Andrés Mirón.
Murió en la carretera. Se lo llevó el destino y la mala suerte y con él, se va la fuerza de su verso, lo ajustado de su prosodia y el imbricado laberinto de la continua búsqueda.
A la vez que se bebía la vida con moderación y parsimonia, enseñó en las aulas y deja alumnos que con él y gracias a él supieron entender a otros poetas y vistieron de luces las sombras de la infancia.
Jubilado por propia voluntad, comenzaba a disfrutar de tiempo libre, regalaba a quien lo quería escuchar el eco de su grave voz y el sabio consejo del que viene de vuelta.
Amó la poesía e hizo de la palabra un pincel de sueños, de aspiraciones y a veces de la amarga experiencia de cotidianas frustraciones. Aún lo veo, con su chaqueta de modas pasadas, su periódico bajo el brazo y esa sonrisa a la sombra de un poblado bigote.
He tenido la suerte de llamarlo amigo, he recorrido en su recuerdo los rincones de Guadalcanal. Su memoria vistió de blanco a sus dos hijas (a las que quería con locura) y se hizo rimado de topacio.
Ahora vendrán los homenajes, las reseñas y más obituarios y quizás el ruido de la despedida, nos esconda la amarga soledad y el profundo silencio que deja tras su ausencia.
Para Concha que lo amó y lo ama, para sus hijas Soledad y Esperanza que supieron quererle, mi cariño. Para los que tuvimos la suerte de conocerlo, el consuelo de sus poemas y una enorme tristeza.
Adiós, amigo.
Agustín Embuena Romero.
c/ Sol, 44 – 41003 Sevilla
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