta?
  • No tan gachona,
  • ¿Y esta?

No tan grave.

Ramira hizo una mueca muy graciosa, y todos soltaron la carcajada.

  • ¡Silencio! ¡atención! dijo Julián; siga el examen.

— Señores, el alma de una mujer es un abismo impenetrable: su educación que tiende, no a hacerlas buenas, sino a enseñarles el modo de fingir que lo son, les presta un disimulo tan perfecto e inalterable, que impide a los ojos más perspicaces penetrar en los sentimientos de su corazón. ¿Qué tal, señores?

  • ¡Bravo! ¡Magnífico! ¡Una copa!

Mientras la acalorada concurrencia apuraba otra copa, Guillermo, que nunca perdía la razón del todo, decía para sí:

  • Eso podría decirse con alguna oportunidad en el tiempo en que se escribió el Si de las niñas: hoy cada señorita, toma generalmente la educación que le da la gana.

— Por lo tanto, Señores, nadie extrañara que para dar mi fallo definitivo, vuelva a examinar el rostro de la interesada. Examinó de nuevo a Ramira, cosa que produjo mal efecto, porque el vino no presta mucha atención, y todos aguardaban, sin más preparaciones, la sustancia de su discurso.

  • Dos elementos dominan en la fisonomía de esta joven encantadora: la imaginación y el deseo: estas han sido las causas de su perdición. El deseo excitándola de continuo, y la ima­ginación engrandeciendo esos mismos placeres que su temperamento le ofrecía. Esa misma imaginación no dudo que exageraría tan bien los dolores que había de causarle el desprecio público: he aquí la lucha, En fin, Señores, como el Ángel malo es más poderoso que el bueno, quiero decir… En fin, Señores, si Ramira hubiera nacido tonta y sin deseos, sería una mujer honrada. He dicho.

— ¡Bien! ¡Bravo! ¡Otra copa!

— ¡Silencio, Señores! no profanéis vuestra razón, aplau­diendo el discurso de mi contrario. Decir que si Ramira hubiera nacido tonta, seria honrada, es tanto como asegurar que la estupidez es el fundamento de la virtud. ¡Absurdo monstruoso!

— ¡Bravo!

— ¡Indigno de vuestras ilustradas orejas!

— ¡Bravísimo!

— ¡Adelante!

¡Otra copa!

— Nadie puede negar que Ramira tiene talento y que sin embargo es… es Ramira; pero ¿esto consiste en que en el talento vaya envuelta la deshonra? De modo ninguno, Señores. Prestadme atención, que yo procuraré ponerme a vuestro alcance. El talento, Señores, aunque sea muy doloroso el confe­sarlo, sirve generalmente para conocer el camino del bien, pero no para seguirlo; para conocer que obramos mal, pero no para enmendarnos, y tal es nuestra pervertida naturaleza, que apenas sirve de otra cosa que de desarrollar nuestras pasiones, sean buenas o malas: el talento, en mano de la virtud, la eleva al cielo: en manos de la perversidad, produce el criminal más terrible.

— ¡Bravo!

— ¡Adelante! ¡Adelante!

  • Chico, que estás hablando de mi,
  • ¡Otra copa!

— No; en acabando,

  • Ahora.

— ¡Que descanse!

  • ¡Que siga!

— Silencio, Señores; voy a contraerme.

Restableciose la calma: el auditorio se había aumentado con todos los músicos, que habían abandonado sus instrumentos. Guillermo continuó.

— El talento de Ramira tomó necesariamente el rumbo a que su maligno natural le inclinaba. Se empleó en destruirse el dique que la opinión pública le oponía; no con intención al principio de obrar mal, sino para poder convencerse de que si obraba bien, se lo debía a sí misma, y no al temor de ser des-preciada por personas cuyo aprecio le importaba muy poco. Voy a explicarme: la opinión pública, el mundo, lo componen a los ojos de cada uno el círculo de las personas que le rodean. Ramira conoció desde luego la mala fe del tribunal que había de juzgarla; adivinó por instinto que aquellas mujeres que le predicaban modestia y recogimiento, lo hacían interesadamente, para disculpar sus faltas a los ojos de la virtud, haciendo que otros corazones le rindiesen un culto que ellas no habían podido tributarle en el suyo.

— ¡Bravo!

— ¡A la salud del orador!

— Sigue, dijo Julián, rompiendo el velo hipócrita que cubre el miserable corazón humano.

Ramira escuchaba con entusiasmo.

Angela era la única que se dormía.

Guillermo continuó:

—Conoció también que la reprobación que cae sobre la infeliz que ha olvidado sus deberes, no es hija del escándalo que produce el nuevo agravio hecho a la virtud, sino del contento que causa en cada uno haber encontrado una nueva disculpa para sus propios vicios.

— ¡Bravísimo!

— ¡Divino!

— Estás inspirado. Otra copa a tu salud.

— ¡Otra!

Silencio voy a concluir. Conocidas las causas que movían a su tribunal a persuadirle la virtud y a condenar el vicio, acabó, como era natural, por escucharlo con el mayor deprecio. La gracia y el ingenio con que lanzaba un sarcasmo a la persona que se atrevía reprenderla, borró de su mente la imagen de la humillación a que el vicio podía conducirla. Roto el dique de la opinión, enérgica por temperamento, libres sus instintos de mujer, Ramira tenía necesariamente que ser una de nuestras adorables compañeras. He dicho.

Estalló un frenético estruendo de bravos y de palmadas, y aun hubo alguno que pidió la repetición del discurso.

— ¡El premio! ¡El premio!

— Si; mi corona.

Ramira se levantó,  y estrechando con sus dos manos las sienes de Guillermo, le puso en la frente el beso más sonoro que han restallado labios de mujer.

El beso también fue aplaudido con frenesí.

— Ese beso vale más que el discurso.

— Demonio de hombre, -dijo Ramira-, y no me ha visto más que esta noche. ¡Yo debo habérselo contado!; ¿pero cómo? ¡Si yo no lo he comprendido hasta ahora!

— En el talento de todas las mujeres, dijo Guillermo, epilo­gando su discurso, hay algo del talento de Ramira.

Mucho hubiera sufrido el novelista, si ya no se encontrara completamente borracho; así es que se contentó con decir:

— Cuando Ramira ha dado el premio a mi contrario…

— Es porque él lo ha ganado.

— No, señor; porque yo la he calado mejor, y como esto a nadie le gusta, se ha vengado de esa manera. No me importa, porque aI fin…

— ¡Música! ¡Música!

La orgía iba entrando en su último periodo. El discurso de Guillermo había infundido cierto alarde y satisfacción de su estado en todas las mujeres, y el beso de Ramira había acalo­rado la imaginación de todos los hombres.

— ¡Música!

— Veremos si la música es capaz de ser la verdadera expresión de corazones como los nuestros,

Los músicos, que también habían bebido algunas copas, con admirable expresión empezaron a tocar la introducción de la Lucrezia. Todos llevaban el compás con las copas y los cuchillos, menos Julián, que cantaba a media voz.

Elena levantó los ojos y se encontró frente a frente de la orgía.

Jamás un espectáculo semejante se había presentado a los inocentes ojos de la virgen.

En ningún sueño podía haberlo forjado su cándida y limpia imaginación.

Abrió los ojos, y un momento después aún le parecía que los mantenía cerrados y que aquellos eran fantasmas, hijos del letargo en que había estado sumida.

Sin embargo, la espantosa realidad empezaba a penetrar en su corazón y a helarle la sangre; aquellos seres debían tener una existencia propia, porque ella no hubiera podido nunca crearlos: aquellas mujeres que mostraban en sus ojos pasiones tan diver­sas de las suyas, aquellos hombres embriagados y frenéticos, no podían ser de modo ninguno imágenes nacidas y alimentadas en su alma de virgen.

Elena empezaba a penetrar horrorosos misterios desconocidos. El ángel malo, mofador de la virtud, rasgaba de pronto el velo que siempre había cubierto a sus ojos los tenebrosos abismos del corazón humano. Empezaba a concebir la existencia de pasiones miserables y hediondas, y temblaba que existiesen en el mundo donde ella vivía.

En el desnudo seno de aquellas mujeres, ella imaginaba que los hombres estaban contemplando el suyo, y la pobre niña corrió confusa y avergonzada a esconderse entre los árboles, cubriendo el pecho virginal con sus manos trémulas.

El estruendo de la orgía, cada vez más atronador y frenético, asordaba los ecos de la noche.

Elena permaneció algún tiempo anonadada en un rincón del jardín, como la oveja que se refugia en la cueva, temerosa del trueno.

Pasado el primer atolondramiento, que puso su razón a punto de desvanecerse, empezó a despertarse en su pecho una punzante curiosidad enteramente nueva, que la impelía a  fijar la vista en aquél espectáculo desconocido. Había en este impulso algo de ese incomprensible deseo que nos lleva a examinar los cadáveres y a gustar mil sensaciones dolorosas, sólo por el ansia de sorprender a la naturaleza en todos sus secretos.

El genio del mal la estaba persuadiendo a que volviese el rostro; quería adelantarse, sin poder darse cuenta del impulso que la movía, pero la contenía fuertemente el temor de ser vista y devorada por aquél monstruo.

Si Elena se hubiera encontrado en aquel momento rodeada de murallas de bronce, no hubiera podido menos de asomarse por una almena a contemplar aquel espectáculo, y sin saberlo hubiera destrozado el manto de su inocencia. El miedo la contenía. No volvió el rostro, pero ¿qué importa? la orgía cambiaba de sitio y se le ponía delante en donde quiera que fijase sus ojos. Sólo una vez había visto aquellos rostros, y mientras viviera, estaban destinados a turbar sus sueños.

Una sola mirada había bastado para empañar su inocencia, y sentía un dolor vivísimo que le destrozaba el alma. La razón tra­taba ya en vano de oponerse al tropel de arrebatadas imágenes que amenazaba destrozarla.

Dio algunos pasos vacilantes, y ya no sabía si estaba o no delante de los balcones, porque en todas partes se le representaba la orgía con los mismos colores.

Los objetos tomaban a su alrededor formas gigantescas: todo ya le parecía posible en aquella noche de confusión y trastorno. Ya no le hubiera sorprendido que uno de aquellos hombres hubiera salido volando por el balcón, la hubiera arrebatado por los aires y en medio de las nubes hubiera manchado su hermosura.

El Conde de San Román, retirado de la orgía, como hemos dicho, fijaba los ojos en los árboles del jardín, ansioso de que la luna le descubriera el sitio en que Elena se encontraba.

Un placer infernal bañaba su pecho.

Se figuraba que en aquel momento se estaba aniquilando la única virtud que había encontrado en el mundo y que de allí en adelante podría entregarse a su antigua vida, sin temor de que otra mujer le saliera al encuentro, insultándole con su alma sublime y ahogándole con deseos nunca satisfechos

Estaba seguro de que no había de encontrar otra Elena, y empezaba a respirar tranquilo.

Su causa en aquel momento era la causa de Satanás, y le engrandecía el papel que estaba representando.

— Si; ya habrá visto la orgía; ya es imposible que exista su inocencia. Después verá a Gustavo, y morirá su amor y saldrá de este sitio hecha una mujer tan vulgar como la última de mis queridas.

El Conde se frotó la frente y se creyó invencible.

La luna no brillaba; el jardín estaba oscuro y Elena no se distinguía. Un proyecto infernal cruzó por su mente.

El profundo abandono en que aquella joven se encontraba, la oscuridad del jardín… su cabeza empezó a trastornarse, El orgullo del triunfo le cegaba y empezaba inspirarle empresas más atrevidas.

  • Es imposible que el diablo no haya sacado algún partido de la situación en que yo he colocado a esa mujer. Si tiene sangre humana, es fuerza que con lo que ha visto por primera vez, se haya inflamado a pesar suyo. Deseos nunca sentidos deben agitarla: su razón estará trastornada, su virtud dormida… si yo, en el silencio de la noche que la rodea, hiciera resonar en su oído palabras de amor y de placer… ¡Maldición! ¡no!; ¡no es posible! mi vista le volvería la razón; recobraría su cetro y yo volvería a gemir desesperado en las sombras. No: que vea a Gustavo; que se convenza de que es despreciada; que se desespere, que pierda su virtud y su inocencia, aunque otros hayan de recoger el fruto de mi trabajo. Sí: ¡ella está perdida y esto es lo que importa! La cuestión estaba reducida a que fuese mía o que dejase de ser lo que era ¡He vencido!

Permaneció un momento pensativo.

— ¡Pero si mañana pide explicaciones a Gustavo! ¡Ella, imposible, después que se convenza del agravio! Pero él, ignorante de lo que pasa, puede buscarla y entonces… bien  ¡ya se arreglará todo!

Cada vez era más violenta la fiebre que se iba apoderando de la infeliz Elena. El abandono en que estaba sumida, los gritos de muerte que había escuchado, la incertidumbre de la suerte de Gustavo, aquellos hombres desencajados y horribles, que tal vez celebraban su victoria, después de haberlo matado; cada una de estas circunstancias, representada en su mente por una imagen siniestra, pugnaba por absorber su atención, que no podía fijarse en ninguna, y lanzaba su razón a un vértigo continuo, que ya empezaba a trastornarla del todo.

La orgía no se apartaba de sus ojos; era el vicio enamorado de sus galas, lleno de luz y de insolencia, que pugnaba por que lo vieran, pensando destruirla virtud sólo con ser visto.

Elena recordó la curiosidad que al principio había querido moverla a examinar aquel espectáculo, y se convenció de que eran sus ojos los que buscaban la orgía, y aun sentían placer en contemplarla, porque un genio infernal se había introducido dentro de su pecho.

Esta idea la llenó de espanto, y con un vigor nunca sentido, empezó a correr y a dar vueltas entre los árboles.

Un nombre pronunciado en el salón vino a pararla en medio de su delirio.

— ¡Gustavo! dijo Moncada.

Gustavo apareció en la orgía. El vino había fermentado: su rostro armonizaba perfectamente con el de todos sus compañeros.

— He decidido amarte, dijo, sentándose al lado de Angela y echándole un brazo sobre el cuello.

Angela le contestó con mirada tiernísima.

Gustavo la di un beso,

Elena reconoció a su amante, y sus pensamientos tomaron un rumbo nuevo y más espantoso; aquella repugnante descompostura de la fisonomía de Gustavo, era la explosión de proyectos horribles y encubiertos por mucho tiempo. Gustavo intentaba matarla: ¿En quién podría ya encontrar consuelo? No había remedio; por razones impenetrables, se trataba de perderla, de anonadarla, todo el mundo estaba en contra suya; no quiso acordarse de su tutor ni de Luisa, temiendo que se aparecieran en la orgía. El genio infernal que, según creía, se había encerrado en su pecho, lanzaba en este instante carcajadas espantosas. ¿Qué poder más fuerte que el mundo podría sacarla de aquel abismo?

La luna se esclareció un poco, y en medio del jardín se distinguían confusamente los blancos contornos de una estatua: Elena vio distintamente la imagen del ángel de la guarda, y dando un agudo grito de esperanza, corrió en el mayor desorden a arro­dillarse a sus pies.

— ¡Sálvame! ¡Sálvame! decía la desgraciada besando el mármol; ¡sácame del mundo, ten piedad, ten piedad, no me de­jes sola!…

La luna brilló en todo su esplendor, y el Ángel de la Guarda se convirtió en la estatua de Venus.

— ¡Horror! ¡También el cielo! -dijo Elena, apartándose de aquella mujer deshonesta.

Permaneció un instante temblando delante de la estatua, y su razón estalló del todo. La pobre respiró como si arrojara de si una carga insoportable.

— Gustavo me desprecia; ha querido matarme, yo no sé por qué, y yo me he muerto.

Este fue el primer pensamiento que se formuló en su desor­denado cerebro.

¡Pobre tutor! ¡Él, que me quería tanto, cuando sepa que me he muerto, cuánto va a llorar!

Quiso llorar y no pudo.

  • ¡Gustavo,… mi alma tan noble, como se ha pervertido! ¿De qué le habrá servido matarme? ¡Cuando mañana se arre­pienta, cuánto va a sufrir! ¡Pobre joven!

Otra vez quiso llorar, y otra vez se negaron las lágrimas a aliviar la mortal congoja que los futuros padecimientos de Gus­tavo le producían.

— Los muertos no lloran.

La idea de que había muerto, empezó a serenar su pecho.

Dio algunos paseos con mucha tranquilidad.

La orgía le pareció que sonaba más distante. Aquellos hombres y aquellas mujeres que tanto le habían espantado, los contemplaba ya sin sorpresa ni asombro, y compadeciéndolos sinceramente.

— Si; yo se lo pediré a Dios… ellos se arrepentirán y todos mañana vendrán a unirse conmigo… ¡Qué cansada estoy!

Se reclinó tranquilamente sobre un banco. La luna brillaba en todo su esplendor.

Elena contemplaba el jardín con una expresión de inefable feli­cidad.

Se le figuró que estaba en medio de un cementerio, que su vestido era blanco, y que ella era la estatua que habían colocado encima de su sepultura.

CAPÍTULO XV

Elena y Gustavo

La orgía presentaba ya un cuadro de espantoso desorden; apenas había una botella llena; todos los cerebros estaban completamente trastornados.

Todos querían hablar; ninguno escuchaba; cada uno se creía un gran orador y nadie comprendía por qué habían aplaudido el insulso discurso de Guillermo.

Los músicos habían soltado los instrumentos y estaban confundidos con los demás.

Ya se habían discutido todos los asuntos posibles y se habían sentado las proposiciones más absurdas.

Guillermo y el novelista habían acabado por ser íntimos ami­gos.

Ramira, cansada de sus polémicas, acabó por no oponerse a las paces.

— Vive Dios, que es la primera ver, que me he equivocado, decía Guillermo, mirando fijamente a su interlocutor.

— ¿Por qué lo dices?

(Ya se hablaban de tú)

  • Porque me disgustaste mucho la primera vez que te vi.
  • Yo conocí…
  • Te creí un pedantón insufrible, escéptico.
  • Hombre, yo…

— Qué mal te juzgaba ¡Ya te conozco a fondo!

  • ¡Me alegro! dijo el novelista con orgullo.
  • Eres un pobre diablo.
  • ¡Cómo! Lo dices…
  • No; no te incomodes…
  • Pero un pobre diablo…
  • Un pobre diablo puede tener tanto genio y talento como el que más…Porque… atiende: lo pobre diablo se refiere a las prendas del carácter; a la índole bonachona.

— Pues; y bajo ese concepto, casi todos los genios…

  • Dices bien: han sido unos pobres diablos.
  • Tú me disgustaste mucho al principio, pero después… ¿Por qué sucede que cuando una persona disgusta, si luego nos agrada, nos agrada más que si al principio no hubiera disgustado, cuando debiera suceder…?

— Lo que sucede. Nos convencemos de haber cometido una injusticia, y la conciencia del agravio que hemos hecho nos hace más cariñosos, y por esto sucede.

— Es que tienes talento, y cuando yo te lo digo…

— ¿Tengo talento?

— Si.

  • Pues no temas, que a pesar de eso seré tu amigo.
  • Se dieron un abrazo estrechísimo: no hay nada más sincero que el abrazo de dos borrachos.

Julián creía mirar en Fernanda la personificación verdadera de su vida licenciosa y de escándalo, y se gozaba de encontrarla tan bella. Gustavo estaba perdidamente enamorado de Angela, que no entendía una palabra de los apasionados discursos que inspiraba, y Moncada, convencido de que no podía competir con Gustavo, se dio a enamorar a Dª Martina.

— ¿Qué es la vida? decía Julián a Fernanda, alzando la voz para que los demás lo oyeran, porque en este momento se creyó inspirado. El pasado es un inútil recuerdo, el porvenir una som­bra, el presente todo. El hombre que piensa, vive en el pasado y en el porvenir, que es no vivir en parte ninguna. Yo no quiero la razón, enemiga de la felicidad, y si mañana la adquiero, es por tener de nuevo el gusto de perderla.

Estas últimas palabras fueron aplaudidas. A Guillermo se le ocurrieron observaciones que nadie escuchó.

— ¡Oh! ¡Yo te adoro!; decía Gustavo a Angela.

— ¿No me engañas?

— Tu rostro de ángel debía estar eternamente en un laboratorio artístico.

— ¿Y para qué?

— Yo, al mirarle, sentiría en mi corazón los cantos más melodiosos y sublimes.

— ¿Por qué al principio me mirabas con tanta extrañeza?

— Porque era un necio.

  • ¿Con que ya me miras con cariño?

— Angela, te amo, ¿Qué es el amor? Un traje ilusorio que nuestra imaginación viste sucesivamente a varias mujeres; yo te lo presto esta noche. Mañana me dirá el sol que no lo mereces, que lo has manchado; pero, ¿a qué mujer se lo vistiera que no me sucediese lo mismo?

  •  ¡Qué cosas te se ocurren!

— Eres bella, y la hermosura es un favor del cielo que hace a la mujer que lo recibe digna de ser adorada.

Ángela, cuando no sabía que contestar, le acariciaba.

Los músicos habían encontrado parejas entre las muchachas que sirvieron la mesa y otras que sacaron de las habitaciones interiores, y que si bien al principio se negaban a salir, porque no se hallaban tan elegantemente vestidas como sus tres principales compañeras, después, de apurados los primeros vasos, se paseaban con arrogancia por el salón, creyéndose bastante adornadas con las galas de su insolencia.

Moncada, deseoso de producir algún efecto, anunció en voz alta que iba a bailar la polka con Dª Martina; este pensamiento fue acogido con entusiasmo: aquella mole bruta y borracha se resistía con valor, pero no hubo remedio; varios instrumentos tocaron; abriose corro; separose la mesa, y Moncada salió dando vueltas con su globo.

A las pocas vueltas, dieron ambos con sus personas en medio de la sala.

Todos aplaudieron, riendo frenéticamente.

Nadie concebía que hubiese en el mundo una diversión más grande que ver a  Martina bailar la polka.

Cada cual se sintió con deseos de hacer lo mismo con su pareja y todos se pusieron en confuso y desordenado movimiento.

Las palabras no podían ya expresar la alegría de sus corazones y era preciso saltar y dar vueltas.

El conde solo conservaba la razón; era el genio maléfico que dirigía a su antojo la tempestad. Nadie sospechaba en el salón, en medio de su frenética alegría, el horrible crimen de que era cómplice. Le pareció que ya era hora de completar su obra y se acercó a Gustavo.

— ¿Gustavo?

— ¿Conde, cómo es eso? ¿No estás borracho? ¡Traidor! ¡Muchachos!

— ¡Calla! Tengo que hablarte, una mujer te aguarda en el jardín.

— Que aguarde muy en hora buena.

— ¿No vienes?

— Mujer por mujer, ninguna en este momento hay para mi más hermosa que Angela. Que aguarde.

Gustavo, para hablar con el Conde, se había separado un paso de su pareja; la turba desenfrenada la recogió en su centro y se la llevó, dando vueltas por el salón.

— Te importa conocerla. Huyendo de tí ha bajado al jardín.

— ¡Pues yo la persigo! Vamos, ya veo que estamos iguales. ¿Cuántas botellas?

Gustavo le echó el brazo por encima.

— ¿Y hasta ahora no lo has conocido? dijo el Conde, sacán­dolo insensiblemente del salón.

— Oyó tu nombre,

— ¿Quién?

— La mujer que está en el jardín

—¡Ah! ¿y Angela ?

— Estaba en esa sala inmediata, emborrachándose con un músico: oyó tu nombre; se levantó asustada; se asomó a la puerta del salón con mucha cautela, para reconocerte sin ser vista, y así que quedó convencida de que eras tú, abandonó su pareja, y sin escuchar más razones, bajo la escalera, halló cerrada la puerta de la calle, y huyendo de tu sombra entró apresuradamente en el jardín.

— ¿Y allí está?  

— ¡Mira que luna tan hermosa!

  • Baja conmigo,
  • No; esas escenas deben verificarse en la soledad.

— Si; voy corriendo.

  • Después me contarás lo que te pase.

Bajó Gustavo la escalera, ansioso ya de verse en presencia de la dama desconocida.

Los diversos lances de aquella noche y el vino, le hacían el hombre más venturoso del mundo.

El resplandor de la luna; el aura que mansamente mecía los árboles; las voces lejanas de la orgía… no podía presentarse un cuadro que más halagase su imaginación. Sólo faltaba una mujer que diese aliento a aquella soledad, y la esperanza de hallarla aumentaba su dicha.

Cruzó la primera calle, y al fin de la segunda, que se extendía a la derecha, se le figuró ver a una mujer lánguidamente recli­nada sobre un banco. La postura no podía ser más poética: apre­suró el paso con intención de arrodillarse a sus pies, sólo por completar el cuadro.

A medida que se iba acercando, la dama misteriosa, que tanto al principio había halagado su imaginación, se iba convirtiendo en una imagen espantosa que hería fuertemente su razón y pugnaba por despertarla del profundo letargo en que estaba sumida.

— ¡Horror! ¡Horror! ¡Es Elena!, dijo a dos pasos de la joven, sin atreverse a aproximarse, temiendo que se convirtiera en evi­dencia tan horrible sospecha. 

Al fin se adelantó: ¡no había duda! : ¡Ella, ella misma! Se frotaba la frente; se restregaba los ojos; la luz de la luna le parecía escasa y maldecía al vino que no dejaba a su razón juzgar con exactitud de aquel lance, que había de decidir de sus creen­cias.

Se trabó una lucha desesperada entre su razón y su embria­guez, que le produjo un dolor agudo en los sesos.

La escéptica filosofía de que se hace alarde en las bacanales; el recuerdo de lo que Guillermo y Moncada habían sospechado acerca de Elena, el recuerdo de Angela, de aquella prostituta con rostro divino…

— No hay duda; es una Angela.

Dudando todavía, se acercó a ella y la tomó violentamente por la mano. La pobre niña le contempló un momento con una expresión angelical; le hizo señas de que se callara y lo apartó algunos pasos del banco en que había estado sentada.

—¡Calla! : ¡no des voces ni hagas ruido!; ¡aquella es la tumba de Elena! ¡No la despiertes!

  • ¡Está borracha! dijo Gustavo con una expresión de sorpresa, de desprecio y de ira, imposible de describir.
  •  ¡Miserable! ¿me conoces?
  • ¡ Ay!, que me haces daño ¡Yo no te conozco! Y tú, ¿conoces a Gustavo? Dile que sea bueno, dijo, poniéndole con suavidad las manos sobre los hombros y mirándole cariño­samente.
  • Gustavo quedó convencido de que Elena estaba trastornada por el vino,

Su espanto fue disminuyendo, y su razón quedó completamente vencida por su embriaguez: ¡Elena en aquella casa y borracha! quiso reírse, pero no pudo; sin embargo, el desengaño que aca­baba de sufrir mataba completamente todas sus creencias, y en aquel momento le declaraba libre de todos los lazos sociales, y este estado de libertad absoluta empezaba a halagar su cora­zón.

Elena era muy bella; la luz de la luna y la expresión melancó­lica de su locura, aumentaban extraordinariamente su belleza. Gustavo la tenía entre sus brazos.

La noche, la soledad, y un deseo satánico de concluir comple­tamente con el mundo moral, empezaron a inflamar sus venas.

La luna se nubló de repente.

CAPÍTULO XVI

El entierro

Así que Gustavo se dirigió al jardín, el Conde se puso en el balcón.

La luz de la luna le dejó ver la escena que él había preparado y que dejamos ligeramente descrita.       

Por lo demás, conoció que pasaba entre los dos una cosa extraordinaria, que no era de modo ninguno lo que él imaginaba que debía suceder.

Elena trataba con cariño a Gustavo, el acabó por correspon­derle, y el jardín quedó en completa oscuridad.

Los celos más horrorosos empezaron a destrozarle el corazón. Tembló un momento, pensando que empezaba su castigo.

— ¡Traición! ¡Traición! entró gritando en la sala… La turba se suspendió un momento.

— Gustavo ha desertado ha vendido vilmente a su pareja, y está en el jardín con una mujer a quien ninguno de nosotros conoce.

— ¡Al jardín!

— ¡Al jardín!

— La luna se ha nublado; bajad luces.

Cogieron cuantas velas había en la sala, y todos, en confuso tropel, bajaron atropelladamente la escalera.

Entraron en el jardín y se esparcieron por diferentes calles; cortaron las ramas de los primeros árboles y a las puntas ataron las velas con los pañuelos para que parecieran hachas.

— ¡Aquí están!; ¡venid acá, venid!

Todos acudieron gritando a donde sonaba la voz de Moncada.

— ¡Traidor! ¿Cómo te atreves?

— ¡Oh, qué linda! ¡Bribón!

— A echarla a suerte.

— A mi me pertenece; dijo Moncada, tuya es Angela.

— El mismo tipo.

— Señores, dijo Gustavo, me alegro infinito que hayáis traído luces para adornar la tumba de mis ridículas creencias, ¿Veis esta mujer?

— ¡Divina!

—¿Recordáis la casa en que nos hallamos?   

  • La casa de Dª Martina.

— Esa mujer es Elena,

— ¡Elena!

— ¡Elena!

Casi todos habían oído hablar a Gustavo de una Elena sublime, y al escuchar su nombre soltaron una estrepitosa y atronadora carcajada. Todos saltaron de contento al ver como el mundo acreditaba con la práctica las teorías que acababan de desarrollar en la mesa.

Guillermo quiso en el acto pronunciar un discurso; pero nadie se lo escuchó.

— No, no le creáis, dijo Elena adelantándose (todos guardaron silencio). Elena ha muerto. Aquella es su tumba. ¿Venid a su entierro?

Todos soltaron de nuevo la carcajada.

  •  Tienes razón; ha muerto, dijo Gustavo.

— Lo que es para mí, repuso Guillermo, no has nacido todavía, prenda del alma.

— Venid a su entierro.

— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Está borracha!

— ¡Tu Elena borracha!

— ¡Tu sublime Elena!

Otra vez saltaron de contento.

— ¿Venid a su entierro?

— Señores, se me ocurre una idea, dijo Julián.

—¡A ti una idea! replicó Guillermo.

— Representemos en esta ninfa la virtud de la mujer y hagámosle su entierro, puesto que ella lo quiere.

  • ¡Bravo!
  • ¡Magnífico!

— Manos a la obra. Organicemos la procesión.

Gustavo y Julián hicieron una silla de manos; sobre ella colocaron a Elena; en la frente, le pusieron la corona de azucenas de Angela,

Dª Martina, presidiendo el coro de sus alumnas, todas con velas encendidas, formaba la primera. Detrás se colocaron los músicos. Moncada y Guillermo iban al lado de Elena, para impedir que se cayese. Impusose un profundo silencio y rompiose la marcha,

Los músicos, acostumbrados a asistir a las fiestas de Iglesia, sabían de memoria los salmos penitenciales, y con voz espantosa empezaron a cantar el de profundis…

“GUSTAVO”: LA NOVELA INÉDITA DE ADELARDO LÓPEZ DE AYALA

Adelardo López de Ayala ha pasado a la historia de literatura española como uno de los más notables dramaturgos de la segunda mitad del siglo XIX, dentro de la denominada “alta comedia” cuyo principal exponente fue Manuel Tamayo y Baus.

Sin embargo, hay un aspecto de su personalidad literaria prácticamente desconocido, como es el de novelista. En efecto, en el haber de López de Ayala hay una novela, que el autor tituló escuetamente “Gustavo”, y de la cual apenas existen referencias.

La novela fue escrita en los inicios de su carrera, concretamente en 1852 (cuando el autor contaba apenas 24 años de edad), solo un año después de estrenar sus primeras obras de teatro (“Un hombre de estado” y “Los dos Guzmanes”, ambas de 1851), quizá en un intento de diversificar su obra y no circunscribirse únicamente al género dramático; los avatares que sufrió dicha novela sin duda le decantaron hacia el teatro y la poesía.

“Gustavo” es una novela atípica en el panorama de la narrativa española de la época: si durante el primer tercio del siglo XIX la producción narrativa en nuestro país se caracteriza por una cursi sensiblería, a partir de 1830, bajo la influencia del inglés Walter Scott, prolifera la novela histórica, cuyos principales exponentes son Enrique Gil y Carrasco (“El señor de Bembibre”, 1844) y Francisco Navarro Villoslada (“Doña Blanca de Navarra”, 1847), y que prácticamente convive con los primeros intentos de novela realista (“La gaviota” de Fernán Caballero, escrita en 1849, y “El clavo” de Pedro Antonio de Alarcón, publicada en 1853). Pese a estar escrita en ese momento, a ninguno de estos géneros se asemeja “Gustavo”; por el contrario, la misma responde a un nuevo aspecto “social” ampliamente asimilado en la narrativa europea de mediados del siglo, de forma principal aunque no exclusivamente en Francia. Recordemos que en Rusia Nicolai Gogol había empezado a publicar narrativa en 1831, en Inglaterra Charles Dickens hacía lo mismo en 1836, y en Francia Gustave Flaubert se estrenaba como novelista en 1836; sin duda López de Ayala conocía y había leído a estos tres autores cuando se decidió a escribir su novela. Aparte de ello, la novela puede considerarse un documento histórico de primer orden, ya que relata admirablemente el carácter de la ilustre bohemia literaria que se distinguía en Madrid a mediados del siglo XIX y que López de Ayala conocía de primera mano.

La novela, en síntesis, cuenta la historia de un escritor de incipiente éxito que, aunque enamorado de una respetable dama, decide celebrar sus éxitos literarios, junto con varios amigos, con la compañía de varias prostitutas.

La primera parte de la novela fue presentada a la Censura (entonces trámite obligatorio previo a la publicación de obras literarias) en mayo de 1852; al Censor (José Antonio Muratori) no debió de gustarle el atrevimiento de algunas escenas, por lo que con fecha 27 de mayo de dicho año prohibió su publicación. La corrección entonces propuesta por el autor, sustituyendo la palabra “poeta” por “compositor” o “artista”, obedeció quizá al deseo de evitar que la obra se tomase por autobiográfica (como en parte lo es) lo que pretendía ser únicamente narración novelesca, pero ni aún así la obra pudo ser publicada.

Desanimado por este obstáculo, probablemente López de Ayala no pensó en terminarla. Cuando a la muerte del autor, se publicaron sus obras completas (Colección de Autores Castellanos, siete tomos, 1881-1885), los editores no la incluyeron, no se sabe si por no tener noticia de su existencia o simplemente por acatar la, suponemos todavía vigente, prohibición de su publicación.

Sin embargo, la novela no cayó totalmente en el olvido, y en el año 1908 fue finalmente publicada en el número XIX de “La Revue Hispanique”. Se trataba esta de una publicación francesa fundada en 1894 que, con carácter trimestral, difundía narrativa española (fundamentalmente novelas o relatos cortos) en idioma original. Este tipo de publicaciones periódicas fue muy popular entre finales del siglo XIX y principios del XX como una forma de dar a conocer a un público mayoritario la narrativa corta de los autores entonces en activo; en nuestro país hubo varias de similares características, entre ellas “El Cuento Semanal”, “La Novela Corta”, “Los Contemporáneos” o incluso “La Esfera”.

La publicación en “La Revue Hispanique” viene precedida de un prólogo escrito por  Antonio Pérez Calamarte, a quién al parecer había llegado a sus manos el manuscrito de la misma. Desconozco quién es esta persona y como llegó a ser propietario de la novela citada; gracias en todo caso a su iniciativa pudo por fin ver la luz un texto que quizá de otro modo se hubiese perdido para siempre.

Madrid, febrero de 2014 SERGIO KRSNIK CASTELLÓ


[1] Publicada por la Editorial La España Moderna (1901).

1 Siete tomos en 8º Madrid, 1881-1885.

Notas del autor de la presente edición.-

1En la primera edición de 1908 el editor respetó la ortografía de la época que usó L. de Ayala, en su manuscrito, si bien alteró algo la puntuación. En la presente edición, reproducida a partir del facsímil de la de 1908, se ha usado la ortografía actual para comodidad del lector y se han suprimido las notas al pie de página que recogían las palabras tachadas por L. de Ayala.

[4]Seudónimo de Adolfo Bonilla San Martín (1875-1926), literato y filósofo, discípulo de Menéndez Pelayo. Su condición de sobrino del compositor Emilio Arrieta, gran amigo de Ayala, explica por qué al fallecer éste en 1869, sus papeles llegaran a sus manos.

[5] El autor de la primera edición, que manejó las cuartillas originales manuscritas de Ayala, indica que el dorso de la primera cuartilla se podían leer los siguientes apuntes: «Describir la lectura de la ópera.- Carácter de Gustavo.-Ama el amor.- No se atreve a despreciar el amor de la Condesa.- No desecharía amor ninguno.-Todo le parece poco.- No tiene la edad en la que basta y sobra con un amor.-Él acoge todo lo que llega.- No cree lo de Elena porque amengua su fortuna y ataca su vanidad».

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