Guadalcanal año 1943

El veraneo en Guadalcanal duraba hasta San Miguel. Había que volver para ir al colegio, porque ya nos habían hecho la matrícula para el próximo curso. En Sevilla decían que había una feria de San Miguel, pero era únicamente que toreaban Pepe Ordóñez, Joselito Huerta y Antonio Bienvenida, la feria no se veía por ninguna parte. Donde de verdad había feria de septiembre era en el pueblo. Todos lo pasábamos en la feria del pueblo mucho mejor que en la feria de Sevilla. En la feria de Sevilla había colegio, que los curas hasta ponían las composiciones trimestrales en aquellas mismas fechas, nada más que para fastidiar, porque ellos no podían ir, mientras que en el pueblo estábamos de vacaciones. La feria del pueblo daba por eso una extraña sensación de representación de la libertad. Sin colegio, sin Caseta del Labradores donde no pudiésemos entrar porque no éramos socios, con todos los cacharritos para nosotros, con niñas que hasta bailábamos con ellas los primeros bailes:

Maruzzella, Maruzzé,

tus ojos son de verde mar,

tus encantos imposibles de olvidar

La feria de septiembre llegaba con el calendario veraniego de las Vírgenes. Si en el año estaban los tres jueves que relucían más que el sol, en el verano estaban las tres Vírgenes. La Virgen del Carmen, que era la Virgen de Julio y la de la procesión marinera de las barquitas de Rota. La Virgen de los Reyes, que era la Virgen de Agosto, y que era la de la procesión de Sevilla, aquel año que nos trajeron desde el veraneo para que la viéramos salir, tan impresionante el olor de los nardos, el madrugón, los tambores de la Banda Soria, el himno, “a tus plantas se postra Sevilla…” Y estaba la Virgen de Septiembre, que era la de la feria del pueblo de la sierra donde nos llevaban porque tenía muy buen agua, muy buen pan y un aire muy sano. La Virgen de Guaditoca tenía un lunar en la cara, como mi hermana Fina, y estaba en el pueblo desde la primavera hasta finales de septiembre, que se la llevaban a la ermita. Ahora, porque antes no se la llevaban, nos decían, porque todavía estaban por la sierra los huidos de la guerra y no se atrevían a dejarla sola en la ermita, no la fueran a quemar otra vez, como la quemaron en el 36, que ésta era nueva, que la había hecho Antonio Illanes, la antigua era más bonita, y Doña Cándida, la que criaba periquitos en las jaulas coloniales del patio, hasta nos había enseñado una estampa antigua de la Virgen para que viéramos que la que quemaron los rojos era más bonita. Porque entonces todavía había rojos. En el decir de la gente y huidos en la sierra.

Mucho antes de que empezara la feria, la fiesta era ir por las tardes a El Coso, a ver cómo la estaban montando. Eran días de rumores, de qué atracciones iban a venir:

– Pues mi padre, que trabaja en el Ayuntamiento, me ha dicho que este año viene el Circo Arriola, y yo me he enterado que salen en el trapecio unas tías en cueros…

– Que no, que el que viene es el Circo Alegría, el de todos los años, y ahí no salen tías en cueros, sino un mariquita bailando El Antequerano, que es el mismo que antes ha estado rifando el bastón de caramelos…

Antes del enigmático circo iban llegando las casetas del tiro pichón, los puestos de turrón: “Aquí están los legítimos productos de David Soto“. David Soto era judío, de las Lumbreras, y no se ponía en las barracas de los demás turroneros, alquilaba un zaguán y allí vendía sus frutas escarchadas y la banderola, la misma que veíamos en la calle San Fernando cuando íbamos para la feria de Sevilla. Llegaban también los camiones que traían las atracciones grandes.

Los güitomas, que se dividían en dos, los güitomas y los güitomitas chicos. Las Carmelas, que se subía el tío renguinchado en la barra para pararlas. Las Burras cachondas. En Sevilla era “la ola“, pero en el pueblo, como no había colegio y estábamos ya medio picardeados, les decíamos Las burras cachondas. Eran tardes de hombres con el torso desnudo, que hacían agujeros en el suelo, muchos agujeros en el suelo, donde iban poniendo los palos del alumbrado, que eran como los del Corpus de Sevilla. Por todo El Coso se iba levantando la feria. Ya ponen las lonas blancas en la estructura metálica de la Caseta de Arriba, que era como la del Círculo en El Prado, pero en miniatura. Ya están colocándole la barandilla de madera a la Caseta de El Cebollino.

Por la carretera de Llerena llegaba un tropel de tratantes de ganado, porque todas aquellas ferias, aparte de la Virgen de Septiembre, eran todavía para celebrar el mercado de ganados. Llegaban las mulas, en cobra como cuando pisaban el grano en la era, amarradas con sogas por el cuello, ensortijadas en un laberinto de esparto que un mayoral manejaba con maestría. Detrás llevaban los muletos, como una página de “Platero y yo”. Las yeguas llevaban un esquilón como el de los cabestros de la plaza de los toros… Levantaban todo el polvo de la carretera, camino de secretos corrales, los tratantes camino de la Posada, donde no cabía un jergón más en aquellas noches. Noches que encendían los carburos de los turroneros cuando volvíamos al pueblo, que iban a dar las diez y con las diez iban a sonar las campanas del toque de ánimas, que era nuestro toque de queda. Y entre el polverío de las bestias, sobre un caballo, poderoso, altivo, el traje de pana negra, el sombrero negro de ala ancha, el oro de la leontina recorriéndole la orografía del chaleco sobre la silla, aquel que nos deslumbraba en las sombras de la noche cuando alguien anunciaba su llegada:

– ¡Que ya ha llegado de Azuaga el rey de los gitanos…!

Llegaba el día 3 y sonaba el primer cohete, cuando el reloj de la Plaza (“anno domini MCMXXXI”) escrito con letras de plantilla de latón, brocha gorda y betún, aún no había dado las once. Curro, aquel perro de Norberto, primo lejano del de los Limones, se escondía bajo la cama con el primer estallido que verían los gitanos acampados en el eucaliptal (entonces laguna) de la estación, a la espera de aquel otro cohetazo que –horas después- señalaría el comienzo del rodeo mientras en El Coso aún ponía Eduardo ladrillos para la cocinilla de El Tío Mateo.

Vista de la Feria, donde podemos ver al fondo El Carrusel y Las Carmelas y el desfile de los Gigantes y Cabezudos con la Banda Municipal de Música.

Empezaba la Feria. Pípole de tiros largos. Rajamantas con el Sidol recién dado a la tuba. Jeringos y humazo en la esquina de El Palacio –sin bombillas ya, sin El Galgo y los bailongos domingueros, sin la botella de madera pintada de gris que hacía de giraldillo sobre el quiosco de El Chato– veladores del domingo del besamanos de septiembre sacados a la terraza del Casino, algunos tomando “el nene” que inventara don Marciano, otros liados con el anís Flor de Jara de Manolo Porras (en el recuerdo de aquel Flor de la Sierra que bebió la columna de Varela que entró por el túnel de Hamapega), primera convidada de la Feria cuando no existía la cocacola, ni había cerveza de grifo en El Cebollino (entre otras cosas porque no lo habían fundado), y en la caseta de Recreo se cerraban tratos en torno a una botella de San Patricio.

Don José Llinares (la Guzzi aparcada junto a la Capilla de San Vicente, los calcetines blancos asomados en las piernas cruzadas) lo veía todo como cualquier noche de verano, como cuando todos se iban al Cine Moderno de Víctor Jaurrieta Garralda y él seguía allí mientras los Botis acababan con las bombillas de las esquinas del Convento.

  – Pues a la caseta de arriba han traído una orquesta con vocalista, que está en la parrilla del Cristina.

  • ¿Y tocarán eso del bayón de Ana?”

Todos lo habíamos escuchado ya. Solo Juan Luis, el hijo de don Modesto, pudo ver la película por el ventanillo del palomar con los zuritos traídos de Toribia. Y después sonaría –echada las cortinas- el bayón de Ana en la caseta de arriba.

En la fotografía a la izquierda Rafael Caballero Rajamantas y el tercero de la primera filaJosé Mª Jiménez Moreno el Niño Sebastián, director de la Banda Municipal de Música

Pero en la Plaza, el tres de septiembre, el día de la prueba del alumbrado, sonaba todo lo más “Katiuska” en la Banda Municipal, los atriles plegables extendidos en corro ante la puerta del Ayuntamiento (Y a propósito de banda, Rajamantas inventó el pluriempleo en Guadalcanal. Aparte de la tuba, hay que contar su palo con argolla para coger los perros sin vacunar, la cosa, lagarto, de enterrador, los pregones de pérdidas de pulseras y precios de tomates en la recién inaugurada Plaza de Abastos)

 La Feria empezaba de pronto, a un golpe de vara de Paco el alcalde. Cohetazo va y cohetazo viene, y chimpún del pasodoble por la calle de Don Juan Campos (aún sin la Cruz de Alfonso X el Sabio, pero ya venerable en su despacho de misteriosas piedras minerales de la calle Camachos), hacia la calle Concepción. Joaquinito Rivero me preguntaba –devoción hecha vida- por los nardos que mi madre mandaba para la procesión de la Virgen. Sonaba Manolo Mío en la banda, y todos íbamos detrás hacia la Feria. Todo había empezado con un cohete. Y como aún no se oía el estrépito de la sirena de las burras cachondas, Curro, el perro que tenía Norberto, creía –escondido bajo la cama- que la Feria había terminado.

En la fotografía, algunos socios de la caseta de Nuevo Círculo. De izquierda a derecha, Miguel Mensaque, Puri Salinas, Enrique Gómez, Ignacia Fernández, Pedro Porras, Julia Urbano, Daniel Herce y María Dolores Rivero. Al fondo Juan Ceballos

Es una pena que Antonio Fontán no fuera a la Feria de Guadalcanal. Claro, como era del Opus y en la Feria se bailaba el agarrao en la Caseta de Arriba, en la Caseta de Abajo y en El Cebollino, que era la lucha de clases con lonas, cortinas, ambigú y una orquesta con vocalista de hombro desnudo a lo Gilda que el último día tocaba sin parar hasta la hora de coger el ómnibus de Llerena…

A la Feria septembrina de Guadalcanal, preludio ganadero de Zafra, iba mucha gitanería, encabezada por el rey de los calés, el legendario Celedonio de Azuaga, quien llegaba cada 3 de septiembre a la posada con la carga de su caballería ligera por vender, preciosa, con unos potros y muletos absolutamente enternecedores, corriendo junto a sus madres, cencerros y esquilas sonando sobre los empedrados. De haber estado allí Antonio Fontán con su hermano Manolo, redonditas gafas de sol, chaqueta de mil rayas, naturalmente que corbata, tomando Tío Mateo y cochinillo con Juan Rivero Cerrato y con Joaquín Yanes, con Daniel Herce y con Pedro Porras, seguro que una gitana extremeña súbdita de Celedonio le habría dicho:

“ – Anda, déjame que te eche la buenaventura, que tienes planta de marqués.”

Usurpo la mendicidad de la gitana de la Feria de Guadalcanal para no caer en la mendacidad: Antonio Fontán siempre tuvo planta de marqués. Sonrisa de distanciamiento en su retranca serrana, señorío, convicción en sus ideas, firmeza en la defensa de sus principios.

En la fotografía, el cortijo de Villa Susana en la finca de Antonio Fontán

Marqués de las libertades, siempre quiso para España la Monarquía Parlamentaria y la Constitución. Como su corresponsal en Sevilla, lo tuve como director en el diario «Madrid» y puedo dar fe de cómo se batió el cobre frente a la dictadura, por la democracia. Restaurada la Monarquía, se presentó a senador por Sevilla con la UCD. Me mandó entonces un tarjetón autógrafo que conservo. Decía: «Si para salir me falta un voto, sé que no será el tuyo». Naturalmente que lo voté. Como ahora mando que en loor y gloria del Marqués de Guadalcanal repique la campana de la ermita de San Benito, que él salvó de la Desamortización de Bueno Monreal, que en la sierra fue mucho peor que la de Mendizábal.

A Antonio Fontán, que me hizo soñar en las libertades cuando no las había, lo ha creado el Rey como Marqués de Guadalcanal. Sueño por sueño, sé, por tanto, mejor que nadie de qué estados es ya Marqués, con toda justicia. Antonio Fontán es marqués del frescor de los árboles de El Palacio, marqués del lunar en la cara de la Virgen de Guaditoca, marqués de la Sierra del Agua y de la Sierra del Viento, marqués del oloroso pan de la maquila, marqués de los serones de primera aceituna manzanilla, marqués de la torre-fachada de Santa Ana, marqués del Amarrao y de Nuestro Padre Jesús, Marqués de la Cruz del Puerto y del Humilladero del Cristo, marqués de La Zarza y del Charquito de las Pulgas, marqués de las estrellas que hacían de techo en el Cine de verano, marqués de las perrunillas, marqués del Coche de Carmelo, marqués de la batalla de la Guerra del Pacifico, marqués de los versos de Andrés Mirón, Marqués del paraíso de mi niñez y adolescencia. ¡Chacho, chacho, me cago en la Orden Cana, que en Guadalcanal ya hay hasta Marqués! Don Adelardo López de Ayala en la piedra de su monumento y Pedro Ortega Valencia en el mármol de su lápida ya no estarán tan solos en la Plaza cuando el reloj dé las campanadas de la nostalgia en punto.

Los veranos que pasé en Guadalcanal, me valieron para conocer a muchas personas. No sé si conocí a Candidito en las páginas de Platero o en el recuerdo infantil de mis veraneos de la sierra. Ahora Candidito se me sale del mundo juanramoniano y entra por la puerta grande del patio y la mecedora del universo andaluz de los Quintero. Candidito, Cándido Fernández Rivero, tenía una tía solterona con nombre de los Quintero: Mariquita Campos. Aún están resonando las losas de las aceras de la calle Camacho con el taconeo de Mariquita, abanico y velo, misal y manguitos de croché, camino de la novena. Y en el patio de su otra tía, de Doña Cándida, en la esquina de la calleja de la Herrería, aún revolotean los parlanchines periquitos que criaba, en su inmensa jaula virreinal de indiana porcelana blanca.

            Candidito, en ese universo de pueblo con olor a alpechín y a afrecho, a perrunillas y a pipote, fue mi primer editor. Candidito tenía una imprenta. Era bastante más que una imprenta: imprenta, papelería, librería, tienda de fotografía, medio mercería. Candidito era lo que ahora se llama multimedia. Lo mismo vendía libros escolares para las alumnas del Convento o los niños de la escuela de Mantrana que barras de lacre y sobres azulinas para escribir a los quintos. Si se terciaba, tomaba su máquina Voigländer y hacía fotos de un acto del Ayuntamiento, de un culto a la Patrona. Si llegaba un veraneante con el carrete de su Kodak de cajón, se lo revelaba, copias 6 por 9 con los filos guillotinados por el oleaje ondulado de su cizalla. Candidito estaba enamorado de su pueblo. Editaba postales preciosas con sus fotos en blanco y negro de una vista del pueblo desde Santa Ana, de El Palacio, de la Plaza con la torre de Santa María. Las revelaba en su laboratorio y en su imprenta les estampaba las derechas rayas de las señas y el mágico pie editorial: Imprenta Rodez. Guadalcanal. Aún tengo por viejos libros de poemas amarillas postales de Candidito, que nunca supimos por qué su imprenta se llamaba Rodez, si el presunto Rodríguez de la abreviatura no aparecía entre sus apellidos, si era en todo caso “Ferdez”, por el Fernández que llevaba por delante de la alcurnia de los Rivero.

            La imprenta de Candidito… Aún oigo, tic tac exacto del reloj de la memoria, el movimiento de su Minerva. Huelo la tinta fresca de su tórculo. Veo los chibaletes de sus tipos móviles, su componedor, sus ramas, las enceradas cuerdas que amarran el plomo de las galeras. Candidito era oficial y aprendiz y regente de sí mismo, en la pequeña imprenta casi gutemberguiana que apasionadamente cuidaba, quizá la única al norte de Constantina. Imprenta amorosa para imprimir incunables de convocatorias de cultos de Nuestro Padre Jesús, tarjetas de visita de Cossío el médico, partes de la boda de Antonio Yanes con Amalia Limones, facturas para Pepe el de la Tienda. Y la Revista de la Feria. Nunca supe si el Ayuntamiento le pagaba parte de la revista que orgullosamente editaba Candidito. Cada septiembre, Candidito no se cambiaba por Luca de Tena, en todo lo suyo. Don Pedro Porras le mandaba un artículo sobre la Virgen de Guaditoca, y Andrés Mirón un poema, y Enrique Gómez-Álvarez Soriano, una salutación del alcalde y el programa oficial de la Feria, y Candidito lo componía todo a mano, lo imprimía, ponía el papel, la encuadernación, las fotos de las calles del pueblo, los fotograbados de serie con elegantes camareros de frac y flamantes haigas. Y se buscaba la publicidad de Electrovira, de López el de los periódicos, del puesto del Lili, del Banco Español de Crédito, del concesionario de La Cruz del Campo, con la contraportada del caballista que anunciaba el Nitrato de Chile. En aquella revista, Candidito me publicó mi primer artículo y lo compuso con sus manos. Fue mi primer editor. Lo sigue siendo. En realidad, este artículo que por título lleva su nombre no sé si ha salido en el ABC que vende López el de los periódicos o si lo ha sacado Candidito en su Revista de Feria.

Llevaba en los azulejos de sus esquinas el nombre de un victorioso general al que nadie mentaba, porque en el pueblo siguió siendo siempre la calle Luenga. Entre la cal, era un largo venablo hacia las primeras tapias del campo, desde la herrería, desde la casa del maestro armero que arreglaba todas las escopetas del pueblo, desde la tiendecilla con olor a bacalao y a las sardinas arenques que dibujaban su perfecto tondo de plata en el interior de la barrica de madera expuesta como la obra de arte que era en un extremo del oscuro mostrador del papel de estraza.

            Allí, en la calle Luenga, estaba la casa cuartel de la Guardia Civil. Una casa más del pueblo. Las mismas tejas, los mismos canalones de lata para su vertido de las lluvias, las mismas texturas de las sucesivas capas de cal pintando cuadros del Grupo El Paso sobre las paredes. En un balcón, el mástil de la bandera de España. En la puerta, el «Todo por la Patria». Y de plantón en esa puerta, siempre, un guardia, sin armas, con el asolanado verde de su uniforme, caminero de rondas por todas las fincas del término municipal.

Si la Guardia Civil estaba fundida con el pueblo era porque vivía en una casa como todas las de la villa. Una como alfombra de empedrado recorría los pasos de sus salas desde la puerta al corral, donde estaban las cuadras. Desde la puerta, donde hacía plantón el guardia cuyo nombre sabíamos y cuyo hijo jugaba con nosotros a las bolas, se veía ese corral, tan de pueblo, tan campero, con su pozo, de donde más que unos caballos para una descubierta parecía que iba a salir una cobra de yeguas para la trilla en la era. En la calle Luenga, los guardias vivían con las mismas incomodidades que todo el pueblo, pozo y letrina en el corral.

Aquella vieja casa cuartel donde vivían los guardias civiles con sus familias quedó luego abandonada, cuando hicieron un edificio nuevo en el ejido de la feria, quitándole un trozo al lugar donde por septiembre ponían el mercado de ganados.

          Como en un chiste, los civiles estaban ahora donde los gitanos antes. Y el chófer del coche de correos, cuando pasaba por la esquina camino de la estación, repetía a los viajeros la misma broma: «Esta es la nueva fábrica de galletas».

La antena era de las que los telecos llaman de mariposa. Que no es una antena que pegue plumazos sobre una carroza el Día del Orgullo Gay, sino que le dicen así porque sus elementos radiantes, vistos desde abajo, recuerdan las alas de varias mariposas. Estaba instalada desde 1961 en Hamapega, a 906 metros de altura, lo que convertía a ese cerro en el puerto principal de comunicaciones de televisión de Andalucía con el mundo. Era la antena de Guadalcanal, cuando TVE era como la España de Franco que la creó: una y grande, aunque no libre. La antena del Canal 4 de la ruedecita del VHF en aquellos primeros grandes televisores en blanco y negro, que tenían más de Muebles Rodri que de electrodoméstico de Créditos Rucas, y que parecía que venían ya con la muñequita de flamenca «pansimartelevisó». Era la antena del telediario con el bigotito de Jesús Álvarez; de Bonanza; de las Galas del Lunes de Franz Johan; de las corridas de El Cordobés el 1º de Mayo. Con aquella antena se abrió Andalucía al mundo, que nos traía el flequillo de Jesús Hermida desde un Nueva Yorkkkkkk donde remarcaba mucho la k final para que no se le notara que era de Huelva. A través de aquella antena aprendimos las canciones de Julio Iglesias o de Raphael en el Festival de Benidorm. Soñamos y nos enamoramos. Vivimos.

Han pasado ya muchos años desde aquel 1º de octubre de 1961 (Día del Caudillo) en que Guadalcanal unió a Andalucía con el mundo a través de la TV. Las nuevas tecnologías han hecho arqueología industrial no sólo del Canal 4 de VHF, sino de la UHF de la Segunda Cadena. La que le hizo cantar a Paco Alba en el Carnaval: «U Hache Efe,/ que por el Cuatro que por el Ocho,/a ver cuándo la enchufa/ en la canaleta/del mismo…grifo».

La antena del Canal 4, con sus sueños de 365 líneas en forma de alas de mariposa y sus 65 metros de altura, quedó obsoleta. La desmontaron. Ahora, desde Hamapega, Guadalcanal nos sigue conectando al mundo de la TDT. Pero los hijos de quienes pusieron en pie aquel casi artesanal enlace de la primera antena de TVE han querido dejar memoria de una época, y hace unos años inauguraron en Guadalcanal un monumento al Canal 4 de VHF y a los hombres que lo mantuvieron. El monumento son piezas de aquella antena, salvadas del chatarrero y colocadas como escultura. Total, muchos escultores cuelan como arte obras que parecen los hierros de la desmontada antena del Canal 4.

En ese monumento yo veo también un desagravio a Guadalcanal y a los hombres de su antena. La antena se escacharraba cada dos por tres y desde Hamapega ponían una como carta de ajuste, a rayas, con el nombre de la villa como un oprobio: «Repetidor de Guadalcanal, perdonen la interrupción, permanezcan atentos a la pantalla». La gente, mosqueadísima, dio en llamar «la manta de Guadalcanal» a la señal de las frecuentes averías, mientras mentaba la familia a los que los dejaban sin partido del Real Madrid o sin teatro de José Bódalo. Yo ahora quiero rendir homenaje a aquellos hombres que nos servían los sueños… cuando no ponían la manta. Para mí esa vieja antena en Guadalcanal es un monumento a Manuel Arcos («Manolito Pinto», jefe del repetidor de Hamapega y luego primer alcalde de la democracia por UCD), a Isidro Escote, Rafael Muñoz Serrano, Antonio Romero Sánchez «Mataliebre», Manuel Álvarez Ibáñez «Pitorro», Eduardo Cordobés Cuevas «Galita», Rafael Díaz Rincón «Monterillo» y Antonio Toscano, chófer del Parque Móvil. Es de noche, con el poeta Andrés Mirón subo a la antena de Hamapega por las hazas que mi suegro Daniel Herce ha cedido sin cobrar un duro, y diviso en el horizonte el lejano resplandor de la Feria de Sevilla. Feria que ahora mismo están también dando Tico Medina y Manolo Martín Ferrand en un reportaje por el Canal 4 de VHF. Sin que por ahora Manolito Pinto haya puesto la famosa Manta de Guadalcanal.

Cada vez que volvemos al pueblo de Isabel, que es el pueblo de los veraneos de mi infancia, cuando la conocí, entramos por la carretera de la Cuesta de los Molinos, donde está la vieja Piedra de Santiago que recuerda que la villa fue señorío jurisdiccional de la Orden. ¡La Orden cana! siguen diciendo como exclamación con tintes de blasfemia. Antes de entrar en el pueblo, antes de llegar a la casa del viejo lagar convertido en almazara cuando la filoxera arrasó las viñas de estas sierras por donde vino Cervantes recaudando alcabalas y bebiendo vino de Alanís y Cazalla, nos llegamos al cementerio, para poner unas flores en el panteón de Daniel, entre el silencio de dos sierras cuyos nombres son como la definición de los cuatro elementos. Sobre el mármol del descanso de aquel hombre bueno, bueno, que cuidé como a mi propio padre en tantas madrugadas de su enfermedad, llega el silencio de dos sierras: la del Agua, la del Viento.

Por el viejo cementerio del pueblo no pasa el tiempo. Si acaso, tras la Constitución, cerraron el corral de muertos que era el cementerio de disidentes, donde enterraban a los suicidas, donde estaban, mirando hacia la Meca, las tumbas de los moros de los Tábores de Regulares, soldados desconocidos de una guerra civil que en estas lápidas, ahí, sí que tiene nombres conocidos, familiares, de los terribles asesinatos de aquel mes de julio.

El cementerio del pueblo, como todos los de Andalucía, tiene la alegría de la cal, que es la luz que oculta la pobreza de los corrales. Tiene sus cipreses romanos, pero también florece el romero ahora que vengo en esta primavera adelantada que me ha traído con la blancura de las jaras abiertas por todo el camino conocido de bicicletas de la infancia, nombres de fincas de los amigos que son como una letanía de tardes de merienda y gira: Toribia, La Dehesilla, El Lagar de los Crespos, San Antonio junto al Cerro Monforte donde veíamos el aljibe del tiempo de los moros al llegar a su cumbre, al que Daniel, cuando joven, subía a caballo, antes de aquellos asesinatos que entristecieron su casa y arruinaron su hacienda y que ahora son unos nombres en estas lápidas queridas, sobre las que dejamos unos claveles y unos lirios que hemos traído desde la capital.

Los cementerios son como espejos de la ciudad de los vivos que en ellos acaba. Vas al cementerio de la gran ciudad, al crematorio de la Almudena donde incineran a tío Antonio Fernández Gallardo, y no conoces a nadie. Te pasa como en la ciudad. Calles y calles de nichos y sepulturas sin que aparezca un nombre conocido, como vas por las avenidas y los bulevares de la capital y no te encuentras nadie a quien saludar. En cambio, vienes al cementerio del pueblo y es como si estuvieras por las viejas calles de empedrados y bestias aparejadas camino de los cortijos de La Zarza, cuando eras niño. Vas mirando los nombres de las lápidas y es terrible, pero les vas poniendo cara a todos. Se lo dices a Isabel:

– ¿Sabes que me acuerdo de quiénes eran en más de la mitad de las lápidas?

Y queda callada mientras le voy recordando aquel pueblo de los vivos en esta pueblerina ciudad de los muertos, entre el silencio de las dos sierras, junto a los restos de la antigua huerta del convento de San Francisco. Esa es Doña Cándida, la que nos daba caramelos en su patinillo de quencias y aspidistras, cuando íbamos a ver los periquitos que tenía en la hermosa prisión de su colonial jaula de porcelana. Este es Quintero, el que arreglaba las escopetas. Este, Carbajo, el que tenía la solitaria casilla encima de la Sierra del Agua, junto a aquella cueva en cuyo manantial nos hacían beber, porque aquel venero, decían, tenía mucho hierro y era muy bueno para que los niños creciéramos. Este, Jesusito el del estanco, el de aquella covachita de paquetes de Peninsulares y de Caldo de gallina, de estanterías colgadas de la mecha de los yesqueros, y también está Barragán, el del otro estanco, el que parecía el bazar de una película del Oeste, entre ferretería y abacería, con las azadas marca La Bellota, con las sandalias de goma de cubierta de ruedas de camión para regar las huertas, con aquella piedra de sal enorme que ponían a las vacas en los establos para que, tras lamerla, bebieran más agua y dieran más leche. Están los ricos conocidos de la calle Camacho, ahí está Balta, Baltasar López de Ayala y Cote, el sobrino-nieto del escritor que fue ministro de Ultramar y que proclamó la Gloriosa septembrina. Está aquí aquel Balta, el último romántico que tocaba el violín, que cuando entrábamos en su casa señorial del escudo de hidalguía en la piedra del balcón nos enseñaba las armas de panoplia que había junto a las armaduras en el oscuro escritorio de muebles Renacimiento, cuya ventana daba al jardín romántico del merendero y las esculturas de Venus y Diana. El que tenía un brazo más corto que otro y que venía con nosotros a las excursiones trayendo una pistola con la que a alguno dejó alguna vez que pegase un tiro sobre una botella de tercio de cerveza de La Cruz del Campo puesta como blanco sobre una de aquellas cercas de pizarra que habían hecho los portugueses a comienzos de siglo. No están muertos estos nombres de las lápidas de mármol del viejo cementerio de San Francisco. Es como si de pronto existiera todavía y estuviera vivo el pueblo de la memoria, de los recuerdos. Como sigue viva la bondad de Daniel, ahora que entre el silencio de la Sierra del Agua y de la Sierra del Viento le dejamos unos claveles y unos lirios antes de que sigamos al pueblo, donde da las dos de la tarde el reloj de siempre en la torre de entonces.

                                       Antonio Burgos Belinchón

Antonio Burgos llegó la primera vez a Guadalcanal con su familia el año 1951, cuando aún no había cumplido los ocho años. Cómo él cuenta, vinieron para pasar los veranos y beber el agua de la cueva de la Sierra del Agua, que tenía mucho hierro y era buena para el crecimiento. No dudo de que existió el perro de Norberto, al que le daban miedo los cohetes, porque precisamente en una casa de Norberto Yanes en la calle López de Ayala, pasó catorce veranos. Me han dicho que era un niño muy preguntón y que de todo se quería enterar. Quizás lo que yo destacaría de lo que nos ha contado, son las cosas que nosotros, aunque hemos estado presente en muchas ocasiones de lo que cuenta, no abarcábamos a ver, lo que él, con su buen escribir, nos ha dicho. Gracias por su aportación al libro   

En la sesión del 17 de febrero, se dio cuenta de la liquidación del presupuesto de 1942, quedando aprobado en la siguiente forma. Total gastos: 382.461 pesetas. Total ingresos: 368.775 pesetas.

Fue autorizado el alcalde Antonio Limones de la Hera, para que comparezca en la notaría, para la firma de la escritura de la compra de la iglesia de San Sebastián. Se nombra Interventor interino del Ayuntamiento, a Fernando Vargas Soriano.

El 28 de marzo, informaba la Hoja Parroquial de que la nueva imagen de la Virgen de los Dolores, realizada por el artista sevillano, Antonio Quilet, será bendecida el próximo Domingo de Ramos y hará estación de penitencia el Jueves y Viernes Santo. Fue donada por el hermano Miguel Durán Rius, así como la corona. También del mismo autor es la imagen de San Juan, que fue regalada este mismo año por el hermano José Arcos Bernabé.

También la Hermandad de Ntro. Padre Jesús está de enhorabuena, ya que la Virgen de la Amargura procesionó por primera vez en la Semana Santa de este año. Esta imagen fue realizada por el imaginero Antonio Illanes.

Y como no hay dos sin tres, en la tarde del día 31 de marzo, se bendijo solemnemente la nueva imagen del Señor Amarrado a la Columna, de la Hermandad de la Veracruz, según informaba la Hoja Parroquial del 18 de abril. La imagen es obra del escultor Castillo Lastrucci y procesiona en la Semana Santa amarrado a la columna de plata que había sido adquirida en el año 1785. El Centurión y el Sayón que le acompañan fueron realizados por Antonio Quiles este mismo año.

Debido a la falta de asistencia de los Gestores, hasta el 2 de abril no se celebró sesión ordinaria. La Corporación acordó aprobar la incorporación para cubrir en propiedad las plazas de oficial 2º de Secretaría y auxiliar administrativo. Son nombrados Rafael Galván Benito y Leopoldo Tena Cabezas, caballero mutilado el primero y huérfano el segundo.

Se autoriza el pago de la obra de empedrado de la calle Huertas al albañil Isidoro Barragán Pérez, por la cantidad de 5.760 pesetas y la de la pared del nuevo Mercado por 6.148 pesetas. Se acordó solicitar presupuesto a varios albañiles para empedrado de varias calles, llevando cada 50 cm. una fila de adoquines.

A mitad del acta que estamos viendo, vemos un cambio de letra y es debido a que se ve en el orden del día un escrito del Ministerio de Gobernación donde ordena la depuración del secretario Adrián Salinas Carrasco. La Corporación en pleno defiende al Secretario, ya que dicen que el 18 de julio de 1936 Adrián Salinas dejó de realizar su trabajo y la adhesión al Movimiento Nacional ha sido clara, absoluta y manifiesta, por lo que en este sentido informarán al Ministerio de Gobernación.

En la tarde del Martes y Miércoles Santo, se procedió a la bendición de las nuevas imágenes de Nuestra Señora de los Dolores y de la Virgen de la Amargura, según informaba la Hoja Parroquial del 9 de mayo de 1943.

Por el acta de la Hermandad de Ntro. Padre Jesús del 26 de Abril, tenemos noticias de que varios miembros de la Junta  de Gobierno adquieren para la Hermandad la imagen de la Virgen de la Amargura, según nota entre líneas, “del imaginero Antonio Illanes” la cual fue entregada el mismo Lunes Santo y ya hizo la estación de penitencia del Viernes Santo. Se acordó así mismo comprar un paso para Ntra. Sra. de la Amargura y el replanteo del altar de la capilla para que la imagen quede expuesta al culto junto al Señor.

En la sesión ordinaria del 1 de mayo, la Corporación acepta el escrito que firman la casi totalidad de comerciantes e industriales de la población, solicitando determinadas reformas en la estación de ferrocarril, y que se remita al Inspector Jefe, residente en Llerena.

Se acordó solicitar a la Diputación Provincial, una subvención para la construcción de un Grupo Escolar.

Se nombra guarda de la Plaza a Miguel López Rincón y guarda interino de El Coso a Sebastián Rico Romera.

Se adjudica a Luis Rius Palacios, el empedrado de las siguientes calles: Comandante Rodrigo, Ramón y Cajal, Tres Cruces y Queipo de Llano. En total 1.345 m2.

Aunque la guerra había terminado hacía varios años, todavía en el mismo Guadalcanal se produjo un fusilamiento en este año de 1943, de uno de los pocos miembros que quedaban de la familia de los Macheros, Gonzalo Gálvez García. Fue detenido en Sevilla y condenado a muerte. El Juzgado Militar que lo juzgó consideró ejemplarizante que la sentencia se cumpliera en Guadalcanal, y así lo indica en el acta judicial:

Habiendo sido aprobada dicha sentencia por la Autoridad Judicial de la Región y disponiéndose por ésta que la ejecución del condenado se lleve a efecto en la Plaza Pública del indicado pueblo de  Guadalcanal sobre las doce de la mañana, con la máxima publicidad y precisamente por fuerzas de la Guardia Civil.

La ejecución se iba a realizar el 16 de mayo de 1943, pero fue urgentemente aplazada al día siguiente para que pueda estar en capilla con la antelación dispuesta por la Ley.[1]

            En la sesión ordinaria del 2 de junio, se nombra como albañil oficial del Ayuntamiento a Isidoro Barragán Pérez, para que todas las obras que se realicen en la villa sean inspeccionadas por él, así como la ejecución de las que se realicen por administración.

En la sesión ordinaria del 1 de julio, tomó la palabra el Teniente Alcalde Joaquín Llamazares Caravaca y expuso su opinión de que por noticias que ya son del rumor público, la seguridad personal de varias personas está amenazada por los rojos que andan por los campos y que a veces se aproximan a la población, no pudiendo las personas salir a visitar sus fincas por el peligro de secuestro o de un atentado contra su vida. Sería de desear que por lo menos dentro del pueblo existiera la necesaria garantía. Se acordó que el Alcalde se traslade a ver al Gobernador Civil para exponerle la situación.

Se aprueba conceder a las Hermanas de la Doctrina Cristiana una subvención de 100 pesetas, para reformas que proyectan en la iglesia del Espíritu Santo.

En la sesión del 29 de julio, se acuerda dirigir escrito al Director General de Sanidad, proponiendo al médico José Llinares Llinares, para que ocupe una de las plazas vacantes de médico de asistencia, y de esta manera, amortizar la plaza de médico de la Casa de Socorro, que al haber menos de 8.000 habitantes, no se considera necesaria.

El Ayuntamiento, por unanimidad, aprueba las cuentas de los presupuestos correspondientes al año 1942.

En la sesión ordinaria del día 2 de agosto, la Corporación queda enterada de que los dueños de las casas de las calles Minas 27, López de Ayala y Calvo Sotelo, donde existen instaladas cinco escuelas, desean la terminación de su contrato de alquiler, por necesitar los locales. Acordándose iniciar gestiones para buscar nuevos locales.

Adrián Salinas, secretario del Ayuntamiento, informa que ha sido nombrado secretario del Ayuntamiento de Carmona.

Según informaba la Hoja Parroquial del 15 de agosto, en esa fecha  se había producido la terminación del nuevo paso de la Virgen de Guaditoca, que había costado un total de 1.345,35 pesetas. En este nuevo paso lucirá la media luna, que costeada por Enrique Castelló y Fernández-Cañete, ya llevó en la procesión del pasado Corpus.

En la sesión ordinaria del 16 de agosto, el alcalde Antonio Limones de la Hera, solicita de la Corporación la concesión de dos meses de permiso, para resolver asuntos particulares fuera de la población, que la Corporación concede.

También se acuerda revocar lo aprobado en la sesión del primero de mayo de 1941, sobre la venta de un trozo de 169 m2 de la iglesia de San Sebastián, ya que no podía realizarse esa venta al no ser dueño de la misma el Ayuntamiento y además, aunque los Ayuntamientos pueden adquirir libremente lo que considere necesario, en el caso de la venta de alguna propiedad hay que seguir ciertos requisitos que no se han seguido, por lo que se aprueba dejar sin efecto la venta especificada anteriormente.

También por unanimidad dispone que conste en acta el disgusto por la marcha del secretario en propiedad Adrián Salinas Carrasco a la ciudad de Carmona, pues durante los 18 años que ha ocupado el cargo, ha demostrado una conducta intachable. El interesado permaneció fuera del salón mientras se tomaba este acuerdo.

Según podíamos leer en la Hoja Parroquial del 12 de septiembre, el nuevo Tabernáculo realizado por el platero sevillano Juan Gómez, cuya ejecución ha sido sufragada por Dolores Rodrigo de la Peña, viuda de Castelló, ha sido expuesto a los feligreses el día de la festividad de la Asunción, titular de la iglesia parroquial.

Finalmente, como informaba la Hoja Parroquial del 24 de octubre, el triduo que se celebró el pasado mes de octubre, dedicado a Santa Teresa de Jesús, fue muy especial, ya que los cultos se hicieron ante la nueva imagen de la Santa castellana, donada a la iglesia por Teresa Pérez, viuda de Gullón. El domingo anterior fue llevada en procesión a la iglesia de la Concepción, donde recibirá culto, ya que allí se veneraba la anterior imagen.                 


[1] AIMS. Gobierno Militar. Ejecuciones. Leg. 9. Juez Fructuoso Delgado a Gobernador Militar, 14-5-1943 y gobernador Militar a 1er. Jefe de la 2ª Compañía Móvil de la Guardia Civil, 15-5-1943. Datos extraídos del libro La UGT de Sevilla. Golpe militar, resistencia y represión (1936-1950). García Márquez, José María. Fundación para el Desarrollo de los Pueblos de Andalucía. Córdoba 2009.

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