¿Eran «grandes ladrones» los isleños del Mar del Sur que acogieron a los navegantes europeos en los siglos XVI-XVIII?

Por Annie Baert



               Que los isleños del Mar del Sur fueran «grandes ladrones», es una afirmación que se encuentra repetidas veces en los relatos que dejaron los navegantes europeos de los siglos XVI-XVIII. Tras participar en Vanuatu en el 400 aniversario de uno de aquellos viajes, el que realizó el capitán Quirós en 1606, donde mucha gente me interrogó sobre los primeros contactos y su violencia, me ha parecido oportuno examinar los hechos y las interpretaciones que se les pueden dar desde diferentes puntos de vista, históricos y antropológicos.

               Cuando Magallanes entró en el Mar del Sur el 28 de noviembre de 1520, sólo pensaba en las tan deseadas especias del Maluco. Pero todavía le quedaba por cruzar el mayor de los océanos, al que llamó «Pacífico» por las favorables e inesperadas condiciones de navegación que le ofreció. Ya habían pasado más de quince meses desde que saliera de Sevilla, había perdido dos de sus cinco navíos, y no podía imaginar que tal travesía representaba más de 8000 millas náuticas, o de 15000 kilómetros. Lo único que sabía era que estaba por 54° de latitud austral, y que tenía que alcanzar por lo menos la línea ecuatorial para llegar a la Especiería. Puso decididamente rumbo al noroeste y empezó una larguísima travesía, en la cual sólo avistó cuatro islas hasta que, ciento veinte días más tarde, el 27 de marzo, llegó al archipiélago «de San Lázaro», donde había de fallecer el 27 de abril siguiente, dejando a Juan Sebastián Elcano la tarea de traer a España ingentes cantidades de clavo de las islas Molucas.

Aunque ninguno de ellos sigue vigente en nuestros días, los topónimos que se dieron a las tierras así descubiertas[1] merecen nuestro interés. El nombre de «San Lázaro», que correspondía con la onomástica del calendario católico, fue sustituido algún tiempo después por el de «Filipinas», en honor del príncipe Felipe, durante la jornada de Ruy López de Villalobos en 1543, dado al parecer a una sola isla y luego al archipiélago entero[2], y que ha permanecido hasta hoy.

El de «Islas Infortunadas», que tampoco ha sobrevivido, sólo traduce la gran desilusión que sintieron los tripulantes al ver dos atolones inhabitados, Fakahina (Tuamotu, Polinesia francesa), el 24 de enero, y Flint (Islas de la Línea, grupo sur, Kiribati), el 4 de febrero. Escribió el piloto Francisco Albo: «no hallamos fondo, así nos fuimos nuestro camino»; el también piloto Ginés de Mafra relató lo mismo: « por no poder llegar a ella, pasó el armada adelante, […] sin poder tomar ningún refrigerio »; mientras el famoso Pigafetta apuntó : « no encontramos más que pájaros y árboles, y no vimos más que muchos tiburones »[3] . La primera isla fue llamada San Pablo, porque el día siguiente de su descubrimiento se celebra la Conversión de San Pablo y hoy se conoce por su nombre indígena, Fakahina. En cuanto a la segunda, ni siquiera recibió un nombre cristiano, siendo llamada Tiburones, y hoy aparece en los mapas como Flint, posiblemente por su aspecto austero de pura roca (flint en inglés).

El primer nombre que recibieron las islas avistadas el 6 de marzo de 1521, Guam y Rota, se debió a la forma triangular de las velas que llevaban las veloces canoas o paraos indígenas : Islas de las Velas Latinas. Existen hoy dos entidades : la isla de Guam propiamente dicha, territorio no-incorporado de Estados Unidos, donde se recuerda el descubrimiento de Magallanes con un día feriado el primer lunes de marzo, y el estado llamado Northern Marianas Islands, asociado a Estados Unidos desde 1976. Este nombre de «Marianas» les fue atribuido en 1686, en honor de doña Mariana de Austria, viuda de Felipe IV y regente en nombre de su hijo Carlos, que impulsó su evangelización, desde 1668, a cargo del jesuita Diego Luis de Sanvítores[4]. También puede suponerse que apareció necesario cambiar por uno que fuera digno y respetable el que venían llevando, y que poco disponía a sus moradores a recibir la labor evangelizadora: « Islas de los Ladrones ».

1 – Islas de los Ladrones

  Este humillante topónimo se debió a lo que ocurrió entre la armada de Magallanes y los naturales, que los cronistas relatan de esta manera: Francisco Albo: «vinieron muchas veces a nosotros, y nos buscaban para hurtarnos cuanto podían, y así nos hurtaron el esquife de la capitana […]. Las islas de los Ladrones están de Gilolo 300 leguas» Cierto «piloto genovés», de nombre no identificado: «Es gente de poca verdad, y vinieron a bordo, y no se precavieron de ella hasta que vieron que les llevaban el esquife de la capitana, y cortaron el cabo con que estaba amarrado, y lleváronlo a tierra sin poderlo evitar : a esta isla pusiéronle de Los Ladrones» Ginés de Mafra : «Estando en ellas surtos, los de la tierra, por descuido de los nuestros, les hurtaron un batel, y por eso le pusieron nombre a estas islas, las islas de los Ladrones» Pigafetta: «El capitán general quería detenerse […] para aprovisionarse de víveres y refrescos; pero no fue posible porque los isleños venían a nuestros barcos y robaban tan pronto una cosa como otra, sin que pudiéramos impedirlo. Pretendieron también obligarnos a amainar velas y conducirnos a tierra, y con gran destreza nos arrebataron el esquife, que estaba atado a nuestra popa. Entonces el capitán, irritado, saltó a tierra con cuarenta hombres armados, quemó cuarenta o cincuenta casas, así como muchas de sus canos, y les mató siete hombres. De esta manera recobró el esquife, pero no juzgó conveniente detenerse en la isla después de estos actos de hostilidad. […] Los habitantes de estas islas son pobres, pero muy ingeniosos y, sobre todo, hábiles salteadores, por lo cual las llamamos Islas de los Ladrones. »[5]

 Así fue el primer contacto entre europeos y nativos del Pacífico, en la isla de Guam, el 6 de marzo de 1521. Si los cuatro relatos coinciden en el robo del esquife, sólo dos de ellos evocan otros robos, poco claros: el de Francisco Albo indica que trataban de hurtar « cuanto podían », y el de Pigafetta que    «robaban tan pronto una cosa como otra », sin más detalles.

Se puede entender que robaran el esquife, por ser un objeto de utilidad inmediatamente identificable, aunque sus canoas, fáciles de manejar y rápidas, seguramente no tenían nada que envidiar a dicho batel, como lo sugieren las palabras de Francisco Albo y de Pigafetta :«andaban tanto que parecía que volasen, […] y andaban por ambas partes que hacían de la popa proa y de la proa popa cuando querían» «saltan las olas como los delfines»

               Pero lo que no deja de extrañar es que lo robaran de entrada, además de otras cosas, si, como también dice Pigafetta: «Por lo maravillados y sorprendidos que quedaron al vernos, estos ladrones creían, sin duda, ser los únicos habitantes del mundo»[6].

Aunque parece que al cronista no le costó yuxtaponer su «perfidia» o su « hostilidad » y su sorpresa, éstas son dos nociones difíciles de compaginar para una mente del siglo XXI, para la que lo lógico sería que el asombro provocase una suerte de parálisis, y que la hostilidad viniese de amargas experiencias pasadas, en este caso inexistentes.

            En las palabras del italiano, notamos la principal característica de aquel primer encuentro: unos, los europeos, sabían de la existencia de otros humanos en el planeta, a quienes iban buscando, mientras que los isleños sólo conocían a sus vecinos del Pacífico, y no imaginaban que hubiera otros océanos fuera del suyo, por inmenso que fuera, y otros pueblos diferentes de ellos.


               Como el lector, que está tan sorprendido como lo estuvieron los guameños del siglo XVI, se pregunta si se repitió esta escena en los siguientes encuentros, tenemos que examinar otros relatos de otras jornadas, en Guam, pero también en las islas Salomón, Marquesas, Cook, Tuamotu o en Tahití.

               En Guam: Miguel López de Legazpi, en 1564, hizo también una escala en Guam, donde sufrió varios engaños, y los chamorros robaron el arcabuz de un soldado: «espuertas de arroz que bajo una leve capa de cereal ocultan la carga de arena ; supuestos recipientes de aceite de coco que encubren un contenido de agua »[7]. Tenemos otra relación de una escala en Guam, la del piloto mayor Pedro Fernández de Quirós, el primero de enero de 1596, cuando conducía hacia Manila la nao San Jerónimo, capitana de su antiguo adelantado Álvaro de Mendaña, recién fallecido en Santa Cruz (islas Salomón) :

« de la isla de Guam salieron muchas piraguas con sus velas y muchos de aquellos indios ladrones […]. Venian diciendo […] ‘herrepeque’ que quiere decir daca hierro, que esto es lo que venían a buscar por ser muy amigos de ello. […] Trajeron muchos cocos, plátanos, […] y todo lo dieron a trueque de hierros viejos. Fuéronse los indios, dos menos, que mató una arcabuz, por un pedazo de arco de pipa »[8]

             El lector nota aquí que los navegantes ya conocían la fama de los guameños, y venían prevenidos, por lo que fácilmente adivina que la razón del tiro de arcabuz fue un intento de robo, aunque no lo explicita el cronista.
En las islas Salomón: Pero tenemos muchos ejemplos de lo mismo en otras islas del Mar del Sur, como lo acaecido en las Islas Salomón, en 1568. El 8 de febrero, al llegar los navíos de Mendaña frente a la isla que había de llamarse Santa Isabel, y antes siquiera de tomar puerto, el escribano mayor de la armada, Gómez Hernández Catoira, cuenta que « subieron al navío como dos dozenas dellos. El señor general […] yzoles dar vna camisa y chaquira y bonetes y caxcabeles y otras cosas y ellos lo rrescibian bien, y andaban por la nao solicitos buscando que poder hurtar, y qualquier cosa que allaban la hechaban a la mar a las canoas y vno quiso tomar vna canpana y hecharla si no se lo quitaran ».

               El general de la jornada, Álvaro de Mendaña y Neira, relata una escena idéntica, pero en primera persona: « hizele dar vna camisa y a otros chaquira y bonetes y cascabeles y otros regalos. Andavan por el navio muy solícitos, buscando que poder hurtar ; y si hallaban alguna cosa a mano y puesta a mal rrecaudo, la arrojavan de presto a la mar para que los demas la tomasen de los canaluchos […] ; yo le avia dado [a un principal] vn cubilete de plata con vino, que aunque no quiso el vino, se llevo el cubilete »[9].

                 En las islas Marquesas (Polinesia francesa) : Pedro Fernández de Quirós, piloto mayor del entonces adelantado Mendaña, relata así la primera visita a bordo, frente a la isla Magdalena (Fatuiva) : « comenzaron a andar por la nao con gran desenvoltura, echando mano a cuanto podían aver […] ; empezaron a mostrarse importunos, y enfadado el adelantado de sus demasías, les decia por señas que se fuesen ; pero ellos no querian mas antes con más libertad echaban mano a cuanto veian : unos cortaban con cuchillos de cañas brevemente pedazos de nuestro tocino y carne, y queriendo llevar otras cosas, el adelantado mandó disparar un verso… »

                  Luego, surtos ya los cuatro navíos en la bahía Madre de Dios de Santa Cristina (Tahuata), tenemos otra anécdota : « habían entrado en la nao capitana cuatro muy gallardos indios y como al descuido cogió el uno una perrica que era el regalo del maese de campo y dando una voz se echaron todos al agua con un brío muy de ver y nadando la llevaron a sus canoas. »

                  El día siguiente, en la misma isla, « envió a los indios el maese de campo con botijas a buscar agua, pero ellos hacian señas que las cargasen los nuestros, huyendo con cuatro de ellas… »[10] 

                  Es de notar que, en estas líneas, el capitán Quirós no utiliza los verbos « robar » o « hurtar », sino expresiones como « echar mano » o « llevar », cuyo sentido es obviamente el mismo. En el caso de la « perrica » del maese de campo, se supone que no sentiría pena por ese hombre, al que odiaba tanto que siempre se negó a escribir siquiera su nombre entero. Pero no pudo manifestar la misma indulgencia cuando se trató de « nuestro tocino » o de las « botijas », pues lo que estaba en juego era sencillamente la supervivencia de los navegantes.

En las islas Cook :

                  En la isla de Rakahanga, el primero de marzo de 1606, nos dice el relato del capitán Quirós, jefe de la jornada, que los nativos trataron de adueñarse de uno de los navíos y de los remos de la barca: « a la zabra se llegaron muchos indios y atada al bauprés una cuerda, pretendieron llevarla a tierra. Otros muchos, zabullidos en el agua, ataban sogas al cable, y tiraban por el ancla […]. Vinieron muchos a nado y se asieron fuertemente a los remos de una barca procurando con toda fuerza quitarlos a quien los bogaba… »

                  Lo que confirman varias relaciones, como la de don Diego de Prado y Tovar : « la lancha […] se llegó más a tierra, surgió […]. Los indios […] pareçiendoles bien aquella embarcaçion se çabulleron y sacaron el fierro y por la maroma tiravan la lancha a tierra… » la del piloto Gaspar González de Leza:

« fueron a tierra y truxeron una grande soga y zambulléndose uno dellos dio buelta al cable de nuestro patache y daban grita a los de tierra que tirasen […] y esto hizieron por muchas veçes […] viendo nuestro General que el viento venia de la mar y estáuamos con peligro, mandó se hiziese a la vela […] antes que esto se hiziese ya los indios andauan con nuestros orinques, llevándolos para tierra, a nado, con mucha eficacia… » la de Fray Martín de Munilla, vicario de los franciscanos de la jornada :« los yndios auian ya ydo a tierra por una beta (cuerda) que luego la trajeron y entendiendo auian de llevar con ella la lancha a tierra la ataron por la proa y comenzaron a alar por ella muy rrezio y uisto que no podian se zabulleron algunos debajo del agua y amarraron la dicha beta al cable » la de Fray Torquemada, un franciscano que seguramente recogió los recuerdos de varios tripulantes y los incluyó en su Monarchia Indiana (Sevilla, 1615): « pareciendoles cosa facil procurauan echarla [la zabra] a fondo, aunque viendo que era imposible, traxeron de tierra vn cabo largo y atandolo a la proa de la zabra intentauan lleuarsela a tierra : viendo que los [españoles] procurauan cortarlo, se apartauan vn tanto y amarrauan el mismo cabo al cable del andana [de la ancla]…»

             Mientras en su carta del 11 de julio de 1607, escrita en Manila, el capitán Luis Váez de Torres añade el siguiente detalle:

« diferentes Embarcaciones llegaron serca de las Naos hablando nos, y tomando lo que les dabamos pidiendo mas, y hurtando lo que estaba colgado de las Naos, tirandonos botes de lanzas… »[11] 

              El capitán Torres es pues el único en referir robos por parte de los nativos de Rakahanga, mientras los demás cronistas se centran en la tentativa de adueñarse de los remos de la barca o, más grave, de la lancha, en lo que corría manifiesto peligro la vida de los tripulantes. Es de notar también que hubo una isla donde no se produjo ningún latrocinio, cosa tan nueva para los navegantes que fue referida en sus relatos. Cuentan el capitán Quirós y el piloto González de Leza que, en abril de 1606, en Taumako (Islas Salomón): no hubo « jamás falta de cosas nuestras, con quedar en su arroyo cuando se lavó la ropa una y dos noches, las ollas y las calderas de cobre » « ya tenían noticia de los españoles por lo que auia suçedido en Santa Cruz con el adelantado Aluaro de Mendaña. […] allando siempre en ellos mucha verdad, porque pudiéndonos vrtar alguna erramienta o ropa, que se nos olvidaua, no lo hazian, antes nos la boluian… »[12]

              Esta «verdad » que se observó en los nativos de Taumako debió de ser el fruto de la experiencia: habían sabido por sus vecinos de Santa Cruz que aquellos extraños seres tenían armas peligrosas y no querían que se les tomara nada, y obraron en consecuencia.

 las islas Tuamotu (Polinesia francesa):

               Evidentemente, no sólo los españoles fueron víctimas de robos : en 1616, el holandés Jacob Le Maire navegó por este archipiélago y, en Takaroa, los nativos « cogieron los clavos y todos los objetos de hierro que encontraban en la cubierta …[…] trataron de sacar la barca fuera del agua y hasta se adueñaron de dos de nuestros hombres, pareciendo querer llevarlos…»[13] 


               Aunque en los ejemplos precedentes, parecía que los nativos tomaban lo que tenían al alcance de la mano, cualquiera que fuera su utilidad, éste es el primer indicio de un robo preciso, el de objetos de hierro, cuyas virtudes habían descubierto, quizás, gracias al paso de los navíos del capitán Quirós, diez años antes.

En Tahití (Polinesia francesa):

                En 1767, le tocó la misma experiencia al inglés Samuel Wallis, en varias ocasiones. La primera fue el 19 de junio, al llegar: « procuraron hurtarnos algunos de los objetos que estaban al alcance de su mano […] uno de ellos vino detrás [de uno de nuestros oficiales], le quitó el sombrero, se echó a la mar y se lo llevó nadando. » el 21: « los indios habían cometido tantos robos que no quise que se admitiera alguno a bordo. […] Envié las barcas a tierra a buscar agua: sólo trajeron dos barriles que llenaron los indios porque, para pagarse de su labor, habían decidido conservar todos los demás. » el 26 : « nos hurtaron algunos baldes de cuero y un embudo »
el 27 : « los indios siempre trataban de hurtarnos alguna cosa […] uno de ellos logró cruzar un riachuelo y robar una hachuela »[14] 

             Aquí se mezclan robos de artículos que podían representar una mejoría en la vida cotidiana (baldes, barriles o hachuelas) y objetos sencillamente atractivos por su aspecto estético o novedoso.

             El año siguiente, Bougainville contó lo mismo. El 6 de abril de 1768,
« el alférez Suzannet notó que le habían robado una pistola, que llevaba en el bolsillo. […] Lo único que nos molestó fue que siempre teníamos que vigilar lo que llevábamos a tierra, y hasta lo que teníamos en el bolsillo, pues no hay en toda Europa ladrones más hábiles que la gente de este país. »[15] 

             Si una pistola presenta un indudable interés para un ladrón de hoy día, los tahitianos de aquella época conocían sus efectos — los había usado Wallis el año precedente — pero es poco probable que el hombre que se la quitó a dicho alférez supiera usarla, ni imaginara el peligro que podía significar para él mismo.
            El capitán Cook en 1769 cuenta que desde el primer día, 14 de abril:
« los invitamos a subir a bordo, porque era difícil mantenerlos alejados del navío, y más todavía impedir que robaran todo lo que estaba a su alcance, en lo que mostraban una prodigiosa destreza […]. Manifestaron una gran inclinación por robar lo que llevábamos en los bolsillos y a pesar de nuestras precauciones, nos los vaciaron: al Dr Solander le quitaron el catalejo y al Dr Munkhouse la tabaquera» el 15 de abril : « uno de ellos, más audaz que los demás, derribó a uno de nuestros guardias, le arrancó el mosquete de las manos y se fue huyendo… »

                 el 2 de mayo : « cuando el señor Green y yo quisimos preparar el cuadrante, había desaparecido, aunque nadie lo había sacado de su caja y a pesar de su peso considerable […] nos preguntamos cómo habían podido llevárselo, porque un guardia había estado toda la noche a menos de cinco metros de la tienda donde se había instalado, junto con otros instrumentos, de los que ninguno faltaba, salvo éste… »[16]

              El robo del mosquete es similar al de la pistola del ejemplo precedente. En cuanto a la tabaquera, podemos suponer que lo que atrajo al ladrón no fue su contenido, ya que el uso del tabaco era totalmente desconocido en el Tahití de entonces. Pero hay que reconocer que su utilidad de « contenedor » podía presentar algún interés. Todo lo contrario de los instrumentos científicos de náutica: si alguien había podido observar al Dr. Solander sirviéndose de su catalejo y sentir el deseo de imitarlo, ningún tahitiano podía sospechar la utilización del cuadrante, porque nadie lo había visto aún fuera de su caja. Cook añade que además era muy pesado, lo que significa que el ladrón tuvo que hacer un esfuerzo particular, no sólo para burlar la vigilancia del guardia, sino también para llevarse aquel objeto tan custodiado como si fuera un auténtico « tesoro ».

                Tomaremos un último ejemplo, el del peruano Máximo Rodríguez que, en 1774, estuvo un año en Tahití, desde el 15 de noviembre de 1774 hasta el 12 de noviembre de 1775, haciendo de intérprete para dos misioneros franciscanos, y redactó un interesantísimo diario[17], del que, para no cansar al lector, sólo se han extraído algunas de las numerosas citas que refieren diferentes robos:

1 de diciembre «e separó un marinero para lavar alguna ropa, y entretanto le robaron una camisa (porque son grandes ladrones). »

8 de diciembre: «le robaron al patrón del bote una chupa con el pito de plata.»

23 de diciembre « se retiraron algunos del paquebot para lavar su ropa y habiéndole robado a un marinero una camisa y unos calzones… »

3 de marzo: « Manuel [uno de los tahitianos que se había ido al Perú con el capitán Bonechea y al regresar a Tahití había abandonado la compañía de los españoles] había robado con su padre algunos cotones de bayeta y tocuyo y dos azuelas de mano » 9 de marzo: «estando cenando me robaron una sábana por la parte de fuera de la quincha»

3 de abril: «el marinero [Francisco Pérez, grumete encargado de ayudar a los padres] llegó con la noticia de haverle enseñado un yndio una sobre pelliz nueva… »

4 de abril: «registraron los Padres sus caxas […] infiriendo lo robarian quando se enterro el capitan [se trata del capitán Boenechea, que murió el 26 de enero de 1774 y fue enterrado en Tahití], no haviendo serbido ni aun en esta ocasión»

7 de abril: [en casa de Vehiatua, un cacique tahitiano], descubrí un libro en ydioma inglés, el que se intitula Tablas de Mathematica impreso por Thomas Page en Londres. Preguntele como lo habia adquirido y me respondió que lo havia robado uno de los suios »

9 de abril: «al marinero le robaron un pollo de once días haber nacido… »

16 de junio: «por la tarde se echaron menos cinco pollos chicos»

13 de julio: «encontré quando bolbí a mi hospedage se havian robado la batea de piedra[18] […] y enterrado en la arena para despues llebarsela»

2 de septiembre: «nos restituyeron tres gallinas robadas»

5 de septiembre «abrieron un boquerón a mi dormitorio y me robaron un pedazo de bayeta y la llave de mi arca»

1 de octubre: «estando rezando, se robaron cuanta ropa tenía en la caja»

             Entre los objetos que son robados, algunos presentan un interés evidente : las prendas de algodón, material entonces desconocido en Tahití, que le hacía gran ventaja al tradicional tapa con que se vestían (las camisas, los calzones, la sábana o la sobrepelliz nueva), o los animales comestibles (pollos y gallinas), mientras que el atractivo principal de la « chupa » o chaqueta sería el « pito de plata » que estaba colgado de ella, cuyo uso por el patrón del bote habían podido observar. También se puede explicar el robo de las dos «azuelas de mano», interesantísimas herramientas.

              Pero en el caso del « libro en ydioma inglés », que ni su ladrón ni su destinatario final (el cacique Vehiatua) podían leer, y cuyo contenido ni siquiera podían concebir (tablas de matemática, sin duda para los cálculos astronómicos y la observación del planeta Venus) hay que imaginar que les pareció deseable por su carácter misterioso o mágico, por la manera como lo manejaba o consultaba su propietario, y por el prestigio que había de otorgar a quien lo poseyera.


              En cuanto a la batea de piedra, parece que venía de un marae, o lugar de culto, donde estaba dedicada a algún rito sagrado: podemos suponer que los « ladrones » temieron que Máximo cometiera algún sacrilegio con ella o, peor aún, la sacara del país — lo que hizo efectivamente, aunque a escondidas.

Para terminar esta revista (parcial) de robos, son de notar dos curiosas y paradójicas observaciones: la de Bougainville, para quien « no parece que el robar sea común entre ellos. Las casas no están cerradas, y no tienen cerrojos ni guardias. Sin duda la curiosidad por objetos novedosos excitaba en ellos violentos deseos además en todas partes hay pícaros ».


y la de Máximo Rodríguez, que cuenta que

« (el 10 de octubre) Me presentaron al ladrón […]. Luego que acabó su confesión, quisieron matarlo para arrojarlo al mar (castigo que dan a los ladrones): supliqué con bastante esfuerzo en su favor y solo conseguí que commutasen este castigo en el de destierro. »[19]


              Bougainville, que sólo estuvo nueve días en Tahití y sólo vio lo que quiso ver, la sociedad ideal de antes del pecado, del amor libre y de la naturaleza — la Nueva Citérea — escribió prudentemente que « no le pareció » que el robo se practicara entre conciudadanos : no podía efectivamente afirmar nada al respecto después de tan poco tiempo. Supuso razonablemente que el carácter nunca visto de sus objetos podía despertar « deseos violentos », imposibles de reprimir en unos individuos a los que consideró como verdaderos niños, más o menos irresponsables. Pero tampoco descartó totalmente la picaresca, que se da « en todas partes ». En fin, no tomó realmente partido ante este misterio de los innumerables robos que tuvo que sufrir.
En cuanto a Máximo Rodríguez, a quien le habían robado « cuanta ropa tenía en la caja » y se había quejado de ello al cacique, refiere en un tono neutral el castigo usual en tales casos: se diría que aprueba la decisión, aunque parece apenado por la severidad de sus huéspedes, y no quiere ser responsable de la muerte de su ladrón.


               ¿Qué pensar de estos « robos », que provocaron sorpresa, incomprensión, indignación e irritación en los occidentales? Sería simplista — e injusto — concluir que los isleños del Mar del Sur eran ladrones por gusto, o por naturaleza. La explicación de esta actitud constante tiene sin duda que hallarse en el estudio de las civilizaciones preeuropeas que, evidentemente, los navegantes no entendieron, del mismo modo que los polinesios no podían intuir los pensamientos de aquellos extraños recién llegados. Lo que salta a los ojos es que estamos frente a un malentendido mutuo, que pueden aclararnos los antropólogos.


2 – A la luz de los antropólogos


                 Diremos de entrada que, según Serge Tcherkézoff[20], el acto de « robar » era la actitud normal que seguían los polinesios en diversos rituales, cuando hacían venir a los dioses-antepasados para conseguir sus beneficios, o para fertilizar de nuevo la tierra : los participantes tenían entonces que abalanzarse sobre los víveres, procurando cada uno arrancar un pedazo por la fuerza.


               ¿Dioses-antepasados? La pregunta que se plantea es pues la de saber cómo vieron los polinesios a los recién llegados.


                La aparición de seres tan diferentes suscitó interpretaciones y respuestas sacadas del mundo no humano porque lo cierto es que los polinesios no los tomaron por hombres como ellos, ni tampoco como monstruos a los que habría que rechazar o destruir. Pero no eran tan ciegos que no viesen las diferencias entre un europeo y la imagen que solían hacerse de los seres sobrehumanos. Por eso « los colocaron en los confines del mundo»: no eran ni dioses ni antepasados en el sentido propio, sino espíritus de una forma nueva, que debían de ser enviados por los dioses, representantes del gran creador Tangaroa.


                Nació así un deseo de integración y de captar una parte de los poderes de aquellos seres, poderes que se manifestaban en particular por las armas de fuego, las herramientas y los vestidos. Porque aquellos recién llegados venían del este, « estaban situados del lado del sol » ­: los tahitianos preguntaron a los europeos que observaban el cielo con sus instrumentos si venían del cielo o si sólo visitaban este astro durante sus viajes. En 1777, los polinesios de Atiu preguntaron al capitán Cook :


« ¿sois enviados del gran Tetumu, padre de los dioses y los hombres, el gran creador de todas las cosas? ¿sois sus gloriosos hijos, mitad dioses, mitad hombres ? » como lo hicieron los nativos de Gaua (Vanuatu) con el capitán Quirós en 1606 : Vino un hombre […] y según los ademanes que hizo y el modo de hablar debía de preguntar : « ¿Dónde venís ? ¿Quién sois? ¿Qué buscáis ? o ¿Qué queréis ? » Y como si fuera así, dijo un nuestro: « Venimos de Oriente, somos cristianos, a vos buscamos y queremos que lo seáis ».[21]


                 El oriente era el lado del sol. Y sus objetos coincidían también con la valoración de lo brillante y de la luz, vinculada a la idea de dios y de antepasado: el destello de los objetos de metal (pensemos en las ollas y calderas de cobre que se lavaron en un arroyo de Taumako) o de cristal, los reflejos de los espejos, o el fuego de los cañones y de los mosquetes, que fue asociado al dominio del rayo y el trueno, dos atributos fundamentales del demiurgo Tangaroa y de los demás dioses primordiales.


                 Los polinesios también admiraron las herramientas de hierro. Ellos veneraban las que tradicionalmente utilizaban para cortar, porque permitían labrar casas y piraguas, que siempre estaban consagradas a los antepasados y cuya fabricación era una prueba de estatuto social. Las que descubrieron en los navíos representaron un auténtico « tesoro » por el progreso que significaban pero también porque se insertaban en una clase de objetos « tabú », o sea sagrados, cuyas virtudes multiplicaban, y las adoptaron en poquísimo tiempo — 30 años después de la escala de Wallis en Tahití, las azuelas de piedra ya eran consideradas como artículos anticuados.


                  Otro elemento que participó de esta visión sobrehumana fueron los vestidos de algodón que llevaban los navegantes. Por una parte, porque cuando aquellos recién venidos sacaban riquezas desconocidas de sus bolsillos, parecía que las sacaban de sus propios cuerpos. Por otra, porque en la sociedad tradicional preeuropea, se ofrecían « tejidos » ceremoniales a los jefes y la cantidad de « tejido » con la que se envolvía el cuerpo era una señal de estatuto social. Dichos « tejidos » eran el llamado « tapa », que se fabricaba — y se sigue fabricando — con la corteza de ciertos árboles, machacándola con un palo erizado de numerosas púas hasta obtener algo que se parece a una tela, más o menos fina y flexible según el uso que se pretende, y cuyo color varía según el árbol escogido. La primera descripción que tenemos de ello la debemos a don Diego de Prado y Tovar, quien lo descubrió en la isla de Tikopia (Islas Salomón) en 1606, y dice así : « son de las corteças de unos arboles y pareçen texidos como medias de punto », y a Luis Váez de Torres, quien escribió que le « presentaron una cascara de palo que parecia ser un lienzo mui fino de cuatro baras de largo y tres palmos de ancho de que ellos se visten[22] ». Los polinesios no conocían el algodón y le descubrieron una infinidad de virtudes: no sólo resistía al agua, mientras que su tradicional tapa se deshacía bajo la lluvia, sino que ofrecía varias capas superpuestas, y los vestidos que con él se hacían ostentaban colores asociados a lo divino, el rojo y el dorado.


                   Finalmente, para los polinesios, los recién llegados eran sin duda sobrehumanos, pero difíciles de clasificar porque hacían más que los antepasados propiamente dichos y menos que los dioses — que crearon el mundo, inventaron el rayo y el trueno y pescaron las islas con sus gigantescos anzuelos. Para un espíritu racional de occidente, los hombres y los dioses no pueden ser confundidos, y la pregunta es: « ¿humano o divino? ». Pero esta interrogación no tenía sentido en la Polinesia precristiana, y hubo que forjar palabras nuevas para designar a aquellos seres hasta entonces desconocidos.

                  Una de ellas es « papalangi » que en muchas islas del Mar del Sur se suele utilizar para designar a los europeos — y la palabra « popa’a » o « papa’a », con la que se los llama en la Polinesia oriental, como por ejemplo en Tahití, sería una deformación y/o abreviación de « papalangi ». Pero, en el siglo XVIII, para el capitán Cook o para el español Alejandro Malaspina, « papalangi » designaba « los vestidos de los forasteros », y según John C. Beaglehole se refería de manera más general a « los objetos que trajeron los forasteros ».
Una hipótesis reciente[23] hace venir esta palabra « papalangi » del malayo « barang », que significa « cosa, objeto, artículo », que habría sido adoptado por unos polinesios al escucharlo en boca del navegante holandés Tasman, en 1643 — en aquella época los holandeses habían incluído un gran número de palabras malayas en su lengua cotidiana y seguramente varios de los tripulantes de Tasman hablaban malayo.


                 Los polinesios oyeron probablemente que aquellos recién llegados les decían que los regalos que les ofrecían (vestidos, perlas de cristal, herramientas de hierro) eran «barang», y la palabra nueva conoció una transformación fonética lógica: barang > *palangi, con la también explicable reduplicación que llegó a « papalangi ».


                 Parece pues que el sentido de « papalangi » pasó de « artículos europeos », en tiempos de los primeros contactos, al de « hombres europeos », y que los polinesios pronto olvidaron el sentido original de esta palabra, para la que fue inventada además una supuesta etimología « auténtica »: « papa » + « lagi », « gente [que viene del] cielo ». Esta explicación es tan presumidamente eurocéntrica que no puede retenerse, como lo indica la controversia entre Marshall Sahlins — éste escribió, con razón, que en Hawaii, el capitán Cook fue visto como una manifestación visible y algo inesperada del dios Lono —, y Gananath Obeyesekere — que lo acusó de mirar con condescendencia a los indígenas, y estimar que eran lo bastante tontos como para que tomaran a un europeo por un dios.


                  En realidad, lo interesante de esta hipótesis sobre el origen de        «papalangi» es que asocia a los recién llegados con sus « tesoros », sus artículos desconocidos y tan deseables, y que puede ofrecernos una clave para comprender la atracción que ejercieron dichos objetos-regalos más o menos divinos sobre los polinesios que, como en sus ritos tradicionales, se abalanzaron sobre ellos para apropiárselos — y los « robaron » a los forasteros.

                 Otra fuente antropológica de interés es la de Bernard Rigo[24], que coincide con Tcherkézoff al afirmar que, en las sociedades polinésicas precristianas, no existía dualismo ni barrera entre lo humano y lo divino; sólo había cierta distancia que se podía franquear gracias a varios ritos, como el de las dádivas y contradádivas.


                  Explica que en los tiempos preeuropeos, el océano era un lugar sagrado, como un « marae », y que la llegada de los dioses se expresaba con el término marítimo de « fano » : por allí precisamente fue por donde llegaron aquellos forasteros.


                  Evoca en particular la tradicional ceremonia del « pai’atua », que señalaba los grandes acontecimientos de la vida social y política, y en la que el sacerdote mayor ofrecía a los representantes de otros dioses las plumas rojas, señal visible del « mana », del poder, del gran dios Oro, que adornaban el palo oblongo, o « to’o », envuelto en un tejido de « tapa », que figuraba a aquel dios. A su vez recibía otras plumas rojas de ellos. Aquella ceremonia servía para, o consistía en, « captar el poder divino ».


                 Parece que es más o menos lo que se produjo cuando llegó el capitán Quirós a la isla que después llamó Espíritu Santo, el primer día de mayo de 1606. Lo cuenta así Fray Munilla :


« Estaba mucha jente enboscada por la arboleda y para engañar a los nuestros hecharon muchos muchachos por la playa y los de las piraguas quisieron hacer lo mismo y pusieron en un palo en el agua unas plumas bermejas que parezian martinetes para quando los nuestros las fuesen a tomar flechallos…[25] »


                La presentación del palo con plumas rojas no deja lugar a dudas : los nativos vieron a los recién llegados como representantes de los dioses, y les hicieron el consiguiente regalo. Desgraciadamente, los forasteros no eran capaces de interpretarlo así y sólo vieron en dicha actuación una tentativa de « engaño » y « traición » : hablaron los arcabuces, despidiendo sus rayos mágicos de fuego y de luz, y siguió el malentendido…


                  Rigo también explica que en un mundo regido por la « necesidad existencial de la circulación de los objetos », eran los hombres los que tenían la iniciativa del intercambio con los dioses, lo que hacía de éstos los obligados de los humanos. Dar algo a los dioses equivalía entonces a ejercer una coacción o un poder sobre ellos, bajo la forma de una tácita exigencia. Si se aplica este principio a la situación de los primeros contactos, en los que los isleños trajeron regalos a aquellos hombres recién llegados del alta mar, vistos no como dioses propiamente dichos sino como enviados o representantes de los dioses, se entiende que la exigencia de la contradádiva se extendió hasta al coger los extraños y en cierto sentido maravillosos objetos que traían consigo. Lo que fue sistemáticamente interpretado por los occidentales como « robos ».


                 Podemos por consiguiente responder negativamente a la pregunta que hicimos al empezar : aunque sí robaron a los navegantes — y esto es indudable —, no eran « grandes ladrones » los nativos del Mar del Sur. Pero sin embargo parece que se produjeron muchos robos, auténticos.



3 – ¿No hubo también auténticos «ladrones»?



                 Hemos visto que cuando Mendaña estaba en las Islas Salomón, él y sus compañeros fueron víctimas de robos por parte de los isleños. Pero al poco tiempo, la situación cambió del todo y esto es lo que se lee en los relatos de la jornada :


« queriendo cortar vna palma de cocos para comer, porque no nos avian querido dar comida por nuestro rrescate, començaron aborotarse y a tirarnos flechasos de tal manera que defendiendonos con los alcabuzes, mataron a vn capitançillo […] ; nos fuemos a vna ysla pequeña […] y alli nos direon vn puerco como los de Castilla, sino que era montés y muy chiquito y de rruin sabor […] con que selebramos la pascua : fue la primera carne […] que se comio fresca despues que del Piru salimos »


« en este tiempo [a fines de mayo de 1568], no se daba rracion sino a ocho onças de bizcocho […] y a media libra de carne salada, y alguna bez salia dañada ; y las rraizes se nos acababan, y estaba la gente flaca, ansi del poco comer como de enfermedades y se quexaban mucho deziendo al señor General mandase buscar comida pues thenía justificada con ellos su causa pues muchas bezes se la abia pedido por rrescates, y no lo abian querido azer y lo abian visto los rreligiosos. […] determinó entrar en las casas a tomarla… »


« Viendo que de la comida que sacamos de Pirú se auia gastado mucha, y que no sauiamos lo que nos detendriamos en la tierra y los tiempos que nos darian, me pareció que era bien ayudarnos de la que auia en la tierra, y para esto traté con algunos tauriquis […] que me diessen comida y que les daria de las chaquiras y cascaueles y de los rrescates que lleuaua, los cuales me dixeron llanamente que no ; y viendo la poca virtud que en ellos auia, con acuerdo […] de rreligiosos, se entró por la tierra a buscar comida… »


« A lo qual el dicho fray Francisco Galvez, vicario, rrespondio diziendo que el avia entendido que yo avia hecho todas mis diligençias y amistades con el tauriqui, que es el señor, y con sus yndios, […] que podia muy bien entrar la tierra adentro a buscar comida, pagandola en otra cosa ; y que no queriendola dar los naturales por rrescates, la podia tomar con moderaçion, que no tomase tanta cantidad que ellos quedasen desposeydos della … »[26]


               Aquí tenemos todas las claves: seis meses después de dejar El Callao, escaseaban tanto (« se habían gastado ») los víveres que la situación se había puesto insoportable: sólo comían « ocho onzas (algo más de 200 gramos) de bizcocho y media libra de carne salada, a veces dañada » al día, y el puerco con que celebraron la Pascua fue « la primera carne fresca » del viaje. Los hombres, que sufrían del hambre, presionaban a su jefe para que les consiguiera comida más sustanciosa. Debajo del verbo « se quejaban », hay que entender que las cosas podían convertirse en rebelión abierta, o motín, lo que Mendaña, a pesar de sus pocos años, no podía descartar. A esta sensación de inseguridad se añadía la ignorancia de cuánto había de durar la jornada: « no sabíamos… ».


               Verdad es que se habían previsto estas necesidades, al embarcar los « rescates », tan oficiales que venía en la armada un hombre encargado de velar por el uso que de ellos se hiciese, el « thenedor de los rescates », nadie menos que el propio autor de una de estas crónicas, Gómez Hernández Catoira. Según la mentalidad europea, propia de una civilización urbana, de aquella época, cuando alguien necesitaba un artículo, cualquiera que fuera, podía « comprarlo », en una tienda, o en un mercado, a cambio de dinero o de otro producto que le conviniera al eventual vendedor. Sólo era una cuestión de precio. Los navegantes no podían imaginar que aquel intercambio no tuviese sentido en las islas del Mar del Sur, en cuyas sociedades la circulación de objetos sí existía y tenía un papel fundamental, pero no en la acepción occidental de « comercio ».


               Nació entonces otra incomprensión: los europeos, que necesitaban comprar comida y tenían con qué pagarla, se encontraron con que sus dueños se negaban a vendérsela (« me dijeron llanamente que no »), lo que pasó por « poca virtud », o poca caridad humana. ¿Qué hacer? No pudiendo lógicamente resignarse a dejarse morir de hambre, apelaron a la suprema autoridad moral, los « religiosos » de la armada, testigos — y víctimas también — de aquella negación a trocar pacotilla por puercos para que confirmaran que en el fondo los había constreñido la necesidad, y absolviesen lo que se disponían a cometer, robar comida, como meros bandidos.


               Tenemos otros ejemplos que ilustran la manera como fue evolucionando esta situación sin salida. Primero actuaron con cierta «moderación», tal y como lo recomendó el vicario de la armada:


« pedieronles comida, que se la pagarian, mostrandoles chaquira. No lo quisieron azer, antes se alborotaban y daban alaridos, tocando sus atanbores para juntar gente ; y bisto que no aprobechaba con ellos, mandó don Hernando [el alférez general] que los rrodeleros les mirasen las casas, do allaron en ellas mucha comida […]. Sacaron alguna […]. Mando don Hernando colgar dos sartas de chaquira a las puertas de los boyos donde tomaron la comida… »


« Don Hernando dexo en ella el rrescate que le parescio balio lo que della se tomo, que fue poco. »


« Miraron todos los boyos, y allaron thener poca comida, y tomaron alguna parte por no les desposer del todo y se dexo el rrescate a las puertas de las casas. »


                Se nota la voluntad de comprar y « pagar », y el escrúpulo del alférez en robar pura y sencillamente la comida de los naturales: aunque encontró víveres, sólo tomó una cantidad limitada, y la « pagó », dejando lo que estimó ser su precio en la puerta.


                Pero luego desaparecieron los problemas de conciencia:


«…començaron a llegarse con el vergantin a tierra, para saltar a rrescatar o tomar algunos puercos o gallinas que abian bisto el día antes muchos. Pues, como los yndios les bieron […] les arronjaron piedras con gran furia […] huyeron todos, dexando desanparado el pueblo ; allaron almendras y rraizes y tres puercos […]. Mataronlos con los arcabuzes, y acudieron donce cantaba vn gallo y le allaron con tres gallinas y las mataron con las espadas […]. Llegaron a otro pueblo do mataron otro puerco, y allaron vna manada de gallos […] y mataron como vna dozena ; […] tomaron dos canaluchos grandes y con ellos metieron mucha comida de almendras y raizes… »[27]


                De entrada, se trataba de « rescatar o tomar » : aquellos hombres contemplaban ya la posibilidad de que, como ya les había pasado en otras islas, los nativos se negaran a « rescatar », por lo que estaban determinados a « tomar », o sea « robar », los víveres que hallasen, como lo escribió claramente Catoira en el momento de hacerse a la mar para emprender el viaje de regreso :


« A esta sazon [principios de agosto de 1568] se yban acabando de aderesçar los nauios […]. El señor general […] determinó de enbiar el vergantin a buscar mas comida de la que los naturales thenían, por no gastar la nuestra para poder nabegar »[28]  


               También se produjeron sustanciales robos en la isla de Espíritu Santo, en mayo de 1606, como lo relatan el capitán Quirós y el Padre Munilla:


« el capitán ordenó al maese de campo que con la gente se entrase la tierra adentro […]. Los nuestros hallaron dos puercos asados y todas otras sus comidas, que comieron a su placer y a buen sabor : trajeron vivos doce puercos, ocho gallinas y pollos […] ; el capitán envió al maese de campo con treinta soldados a reconocer cierto alto, a donde hallaron un grande y apacible valle y pueblos […]. Cogieron allí […] veinte puercos… »


«era zierto alli donde estaban los yndios abria lo que se yba a buscar que era alguna comida porque teniamos nezesidad […] se allaron quatro casas buyos y en ellos atados una dozena de puercos chicos y grandes y uno se allo asado en barbacoa que luego hicieron los dichos caballeros marineros con sus bienes […]. Allaronse muchos puercos que si fuera mucha jente pudieran traher mas de 50; trajeron 15 porque no yban mas de 25 a 26 personas… »[29]


                En estos casos, no se trata de latrocinios desdeñables, sino de cantidades tan grandes que buena falta habían de hacerles a los aldeanos, pero el buen franciscano justifica dichos « robos » por la necesidad que tenían de encontrar la comida imposible de conseguir por medio del rescate.


                Si los navegantes se condujeron como bandidos, sus confesiones sugieren que fue de mala gana, por obligación, y con un hondo sentimiento de vergüenza y de humillación, que además nacía de las risas de los isleños. Es lo que evoca el piloto mayor Hernán Gallego:


« los yndios se pusieron en arma contra nosotros i haçiendo burla de nosotros porque les pediamos de comer… »


                La razón de dicha burla podría parecer salida de la imaginación del marinero, pero la aclara Catoira, con un detalle lingüístico que no deja lugar a dudas — las palabras que designaban los alimentos eran las primeras que habían aprendido de los idiomas locales:


« tan cerca estaban las casas de los yndios en la playa que los nuestros los oian ablar en las casas, y las rrisadas que daban deziendo nanbolos, que quiere decir “puercos”, deziendo mas nanbolos y rreyrse mucho […] despues en conversacion azian burla de nosotros porque les pediamos puercos y comida »[30]


                Tenían la impresión de ser vistos literalmente como «muertos de hambre», una imagen que no correspondía con su posición social, que evidentemente juzgaban superior a la de aquellos «bárbaros desnudos».


                 Parece que no se repitieron estos robos en los siglos posteriores     — o que sus autores los disimularon u omitieron en sus relatos —, sin duda porque las condiciones prácticas de las expediciones habían progresado lo bastante como para que ya no se diera su urgente necesidad — o porque, como los de Taumako, los nativos habían aprendido que era mejor « comerciar » con aquellos extraños forasteros, y que así se limitarían las pérdidas.

                 En conclusión, hemos pasado de indígenas referidos como « grandes ladrones », cuando en realidad y según su propio sistema intelectual no lo eran, a descubridores y exploradores convencidos de la ventaja de su propia cultura, que las circunstancias forzaron a mostrarse pésimos representantes de dicha « superioridad ».


                 El interés de estudiar este detalle de los primeros viajes europeos por el Pacífico, por secundario que sea, es que pone de manifiesto lo relativos que pueden ser los juicios aplicados a otras civilizaciones, y revela que es necesario ponerlos sistemáticamente en tela de juicio.


               Teniendo siempre en cuenta los distintos esquemas de pensamiento y las particulares condiciones de la vida cotidiana es como podemos recorrer los caminos del pasado escapando a la irrisoria tentación de juzgar a los actores de la Historia con nuestras actuales escalas de valores.


                En fin, éste es el mensaje que traté de comunicar a los vanuatenses que hace un mes me hicieron tantas preguntas sobre lo que ocurrió entre los hombres de Quirós y sus antepasados, en una perspectiva humana que permitiera evitar las caricaturas habituales en películas de « buenos » y « malvados ».


[1] Nótese que el verbo « descubrir » se emplea aquí en su sentido etimológico de des-cubrir, que viene a ser como dar a conocer algo que estaba cubierto, o desconocido — en el mundo occidental, se entiende. Sólo se pretende decir que hasta que él llegara allí, nadie, aparte de sus moradores, sabía de la existencia de las tierras « cubiertas ».

[2] Amancio Landín Carrasco: Descubrimientos españoles en el Mar del Sur, Madrid, 1992, Editorial Naval, II, pp. 340-341.

[3] La primera vuelta al mundo, Madrid, 2003, ed. Miraguano / Polifemo, pp. 78, 163, 222.

[4] Ibid., I, pp. 134-135. Pacific Islands Yearbook, ed. Fidji Times, Fidji, pp. 271-272 y 493-494.

[5] La primera vuelta al mundo, op. cit., pp. 80, 125, 164 y 225-226. El subrayado es mío.

[6] Ibid., pp. 80 y 227. El subrayado es mío.

[7] A. Landín Carrasco & L. Sánchez Masiá : « El viaje de Legazpi a Filipinas », in Descubrimientos españoles en el Mar del Sur, op. cit., II, pp. 457-458. El subrayado es mío.

[8] Pedro Fernández de Quirós : Historia del descubrimiento de las Regiones Austriales, Madrid, 2000, ed. Dove, I, pp. 156-157.

[9] Relación de Catoira, in Austrialia Franciscana, ed. de Celsus Kelly, Franciscan Historical Studies / Archivo Ibero-americano, 1965, II, p. 40 ; Relación de Mendaña, ibid., III, pp. 195-196. El subrayado es mío.

[10] Historia del descubrimiento …, op. cit., I, pp. 37-38 y 42. El subrayado es mío.

[11] Historia del descubrimiento …, op. cit., I, pp. 264-266 ; Diario de Leza, ibid., II, p. 106-108 ; Relación sumaria de Don Diego de Prado y Tovar, y carta de Luis Váez de Torres, in : New Light on the Discovery of Australia, London, 1930, Hakluyt Soc., pp. 104 y 218 ; Relaciones de Fray Munilla y Fray Torquemada, in Austrialia Franciscana, op. cit., I, pp. 44 y 123. El subrayado es mío.

[12] Historia del descubrimiento…, op. cit., I, p. 286 y II, pp. 121-129. El subrayado es mío.

[13] Jean-Jo Scemla : Le Voyage en Polynésie, Paris, 1994, Robert Laffont, pp. xxxiv-xxxv. El subrayado es mío.

[14] Relación de un viaje alrededor del mundo, in Le Voyage en Polynésie, op. cit., pp. 4-17. El subrayado es mío.

[15] Voyage autour du monde, in Le Voyage en Polynésie, op. cit., pp. 38-40. El subrayado es mío.

[16] Diarios del capitán Cook, in Le Voyage en Polynésie, op. cit., pp. 65-74. El subrayado es mío.

[17] Máximo Rodríguez : Españoles en Tahití, ed. de Francisco Mellén, Madrid, 1992, Historia 16, Crónicas de América n° 69. El subrayado es mío.

[18] Se trata de una excepcional fuente de piedra negra, de unos 150 kgs de peso, que le entregaron la víspera unos caciques a Máximo como regalo para el Rey Carlos III, y está actualmente en el Museo Nacional de Antropología de Madrid (F. Mellén : « El “umete” de piedra del marae Taputapuatea, de Punaauia (Tahití) », in Revista Española del Pacífico, n°11, año X, 2000, pp. 181-188.

[19] Bougainville, in Le Voyage en Polynésie, op. cit., p. 40 ; M. Rodríguez, Españoles en Tahití, op. cit., p. 207.

[20] Serge Tcherkézoff : « Quand les Polynésiens ont découvert les explorateurs européens au XVIIIème siècle… », in Ethnologies comparées, Montpellier, 2002. Tahiti, 1768. Jeunes filles en pleurs. La face cachée des premiers contacts et la naissance du mythe occidental. Papeete, 2004, Ed. Au vent des Iles.


[21] Historia del descubrimiento…, op. cit., I, p. 297.

[22] Relación de Prado y carta de Torres, in : New Light…, op. cit., pp. 118 y 224.

[23] Paul Geraghty & Jan Tent « : Exploding sky or exploding myth. The origin of papalagi », Journal of Polynesian Society, 2001, 110 (2) : 171-214

[24] Bernard Rigo : Altérité polynésienne, ou les métaphores de l’espace-temps, Paris, 2004, ed. CNRS.

[25] Relación de Fray Martín de Munilla, in Austrialia Franciscana, ed. Celsus Kelly, Franciscan Historical Studies / Archivo Ibero-Americano, Madrid, 1963, I, p. 61.

[26] Relación « anónima », y relaciones de Mendaña y de Catoira, op. cit., IV, p. 316-317, II, pp. 14 y 102, y III, pp. 204-205. El subrayado es mío.

[27] Relación de Catoira, ibid., pp. 118, 130, 145, 170-172. El subrayado es mío.

[28] Relación de Catoira, ibid., p. 184. El subrayado es mío.

[29] Historia del descubrimiento…, op. cit., I, pp. 321-323 ; Relación de Fray Munilla, in Austrialia Franciscana, op. cit., I, pp. 73-75. El subrayado es mío.

[30] Relaciones de Hernán Gallego, in Austrialia Franciscana, op. cit., III, p. 130, y de Catoira, ibid., II, p. 103. El subrayado es mío.

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