Guadalcanal año 1950

Tengo que decir que, desde mi memoria más temprana, mi familia nunca pasó el verano en Sevilla y siempre veraneábamos en algún pueblo. Recuerdo haber veraneado en Chipiona; compartiendo casa con otro matrimonio amigo de mis padres, en Sanlúcar la Mayor, el pueblo de mi madre; en Corte Concepción, una aldea perdida cerca de Aracena; en Guadalcanal y, por último, en Sanlúcar de Barrameda.

Pocos recuerdos guardo de Chipiona y de Sanlúcar la Mayor, pero los cinco años que veraneé en Guadalcanal, de 1.952 a 1.957 fueron fructíferos y llenos de experiencias hasta el punto que lo consideré, desde el primer momento, como mi pueblo y yo que, en más de una ocasión, lamenté no haber nacido en uno, me sentí consolado cuando me atribuí, sin que nadie me invitara a ello, el título de hijo adoptivo de este pueblo serrano.

Viajar a Guadalcanal era, de entrada, una hermosa aventura que vivía con intensidad toda la familia. En aquellos tiempos  no se alquilaba una casita rural dotada de todos los enseres como ocurre ahora sino que se arrendaba una casa vacía y, por consiguiente, había que vestirla. Comandados por mi madre y con la ayuda de mi abuela y de todos mis hermanos, que interveníamos como si aquello fuera una fiesta, se preparaba el equipaje  que se hacía de la siguiente manera: Se tendía en el suelo una manta grande y, encima de ella, un colchón extendido de los que se usaban en aquella época que, generalmente, estaba relleno de lana. Encima de aquel colchón se colocaban todos los enseres del hogar que había que trasladar para la nueva casa. Una vez colocados los platos, los cubiertos, sábanas, ropas, zapatos, la plancha, etc. se enrollaba el colchón como si fuera una masa pastelera procurando que no cayera nada de lo que estaba en su interior y, a continuación, se cubría aquel rollo con la manta que estaba extendida y se cosía ésta. Aquel rollo cosido con la manta que lo envolvía era impenetrable y los llamábamos bultos. Nos trasladábamos a la estación de ferrocarril, que estaba cerca de nuestro domicilio, andando detrás de uno o dos carrillos de mano alquilados, cada uno con su tirador-conductor, que trasportaban los bultos. Conforme la familia fue creciendo se hicieron más bultos y recuerdo haber viajado con cinco de ellos.

El viaje en tren no era menos emocionante. Tardaba cinco horas en llegar a Guadalcanal y se pasaba por cinco túneles (desconozco por cuantos hay que pasar hoy en día) y la locomotora de carbón tiraba de siete u ocho vagones en los que había 1ª, 2ª y 3ª clase. Mi padre (que curiosamente está ausente de todos estos recuerdos porque no intervenía en estos preparativos) nos instalaba en un reservado en primera clase pero él se quedaba en Sevilla ejerciendo de Rodríguez y solo visitaba el pueblo un par de veces en los dos meses largos que duraba nuestro veraneo.

Llegábamos a Guadalcanal llenos de hollín y con los ojos enrojecidos por la carboncilla que expulsaba la locomotora. La camioneta de Carmelo nos llevaba al pueblo y recuerdo que daba dos viajes para poder trasladar los cinco bultos pues no cabían en un solo viaje. El último año recuerdo que mi madre, que era una mujer valiente y poco protectora, me dejó bajar al pueblo conduciendo mi bicicleta. Iba detrás de la camioneta de Carmelo que bajaba la cuesta de la estación aprovechando la inercia de la pendiente, y solo encendía el motor cuando llegaba a El Coso.

Una vez instalados en el pueblo, en una casa que hacía esquina y que daba a la Plaza de España (calle General Sanjurjo), éramos los veraneantes y también nos llamaban los forasteros. Llegábamos casi al mismo tiempo que otra familia, también de Sevilla, a la que llamábamos los Cristobalitas pues Cristóbal se llamaba el pater familiae. Por aquello de la solidaridad entre veraneantes podría pensarse que con los Cristobalitas teníamos una especial relación pero, en contra de lo que se podría deducir por la lógica de los acontecimientos, eran con los que menos contactos teníamos. No me cabe dudas de que el carácter abierto y alegre de mi madre propiciaba amistades en todas las direcciones por lo que, aparte de Pepe el de la Tienda y de Encarna, que eran los causantes de nuestra estancia en el pueblo, trababa amistad con todos los que se acercaban a curiosear por nuestra casa sin necesidad de refugiarse en el trato con una sola familia. Nosotros, sus hijos, seguíamos el ejemplo de mi madre y los amigos que elegíamos no estaban entre los que eran forasteros, sino que eran gente del pueblo.

No solo éramos objeto de curiosidad sino también de cierta hostilidad por parte de la chiquillería. Recuerdo haber sido increpado por un grupo de niños que me rodeó en El Palacio diciéndome que “los sevillanos tenían los huevos vanos”. Quise razonar con aquel grupo teorizando sobre el tamaño de los huevos y el lugar de nacimiento pero aquellas criaturas no entendían ni de ejemplos ni de hipótesis por lo que siguieron erre que erre incitándome a pelearme con ellos como única demostración para averiguar si mis huevos eran hueros o no. Me vi  forzado a aceptar el reto y, tras la intervención de Eladio El Chico, se eligió quién sería mi contendiente. Eligieron a un chico delgado que vivía en la actual calle Juan Carlos I y al que llamaban Francisco Escote El Momia. A mi favor estaba que yo no era delgaducho pero jugaba en mi contra el hecho de que yo no me había peleado en mi vida. La verdad es que el Momia no me aguantó ni la primera embestida por lo que, una vez que lo arrojé al suelo y me puse encima, nos apartaron y me declararon vencedor. No sé si quedaron convencidos del tamaño de mis huevos pero lo cierto es que me aceptaron en la Banda de la Plaza que comandaba el ya citado Eladio El Chico.

Por aquel entonces, cada barrio tenía una banda de chiquillos que se apedreaban con las bandas de otros barrios. La enemiga natural de los de la Plaza era la Banda de San Francisco y nunca participé en una luria, que así llamaban a los apedreamientos por razones que desconozco, porque las disputas empezaban en otoño, después de la temporada de las bolas. Sí recuerdo una tensa conversación entre las dos bandas en el Lavadero de la Cava, considerado como la frontera entre los dos barrios; ya había pasado la Feria y como acto preparatorio para las próximas escaramuzas otoñales, se decidió una pelea singular entre dos miembros. El capitán de la otra banda, sin duda influido por mi carácter de forastero y por lo que se suponía la endeblez genital de los sevillanos, me eligió a mí pero nuestro capitán Eladio deshizo el trato por no tener garantías de que solo me acometiera uno de los contrarios. ¡Cuántas experiencias para un niño de la ciudad!

Mis amigos eran el Kubala, un tal Andrés que no era de Guadalcanal sino de Brenes, y Juan Antonio Crespo, pero sobre todos Manolín Carbajo y Antonio Llano, El Pájaro Verde. Con todos ellos viví experiencias imperecederas, cazábamos pájaros de noche ayudados de una linterna y de una escopeta de plomo, nos bañábamos clandestinamente en las albercas de fincas ajenas, nos metíamos en las cuevas de la Sierra del Agua y en la de Santiago o íbamos en bicicleta a Alanís de la Sierra o a meternos en un garbanzal y hartarnos de garbanzos verdes. Recuerdo que con Manolín iba con frecuencia a La Erilla, un ejido que está frente a El Palacio que servía de muladar, donde se remataban a los burros viejos y se abandonaban a las bestias moribundas para que los buitres se los comieran. Espantábamos a los buitres para observar los estragos que causaban en aquellos cuerpos hinchados y nos volvíamos a esconder para que se acercaran nuevamente. En cierta ocasión ante la ausencia de cadáveres nos tendimos los dos con la esperanza de atraerlos y agarrar a algunos de ellos por las patas.

¡Cuántas imprudencias! ¡Qué inconsecuentes! ¡Cuántos desvaríos! Pero también ¡cuántas emociones! y ¡cuántas experiencias!

También guardo en mis recuerdos a unos personajes inolvidables. Mi ídolo era el músico Rajamanta que acompañaba en la procesión a la Virgen de Guaditoca con una enorme  tuba. También lo oía los domingos en el templete que existía en medio del Palacio y los días que ejercía de pregonero. Pipolillo, sin embargo, Jefe de los municipales, significaba la emoción cuando con su cojera corría tras nosotros y, por último, “Ito”, aquella figura de aspecto feroz pero inocente como un niño.

Ahora se comprenderá, aparte otras causas y por otras razones, por qué me considero hijo adoptivo de Guadalcanal y por qué lo considero mi pueblo.

                                  Bernardo García-Pelayo Márquez

Bernardo García-Pelayo nos ha ofrecido los recuerdos de una persona no nacida en Guadalcanal, pero que se siente orgullo de haber tenido aquí su pueblo. Nos cuenta, desde el punto de vista de un veraneante, cómo era y cómo se vivía en Guadalcanal de estos años y como se acopló a los niños del pueblo. Gracias.

Por su parte, el Ayuntamiento inicia este año 1950, aprobando el día 17 de enero, el Presupuesto Municipal por un total de ingresos y gastos de: 725.645 pesetas.

En la sesión del 25 de febrero de 1950, se dio lectura al escrito recibido de varios vecinos en relación con el maestro Juan Campos Navarro. Se aprueba solicitar al Ministerio de Educación Nacional, dado el buen estado de salud que goza don Juan Campos Navarro, que amplíe cinco años la continuación de la enseñaza que viene realizando desde hace 47 años (37 en Guadalcanal). Proponer ante los Organismos correspondientes, el ingreso en la Orden Civil de Alfonso X El Sabio. Nombrar una Comisión para organizar un merecido homenaje al insigne maestro, cuando cumpla los 70 años. En el siguiente Pleno del 31 de marzo de 1950, se acuerda iniciar expediente para declarar Hijo Adoptivo de la Villa a don Juan Campos Navarro. También se toma el acuerdo de rotular una calle de Guadalcanal con el nombre de Don Juan Campos.

El 19 de febrero por la Hoja Parroquial sabemos que ya estaba en la casa del Hermano Mayor de la Hermandad Sacramental, la nueva imagen del Resucitado. Aunque todavía sin terminar de pagar, ese año ya procesionó en la Semana Santa.

 La Comisión Gestora no se cansaba de hacer hijos adoptivos, así el 15 de abril por unanimidad, se acuerda hacer Hijo Adoptivo de la Villa, al Ministro de Obras Públicas, don José Mª Fernández Ladreda, por la labor que viene realizando a favor de nuestro municipio. 

Por oficio de 9 de junio, la Inspección Provincial de Enseñanza Primara, comunica que se crean dos escuelas de niños y dos de párvulos y una mixta en Santa Marina. El Ayuntamiento emite un informe el 15 de noviembre, proponiendo que se cree una escuela de niños y otra de niñas, las dos de párvulos y la de Santa Marina, se haga en la finca La Torrecilla, por haber más niños en los cortijos de los alrededores.

 Por fin, después de muchos años, quedan terminadas las diez escuelas en la actual Avda. de la Constitución. El alcalde Francisco Oliva Calderón, solicita al Director General de Enseñanza Primaría el mobiliario, ya que el que existe de los edificios antiguos, tiene más de 90 años.

 Nuevo movimiento de enseres de la Cofradías de Semana Santa, ya que el 2 de julio, la Hoja Parroquial se hacía eco de la noticia siguiente: Hace unos días se encargó al escultor José Olivera Ladrón de Guevara, de Sevilla, la construcción del paso de la Soledad, de la Hermandad del Santo Entierro. Será una realidad que todos podrán ver en la próxima Semana Santa.

El 11 de julio se acuerda aprobar el presupuesto de obras, para la sustitución de los elementos partidos de la cubierta de la Plaza de Abastos, adjudicando la realización de las obras al albañil, Luis Rius Palacios, por un costo total de 7.718 pesetas.

Se aprueba la cesión de terrenos para la construcción del edificio de la Delegación Local de Sindicatos y también la cesión de 16 m² a Dolores Llamazares Caravaca, para la construcción de un panteón en el cementerio de San Francisco.

En el Pleno Extraordinario celebrado el 25 de octubre de 1950, el Ayuntamiento por unanimidad y aclamación, nombra Hijo Adoptivo de la Villa de Guadalcanal, a don Juan Campos Navarro. El Ayuntamiento aprueba igualmente dedicar la calle que va desde la Plaza España, hasta la calle Santa Clara, a don Juan Campos. En este acto se le entrega el pergamino con el nombramiento, encuadrado en un magnífico marco, obra del escultor sevillano, José Sanjuán Navarro. El acto terminó con unas sentidas palabras de la hija del homenajeado, doña Mª de las Angustias Campos, alabando la labor realizada por su padre todos estos años, y agradeciendo a la Corporación el gesto que han tenido con él.

El 25 de octubre se jubila a la edad de 70 años Juan Campos Navarro, recibiendo un homenaje del pueblo de Guadalcanal. Nació en el pueblo sevillano de Pilas en el año 1880. Casó en Guadalcanal con María Rivero Paz, viviendo en la calle López de Ayala, 5. A Guadalcanal llegó con el nombramiento de organista oficial de la iglesia de Santa María de la Asunción, marchando a ejercer de maestro a un pueblo en la Sierra de Cazorla. Volvió a Guadalcanal donde nacieron sus hijas. En la Revista de Feria del citado año, se hacían eco de este homenaje: “Con gran satisfacción venimos en conocimiento de que nuestra Villa, se dispone, en el presente año, a rendir un cariñoso homenaje de gratitud al que fue nuestro Maestro, en los años de nuestra infancia. Feria y Fiestas de Guadalcanal, se une, con el mayor entusiasmo, a este tan merecido homenaje, y ello lo hacemos, con el testimonio público de nuestra gratitud. Gratitud que nace del amor que a nosotros, sus discípulos, siempre profesó, ordenando nuestra vida a la satisfacción y pureza de intención de todas nuestras actividades. Amor, lleno de veneración, respeto y decoro, que nunca depuso de su autoridad por exceso de confianza y familiaridad. Amor que cultivó por igual, sin distinción entre el listo y el torpe, el sano y el enfermo. Amor de Maestro ejemplar, que nunca extremó su bondad, ni su rigor, ni su menosprecio. A todos los que pasamos por la Escuela de Don Juan Campos Navarro, y somos muchos centenares, nos puso en aptitud de aprender un arte, carrera u oficio. El excesivo número de alumnos que en su larga vida profesional educó, no nos dejará mentir; a todos los distingue el mismo sentir; el arte de ser ordenados, laboriosos, estudiosos y económicos. ¡Gracias Señor Maestro! En la gratitud de nuestro corazón tenéis el mejor homenaje.”.

También la Hoja Parroquial del 19 de noviembre de 1950, se hizo eco de este homenaje: “Homenaje bien merecido”. El 25 del pasado Octubre, día de la jubilación profesional del Maestro de Escuela don Juan Campos Navarro, fue el día designado por el pueblo de Guadalcanal para tributar el merecido ho­menaje de cariño y gratitud al ejemplar y querido Maestro, que consagró los mejores años de su vida a la formación y educación de tantas generaciones de alumnos. En ellos fue sembrando los principios básicos de religión, patria y familia. En labor silenciosa, muchas veces ingrata, fue modelando las inteli­gencias de sus discípulos y encauzándo­las por las sendas del amor a Dios y a la Patria. ¿Qué extraño, pues, que él pueblo de Guadalcanal, reconociendo esta merití­sima labor del tan querido Maestro y en justa correspondencia le tributase este Homenaje? Satisfechos y conten­tos deben estar el iniciador y organiza­dores de este homenaje popular. Puede decirse que todo el pueblo de Guadalca­nal se asoció a los distintos actos que se celebraron, sumándose al homenaje autoridades y pueblo, ricos y pobres, alumnos y Maestros. Empezaron los actos con la solem­nísima función en acción de gracias a la Santísima Virgen de Guaditoca, Patrona excelsa de Guadalcanal, de la que es devoto Hermano Mayor el home­najeado don Juan Campos, que ocupaba asiento juntamente con su señora e hija en el Presbiterio bajo el lado del Evan­gelio; en el lado de la Epístola, con las primeras autoridades, se encontraba el señor Alcalde, que ostentaba la repre­sentación del excelentísimo señor Go­bernador de la provincia; las demás autoridades, representaciones, familia­res e invitados, ocupaban la nave del centro, repartiéndose por las naves laterales los Maestros y Maestras con sus alumnos. Fue momento de gran emo­ción el acto de la Sagrada Comunión, que recibió primero el Maestro jubilado con su señora e hija; a continuación sus alumnos y muchos que fueron sus discí­pulos; también se acercaron a la Sagrada Mesa los Maestros y Maestras con sus respectivos alumnos. Terminada la Santa Misa se cantó solemne salve a la Patrona.

Acto seguido, se trasladaron las Auto­ridades con el Maestro jubilado al frente y seguidos de los familiares e invitados, al Ayuntamiento, en cuyo salón de sesiones se le hizo entrega por el señor Alcalde, con expresivas y emocionantes palabras, del artístico pergamino con rico marco dorado en el que se le nombraba hijo adoptivo y predilecto de Guadalcanal. Terminado este acto, las Autoridades e invitados acompañaron al señor Campos Navarro a su domicilio, donde obsequió a todos con prodigalidad y largueza. Poco después marcharon las Autoridades con el homenajeado y familiares, precedidos de la banda de música, a la calle comprendida entre la Plaza de España y esquina de San Sebastián, a descubrir el rótulo que da el nombre del Maestro don Juan Campos a la citada calle. Este momento fue de honda emoción.

Después, las Autoridades, familiares, amigos y ex-alumnos, agasajaron al señor Campos con un suculento banquete que fue servido por la acreditada Fonda de Prudenciano. Para más satis­facción, en la tarde de ese día se tuvo noticia de que había sido concedida al digno cumplidor de su deber, don Juan Campos Navarro, ejemplo de maestros; la Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio.

Por todos estos homenajes y honores tributados al buen feligrés, católico prác­tico, el Párroco le felicita de corazón y le da la más cordial enhorabuena. El Ministerio de Educación le concedió la Medalla de Alfonso X El Sabio, por sus años de servicio, que le fue entregada casi cinco años después, el 3 de julio de 1955.

Falleció D. Juan Campos Navarro en Guadalcanal el 22 de septiembre de 1964, un mes antes de cumplir los 84 años.                     

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