Ayala, estudio político

Conrado Solsona y Baselga

Los Excmos. Sres. D. Antonio Cánovas del Castillo, D. Emilio Castelar y D. Cristino Martos, en comunicación de ayer, dicen al Excmo. Sr. Presi­dente del Congreso y de su Comisión de gobierno interior lo siguiente: «Ex­celentísimo Sr.: Los que suscriben, encargados de adjudicar el premio que acordó la Comisión de gobierno interior del Congreso para el mejor estudio biográfico del que fué su ilustre Presidente D. Adelardo López de Ayala, han examinado el único trabajo recibido en la Secretaría dentro del plazo que señaló la convocatoria, con el lema MÁS VIVA ESTOY EN TUS OBRAS QUE EN MI PROPIO CORAZÓN, y hallan en él méritos suficientes para otorgarle el premio.­ Abierto inmediatamente después de tal acuerdo el sobre en cuya cubierta se leían el lema mencionado y el primer renglón del estudio, resultó que era su autor el Sr. D. Conrado Solsona, que vive en esta corte, calle de La Gasca, núm. 4, piso 3.°- Dado el mérito notable del estudio, consideran los que sus­criben que es muy digno de que se imprima por cuenta del Congreso; y en el caso de que la Comisión de gobierno interior así lo acuerde, creen equitativo proponer á la misma que conceda al Sr. Solsona quinientos ejemplares de su obra, en vez de los ciento ofrecidos en la condición segunda de la convocato­ria publicada en la Gaceta de Madrid del día 28 de Junio de 1890.»-En su vista, la Comisión de gobierno interior, después de disponer se abone á Vd. el importe del premio establecido, ha acordado en sesión de hoy se im­prima el estudio por cuenta del Congreso, haciéndose una tirada de dos mil ejemplares, de los cuales se entregarán á Vd. quinientos. Lo que comunico á Vd. para su conocimiento y satisfacción. =Dios guarde a Vd. muchos años. Palacio del Congreso 14 de julio de 1891.-El Secretario, M. de Valdeiglesias.- Señor D. Conrado Solsona y Baselga.

…ESPAÑA Más viva estoy en tus obras

           que en mi propio corazón.

                                                 (AYALA.- La mejor corona)

I

Ayala poeta y Ayala político. – Injusticias de la crítica. – Ayala español. ­Bachiller por las novelas. – La primera rebelión de Ayala. -Comedias que se han perdido-Vocación política de Ayala. -Un Hombre de Es­tado. – Carta al Conde de San Luis- La representación y el éxito. -­ Otras producciones dramáticas. – El Conde de Castralla, zarzuela polí­tica. – Rioja, Ayala, y un santo.

Si algo hay indiscutible para el juicio de la generación es­pañola contemporánea, acerca de la fama y prestigio de sus hombres ilustres, nada con más fervor reconocido que el altísimo mérito del poeta Ayala. Conquistó, atrajo y sometió mientras vivía á todas las inteligencias cultas para el recono­cimiento de su extraordinario valer; y no llegó á dominar al vulgo ni á señorearse con ruidosa popularidad sobre las mu­chedumbres, porque lo supremo y exquisito de su poesía más hubo de penetrar los entendimientos que de extenderse por la masa; y las esencias del buen gusto no fueron ni jamás han de ser, para la participación del goce, el patrimonio de todos. Pero muerto Ayala, los que le amaron y los que no le amaron, los que le conocieron y los que no le conocieron, los que le admiraban y los que aspiraban á sentir la admiración ajena, la España toda grabó para siempre en su memoria el nombre de Ayala; y mejor estimado muerto que vivo, no diré que la justicia llegó tarde para él, pues alcanzó en su vida los premios posibles de alcanzar, ya que no el de la gloria, que llega después necesariamente; pero más popular, repito, ahora que nunca, bien se ve que vive Ayala con la admiración na­cional inextinguible y con la vida eterna en la literatura patria.

Fuéramos nosotros menos próximos á Ayala, menos inte­resados y más sinceros, más justos y menos apasionados, y sería tan admirado el orador como el poeta, mucho el galanísimo escritor de una prosa esculpida, más que lo fue el po­lítico y el gobernante, y más que lo es el Ministro de la re­volución primero, y el Ministro, después, de la Monarquía restaurada,-Así lo proclamo en estas líneas primeras, por­que toda la grandeza de un corazón sin miedo y todas las luces de un pensamiento sin sombras, Ayala político y Ayala poeta, justificarán natural, sencilla y lógicamente todas las evoluciones de su vida pública.

Tan parcial ha sido la crítica, que le ha juzgado no ya sin oírle, no ya sin oír á sus defensores, sino como sería ri­dícula toda sentencia, sin dar razón ni fundamento de su fallo, sin explicación y sin causa.

Son muchos los elogios esparcidos sobre los actos aislados de la historia política de Ayala. Y al mismo tiempo, del con­junto de estas grandezas parciales reconocidas no se han escrito más que frases de censura ó de indiferencia superficiales y corrientes. Rectificar esta opinión extendida y no demos­trada, puede ser propósito soberbio y loco en quien sin fuerza, autoridad ni saber lo emprende; mas confío en el perdón de tanta audacia porque pienso que me acompaña la razón, y – me sostiene el deseo de hacer justicia á un muerto que nunca en su vida leyó de mi pluma ni oyó de mis labios una lisonja, ni me conoció siquiera, y eso que fui siempre de los entusias­mados por su literatura y de los adictos al fin á su política.

¡Descansen en paz las cenizas del político ilustre! Hermosas páginas le reserva la historia de la poesía espa­ñola. -La historia de la revolución de Septiembre, la histo­ria de la integridad de la patria, no se podrían escribir pres­cindiendo de Ayala.

En aquella alma latían á un tiempo las pasiones del vate y las del político, y tan iguales eran, que la intuición del hom­bre de gobierno no es otra cosa menos grande y genial que la inspiración del poeta.

Nacido en Guadalcanal, D. Adelardo López de Ayala qui­so siempre ser extremeño. Aquel pueblo pertenece hoy á la provincia de Sevilla; pero cuando Ayala vino al mundo el día 1º de Mayo de 1829, Guadalcanal pertenecía á la provincia de Badajoz. Dicen los que á toda costa quisiéranle andaluz, que más fronterizo es Fregenal, donde nació Arias Montano, y se firmaba Hispalensis; y aunque esto del nacimiento de Arias Montano fuera cierto-que no lo es para muchos que afirman, que nació en Sevilla, -la noble familia extremeña, los parien­tes extremeños, todo cuanto le rodeaba despertó en Ayala los entusiasmos por la historia y el suelo de Extremadura. Allí se refugiaba al huir de los grandes cansancios de la política, y allí comenzó á ser autor dramático, galante rondador, y ca­cique de sus partidarios. La historia no necesitará fallar el pleito de su nacimiento para dejar iguales á Badajoz y Sevi­lla. Con saber que Ayala era español, eminentemente espa­ñol en todo, dicho está cuanto hay que decir á satisfacción de sevillanos y extremeños y de las cuarenta y nueve provin­cias de la Península.

Entre el domine que le enseñaba latín y los versos que nadie le enseñaba á componer, pasó no muchos años, y apa­sionadísimo de Virgilio y de las musas, á los- catorce de su edad sabía la Eneida y preparábase á mayores empresas con su afición á la lectura de las comedias de Lope de Vega y de Calderón de la Barca. Pronto las escribió, representándolas él mismo con sus camaradas; y creyendo que perdía el tiem­po en estas cosas, dispuso la familia que se trasladara á Sevi­lla, donde se hizo bachiller. El tribunal aprobó al adolescente por lo bien que se produjo en el examen, hablando de la no­vela como género literario, discurso que le aconsejó D. Alberto Lista, quien declaraba más tarde que esta fue la prime­ra vez que las novelas sacaron de apuros á un estudiante. Ma­triculóse Ayala en la Facultad de Derecho, pero no llegó a ser Abogado. Más que á las enseñanzas jurídicas se aficionó á los versos de Hartzenbusch y de García Gutiérrez, y de este in­signe soldado, á quien conoció en Sevilla de paso para em­barcarse con rumbo á América, recibió Ayala las primeras enhorabuenas de sus composiciones y las últimas hojas de laurel caídas sobre el ataúd en la fúnebre ceremonia de su en­tierro. Por aquellos días de la juventud de Ayala, el Claustro de la Universidad de Sevilla suprimió el uso del sombrero ca­lañés y de la capa corta entre los alumnos, y nuestro poeta, desobedeciendo la orden, hizo cabeza de motín, arengó en octavas reales á sus compañeros, y se sublevó la tropa estu­diantil contra el acuerdo de los profesores. La plebe univer­sitaria le aclamó en las aulas, y poco después la policía le persiguió sin éxito. Ocultóse Ayala en una posada de la calle de la Alhóndiga, donde llegaron á prenderle los alguaciles por el delito de haberse rebelado en defensa de la clásica pren­da sevillana. La moza de la posada salió al encuentro de la policía para decir que el señorito había partido por la maña­na de viaje con unos arrieros, y media hora después salía Ayala para Guadalcanal. No sé si siempre como cómplices, pero con frecuencia repitióse el caso de que las mozas de aquella y esta, y de una y otra parte, se mostraran con Ayala solícitas y complacientes en todos los pasos de su vida.

Cuatro años permaneció entre Guadalcanal y Sevilla des­pués de estos sucesos, y de entonces son sus comedias Salga por donde saliere, Me voy de Sevilla y La corona y el puñal, que se han perdido. La primera dama, hizo que la represen­tase su hermana, muy niña, Marquesa de la Vega que fue más tarde, y que compartió con Da. Matilde de Herrera, ma­dre de los dos, los más vivos afectos de Ayala. Refieren de esta señora que mostrábase en todo tiempo grave en la apostu­ra y sentenciosa en el decir, y que de ella afirmaba el poeta que tenía más salud y más entendimiento que todos sus hijos y todos sus parientes.

Ayala no cuidó nunca de conservar ejemplares de sus tra­bajos, ni aun de los inéditos, y se han perdido totalmente los que van referidos, con La primita y El Tutor, entre las come días, y considerable número de poesías. Pero la obra más im­portante de su destierro en Guadalcanal fue la comedia Los dos Guzmanes; extraordinaria composición á su edad, pues no contaba sino diez y siete años cuando la terminó, y cumplida muestra de sus lecturas y de sus aficiones. De esta época son también la leyenda Amores y desventuras y su primera poesía de cierto vuelo, Los dos artistas, ambas incluidas en la moderna colección de escritores castellanos y publicadas en 1885.[1]

Vuelto á Sevilla, fue desaplicadísimo escolar, pero acabó en la casa de los Alcázares, llamada la del Loco, y á los veinte años, su drama Un hombre de Estado, título ambicioso, dice Mr. Latour; pero un poeta que á los diez y seis años había al­canzado el honor de ser perseguido por la policía, no debía á los veinte ignorar ninguno de los secretos políticos. [2]

Y si necesitara el que esto escribe, que no lo necesita, forzar los argumentos para mostrar toda la vocación política de Ayala, tantas veces puesta en duda hasta en los últimos días de la vida del que fue Presidente del Congreso, diría que las octavas reales de la sublevación de la Universidad no fue­ron la causa; sino el efecto del motín; que allí antes fue el po­lítico que el poeta, que primero fue el hecho de la rebelión y después fueron los versos del programa, ,y que tanta era la inclinación política de Ayala y tan genuinamente nacional y á la española, que á los diez y seis años ya se había sublevado.

Detalles son estos que demuestran cuán difícilmente ha­bría de someterse á la monotonía de la enseñanza académica, y no se sometió Ayala, pues obtenido el traslado de la matrí­cula á Madrid, antes de recibir contestación encaminóse á la corte, y El hombre de Estado que llevaba entre el equipaje no era el único que marchaba hacia su destino, que otro hom­bre de Estado dejaba las aulas, no para morir afrentosamente como D. Rodrigo Calderón, sino ensalzado en su mayor glo­ria literaria y en la más importante función política del régi­men parlamentario, presidiendo el Congreso.

Llegó á Madrid en el otoño de 1849. Había escrito á Don Manuel Ortiz de Pinedo que venía con un drama, y Ortiz de Pinedo, su fraternal amigo siempre, y único de Ayala á la sazón en la corte, le contestó que lo esperaba impaciente y con­tento. Aquella misma tarde de la llegada tomó Ayala posesión del cuarto que le correspondía en el piso de una modestísima casa de huéspedes en la calle del Desengaño, y colocado el equipaje, que no era mucho lo que tenía que colocar, ni de haberlo tenido, podíase contar con espacio bastante para tal menester en la vivienda estudiantil, salieron de paseo los dos poetas. Después de recorrer los sitios y lugares más céntricos, tomaron café en el Suizo, y mesa y mozo para las reuniones sucesivas; y de vuelta en la posada, le dijo Ayala á Ortiz de Pinedo:

-Oye, Manuel: la mejor moza de Madrid es la calle de Alcalá.

Pocos días después se sintió Ayala atacado por una ligera inflamación de las amígdalas, enfermedad que adquirió de estu­diante, y de veras molestado, dejóse operar de otro huésped que sajó y crucificó la hinchazón sin haber estudiado hasta entonces este caso ni otro alguno del arte quirúrgico, quedando realiza­da la cura milagrosamente con todo acierto y toda felicidad.

Ayala se puso muy pronto en el café del Príncipe al habla y en relación con literatos y poetas, y entregó su drama á Fer­nández Espino para que le diese una opinión franca y justa. Espino informó con muy lisonjeros conceptos y frases acerca de la obra. Visitó Ayala también á Gil y Zárate, visita des­dichada, porque Gil y Zárate le aconsejó que estudiara y no hiciera versos; seco y frío consejo del que días más adelante, y conocido Un hombre de Estado, hubo de arrepentirse el con­sejero. Desde estas visitas al acontecimiento del estreno pa­saron algunos meses, durante los cuales Ayala hizo sus prime­ros ensayos en el periodismo y conoció á sus grandes amigos del porvenir, D. Emilio Arrieta, D. Cristino, Martos y D. An­tonio Cánovas del Castillo. De la vida sin orden, pero siempre decorosa, de nuestro poeta, más ligera que vituperable, ama­da para romper la natural sucesión de las noches y los días dormir á la luz del sol y rondar á la de la luna; vida que hi­cieron casi todos los ingenios de la época contemporánea, poco hay que decir; y menos apropiado á la más accidentada de su intervención é influencia en la política y en las letras. Versos á cientos brotaron de su imaginación en este tiempo de hol­ganza libérrima, y todos cayeron en el olvido por ser tan de momento y tan de circunstancias, que lo que en ellos hubiera de permanente, bien perdido está, y bien hizo con intención deliberada en no conservarlo su propio autor. Ayala conta­ba entonces veintiún años; era liberal más arrebatado de temperamento que de convicciones, y parecía al mismo tiem­po influido de aquella ardiente naturaleza política que hacía creer á Lamartine que toda alma joven tiende á la indisci­plina.

Así pasaban los días y los meses sin fruto ni bienestar para Ayala, y así llegó á los últimos de agosto de 1850, en que se decidió á escribir al Ministro de la Gobernación, D. Luis Sartorius, la carta que copio á la letra, respetando su ortografía, sin quitar ni añadir punto ni coma. Es un documento inédito y precioso, que dice:

«Excmo. Sr. Conde de San Luis. – Sin duda extrañará V. E. que antes de tener el honor de conocerle me haya tomado la libertad de molestarle, pero yo le suplico que perdone mi atrevimiento al menos porque él demuestra lo mucho que de su bondad confío. Desanimado con lo que se dice de la lentitud con que en el Teatro Español se ponen las pro­ducciones nuevas y siéndome imposible permanecer mucho tiempo en la corte, resuelto me hallaba á volverme á uno de los últimos pueblos de Andalucía de donde he venido para hacer ejecutar el adjunto drama si las noticias que he tenido de la bondad de V. E. no hubieran reanimado mis esperan­zas. Señor Conde; me presento á V. E. sin otra recomendación que la que pueda darme mi primer ensayo; ni tengo otras recomendaciones ni liarla uso de ellas, aunque las tuviera. Nole pido que lea mi drama porque no le hago el agravio de juzgarle tan desocupado; pero toda obra nueva exige de de­recho que se lean las primeras páginas y eso es precisamente lo que exige la mía. Si por ellas halla V. E. que podrá me­recer su bondad puede someterla al juicio de persona mas desocupada, y si su fallo me fuese favorable me atrevería á suplicarle que me conceda la gracia de ser ejecutado en el Teatro Español antes de Enero; gracia para mí de inmenso valor; pero quizás pequeña si se compara con la noble gene­rosidad que V. E. ha usado con todos los ingenios españoles. Quisiera ser muy breve, pero me parece arrogancia no supli­carle de nuevo que me perdone mi atrevimiento atendiendo que á pesar de ser el drama que le remito el fundamento de todas mis esperanzas me hallaba resuelto ya á retirarme sin ejecutarlo. En tan penosa situación se prescinde de todo, pues si es triste perder la esperanza, cuando los años han ido disminuyendo los deseos, V. E. que aun no se encuentra lejos de mi edad comprenderá cuan doloroso será perderla al principio de la juventud y cuando todos los deseos y en especial el de la gloria conservan toda su intensidad.-Se ofrece de V. E. S. S. Q. B. S. M. Adelardo Ayala.- Madrid 1º de Septiembre de 185o. Calle del Desengaño número 19, cuarto 3° [3].

E1 Conde de San Luis se distinguió como uno de los ora­dores más elocuentes, de los políticos más hábiles y de los ingenios mayores de su época. Si este momento fuera á propósito, podría decir cuánto favor le debe el arte dramático español y los poetas que escribían para el Teatro; mas baste recordar que los emancipó de inauditas opresiones, y que desde su tiempo se ha hecho imposible la repetición de aquel sarcasmo que premió la Marcela, de Bretón de los Herreros, con 16 duros de derechos.

Era Cañete Secretario particular del Conde de San Luis, y á Cañete entregó el Ministro Un hombre de Estado, con re­comendación especialísima. Cañete y Ayala repasaron y discutieron el drama. Aconsejó el crítico algunas modificaciones en el último acto al joven poeta; hízolas éste de buena voluntad; oyeron la lectura del drama, dada por Cañete, otras autoridades, y se dispuso la representación para el 21 de enero de 1851.

No he de negar que antes de representarse se formó una opinión exagerada por los amigos de Ayala en favor de Un hombre de Estado. Se juzgó esta producción dramática como llamada á producir verdadero asombro en el público, y estas exageraciones perjudicaron al éxito, excelente para alentar á un joven, pero ni decisivo para su nombre, ni enteramente satisfactorio para su autor. Fue como un síntoma efectivo, como una aparición inesperada, como el anuncio seguro de más altas empresas. Bretón de los Herreros dijo que Ayala sería la mejor mina de Guadalcanal, y Gil y Zárate, confe­sando con júbilo que no supo aconsejar al poeta, calificó el drama de ensayo de Hércules. El Clamor público trató mal al autor. El Heraldo, más benévolamente, pero bien tampo­co. Se llevaba la política al Teatro, y Ayala, que no era pro­gresista ni moderado, ni había hecho todavía profesión de fe política, fue víctima de su amistad con el Conde de San Luis. Después de la representación del drama obtuvo Ayala del ministro de la Gobernación un destino de 12.000 reales. Quien defendió con mayores bríos Un hombre de Estado en la noche del estreno, fue Martos, ya entonces muy amigo de Ayala, que oyendo al Marqués de T… negar las bellezas de la obra, le dijo con sobrada arrogancia en un entreacto: «Us­ted no ve lo bueno del drama, porque V. es miope del en­tendimiento.» [4]

Me he detenido más probablemente de lo que la índole de este trabajo me exigiera, en la relación de las vicisitudes de Un hombre de Estado, porque en este mismo drama, que ya revela dos grandes méritos en el teatro de su autor, co­mo son, aparte la versificación entonada, la acertada dispo­sición de las escenas y el arte del monólogo, emite concep­tos políticos agudos y penetrantes, de aquellos que le eran tan propios y espontáneos en todas sus comedias y en todos sus discursos.

D. Rodrigo Calderón dice, entre otras lindezas, al Du­que de Lerma:

«Ostende, plaza fuerte

donde más de cien mil hallaron muerte,

por vos desde la corte fue vencida.

¿Por mí?

Tal he pensado,

porque vos nadie más quedó premiado

por la grande victoria conseguida.»

Drama de asunto político; drama de complicaciones de gobierno y cortesanas intrigas, si Ayala muestra en él su in­genio poético, no hay duda que al componerlo propendía al estudio, á la crítica, al conocimiento y á la influencia en la vida general del Estado.

De todos modos y con este drama, que tuvo el buen gus­to de dedicar á su padre, Ayala penetró en la escena por de­recho propio, y ya en ella, todo le fue fácil y halagador cons­tantemente.

Poco después que Un hombre de Estado, representóse en el Teatro del Drama su comedia Los dos Guzmanes, que, co­mo él confiesa en la dedicatoria á D. Eugenio Vera, la escribió á los 17 años, cuando acababa de leer el Teatro antiguo, y quería imitar las intrigas y enredos de las obras de nuestros grandes poetas dramáticos. La imitación es muy notable, sin que la comedia intrínsecamente valga mucho. La crítica hizo pocos honores á Los dos Guzmanes, y á la séptima represen­tación ya no fue nadie al Teatro… porque no bailaba la Nena, famosa bailarina, del cuerpo más bonito que oprimieron los tra­jes deluces[5] (*); de ágiles y provocativos movimientos; locuaz y gentil en el idioma figurado de las contorsiones; vaporosa, cortísima y arremangada en los teatrales atavíos; mujer llena de gracia, y pasión y encanto de su época hasta no conocidos extremos, ni antes ni después de su reinado sobre las tablas.

De esta misma época fue la Guerra á muerte, la mejor de todas las zarzuelas de Ayala, y ni siquiera dio cuenta del estreno una buena parte de los periódicos. Se distingue este bellísimo juguete por la agudeza cómica de sus cantares, que bien harían en tomarlos por enseñanza los autores de tanto despropósito lírico como al presente invade el Teatro y aten­ta contra el buen gusto.

El drama Castigo y perdón pasó sin éxito. Y la zarzuela El Conde de Castralla no figuró más de tres noches en los carteles, porque suponiendo el Gobernador civil que en la zarzuela se ponía en ridículo á D. Baldomero Espartero, sus­pendió de orden gubernativa la representación. Es cierto que, si muy veladas, no faltan alusiones políticas en la zarzuela, pues nunca dejó Ayala de llevar al Teatro algo de lo que era esencial en sus aficiones, como los juicios que formaba de los políticos y dé las escenas de la administración y del go­bierno. Aun digo más, y es, que en los años primeros escri­bía comedias, y sobre todo zarzuelas, por estímulo de los ac­tores y necesidad de ganarse la vida, y poesías líricas y po­lítica de actualidad, por gusto; y nunca fue cierto que le arrastraran los políticos á su campo, porque tan de Ayala era el de la vida política, como el de la vida literaria; y lo que pudo ocurrir, y ocurrió en efecto, fue, que para el ingreso en los partidos influyeran sobre él los talentos de sus amigos ó la suerte de ellos, pero en ningún caso ni por modo alguno para su vocación política, revelada al mismo tiempo que su vena de poeta en su primera rebelión, en su primer dra­ma, en su primer discurso y en todos los días de su existen­cia agitada y gloriosa. Decía que en El Conde de Castralla viéronse, á no dudar, las alusiones á Espartero; mas tan di­simulado se muestra el parecido, que nadie pensó en el al­cance político de la zarzuela hasta que prohibió las repre­sentaciones el Gobernador. Como obra teatral vale menos que como obra literaria. Y el favor de suprimirla en los car­teles no se lo hicieron á Espartero, sino á Ayala.

Los Comuneros fue otra zarzuela que no gustó á los moderados, pero que gustó al público; y la música de las zarzuelas de Ayala en una ocasión la compuso Oudrid, y en todas las demás Arrieta.

La Estrella de Madrid alcanzó mayor éxito; pero la fama de autor dramático de Ayala no quedó asentada en firme hasta que llegó la noche de Rioja.

Se estrenó el 26 de enero de 1854. Creada la figura del protagonista por una imaginación fervorosa y exaltada; fun­dido al calor de una gratitud heroica y de un heroísmo pertinaz poco humano, Rioja parece el símbolo de la gratitud misma llevada á los términos ideales; gratitud que se despier­ta y vive en los éxtasis de la altísima inspiración creyente de Ayala, pero que rara vez se encuentra, ó se ignora si existe en las revueltas confusiones del mundo.

Ayala retrata á Rioja de esta manera admirable:

«Para el alma que apetece

sólo respeto y amor,

¿dónde hay un premio mejor

    que saber que lo merece?»

Concepto y poesía enteramente calderonianos.

Apartado del romanticismo que lleva la lógica y con más frecuencia la fatalidad de las pasiones al último extremo, Aya­la, en Rioja, llega á las últimas consecuencias del sacrificio, y opone al frecuente sentido irreligioso de aquellos dramas el suyo cristiano y romántico también en esta producción, pero á la manera de nuestros poetas de la época inmortal. Senci­llo el desarrollo del asunto, perfecto el diálogo, poderosos los pensamientos, todo hermoso y feliz, alcanzando los vuelos de lo trágico bello en las culminantes escenas, rápido y conmo­vedor el desenlace, Ayala fue reconocido en este drama co­mo autor dramático eminente. En Rioja hay mucho de la condición ó de la naturaleza moral de Ayala. Ya dijo él, cuan­do anunciaba su Hombre de Estado, que la grandeza y la felicidad humana se encuentran esencialmente en el fondo del corazón, venciendo las pasiones y equilibrando los deseos, con los medios de satisfacerlos sin comprometer la tranqui­lidad. Y como se ve, en esta misma doctrina acentuada ins­piró todo su Rioja. ¿Estará allí el fruto de las lecturas de Fray Luis de León, Fray Luis de Granada y Santa Teresa de Je­sús, que le aconsejara el cariño maternal en los primeros días de la infancia? ¿Brotaría de las mismas enseñanzas aquel sen­timiento religioso de Ayala, que palpita en todos sus actos y declaraciones, documentos y doctrina, política y literatura? ¡Quién sabe! El vicio y la corrupción contemporáneos no fue­ron mejor fustigados en la escena por nadie, dice Suárez Bra­vo, que por el autor de Consuelo; y la rectitud y la moral po­lítica son las musas de todos sus discursos.

Es evidente que él hombre y el pensador se divorciaron en la cuestión religiosa, y si el hombre besó el primero el anillo de los Prelados en la Constituyente de 1869, y el político votó la libertad de cultos, fue porque la vida del gobier­no impone ante la patria, no el sacrificio de los amores de la conciencia, que allá viven en su vida y en su culto, pero sí las transacciones del perdón y del olvido, por la misma Igle­sia consagradas para la paz y la tranquilidad de los Estados.

En Rioja brillan los resplandores de una alma cristiana y católica, exaltada hasta la abnegación y el sacrificio. Es el ideal de Ayala. Por eso aquel drama parece una plegaria, y Rioja no es un carácter, sino un santo.

II

Los revolucionarios españoles.-El Padre Cobos.-Ventura de la Vega y Fernán caballero-La denuncia de unos versos.-La defensa, de Aya­la.-Las vistas públicas y el suplicio do los fiscales.-Ayala va á la política.-Sus éxitos en el mundo.-En el Suizo, en la reja, y al estribo de un coche.-E1 retrato de Ayala.-Los hombres grandes no deben tener una gran estatura.-Las inclinaciones amorosas de Ayala.-Su mujer propia.

La revolución de 1854 fue provocada por haber disuelto las Cortes el Conde de San Luis después de la derrota que sufrió en el Senado aquel Ministerio.

De estos trastornos, frecuentísimos en la historia de Espa­ña, se ha dicho, cuando se han discutido, mucho más y mejor en su defensa que en su censura; quizá porque no existió entre nosotros hombre público eminente que no participase en ellos, y que alguna vez, por lo menos para excusarlos, no se haya visto en la imperiosa necesidad de defenderlos.

La aventura es afición nuestra por herencia y por instin­to. La aventura ha sido en este suelo español contagiosa. Na­vegante ó soldado extranjero que pisaba la tierra que nos sostiene, no descansaba en ella más tiempo que el necesario para volver á la pelea y al descubrimiento. Más cabezas de hombres civiles han rodado en España por las tablas del ca­dalso, y más corazones han dejado de latir á balazos, que grandezas y caudales acumularon los favoritos codiciosos de los reinados en que fue posible que prosperara esta gente.

Nuestros conspiradores á la moderna fueron más genero­sos de su vida, de su reputación y de su fama, que avaros de grandezas y de posiciones. Ni disimularon las propias respon­sabilidades, ni los condenados á muerte lo fueron por sospe­cha ni pasión injusta, sino porque, en efecto, se batieron ellos como los últimos rebeldes el día de los peligros. Héroes de barricada fueron, los que más tarde héroes del gobierno se­rían de haberlo exigido la religión de su deber. El valor cí­vico fue, por desgracia, necesario que constantemente lo de­mostraran los gobernantes, y un estadista español no prefiere nunca con ansias más vivas otra gloria, á la de afrontar los riesgos y las injusticias, los atropellos y las violencias, sin el aparato teatral de los estoicos, pero con aquella calma y se­renidad ejemplares.

No he de escribir un solo nombre, que no falta en la me­moria de nadie; mas he de hacer notar como hecho histórico y caso que se repetirá de manera parecida en el comporta­miento de Ayala, que el autor del programa de la revolución de 1854, callado y silencioso ante los primeros aplausos, an­dando el tiempo y cuando era más perjudicial para sus com­promisos y conveniencias políticas, reclamó él solo, como si exclusivamente le perteneciera, la responsabilidad del mani­fiesto, y condenó en aquélla todas las revueltas pasadas y futuras.

¿Qué significa esto mismo? -Que hubo algo de espontá­neo, inevitable, fatal en el ánimo juvenil de nuestros hombres ilustres, que los llevó al triste camino de la conspiración; por que todos ellos, cuando el juicio llegaba á su madurez, con­fesaron el remordimiento y expiaron la culpa con sinceridad franca y noble.

Formado el Ministerio presidido por el Duque de la Vic­toria, pronto se acentuó la política en sentido progresista, y en el acto surgió la terrible publicación de El Padre Cobos. Desde el primer número del periódico famoso, que dividía los bandos representados en el Gobierno en zegríes y abencerrajes, la vida ministerial se hizo molestísima. El público empezó á reír con las ingeniosidades, en la apariencia inocentes del periódico; después, aficionándose á la lectura, se reía de los Ministros y de los Diputados; más tarde y sometido al perió­dico, el lector se reía del partido progresista en masa; y por último, y despiadadamente, de la Milicia Nacional y del gene­ral Espartero. Los ingenios más agudos del partido moderado formaban aquella redacción secreta y furibunda que, al herir con su pluma, hería y enconaba la herida. No llegó El Padre Cobos á la vida privada. Creían sus redactores, como Royer­ Collard, que la vida privada es un santuario para la impren­ta. Pero en la vida pública, aquellos Ministros del bienio no eran satirizados, sino descuartizados, molidos, disueltos. Des­pués de los Ministros, atacaba El Padre á los oradores progresistas con implacable saña, y aunque todo se hizo por averiguar el local de la redacción y dar con los redactores, todo fue estéril.

González Pedroso y Selgas eran el alma del periódico; se escribía en casa de Esteban Garrido, y con los tres cola­boraban Nocedal, Villoslada, Suárez Bravo, Ayala y Fernán Caballero, aquella ilustre escritora que se llamaba Cecilia Bholl de Faber. Se ha dicho que Arrieta facilitó el primer di­nero necesario, y no es cierto. El dinero le sobró siempre al Padre Cobos. Y una vez conocido, los enemigos para matar­lo, y los amigos para sostenerlo, hubiéranle regalado la mitad de su fortuna. Los patriotas no acertaron á saber quiénes eran los redactores, y habiéndose fijado en Cañete, Roselí y Ven­tura de la Vega, á punto estuvieron estos inocentes de recibir sobre sus espaldas la expresión de los justos agravios del par­tido progresista; mas según ocurre muchas veces en el mun­do, pagó las culpas el más infeliz, y la paliza frustrada contra los redactores vino á sufrirla un buen señor Salgado, gerente de la Administración del Padre Cobos.

De Rosell y de Cañete se sabe que no pusieron su pluma en el periódico.

Se cree que, entre lo publicado, únicamente son de Ven­tura de la Vega aquellos versos:

«La libertad, según varios autores,

es marchar al compás de los tambores.»

Positivamente puede asegurarse que Fernán-Caballero escribió el artículo Congreso infantil, denunciado, defendido por Nocedal y absuelto por el Jurado.

Y es de Ayala el titulado Relinchos, dando cuenta de la sublevación en Calatayud de dos escuadrones de caballería. Pero lo que sobre todo fue digna de Ayala, es la defensa de unos versos exprofeso detestables, para mejor apropiarlos á la letra de los himnos á Espartero, que antes inspirase la musa popular á los poetas ministeriales.

La tal poesía truena contra el deseo de los Diputados de prolongar por tiempo indefinido la vida de las Cortes; supone grandes ventajas en el hecho de ser constituyente; hostiga á los amigos más cercanos del Presidente del Consejo de Mi­nistros, y se inspira, como todo el periódico se inspiró, sin excepción de un solo número, en combatir con el más espan­toso ridículo á la situación entera.

Una vez denunciados los versos, Ayala procuró que el periódico Las Novedades dijera en prosa los propios concep­tos que El Padre Cobos había publicado en verso. Hízolo así aquel diario; pasó la prosa sin denuncia, y este fue el argu­mento capital del joven orador en defensa del periódico sa­tírico. La poesía fue absuelta, y Ayala alcanzó el primer triunfo de su vida política y de sus extraordinarias aptitudes oratorias.

El público concurría con avidez y con entusiasmo á las vistas de las denuncias del Padre Cobos. Sabía que el fiscal acusador era progresista y ministerial, y el abogado conser­vador y oposicionista; y con aquel amor unánime de los tiem­pos que pasaron á todas las causas perseguidas, iba á colo­carse frente al fiscal y al lado del defensor. Sabía el público que el fiscal se nombraba entre los amigos del Gobierno, y el abogado entre los hombres de más entendimiento, adversa­rios del Ministerio; y la muchedumbre, que cuando no va pa­gada ni sugerida, va por su impulso y escolta naturalmente al talento, concurría á las vistas para aplaudir al abogado. Dada esta atmósfera, los defensores de la publicación denun­ciada entablaban desigual contienda con los fiscales de S. M., y era cada acto público de aquellos un tormento insufrible para los representantes de la ley, que por otra parte cumplían dignamente con su deber. Así preparada la escena por el ambiente de la época, el 19 de junio de 1856 comenzó Ayala su discurso diciendo:

«Quiero empezar, señores jueces de hecho, uniendo mi juramento al que vosotros acabáis de prestar. Juro que la completa seguridad de la inocencia del periódico constantemente denunciado, es la sola, la exclusiva consideración que me ha traído a este puesto. Esta es la primera vez que mi voz resuena públicamente; no me juzguéis tan malvado que quiera comenzar cometiendo un perjurio…»

La inocencia de su defendido la proclaman generalmente todos los defensores, por la misma defensa obligados; pero pocos argumentos de persuasión podían ser tan firmes como este del perjurio de Ayala.

Habla del pueblo español, vuelve la vista á los oyentes, se ampara en las manifestaciones de la opinión pública, y se produce con esta elocuencia:

Escribiendo comedias he aprendido á conocer el corazón del pueblo español… Siempre que le he referido alguno de los nobles rasgos de nuestros magnánimos Reyes, he visto en su entusiasta semblante impreso el amor á la Monarquía; siempre que he desarrollado en mis obras dramáticas algún pensamiento moral, sus aplausos me han demostrado la honradez de su corazón; siempre que he apelado al sentimiento reli­gioso, en la expansión de su alma, en las lágrimas de sus ojos, he conocido que en España no es posible otra religión que la única verdadera y divina de nuestros abuelos.

Aquí está de cuerpo entero el autor de Rioja.

Y aquí el monárquico decidido y constante sobre todas las vicisitudes de la libertad y de las dinastías.

Vuelve Ayala en el discurso á su aguda y cultísima sátira, y encarándose con los partidos políticos, exclama:

A ninguno pertenezco de cuantos existen… Siempre ha­béis tenido el privilegio de trabajar en pro de vuestros ene­migos; siempre cada uno de vosotros, cuando ha sido vencedor, nos ha hecho pensar con cariño en el vencido. Estáis juzgados. Y no se ha afiliado la juventud á ningún partido, porque no quería perder su inocencia antes de pecar.

Era el fiscal un caracterizado progresista, y le advertía apostrofándole:

Nunca los odios políticos son más repugnantes que cuan­»do visten la toga.

Y demostraba estos odios de persecución, recordando la poesía denunciada y la prosa de las mismas ideas consentida. El público, admirado del arte de Ayala en la expresión de los conceptos generales, permanecía con el ánimo suspenso es­cuchando al orador, y como si recobrara los sentidos, en las acusaciones concretas aplaudía ardorosamente.

El suplicio de los fiscales era irresistible, y no había pre­sidente que no se lacerase ó dislocara agitando la campani­lla, y que saliera de la vista sin alguna sofocación.

Examinado el fondo de la denuncia; Ayala exponía la causa y la combatía con estas preguntas y esta contestación: ¿porque desacreditan las Cortes?

         ¿Y por qué las desacreditan?

Callarlo es querer que las condenen, pero no que las juz­guen.

Cita los versos y los defiende. Recuerda la prosa; se de­clara autor de ella, porque le irrita la aprobación tácita de las mismas ideas denunciadas en verso; justifica lo dicho; y cuan do llega á preferir para él mismo y para cualquiera el estado de Diputado constituyente, cuanto más tiempo mejor, como lo deseaba la mayoría de entonces, y sobre todo frente al  estado de constitución, se aferra en que no querría ser cons­titución por no verse suspendido en sus garantías, infringido, violado, y sobre todo también por no verse luego defendido por los caballeros fiscales.-Aquí los entusiasmos del público llegaban al alboroto.

Todavía hay quien supone que la poesía denunciada era de Ayala. [6]

Cañete afirmaba que no hay un solo verso de Ayala en El Padre Cobos.

Y por último, trae el orador á su discurso la personalidad de Escosura, Ministro de la Gobernación, y refiere que este hombre público había ofrecido matar El Padre Cobos. Ayala acepta el reto, y así termina la defensa:

¿Puede ese hombre por sí mismo matar El Padre Cobos? No. ¿De qué medio tiene que valerse? Del Jurado. ¿Qué significan, pues, esas palabras? Significan: el Jurado no representa la ley; será el representante de mis iras personales, de mi ridícula vanidad ofendida. ¿Pero ese hombre ignora que el Jurado tiene conciencia? Ese hombre no conoce el país en que ha nacido. Ese hombre no sabe que el medio más seguro de convertirnos en héroes es herir nuestra dignidad, atacar nuestra independencia. ¡Cómo! ¿El pueblo de Castilla habrá degenerado hasta el punto de identificar su conciencia con la conciencia del Ministro de la Gobernación? ¡Oh! no lo creo; ¡desdichada será mi patria, pero no tanto! Si después de lo que habéis escuchado condenáis á mi defendido, os lo digo por mi honor, más lo sentiría por vosotros que por él; seguro estoy de vuestro fallo, porque lo estoy dé vuestra rectitud. Id y juzgad.

Ya dije que fue absuelto El Padre Cobos.

E1 discurso primero de Ayala, como se ve, no anuncia un orador ni lo revela; lo presenta y lo proclama. Su convicción monárquica y su fe católica, su arte literario y su pasión política, resplandecen con ardor y entusiasmo en todo su dis­curso, y ciertamente que enamora y cautiva el hermoso con­tenido.

Sabía Ayala que iba á la política; confiesa que va en este discurso. Para nadie era entonces secreto que se organizaba una agrupación intermedia entre moderados y progresistas. Con excluir uno y otro partido, fijaba su campo de llegada nuestro orador, y no sólo dispone su ingreso en la Unión li­beral, sino que llama para este fin á toda la juventud de su tiempo.

De esta manera, Ayala toma sitio y lugar en la política; función social, si no siempre constituida por la lucha serena de las ideas, constantemente agitada por la guerra encarnizada de las pasiones, donde la fe llega á vacilar, el carácter á rendirse, y la convicción á ceder para que el gobierno sea posible; y donde el hombre muere si no esgrime armas iguales contra las censuras sin término y las maldiciones sin parén­tesis, más crueles cuanto más se eleva la superior altura del estadista, porque se soporta mejor que lo ideal, imposible para tantos, lo que vive más cerca del nivel general: la medianía. A pesar de todo, y por ser más numerosos los actos de abnegación y patriotismo de lo que se cree, todavía honra en España, y honra mucho, el ejercicio de la vida pública. A esta misma honra del talento, por aspirar á todas, aspiraba Ayala con evidente decisión.

Entretanto, no eran sólo escénicos y forenses los triunfos del poeta y del orador en aquella época de su plena juven­tud. Su palabra, sus comedias, sus versos, le facilitaron todas las amistades distinguidas y todos los éxitos que pudiera ape­tecer en el cambio diario de las relaciones sociales. Ameno y primoroso en la conversación, poseía el ingenio de hacer que el ajeno brillase a la par del suyo; no padeció los feme­niles arranques de la vanidad estéril, y se imponía por aqué­lla seriedad atractiva y simpática, que más que inconveniente para llegar á su corazón, parecía escudo y defensa de todos sus sentimientos.

Sus compañeros en las letras le llamaban el maestro. No fue combatido ni por los críticos en aquellos días en que la crítica llegaba á su altura, pues claro está que más tarde logró ser respetado y enaltecido como el primero. Era un cesante de doce mil reales de sueldo, un orador de un dis­curso, y por grande que su mérito fuese, como no vivía afi­liado á ningún partido, no podía aún merecer el odio de sus adversarios, ni las descargas del mal humor de tanta extraña persona que no deja de abominar la política hasta que recibe algún favor del primer Gobierno que se lo quiere ofrecer. La cara de envidia que Larra pone á los literatos, no la vio Ayala nunca entre sus compañeros. No eran sus envidiosos, eran sus admiradores.

Valerosísimo y arrojado, de brava condición, si paco firme en su carácter abierto á todas las expansiones y con frecuen­cia débil para todos los afectos, era tan amado por los suyos como temido por los extraños, y de aquella soberana constitución sanguínea podía esperarse todo lo arrebatado y todo lo generoso al mismo tiempo.

Objeto de frases indiscretas algún día en la tertulia del café Suizo, se defendió con viveza, contenida en los límites que impone el propio respeto, cuando se le fue la palabra á su agresor y entonces, asiendo con ambas manos el mármol de la mesa, le arrancó del asiento, y alzando Ayala el tablero de piedra, hubiérale descargado sobre el atrevido, de no ha­ber éste escapado á la justificada y peligrosísima violencia. Desde aquel día acabaron las bromas de mal gusto.

Tenía fuerzas hercúleas y robustez que nunca pudieron debilitar las hazañas de una juventud excesivamente activa. Cierta noche de aventura recordó á su paisano García de Paredes, y como no cupiera por entre los hierros de una reja el presente amoroso destinado á la dama que acudía á reco­gerlo, forzó uno de los barrotes y lo arrancó de un tirón.

Otra vez, á la salida del teatro, despedía á dos señoras junto á la portezuela de una berlina. Colocadas dentro, -Sepárese Vd., le dijeron á Ayala, porque el cochero fustiga los caballos.

-No se moverán sin mi permiso, contestó Ayala sepa­rándose de los cristales.

Y por más que el cochero sacudía la fusta, el coche no se movía; y era que Ayala, abrazado al eje, impedía que los caballos arrastrasen el carruaje.

El busto de Ayala, su caja torácica perfecta, las armo­niosas proporciones de su cráneo, su cabeza hermosísima, han sido la admiración de los contemporáneos.

Rodeado el semblante de la clásica melena española flo­tante y esparcida, fino y sedoso el poblado bigote, ancha y en su término afilada la perilla, la mirada luminosa y penetrante, Ayala parecía un caballero del siglo XVII. El cuerpo varonil movíase con lentitud y se mostraba con cierta indolencia perezosa no exenta de natural altivez y majestad. Ayala era de una media estatura; quizá más bajo. Y esto acusaba otra de sus perfecciones, porque una estatura alta sobradamente, según Michel Levi, es un indicio de debilidad cerebral. Además, los grandes hombres han de poder atra­vesar todas las puertas sin necesidad de inclinarse.

Si no fuera Ayala enamorado de nacimiento, sus atracti­vos personales hubieran constituido graves peligros para la juventud del arrojado extremeño. Pero no esperaba que á ellos le convidasen, porque adelantóse á correr los riesgos voluntariamente, y pronto y por sus más espontáneos impul­sos. Dicen que encontró la mujer ingrata que merece el hom­bre inconstante, y que por eso no llevó sus amores al altar, adoptando aquella filosofía de un general español, que como lícita pregona la venganza en las demás de la ingratitud de una sola. No tan indiferente como Switf, que hizo desgracia­das á todas las mujeres que conoció, fue Ayala en su sol­tería mucho más feliz que Goethe en su matrimonio. Ayala no tuvo nunca más que una inclinación amorosa; y consecuente en no vivir sin una Dulcinea en la imaginación, la imagina­ción fue la que con frecuencia cambiaba el ídolo y sustituía la Dulcinea.

La mujer propia, la mujer eterna de Ayala, fue su musa.

III

Tristezas de Ayala. -Ayala Diputado. – Lo que da la política á los poetas. ­ Profesión de fe. -El segundo discurso de Ayala. – Una ley de imprenta que duró más que ninguna —Poeta y cacique. -Las Cortes de 1858. ­Unionista. -Declaración de guerra a Marruecos —Probable Vicepresi­dente y Ministro probable. -Cómo trabajaba Ayala. – El tejado de vi­drio y El tanto por ciento. -Un homenaje y varias dedicatorias- El Alcalde de Zalamea.

Ayala volvióse a Guadalcanal después de la absolución de El Padre Cobos, y no por satisfecho del triunfo, sino quizá apesadumbrado en aquellos días del único y mayor desengaño que atormentara su corazón en este mundo. No se podrá decir seguramente que no sea un eco pesimista de sus triste­zas la epístola admirable A Emilio Arrieta, escrita desde Guadalcanal en el otoño de 1856.-Pinta en las primeras octavas el estado de su ánimo, y solicita en las últimas todos los éxitos musicales para su fraternal amigo. Quiere someter sus pasiones galantes á los mandatos de su reflexión y de su deber, y no puede. Y como habrá pocas ocasiones, y esta podrá ser la última, de recordar abatimientos, si alguna vez sentidos, dominados absolutamente por el superior y esforzado espíritu del hijo de Guadalcanal, reproducimos á continuación algunas de aquellas octavas, que por sí solas acusan la robusta lira de un gran poeta.

Comenzaba la epístola:

«De nuestra gran virtud y fortaleza

al mundo hacemos con placer testigo;

las ruindades del alma y su flaqueza

sólo se cuentan al mejor amigo:

de mi ardiente ansiedad y mi tristeza

á solas quiero razonar contigo:

rasgue á su alma sin pudor el velo

quien busque admiración y no consuelo.»

«No quiera Dios que en rimas insolentes

de mi pesar al mundo le dé indicios,

imitando á esos genios impudentes

que alzan la voz para cantar sus vicios.

Yo busco, retirado de las gentes,

de la amistad los dulces beneficios.

No hay causa ni razón que me convenza

de que es genio la falta de vergüenza.»

Sospecha que mereció todas las ingratitudes, se siente pecador y se siente cristiano, y se confiesa y se maldice en estas hermosísimas lamentaciones:

«Me dotaron los cielos de profundo amor

al bien, y de valor bastante

para exponer al embriagado mundo

del vicio vil el sórdido semblante.

Y al ver que imbécil en el cieno hundo

de mi existencia la misión brillante,

me parece que el hombre, en voz confusa

me pide el robo y de ladrón me acusa.»

Y estos salvajes montes corpulentos,

fieles amigos de la infancia mía,

que con la voz de los airados vientos

me hablaban de virtud y de energía,

hoy con duros semblantes macilentos

contemplan mi abandono y cobardía,

y gimen de dolor, y cuando braman,

ingrato y débil y traidor me llaman.»

            Piensa en el arrepentimiento, y antes de dar la batalla á sus pasiones se confiesa vencido:

«Tal vez á la batalla me apercibo;

dudo de mi constancia, y de esta duda

toma ocasión el vicio ejecutivo

para moverme guerra más sañuda;

y cuando dócil el combate esquivo,

mañana, digo, llegará en mi ayuda;

y mañana es la muerte, y mi ansia vana

deja mi redención para mañana.»[7]

El alma del poeta sentía el bien, la recta conciencia lo reclamaba imperiosamente, el entendimiento y la reflexión lo procuraban; pero aquella decidida inclinación de Horacio á las frescas sombras, á las dulces compañías y á los placeres   fáciles cogió á casi todos los poetas de las generaciones del porvenir.

No digo más, ni diré sobre estas cosas, porque tengo aprendido de la pluma del Sr. Cánovas del Castillo que no es cuerdo hablar de otros amores en la vida de los hombres ilustres que de aquellos que la Iglesia bendijo, y Ayala murió soltero.

La primera vez que se presentó en las Cortes, fue en 1857, elegido por la ciudad de Mérida, en la provincia de Badajoz, bajo la política de D. Ramón María Narváez y la electoral gestión de D. Cándido Nocedal.

Era muy estimado el vate, aunque muy poco todavía el hombre político. Tenía distrito por la amistad de sus paisanos, y benevolencia oficial por haber sido defensor del famoso periódico satírico, pero no era su personalidad bastante para figurar en la primera línea de ningún partido.

Algo da la política á los poetas, porque en los días de su mayor popularidad los hace altos funcionarios administrativos, y en los primeros de la vida parlamentaria Secretarios de las Secciones, como hicieron á Ayala sus compañeros, y con esto les da bastante, porque no es el fin del arte del gobierno po­ner en verso las realidades de la vida, sino poner en prosa las filosofías de la razón y del sentimiento.

Así es que cuantos suponen que Ayala fue solicitado como poeta para gobernará España, están en craso y absoluto error; y cuantos pretenden que como ornato de los partidos fue conquistado y apetecido, se equivocan en las tres cuartas partes de su juicio; pues si nunca sobran y faltan siempre hombres de su fama en las agrupaciones políticas, porque va tan escasa la superior cultura, que lisonjea tener un jefe que la posea reconocida, por no ser este el caso en que se en­cuentran todos los partidos, á nadie se le ha ocurrido hasta ahora ir á buscar Ministros en los jardines de Apolo, cuando se hacen con notoria facilidad de muchas materias y de mu­chas especies aquí abajo, en todas ocasiones y á cualquier hora.

Poeta, y sólo poeta, aun siendo tan grande como el que más, Ayala hubiera acabado su vida pública en el Consejo de Estado, y su vida literaria en la Academia Española, y no hubiera sido Ministro jamás en las primeras situaciones, ya que en los últimos días de todo Gobierno lo hubiera recha­zado siempre, porque los favores del que agoniza más se ins­piran en sentimientos benéficos que en el mérito personal de quien los recibe. Pero político y eminentemente político, si algo dejó de ser Ayala en la política, no fue porque no lo solicitaran los partidos y los hombres, sino porque él se negó á ser más de lo que fue resueltamente.

Agradeció al Gobierno de 1857 su apoyo electoral ó su benevolencia, votando en pro de la contestación al discurso de la Corona y sancionando de esta manera y con su voto la legitimidad de aquel Ministerio, y rechazó además la pro­posición de D. Francisco Santa Cruz, que pedía que se ave­riguase la conducta de los agentes del Gobierno durante las elecciones. Y cumplidos estos deberes de la clase de los im­perfectos, según los romanistas, pidió la palabra el i a de Julio contra la autorización demandada para plantear el dic­tamen sobre el proyecto de la ley de imprenta redactado por la Comisión correspondiente. Fue una manifestación de es­critores y poetas lo que produjo la lectura del dictamen. Mazo, Estrella, Borrego, Campoamor, Ayala, todos querían hablar contra la ley proyectada. Y de esta discusión queda­ron como oradores declarados, Campoamor que pronunció un discurso soberanamente ingenioso, y Ayala que hizo el suyo soberanamente político. Habló Ayala el 9 de Julio, fecha memorable en su historia, é hizo una verdadera profe­sión de fe política.

Dados sus votos anteriores, necesitaba justificar su opi­nión, y lo hace declarando que no siente placer en combatir al Gobierno, sino agudísima pena, y tan aguda, que se sobre pone á la natural satisfacción que experimenta el hombre cuando cumple con su deber; pero no renuncia á cumplirlo porque «no puede de sí mismo conseguir la indiferencia.

Siente la opresión que sobre la Cámara se ejerce, y su­pone que se trata de conseguir la autorización pedida antes del cansancio que del convencimiento de los Diputados.

Oye las palpitaciones de la opinión agitada y afirma que al espíritu latente de la rebeldía el primer desacierto del Gobierno le presta una bandera. -Los descontentos, es decir, los desahuciados del banquete ministerial, acuden enton­ces á sostenerla en numerosa falange, terrible, excitadora de todas las pasiones, vehículo de todas las calumnias; y este si que es un periódico subversivo.

Afirma que siempre fueron los descontentos -y lo se­rán- los mayores enemigos de los Gobiernos, y que en el descontento nacen las ambiciones precoces, que son el fruto más repugnante de los tiempos modernos.

Habla luego de la representación de todas las fuerzas en la vida pública, presintiendo el moderno principio de la diná­mica electoral, y afirmando el antiguo concepto de la soberanía de la Nación. Imagina que la armonía social se crea dando en el orden político á todos los elementos constitutivos del Estado una fuerza y un desarrollo análogos á la importancia que tienen en el orden social. Y este proyecto, que tien­de á poner fuera de la ley el entendimiento humano, un elemento de vida en la sociedad, de estabilidad en el Gobier­no. No; es un elemento perturbador, es un elemento de terremotos sociales. En nombre del orden lo presenta el Go­bierno de S. M. En nombre del orden me levanto yo á combatirlo. -En las calles y en ciertos momentos se combaten los efectos de las revoluciones; aquí se combaten las causas, aquí debemos matarlas, si es posible.

En pro de los fueros de la prensa y en nombre suyo quie­re protestar ahora solemnemente contra todos los delitos que se cometen por medio de la publicidad, y protesta:-En efecto, señores; el honrado ciudadano que pone sus ojos en un escrito, supone que el autor no abusará de la confianza que en él deposita en el mero hecho de prestarse á oírle; el que se prevale de este movimiento de buena fe para inocular principios disolventes ómáximas contrarias á la moral, comete el mayor de los delitos, porque va acompañado de las graví­simas circunstancias del abuso de confianza y del escándalo.

Defiende el sentido gobernante, porque todo lo que tienda á reprimir los abusos de la prensa es justo, es más, es obli­gatorio; y el sentido liberal, porque todo lo que tienda á imposibilitar el ejercicio de la imprenta es invasor, es más, imposible, y por lo mismo insensato. Aquí está el criterio li­beral-conservador eterno; y si hubiera llevado los castigos al Código penal, en esta misma declaración estaría toda la le­gislación democrática española.

Entrando en la especialidad del asunto, combate la ley por su tendencia personal, encaminada principalmente á la defen­sa de los Gobiernos. Por eso la llama ley de ira que se aplicaría con odio. Y exige que los Ministros abandonen sus per­sonas al examen libre y defiendan lo fundamental de las ins­tituciones, adelantándose con este juicio á la misma defensa que después hicieron de su conducta todos los Gobiernos que necesitaron acudir á procedimientos especiales para regla­mentar el ejercicio de la imprenta.

Debía fijar pronto su actitud política, después que había hecho presumir en su discurso anterior que caminaba hacia la Unión liberal, y la define dé este modo: -Hay dos palabras que han servido de pretexto para grandes atentados políticos: la palabra tiranía y la palabra revolución. Siempre que á las masas desbordadas he oído exagerar los horrores de lo que llaman esclavitud, y gritar ¡mueran los tiranos!, me he preguntado á mí mismo: ¿qué gran crimen se va á come­ter? En efecto, el crimen se ha cometido. Siempre que he visto á los Gobiernos exagerar los horrores de la revolución aconsejando á los espíritus medrosos, me he preguntado: ¿qué institución encargada precisamente de evitar estos males está herida de muerte? Cuando las masas se desbordan en nombre de la libertad, la Providencia, siempre justa, les manda esta tiranía que por tan malos medios quieren eludir. Cuando los Gobiernos dejan de ser resistentes para ser invasores, la Providencia, justa con los Gobiernos lo mismo que con las masas, les manda esa revolución antes provocada que elu­dida.

Así es, señores, que para mí los verdaderos absolutistas que hay en España son los insensatos que sueñan con la República, y los verdaderos republicanos son los absolutistas de Isabel II.

Y acentuando las consecuencias de la política extrema que Ayala temía, puede decirse que se adelantó á los acon­tecimientos, porque contra aquellos absolutistas de Isabel II se consumó la revolución de septiembre, y contra el federa­lismo republicano se proclamó la restauración de la Monar­quía. Y donde hubo que oponerse á unos y otros excesos, no faltó Ayala, respondiendo constantemente á este criterio y definición de su pensamiento político.

Acabado el discurso, Ayala fue ensalzado justamente, y su personalidad distinguida y reconocida por amigos y adver­sarios. El propio Clamor público, que tantos resentimientos le guardaba, elogióle con algún recelo, pero con lisonjeras frases.

En cuanto al mismo proyecto de ley, al fin aprobado, hay que decir que tenía la ventaja de no imponer otras penas que las pecuniarias. Ley opresora sin duda alguna, establecía la previa censura y el depósito. Había que optar entre el em­bargo ó la denuncia. Castigaba la alegoría, y aun así fue la ley especial de imprenta que más ha durado en España. No sé si porque, Posada Herrera votó en favor de esta ley, sintió pocos anhelos para su reforma; pero tanto tiempo continuó en vigor como la Unión liberal al frente de los destinos del país.

La legislatura de 1857 terminó en 16 de Julio del mismo año.

La de 1858 comenzó en 16 de enero y acabó en 13 de mayo. Y estos períodos de tiempo transcurrieron para Ayala volviendo á su casa de Guadalcanal y escribiendo su hermosa refundición de El Alcalde de Zalamea, é imaginando sus dos magníficas comedias El tejado de vidrio y El tanto por ciento. No dejó tampoco de influir en la política de su provincia decisivamente; y secundado por el elemento popular extreme­ño, arrasó la preponderancia del General Infante, de Luján, del Marqués de Perales y de D. Antonio González.

Lo que no hizo Ayala en los cinco años siguientes, en que logró sus grandes éxitos en el Teatro, fue un solo discurso po­lítico, sin que por eso negase á la política cuanto la política le reclamaba. Pero convencido del efecto de su última ora­ción parlamentaria, avaro del triunfo, entendió quizá que á los oradores, como á los Príncipes, no les es lícito descompo­nerse, y descomponerse en la oratoria es prodigarse; reservó su palabra para las más justificadas ocasiones; y artista, sobre todo, no hablaba sino cuando su partido, o sus admiradores, ó sus sentimientos más que su conveniencia y su razón, nece­sitaban imperiosamente de aquella elocuencia elevada, mag­nífica y creyente. Como Pericles, aparecía en la tribuna de tarde en tarde.

Fue Diputado por Castuera, de las Cortes que convocó en 1858 la Unión liberal, y vino como aliado de aquel partido, militando en sus filas, hasta la muerte del general O’Donnell. Votó en la discusión del mensaje contra una enmienda radi­cal de Calvo Asensio y otra restrictiva de Moyano, y con­firmó su antigua declaración de que no sería progresista ni moderado. El día 5 de febrero se dio cuenta á las Cortes de haber sido nombrado Ayala individuo de la Comisión encar­gada de dar dictamen sobre el proyecto de ley de imprenta que, modificando la de Nocedal, presentaba aquel Gobierno. El día 11 del mismo mes rechazó con su voto una proposi­ción de González Brabo, que pedía al Congreso declarase haber oído con desagrado y que condenara además enérgi­camente la significación y tendencias de unas frases pronun­ciadas por D. Nicolás María Rivero, atentatorias al libre ejercicio de la Regia prerrogativa; proposición moderada que desecharon todos los unionistas, y que llevaba, entre otras firmas, la del insigne escritor D. Juan Valera, defensor acé­rrimo de las Reales prerrogativas entonces, si no tan decidido más adelante de los históricos atributos de la Monarquía. Se abstuvo en 20 de mayo de votar contra la proposición de Latorre en pro de la abolición de la pena de muerte para los delitos políticos. Y cuando pasado el interregno declaró el General O’Donnell el 22 de octubre de 1859 que había lle­gado el caso de apelar á las armas contra Marruecos, Ayala apoyó la proposición de confianza que firmaron con él, Ber­nar, Borrajo, Miranda, Florentino Sanz, Martín Herrera y Yáñez Rivadeneira. Fue una breve excitación lo que dijo Ayala, y no un discurso, para que hablasen los jefes de todas las minorías parlamentarias, y una afirmación de la lucha, porque «cuando la paz es incompatible con la honra, la gue­rra es inevitable.» Hablaron Calvo Asensio, González Brabo y Olózaga en el mismo sentido, y se aprobó la proposición por unanimidad.

Comenzó la segunda legislatura de aquellas Cortes en 25 de mayo de 186o, y terminó en 28 de septiembre de 1861. Du­rante algún tiempo aplazó Ayala las contestaciones sobre la redacción del proyecto de ley de imprenta presentado, y en este aplazamiento no dejarla de influir el Gobierno, que se encon­traba bien y con exceso defendido por la ley de los modera­dos. Léese por fin este dictamen, pero no se discute todavía.

El 8 de noviembre de 1861 dio principio la tercera le­gislatura, y fue Ayala elegido individuo de la Comisión de mensaje. No intervino en la discusión, pero votó el dictamen. En este mismo período legislativo terminó el debate sobre la ley de imprenta, y ni votó en su pro, ni habló en su defensa, ni firmó el proyecto redactado por sus compañeros, tal vez por callada disidencia con el Gobierno en alguna de las dis­posiciones, semejantes á la ley que con tanta elocuencia com­batió el año 1857.

Y en la última legislatura de aquel Congreso unionista obtuvo 72 votos para una Vicepresidencia, resultado de las menores simpatías que el candidato del Gobierno tenía en la mayoría sobre los otros que no tuvieron competidor enfrente. Esto significaba que Ayala ascendía en el ánimo de 72 Dipu­tados á la consideración de Ministro probable, puesto que era probable Vicepresidente, y en las costumbres parlamentarias rige el criterio de nombrar Ministros en las segundas crisis de una situación á algunos de los que obtuvieron aquellos pues­tos en la Mesa presidencial.

Por fin se aprobó la ley de imprenta en 5 de enero de 1863. E1 5 de mayo suspendió las sesiones el Ministerio Mi­raflores, y el 12 de agosto fue disuelto el Congreso.

No padecía Ayala, como se ha visto, de aquella enferme­dad de las ambiciones precoces que condenó con tan sincera energía. Hablaba con el aplauso de todos, y supo callar en cinco legislaturas, no por natural dejadez que presidiera sus destinos, que nunca fue tanta que ahogase su amor á la glo­ria, puesto que aspiraba á los méritos del teatro y de la po­lítica al mismo tiempo, sino porque el trabajo de Ayala, ge­nial é intermitente, no era el del albañil, sino el del arquitecto; no trabajaba para alimentar el cuerpo, sino para alimentar el alma; y no se preocupaba en alzar cien tabiques para vivir, sino de construir un monumento para no morir nunca.

Bien conocemos todos, y él mismo lo conoció mejor que nadie, que el peso de las responsabilidades del estadista, y la actividad intelectual cosmopolita de los primeros definidores en los Gobiernos y en los partidos, no le eran cosa propia ni adecuada; y fuese por la modestia compañera del talento, ó porque poseyera el rarísimo y extraordinario conocimiento de sus aptitudes, aspiró á cuanto en su vida hubo de realizar con éxito; pero ni un punto menos por la lógica estimación pro­pia, ni un punto más por la misma estimación tan bien sentida.

Hablar como él y hablar tan poco, era una cosa ex­traña para los muchos que después de él han aspirado, con más palabras, si no con menos razón, á las mismas posiciones que obtuvo Ayala; y es que Ayala ni medía el tiempo por largo que fuese, ni apresuraba sus propósitos por impa­cientes que en su conciencia se despertaran, sino que aten­día al resultado final, al juicio definitivo, y no pensaba jamás en los años que pasaban, sino en el bien que podía realizar para su patria y para su gloria. No tuvo prisa para nada, y de él se dijo que como poeta pensó para un siglo y escribió para un año. Pero de él se dirá como político, que todo lo que fue, lo fue en justicia y en su tiempo preciso y oportuno.

Observaba el espíritu suspicaz de sus críticos y advertía que rara vez concurrió á una sesión entera del Congreso; que á pesar de las frecuentes excitaciones de los Gobiernos que apoyaba, tres ó cuatro no más pudo en estos últimos seis años votar el acta nominalmente al comenzar las sesiones; que Co­misión parlamentaria de que formara parte, nunca se reunía completa; que-mucho de lo imaginado por este hombre ni bajó á sus labios para dejarlo oír, ni menos á su pluma para el re­gocijo de los suyos y los extraños; y que ignorada por todos la maravillosa labor de su cerebro en sus producciones políticas y literarias, sólo se supo que el pronunciarlas ó el escribirlas era cosa tan del momento y tan fácil, que no parecía sino que á sí mismo se dictaba cosa sabida y resabida de antema­no. La dificultad de Ayala era comenzar; el peligro era can­sarse de la parte más real de su trabajo; y todo lo que co­menzaba á escribir cuando comenzaba á imaginarlo, todo ha quedado sin acabar, y cuanto imaginó primero total y com­pletamente, todo está hecho. No era constante y prolijo en otra cosa que en limar y en pulir la expresión poética de sus pensamientos.

Ayala en estos años alcanzó el apogeo de su reputación literaria; que mayor fue más tarde su fama de orador, pero nunca más alto rayó su genio de autor dramático en el porvenir. El tejado de vidrio fijó el último punto del dominio absoluto de la escena, rasgo saliente y nota distintiva de su teatro; El tanto por ciento, drama eterno, y el que más ha de vivir de cuantos escribiera su autor, hizo públicas y manifies­tas toda la intensidad y toda la elevación del pensamiento de Ayala; y más diría de ambas producciones, si lo poco que me es lícito no prefiriese reservarlo para hablar de ellas cuando nos sorprenda con la aparición de Consuelo y nos haga estre­mecer con aquella sátira suprema de vicios y ambiciones, en la que no falta alguna terrible y honda alusión á los políticos menores. Dedicó El tejado de vidrio á Arrieta, El tanto por ciento á Martos, y Consuelo á su madre.

Reunidos los poetas contemporáneos después del aconte­cimiento literario, como se llamó unánimemente al estreno de El tanto por ciento, acordaron rendirle el homenaje de un álbum de poesías y de una corona de oro. Martínez de la Rosa, Presidente de las Cortes y gran poeta, presidió también la fiesta solemne é hizo entrega á su compañero en las letras entonces, su compañero más tarde como Presidente del Con­greso, y su compañero siempre en el nombre inmortal, de la corona y el álbum.

Y decía Ayala á sus admiradores: «Hay en el fondo de todos los corazones honrados una protesta ávida de manifes­tarse contra el grosero materialismo que nos sofoca. Este movimiento ha surgido públicamente con la ocasión de mi comedia, y todos aplaudís, más que el mérito de mi obra, la elevación de vuestros sentimientos.»

Tenía entonces 32 años; si era arte, modestia ú orgullo, esta fue su constante manera de producirse. Hasta cuando combatía y censuraba, ensalzaba al mismo censurado; y poetas grandes o políticos pequeños, entre ellos contó algún ingrato, pero no tuvo nunca entre ellos ningún envidioso. Ver­dad es que se elevó mucho, y el humo de la envidia no había de molestarle, porque antes de invadir ciertas alturas se disipa.

Los autores sus amigos hicieron los juicios encomiásticos de El tanto por ciento. Se representó cuarenta noches segui­das, y hubo que prorrogar la temporada teatral para que con­tinuasen las representaciones.

Un año después llevó Ayala al Teatro El agente de ma­trimonios, zarzuela ligera. Y otro más tarde, El nuevo Don Juan, juguete cómico que dedicó á Selgas, con esta recomendación: «A ti llega, querido Pepe, la comedia primera que publico después de El tanto por ciento. ¡Figúrate la suer­te que la espera! No por buena, por desgraciada, te la recomienda tu cariñoso amigo: ADELARDO.»

Y voy á decir siquiera cuatro palabras acerca de El Al­calde de Zalamea, refundido, de la más rica en caracteres de todas las comedias de Calderón, y pulida con tal primor y refundida de tal manera por Ayala, que están en la refundi­ción todas las bellezas originales; sin sombras las que no las tenían, pero sin sombras también las que el genio de Calde­rón dejó veladas y oscurecidas. Así lo han reconocido con tan acorde fallo la opinión y la crítica, que El Alcalde de Za­lamea de Calderón de la Barca, ni se representa ni se repre­sentará de otra manera que como Ayala lo dejó refundido.

Hizo Ayala en esta comedia de Calderón, lo que Lean­dro Moratín con las quintillas famosas de su padre D. Nico­lás describiendo la fiesta de los toros: que escritas por el padre, han quedado en la literatura como el hijo las corrigiera y las enmendara. Y me detengo en estos detalles, porque El Alcalde de Zalamea ha sido la obra democrática y revolucio­naria por excelencia. E1 año 1868 levantó el espíritu liberal en Sevilla y Cádiz, asistiendo al espectáculo el mismo Ayala durante los meses de enero y febrero, y las explosiones del entusiasmo que dominaba á los espectadores no eran otra cosa que síntomas y anuncios de la profunda agitación de los es­píritus y del próximo levantamiento nacional.

El mismo año, y después de la revolución de Septiembre, se solemnizó en el Teatro de la Zarzuela de Madrid aquel extraordinario suceso, volviéndose á poner en escena la mis o1a comedia antes de la entrada de los generales, y aun siendo muy conocida del público, alcanzó aquella noche nue­va aprobación ruidosísima, no por los versos, que no son nunca la esencia de las comedias, sino por la concepción cal­deroniana, por aquella simpática y altiva figura de Pedro Crespo, villano de origen, que aborrece las ejecutorias, por­que ni se compra la honra ni se hereda; leal vasallo que da al rey vida y hacienda, pero guarda el honor porque es del alma y el alma pertenece solamente al Dios que la ha creado; labrador de limpia sangre, que cede con el que cede y da la cortesía al que usa de la que tiene, y sentencia y ahorca sin más instancia que la suya, obedeciendo á las leyes del honor y rebelándose contra todos los privilegios de la tierra; sím­bolo de libertad, igualdad é independencia; español eterno, tipo nacional sin sombras, honrado, enérgico, generoso… el pueblo entero creía que hablaba por boca de El Alcalde de Zalamea, y con esto se comprenderá hasta qué punto se enar­decía en las representaciones.

Calderón, al imaginarla, puso su alma en la de Pedro Crespo, regida por un altísimo sentimiento; y se colocó fuera de todas las prácticas y convencionalismos de su época.

Ayala, al refundirla, se reveló también, dio el primer gri­to de libertad desde el Teatro, y fue su musa el heraldo de la tremenda revolución de septiembre.

IV

Últimos Congresos de Isabel II á que perteneció Ayala. – Su conducta po­lítica. – Lo que dicen los críticos- La caída del general O’Donnell. ­ Ayala conspira y escribe. -La filosofía de Aya1a. -Comedias empeza­das y no concluidas. -Por la Patria. -Preliminares revolucionarios. ­ Divisiones. -Aversión de Ayala á los progresistas. -Una rectificación. Cómo vivía Ayala en Sevilla. – Más conspiradores. – Llega Prim á Gi­braltar- Sale Ayala para Canarias. – En la Zaragoza. – Los Generales en Cádiz. – El manifiesto.

El día14 de junio de 1 863 quedó sancionada la ley de imprenta de la Unión liberal, que vino á sustituir después de siete años á la ley de imprenta del partido moderado.

Modificada la situación, el Ministerio Miraflores abrió las nuevas Cortes el 5 de noviembre del mismo año, y derrotado Ayala malamente en Castuera, sentóse al fin como Diputado por Badajoz, en aquel Congreso, destinado á poca duración, como los que inmediatamente le sucedieron, más que por causas de tumultos y reacciones, por la indecisa y versátil dirección de la política del Estado.

El Ministerio Mon-Cánovas suspendió las sesiones parla­mentarias el 23 de junio de 1864, y el general Narváez di­solvió las Cortes el 22 de octubre.

Reunidas las nuevas del partido moderado en diciembre de aquel año mismo, no figuró en ellas Adelardo Ayala; y di­sueltas por el general O’Donnell, y convocadas otras en 1865, Ayala volvió en éstas á representar la ciudad de Badajoz.

Le dejamos cesante en 1856 de un destino de doce mil reales, y ahora le encontramos colocado de Director del Conservatorio de Música y Declamación por el Marqués de la Vega de Armijo. Pronto notó el Parlamento su incompatibi­lidad como representante del país y funcionario público á un tiempo; y declarada por las Cortes, no volvió á servir Ayala en las oficinas del Gobierno hasta que fue Ministro de Ul­tramar.

No debió más favores á la Reina destronada; y dígase lo que se quiera de la conducta posterior de Ayala, nadie de sus contemporáneos de la Unión liberal, y pocos de los primeros hombres del partido progresista, pudieron aliarse á la revolución de septiembre con la conciencia más tranquila. La crítica moderna tolera, y á veces excusa, y en oca­siones exalta, y momentos hay en que santificaría las incon­secuencias de los hombres de gobierno. ¿Quién ha sido tan afortunado nunca, que pudiera realizar mucha parte de su programa desde el poder, ni tan loco que sospechara siquiera posible la total realización de su pensamiento? Nadie; y si acaso algunos lo creyeron, aquellos eran que por no tenerlo propio suelen vivir y gobernar á expensas del ajeno, y pien­san que gobiernan y viven de lo que ellos presumen y nunca llegaron á entender.

Pues bien; así como tolera el juicio elevado las modifica­ciones del criterio gobernante, y no habría Ministro posible si no diera más preferencia á lo necesario que á lo útil, lo que no disculpa nadie en el fondo de su pensamiento son las gran­des traiciones y las negras ingratitudes; y Ayala, que no re­cibió los grandes favores ni los extraordinarios beneficios, estaba limpio de aquellos pecados.

En las Cortes de 1866 alcanzó el nombramiento de indi­viduo de la Comisión parlamentaria de corrección de estilo, y propuso con excelente acuerdo, sin que recayera sobre lo propuesto votación definitiva ni la práctica después lo sancio­nara, que las palabras que un orador retirase de su discurso ruegos del Presidente, no se imprimieran en el Diario de las Sesiones, ni nada de lo que tuviera relación con el incidente promovido.

Estalló la insurrección del 22 de junio de 1866; fue ven­cida la rebeldía poderosa por el Duque de Tetuán; corrió la sangre a torrentes con desdicha para todos, y cuando se esperaba el principio de una política de perdón para llegar al olvido, se formó un Gobierno de resistencia para llegar á la persecución, á las conspiraciones, y á lo desconocido inevita­ble y necesariamente.

La caída de O’Donnell excitó los sentimientos de Ayala. Era quizá Ayala ferviente admirador del vencedor de África, sobre todas las cosas, y se sintió caído con el jefe de la Unión Liberal, y con él se sintió agraviado, y si algo hubiese podido contener la inclinación revolucionaria, desde aquel instante viva en el alma del poeta, hubiera sido la influencia del General pero desde aquel día todas fueron fatalidades; O’Donnell murió, y Ayala con Dulce y á las órdenes de Serrano,  conspiró sin cesar hasta el momento decisivo de la batalla de Alcolea.

Pronto llegaremos al día terrible en que fue tan principal p intervención de Ayala en todos los sucesos; y durante el tiempo que falta, y como lo requiere su misma biografía, bueno será que de las más inmediatas, si menos interesantes ocupaciones de Ayala, hagamos el necesario mérito.

Hay una verdad que no huelga repetirla y surge siempre que se recuerda y se estudia la naturaleza moral de aquel hombre, por mucho que se haya pretendido negarla sistemá­ticamente, y es la de que no fueron perezosas su inteligencia u sus vocaciones, sino sus músculos. Escribió más literatura cuando hizo más política. De 1865 á 1868 llenó abundantes páginas con planes y pensamientos, de los cuales no llegaron a término y desarrollo total más que su última comedia; y no fué el alma, sino el cuerpo, el quebrantado, más por las in­fluencias físicas del ambiente social en que vivía, que por los trabajos mentales y las determinaciones psicológicas de su espíritu.

Por entonces concibió el poeta aquella comedia, en la cual se proponía mostrar con todo el relieve escénico posible las formas del Yo más incómodas á la sociedad. Vertía en el plan como conceptos fundamentales los siguientes:

«Cuanto nace de la vanidad, es ridículo. Cuanto nace del egoísmo, odioso. No se comprende el egoísmo sin tener exacta idea de la abnegación. Es abnegación, el fácil desprendimiento de 1a propia personalidad. Es modestia, la des­confianza del mérito propio. Siempre la abnegación es subli­me; siempre la modestia informa de alto entendimiento, cuando menos de buen instinto.»

«E1 imbécil que no encuentra asunto más digno de su atención que la historia de lo que á él le sucede, y no sabe hablar más que de sí mismo, es una encarnación frecuentísima del Yo, que ensucia casi todas las conversaciones del mundo.»

«El hombre á quien no se le cuenta nada que no le haya pasado á él, es un carácter impertinente y cómico.»

En otro orden de ideas:

«Espíritu benévolo, amigo de amalgamarlo todo para evi­tar discusiones, haría con gusto que Cristo y Satanás se die­ran las manos, previa una transacción que llamaría honrosa.»

«Es fastidioso, y suele ser embustero, e1 hombre que á cada momento está haciendo alarde de su franqueza; – ¿qué hora es? se lo diré á usted en seguida, porque á mí me gusta la franqueza; las once.»

«El envidioso de que otro sepa las cosas mejor que él y quiera saberlas mejor que todos, habla muy poco y empieza diciendo: -Yo le diré á usted; no es eso- aunque diga enseguida lo mismo que ha oído, con diferentes palabras.» «E1 que siempre habla de broma, es un ente insoportable, muy en el fondo egoísta y malvado. Hace todo lo posible para no ser hombre, suprimiendo la severidad de la razón.»

«El amigo que le pierde á uno en fuerza de imprudente buen deseo, y el enemigo que le salva en fuerza de un odio insensato, son buenos asuntos.»

Y en estos apuntes, como en todo lo escrito por Ayala, se revela el instinto de la filosofía. No fue nunca filósofo en la significación rigurosa de esta palabra, y aun aborrecía la filosofía como estudio sistemático á tal punto, que censurándole en cierta ocasión su amigo Moreno Nieto la importancia que daba á la poesía, siendo Moreno Nieto tan gran poeta en su oratoria, le contestaba Ayala:

– ¿Y qué es tu filosofía, sino una poesía que no se entiende? Ayala creía como la madre de Agrícola, que un ciuda­dano, y menos acaso un político, no debía entregarse con demasiado* afán á la metafísica, y de nuestro ciudadano po­dría decirse lo mismo que escribe de Tácito un publicista contemporáneo, á saber: que más que conocimiento de la ciencia se encuentran en sus obras aspiraciones á la filosofía; su instinto y no su posesión; mas el talento positivo que adi­vina lo que debe ser y ve claramente lo que es, que la inteligencia que busca y profundiza la verdad á la luz de las teorías.

Pensó flagelar el vicio nacional de la envidia en El cau­tivo, también proyectada zarzuela en tres actos y no con­cluida, en la cual era Cervantes la primera figura, azotado por el envidioso que desbarataba sus planes para libertar á sus compañeros de cautiverio.[8]

Y El texto vivo fue otro de sus pensamientos no realizado, drama en tres actos que debió ser, y en el cual un autor su­friría el castigo de las falsas doctrinas propagadas en sus obras, «porque infiltrándose estas -copio las palabras de Ayala- en el seno mismo de la familia, extravían la imagi­nación de la hija, pervierten el corazón de la mujer, animan y estimulan la traición del amigo, y arrebatan por fin á todos la calma, la felicidad y la honra.»

Todavía queda algo de que no puedo olvidarme antes de volver á las agitaciones políticas de Ayala, y es el ofreci­miento hecho en Lisboa á Zabálburu de escribir sesenta versos diarios para dar remate á El último deseo, drama lírico, tampoco acabado, que hay que sumar á las anteriores pro­ducciones pensadas y no escritas; ofrecimiento inútil, porque se pueden copiar sesenta páginas de un infolio cada día, si no se tiene otra cosa que hacer, pero no se puede obligar á ningún poeta á la composición de sesenta versos en el mismo plazo, porque la inspiración poética, y menos cuanto más alta, no se puede sujetar á un programa especial de produc­ción. El cerebro no es una máquina que combina, sino algo que al producir crea; y pedirle tantos versos diarios á un poeta, es pedirle lo que no puede dar precisamente. Habrá días de sesenta, días de seis y días de seiscientos, y el que tan desigualmente los escriba será poeta, y no el que cuente los versos por los golpes del reloj b por el número de las lí­neas medidas. Sin embargo, empeñada la palabra, Ayala trabajó en El Último deseo durante los meses de enero y Fe­brero de 1867, en que comenzaba á conspirar con vigorosa actividad; y aun cuando la zarzuela quedase retrasada para no acabarse, fue la conspiración adelante y con fortuna. En el cuaderno de sus apuntes señalaba Ayala los días en que no escribía versos ni contestaba á las cartas de sus amigos, con esta frase que lo decía todo: -Día tantos. Por la Patria.

No hay duda. Desde el instante mismo en que el General O`Donnell fue lanzado de los consejos de la Corona, Ayala se separo definitivamente con su partido del Trono de Dª Isabel II, siendo pocos, si bien importantes, los antiguos unio­nistas que no siguieron la misma conducta. Muerto O`Donnell, Ayala entró en la conspiración de los progresistas y los de­sbarata, entendiéndose primero con el General Dulce y des­pués con el General Serrano, y siempre con el Duque de Montpensier. Ni en Lisboa ni en Sevilla visitó Ayala en oca­sión alguna á los Duques. Él y Topete tenían letra abierta para los gastos de la revolución, y no se le vio un solo día pisar el palacio de San Telmo. Dicen que era la Gertrudis Gómez de Avellaneda la intermediaria entre Ayala y Mont­pensier. Y desterrado tan pronto como recayeron sospechas sobre su conducta, permaneció en Lisboa, lugar de su destie­rro, los primeros meses de 1867, pasando en Mayo á Gua­dalcanal y conspirando constantemente, sin que el Gobierno le temiera, como no temió á Topete, para quien repetidas veces pidió el relevo del mando en la Comandancia de Cádiz el Marqués de Salamanca á D. Luis González Brabo. Todo se creía, menos el fácil triunfo de la conspiración, hasta que muerto Narváez se reanimaron las esperanzas, porque el ilus­tre Duque de Valencia, según el Sr. Muñiz, aparte el Gene­ral Dulce, inspiraba á todos, los grandes respetos de una pre­ocupación perfectamente justificada.[9]

Pero afirmada la situación resistente y opresora en la pre­sidencia de González Brabo; lanzado el reto de que el Go­bierno aquel continuaría acentuando la política del General Narváez; conocida la opinión del Presidente del Consejo de Ministros, que presumía de no poder ser arrollado por los militares como lo fueron Bravo Murillo y San Luis más ó menos airadamente; bien explotada la caída de O’Donnell y la au­sencia en su entierro de algunos homenajes palaciegos; con­vencido el Duque de la Torre por Cantero y Dulce para en­trar en la conjura, á pesar de la oposición que el actual Gene­ral López Domínguez hacía al levantamiento, según el mismo testimonio de Muñiz; logrado del General Córdova que ofre­ciese á la Infanta Duquesa de Montpensier su proclamación como Reina de España si al fin de la sacudida rodaba el Tro­no, y obtenido un satisfactorio recibimiento de los Duques, como confiesa el propio Marqués de Mendigorría[10] acep­tado por el General Izquierdo el empleo de Segundo Cabo de la Capitanía General de Sevilla, comprometido ya con Dulce, como certifica el apuntado testimonio de Muñiz en la obra citada; si bien divididos los Comités de París y Bruselas, el primero demócrata y republicano, y el segundo progresis­ta y monárquico, acordes en la proclamación de las Cortes constituyentes; todos conspirando y todos agitándose, ocu­rriósele á González Brabo nombrar Capitanes Generales á los Marqueses de Novaliches y de la Habana; y no diré yo, como cree Muñiz, que estos ascensos llevaron muchos Generales á la revolución, y entre ellos á D. Juan Zavala, que sobre mayor antigüedad tenía más que los agraciados el haber man­dado un cuerpo de ejército en la extranjera guerra africana; pero el caso fue que pocos días más tarde, y por haberse re­unido diez y ocho Generales, primero en público paseo y des­pués en sospechosa conferencia y evidentemente revolucio­naria, fueron desterrados los más comprometidos, y nadie dejó ya de creer en la proximidad y alcance del movimiento militar.

Entre tanto, Ayala; encargado de dirigir los trabajos de Andalucía, mantuvo desde Lisboa estrecha relación y corres­pondencia con todos los conspiradores; pero tan secreta y tan bien llevada, que la misma pasión de partido aprovechóse de este sigilo para suponer escasa la participación de Ayala en aquella labor peligrosísima y difícil, y aun la no prolonga­ción de su destierro se quiso alegar en contra suya bajo el punto de vista del interés revolucionario. Mas á pesar del co­mún deseo negativo de la destrucción de lo existente, anda­ban divididos los distintos elementos que conspiraban para la proclamación de la bandera revolucionaria, y de aquí la va­guedad del manifiesto, que no afirmó la República ni la Mo­narquía, ni el destronamiento de la dinastía, ni el alzamiento de un Rey revolucionario.

Prim encerróse en el grito de la soberanía nacional; To­pete y Ayala en la proclamación de la candidatura de la In­fanta Dª Luisa Fernanda; los demócratas en sus Cortes constituyentes; los republicanos en su federalismo, y cada cual defendía el preferido desenlace, sin ceder ninguno, mientras al Duque de la Torre se le consideraba como lazo de unión poco resuelto por ninguna afirmación definitiva, pero impres­cindible, y el primero como decidido ejecutor de la necesidad revolucionaria en que unánimemente convenían. Fue el Ge­neral Serrano la espada de Alcolea y el brazo que destronó á Isabel II; pero el General y la cabeza estaban en otra parte; el General era Prim, y la cabeza la democracia. Mejor que nadie lo comprendió Ayala, no entendiéndose con los progresistas de Madrid, no queriendo entenderse con Merelo en Se­villa ni en Cádiz, y proponiendo á toda hora que el grito re­volucionario se lanzase por Serrano, Topete y Malcampo, sin esperar al Conde de Reus para ninguna función importante. Llegó Ayala á combatir ostensiblemente la intervención del soldado de los Castillejos, en todas sus entrevistas con los conspiradores y le inquietaba menos la de los republicanos, porque les daba poca importancia. Ayala creía más en la am­bición de Prim que en sus dotes de gobernante, y sentía por él irresistible aversión. Más tarde rectificó su juicio y el mis­mo Ayala le dijo al General estas palabras, que las creo tex­tuales por la intimidad de la referencia á que las debo:

– «Estamos ya comprometidos á salvar la revolución, y antes que nadie diga á V. el juicio que en determinado período pudo merecerme, soy yo el que le dice que no sólo agravios, sino injurias quizá habrán salido de mis conversaciones contra su persona; hoy las rechazo y seré su aliado más firme para la salvación de la libertad y del orden.»[11]

Del General villanamente asesinado pronto no quedó más que el recuerdo. De la cabeza de la revolución ha quedado el sentido liberal y democrático, porque desde el primero de los Ministros de la Restauración hasta el último de los de la Regencia, el Poder ha estado regido constantemente por los liberales del Parlamento b del foro, del libro b de la barrica­da, pero por los liberales; que si no lo fueron los moderados antes, para serlo después se disolvieron, gobernando con aquello que más repugnaran y combatieran, como fue la li­bertad religiosa, y con la más flexible y más lata Constitución contemporánea, pues como tal está reconocida y justísima­mente declarada la Constitución española de 1876.

Ya dije que Ayala conspiraba con tal sigilo, que ignorá­base del todo su acción, y á ello contribuía su vida modesta y su rectitud moral, porque hombre dominado por una sola pasión, fue carácter de muchas virtudes en el transcurso de su vida. Mientras con Dulce se comunicaba y entendía y agitaba los ánimos durante la primavera y el verano de 1868, podía disponer del bolsillo del Duque de Montpensier, y vi­vía por mezquina retribución en Sevilla en una casa de hués­pedes de la calle de la Cerrajería, no permitiéndose más holguras que la manzanilla de la mañana y de la tarde, y alguna francachela de esta misma importancia con Javier Caro, Enrique Cisneros y Sánchez Moguel, sus compañeros en las letras, que jamás conocieron ni sospecharon que se las habían en el papel de camaradas con el más importante de los conspiradores civiles en la preparación del inmediato terremoto político.

E1 General Dulce, de quien habrán de decir cuantos es­criban sobre la revolución de septiembre que fue su principal elemento, y de quien se puede asegurar que mayores medios aportó á la revuelta y con más perseverancia y tenacidad la organizaba, entregó á Ayala la total dirección de los manejos de Andalucía, y Ayala entregó á los republicanos la tarea de trabajar á las guarniciones de Ceuta y de Melilla. Uno de éstos, el Sr. Guillén, fotógrafo de oficio, pasaba á Ceuta todas las semanas con el propósito de sacar vistas de la plaza, y en realidad con el de preparar la salida de la guarnición para Cádiz oportunamente. Vallín, Peralta, Rancés y Sánchez Silva fueron con Barca los auxiliares de Ayala. Salvoechea, Cala y La Rosa, jefes del partido republicano de acción, trabajaron con arrojo y con riesgo, pero siempre fue peque­ño el número de los paisanos con que contaron.

Avanzaba el tiempo; se apercibía el Ministerio; fueron á Canarias desterrados los Generales; creíase logrado lo sufi­ciente, y Ayala propuso que se verificase el levantamiento el día 10 de agosto por la mañana, propósito que rechazaron Topete y Primo de Rivera (D. Rafael), porque no conside­raban todavía bastantes las fuerzas comprometidas. La Arti­llería de Cádiz se negó á tomar parte en el pronunciamiento; y las prisas de Ayala no se fundaban en otra razón que en el afán de adelantarse á la llegada de Prim, á quien se enviaba barco pagado con el dinero de Montpensier, para que hi­ciese el viaje de Londres á Gibraltar, como lo verificó en efec­to, acompañado de su Secretario intimo D. Manuel Ruiz Zo­rrilla y de su colega en las conspiraciones de 1866 D. Práxedes Mateo Sagasta, pero en otro buque fletado por Paul y Angulo.

Avisado Prim, urgía avisar á Serrano, y urgíale sobre­manera á Ayala, que lo quería á la cabeza de la revolución. Un Capitán de la marina mercante, llamado D. Ramón Lagier, obtuvo, mediante la cantidad de seis mil duros, facilita­da por el Duque de Montpensier, que la casa Butler le ce­diese el vapor Buenaventura para hacer un viaje á Marruecos con objeto de cargar trigo; y lista la nave, embarcóse Ayala como sobrecargo, y zarpó de Cádiz con dirección á las Ca­narias para trasladar los Generales desterrados á la bahía de aquel puerto, donde se daría el grito revolucionario.

En el ínterin llegó Prim á Gibraltar, y reunido con To­pete en la Zaragoza, manifestóle el marino sus compromisos con la Infanta Dª Luisa Fernanda y su dolor por la misma revolución fraguada contra Dª Isabel II. Asocióse Prim á este último sentimiento, pero no al compromiso montpensie­rista, y declaró que aceptaba el puesto que para el movi­miento, se le designase. Hay que decir en justicia que el Ge­neral Prim no quiso nunca entenderse con el Duque de Mont­pensier, ni siquiera cuando D. Nicolás María Rivero le decía: «Acepte V. el dinero del Duque, que si no es Rey, como no lo será, se lo devolveremos con el seis por ciento de inte­rés.» (*) Pirala, Historia contemporánea, tomo 3

Posesionados de la Zaragoza Prim, Topete y Vilcampo; reunida toda la escuadra y toda comprometida, excepto el Comandante de la Ligera, que dedicado á la vigilancia de los contrabandistas lo ignoraba todo naturalmente, se inició el movimiento en la mañana del 18 de septiembre, anunciando la fragata almirante con 21 cañonazos el destronamiento de Dª Isabel II. Y desembarcaron en Cádiz los sublevados. Aquella misma tarde regresó el Buenaventura de Canarias con el Duque de la Torre, Serrano Bedoya, Caballero de Rodas y López Domínguez, que aun cuando poco afecto á la revolución, quiso seguir la misma suerte de los Generales. El viaje del Buenaventura fue muy feliz. El día 8 salió de Cádiz; en la noche oscurísima del 14llegó del puerto de la Orotava á la bahía de Matanzas, hizo el aviso de su presencia, y cuan­do el Duque de la Torre supo que un vapor los esperaba para trasladarlos á Cádiz, dijo á sus compañeros:

– ¡Ahí está Ayala!

Aquella misma tarde del día 19, y reunidos los Generales Serrano, Prim, Serrano Bedoya, Nouvilas, Primo de Rivera, Caballero de Rodas y Topete, y ausente Dulce porque la enfermedad que le llevó al otro mundo no le permitió em­barcarse en el Buenaventura, convinieron en los términos del manifiesto que había de dirigirse á la Nación llamándola á las armas; y para traducir su pensamiento y sus acuerdos encargaron la redacción del documento famoso á la pluma de Ayala. Si otras había bien dispuestas, ninguna mejor seguramente. He aquí el documento revolucionario:

«Españoles: La ciudad de Cádiz en armas con toda su provincia, con la armada anclada en su puerto, y todo el Departamento marítimo de la Carraca, declara solemnemente que niega su obediencia al Gobierno que reside en Madrid, segura de que es leal intérprete de todos los ciudada­nos que en el dilatado ejercicio de la paciencia no hayan perdido el sentimiento de la dignidad, y resuelta á no deponer las armas hasta que la Nación no recobre su soberanía, manifieste su voluntad y se cumpla.»¿Habrá algún español tan ajeno á las desventuras de su país, que nos pregunte la causa de tan grave acontecimiento? Si hiciéramos un examen prolijo de nuestros agravios, más difícil sería justificar á los ojos del mundo y de la historia la mansedumbre con que los hemos sufrido, que la ex­trema resolución con que podemos evitarlos. Que cada uno repase su conciencia, y todos acudiréis á las armas.

Hollada la ley fundamental, convertida siempre, antes en celada que en defensa del ciudadano; corrompido el sufragio por la amenaza y el soborno; dependiente la seguridad individual, no del derecho propio, sino de la irresponsa­ble voluntad de cualquiera de las autoridades; muerto el Municipio; pasto la Administración y la Hacienda de la in­moralidad y del agio; tiranizada la enseñanza, muda la prensa; y sólo interrumpido el universal silencio por las frecuen­tes noticias de las nuevas fortunas improvisadas, del nuevo negocio y de la nueva Real orden encaminada á defraudar el Tesoro público; de títulos de Castilla vilmente prodigados; del alto precio, en fin, á que logran su venta la deshonra y el vicio. Tal es la España de hoy. Españoles, ¿quién la aborrece tanto que se atreva á exclamar: ¡así ha de ser siempre! No; no será. Ya basta de escándalos.

Desde estas murallas siempre fieles á nuestra libertad é independencia, depuesto todo interés de partido, atentos sólo al bien general, os llamamos á todos á que seáis partí­cipes de la gloria de realizarlo.

Nuestra heroica marina, que siempre ha permanecido ex­traña á nuestras diferencias interiores, al lanzar la primera el grito de protesta, bien claramente demuestra que no es un partido el que se queja, sino que los clamores salen de las entrañas mismas de la Patria. No tratamos de deslindar los campos políticos. Nuestra empresa es más alta y más sencilla. Peleamos por la exis­tencia v el decoro.

Queremos que una legalidad común, por todos creada, tenga implícito y constante el respeto de todos; queremos que el encargado de observar y hacer observar la Constitu­ción no sea su enemigo irreconciliable.

Queremos que las causas que influyan en las supremas resoluciones, las podamos decir en alta voz delante de nuestras madres, de nuestras esposas y de nuestras hijas; que­remos vivir la vida de la honra y de la libertad.

Queremos que un Gobierno provisional que represente todas las fuerzas vivas del país, asegure el orden en tanto que el sufragio universal echa los cimientos de nuestra regeneración política y social.

Contamos para realizar nuestro inquebrantable propósito con el concurso de todos los liberales, unánimes y compactos ante el común peligro; con el apoyo de las clases acomodadas, que no quieren que el fruto de sus sudores siga en­riqueciendo la interminable serie de agiotistas y favoritos; con los amantes del orden, si quieren verlo restablecido sobre las firmísimas bases de la moralidad y del derecho; con los ardientes partidarios de las libertades individuales, cuyas aspiraciones pondremos bajo el amparo de la ley; con el apoyo de los ministros del altar, interesados antes que nadie en cegar en su origen las fuentes del vicio y del mal ejem­plo; con el pueblo todo, y con la aprobación, en fin, de la  Europa entera, pues no es posible que en el Congreso de las Naciones se haya decretado, ni se decrete, que España ha de vivir envilecida.

Rechazamos el nombre que ya nos dan nuestros enemi­gos fieles servidores de su Patria los que á despecho de todo li­naje de inconvenientes le devuelven su respeto perdido. Españoles: acudid todos á las armas, único medio de economizar la efusión de sangre; y no olvidéis que en estas circunstancias en que las poblaciones van sucesivamente ejerciendo el gobierno de sí mismas, dejan escritos en la his­toria todos sus instintos y cualidades con caracteres indele­bles. Sed, como siempre, valientes y generosos. La única esperanza de nuestros enemigos consiste ya en los excesos á que desean vernos entregados. Desesperémosles desde el primer momento, manifestando con nuestra conducta que siempre fuimos dignos de la libertad que tan inicuamente nos han arrebatado.

Acudid á las armas, no con el impulso del encono, siem­pre funesto; no con la furia de la ira, siempre débil; sino con la solemne y poderosa serenidad con que la justicia em­puña su espada.

¡Viva España con honra!

Cádiz 19 de septiembre de 1869.-EL DUQUE DE LA TORRE. -JUAN PRIM. -DOMINGO DULCE. -FRANCISCO SERRANO. – BEDOYA. -RAMÓN NOUVILAS. – RAFAEL PRIMO DE RIVERA. -ANTONIO CABALLERO DE RODAS. -JUAN TOPETE.

Tal era el manifiesto, y no hubiera perdido nada cierta­mente la revolución de septiembre, de haber sido este docu­mento algo más fundamental para la gobernación del país que incendiario y combustible para un alzamiento que esta­ba ya hecho en las conciencias, como el manifiesto referido declara solemnemente. No hubiera tampoco perdido nada ante las severidades de la historia en importancia y conside­ración, de haber sido al mismo tiempo más definido programa que elocuentísima diatriba, como fue en efecto. Pero este era el grito de la revolución, estos eran los acuerdos de los Generales, esta podía ser una necesidad en la víspera de la batalla, y mi deber, que no es el de juzgar aquel fuerte sacudimiento, no es tampoco el de excusar ni defender el documento revolucionario.

Ni de Ayala era, porque tradujo el pensamiento ajeno. No era suya más que la literatura, porque no se dictó sus propias ideas al escribirle, sino que tradujo las ajenas á su sintaxis. En esto están de acuerdo todas las narraciones de aquellos sucesos. ¿Quién duda, por otra parte, que de ha­berlo escrito á su satisfacción Ayala mismo, hubiese queda­do proclamada la Monarquía en el manifiesto y limitada la revolución al planteamiento franco y sincero de las libertades necesarias dentro del mismo régimen, de la misma dinastía borbónica, y sin otra sustitución en el Trono que la de Isa­bel II por su hermana menor 1a Infanta Duquesa de Mont­pensier?

El manifiesto sería un grito de guerra, y como tal nece­sario, según el juicio de los hombres de guerra; tampoco ten­go el deber de combatirlo, porque tampoco mi conciencia me lo impone. Y firmado por los Generales, totalmente les perteneció este documento, y para ellos no más será su res­ponsabilidad y será su gloria, sea lo que sea aquello que arro­je la crítica histórica de sus actos.

Por lo demás, y ante las realidades presentes, lo único que me resta decir es, que todo, absolutamente todo cuanto hizo la revolución de septiembre, sancionado está, y aun glorificado en parte por la opinión general, y todo lo que de la re­volución ha debido quedar, todo ha quedado y subsiste y permanece.

Ya llegaremos al momento en que se pidan cuentas á Ayala sobre la redacción del manifiesto, y de sus palabras, de sus conceptos, de sus explicaciones, será de lo que tengamos necesidad y obligación de exponer el propio criterio, y lo expondremos franca y sinceramente. Hecho el pronunciamiento, y escribo esta palabra por­que es tan nuestra que no la hay igual en todas las lenguas vivas, y no sé que se derive de ninguna otra de las lenguas muertas, Prim lanzóse á sublevar el litoral en dirección á Cataluña, y Serrano fue á preparar las fuerzas del combate en las cercanías de Alcolea.

Pero la batalla fue lo de menos en la revolución de Sep­tiembre. Antes de que sonara el primer cañonazo, la había perdido Isabel II.

Porque como dijo el poeta:

«Cuando ruedan los Tronos, no es á impulso

del ruido de las armas y las guerras;

es que el cimiento socavando ha ido

la callada corriente de una idea.

V

Un fusilamiento. -Cómo era el Duque de la Torre. -Ayala parlamenta­rio. -La batalla de Alcolea. -El abrazo de los dos ejércitos-Llegada á Pinto. -Llegada a Madrid-Inconsecuencia política de los poetas. ­ Ayala defiende la disciplina en los partidos. -Los Ministros de la revolución. -Ayala monárquico. -Lo que pensaba de la República y de los republicanos-Anuncio de un discurso célebre. -El convencimien­to del propio valer.

Apercibidos los ejércitos y tomadas las posiciones; más allá del puente las armas revolucionarias, y más acá del paso la hueste isabelina; resuelto á vencer el Duque de la Torre y á no ser vencido el Marqués de Novaliches; previos reco­nocimientos y consultas, y en los temores y preocupaciones de la situación de todos, súpose con tristeza en uno y otro cuartel general que Fernández Vallín, adicto á la sublevación y sorprendido en el campo isabelino habla sido fusilado por las órdenes de un jefe, de cuya razón no hubo seguridad an­tes ni después de que estuviera en acordes y naturales fun­ciones. Si llevó proclamas Fernández Vallín o no llevó pro­clamas, el caso de averiguarlo pertenece á la historia, y el hecho del fusilamiento bueno es que se atribuya á la pertur­bación mental de quien lo decretara.

Mas no por esta desdicha faltaron en el campo de los su­blevados gentes que se dispusieran á correr los mismos peli­gros invitando á la tropa de la Reina á que se adhiriese al movimiento, y que desearan al mismo tiempo ser portadores de alocuciones subversivas excitándola á desobedecer á los jefes que la mandaban. Ayala se opuso desde el primer instante á tales propósitos, aconsejando como conducta mejor al General Serrano que dirigiese una carta al Marqués de Novaliches proponiéndole que le dejara el paso libre y se uniera á su ejército, á fin de ahorrar la sangre que una re­sistencia desesperada costaría á los ejércitos hermanos.

Era el Duque de la Torre, según las conocidas aprecia­ciones de Ayala, el más dócil y eficaz ejecutor de los pen­samientos ajenos que llegaban á convencerle, y así fue en su vida pública sucesivamente inspirado en aquel momento por Ayala, después y en las alturas del gobierno por el General Prim hasta su muerte, por Sagasta más tarde, por Martos en Biarritz, y casi siempre por unos ó por otros de los hombres civiles que militaban en su compañía. Bien le han fustigado sus enemigos, porque de muchos se dejó halagar; pero justo es que conste también que de todos se dejó influir, y gober­nar en ocasiones por las más altas inteligencias que tenía á su lado.

Serrano accedió en el momento á la pretensión de Ayala, y le rogó que redactase la carta que el mismo Ayala había de entregar á Novaliches. Cumplido el encargo con la rapidez que las circunstancias exigían, el Duque repasó aquel documento, en el cual constaba que dirigía la misiva el Ge­neral revolucionario al General isabelino «antes de que una funesta eventualidad hiciera inevitable la lucha, antes de que se disparase el primer tiro, para descargo de su conciencia y eterna justificación de las armas que la Patria le había con­fiado. Enumeraba las fuerzas comprometidas, los buques aliados, las ciudades levantadas, y declarando primero que era difícil conocer cuál es la mejor manera de servir al país cuando éste calla ó muestra tímida y parcialmente sus de­seos, afirmaba en seguida que en aquel momento era su voz tan clara y tan solemne, que no podía á los ojos de nadie aparecer oscura la senda del patriotismo.- Hay, decía Ayala en la carta, un punto sobre el cual no es lícita la equivocación; tal es la imposibilidad de sostener lo existen­»te, ó mejor dicho, lo que ayer existía.-En nombre de la humanidad y de su conciencia, invito á V. á que, dejando »expedito el paso de la marcha que tengo resuelta, se agregue á las tropas de mi mando, y no prive á los que le acom­pañan de la gloria de contribuir con todas sus fuerzas á asegurar la honra y la libertad de su Patria. Las consecuencias de los continuos errores que todos hemos sufrido y lamen­tado producen hoy indignación y lástima; evitemos que pro­duzcan horror. Ultimo y triste servicio que ya podemos prestar á lo que hoy se derrumba por decretos irrevocables de la Providencia…

Esta invocación á la Providencia es constante en Ayala, y no faltó en ninguno de sus escritos políticos y de sus dis­cursos parlamentarios.

El Duque de la Torre aprobó la carta, visiblemente con­movido, y se dispuso en el acto la partida de Ayala. Formó­se una bandera de parlamento con los pañuelos blancos de los agregados al cuartel general, figurando como uno de tan­tos el de Alarcón; montó Ayala en un caballo tordo, y se­guido de un corneta y dos lanceros partió al galope para el cuartel general de Novaliches.

Dice Bermejo[12] que tanto como en su arrojo podía Ayala confiar en la caballerosidad del Marqués para llegar a su campo; pero no atenuaba esto su decisión ni amenguaba el peligro, porque la misma confianza pudo tener Fernán­dez Vallín, fusilado sin el conocimiento del General de la Reina, y la misma triste desgracia de la perturbación mental del primer jefe ó soldado que encontrase podía temer Ayala entre sus enemigos. Y á punto estuvo de perecer aquella tarde del 27 de septiembre de 1868, al llegar á las primeras avan­zadas del ejército, acampado entre Montoro y el puente. Anochecía al ser Ayala divisado por los primeros centinelas; no oyó la voz de ¡alto!, y al apuntar aquéllos contra el parlamentario conocióle Mazarredo, jefe de la fuerza, é intervino con tal oportunidad, que salvó del peligro al enviado del Duque.

Diese cuenta de la presencia de Ayala á Novaliches, y le recibió inmediatamente. Entregó Ayala el papel después de breves y sentidas palabras; contestóle Novaliches con extremada cortesía ofreciendo al poeta mejor alojamiento; hubo torneo de consideraciones mutuas y distinciones recíprocas, y aplazóse para más tarde la contestación del escrito. Ayala. fue al Carpio á esperar la respuesta en la casa del General Vega, y escrita la recibió, dirigiéndose aquella misma noche del 27 y ya en hora avanzada al cuartel general del Duque de la Torre. Si éste sintió con firmeza sus deberes, no sintió menos vivamente los suyos el Marqués de Novaliches. La proposición fue rechazada, y la contestación del General Pa­vía digna y resuelta. Redactó este documento el Comandan­te Villamartín, y Villamartín y Ayala, frente á frente aquel día, alcanzaron otro más tarde en que juntos duermen el eter­no sueño de la muerte; abandonaron á la tierra juntos sus restos, para vivir ellos en otros mundos la vida perdurable de las almas.

La batalla fue, desde el momento en que Ayala recibió la contestación del Marqués de Novaliches, inevitable.

Dice un testigo presencial de aquel suceso, que si se hu­biese propuesto en la conferencia la abdicación de Isabel II en Don Alfonso XII, se hubiera evitado el combate[13] Pero no dice cómo ni por quién. Acaso, y esto es una mera suposi­ción, si Ayala hubiera propuesto la idea, no la hubiese recha­zado Novaliches; pero seguramente, propuesta por Novali­ches, no la hubiera aceptado el Duque de la Torre. La revo­lución había pasado el puente, había llegado á Madrid y había ya destronado á Isabel II, Lo que ayer existía… decía la carta del General Serrano.

La batalla de Alcolea se libró el día 28 de septiembre por la tarde. Era un día de pocas nubes; se peleaba alternativa­mente al sol y á la sombra. Comenzó á las tres por simultáneas iniciativas, y á las seis, en pleno crepúsculo lucía el fue­go de las granadas con siniestros resplandores. Poco después se hizo alto en el combate, y resultó que la batalla no la ganó nadie, porque ambos ejércitos permanecieron en sus posicio­nes. Las bajas fueron de 800 á 900en cada campo, siendo más numerosas las de los soldados en el ejército del Duque de la Torre, y las de los jefes y oficiales en el de Novaliches, porque el primero contaba con más infantería, y con más ca­ballería y artillería el segundo.

Herido el General isabelino, y encargado del mando de sus tropas el General Paredes, inicióse un movimiento de re­tirada al Carpio, y esta fue la agradable sorpresa que el día 29 recibieron las tropas de Serrano.

Ayala volvió entonces al campo enemigo á gestionar, acompañado de Alarcón, el abrazo de los ejércitos para se­guir juntos á Madrid. Hubo acuerdo en sus conferencias con los Generales Paredes, Sandoval y Vega, supeditado por és­tos á la resolución de la vanguardia que mandaba el General Echevarría. Pero no admitida por este General la declaración del Trono vacante que pedía el Duque de la Torre, por no haber causa perdida ni ejército derrotado en la llanura de Alcolea, resultaron ineficaces las gestiones de Ayala. Conti­nuaren, sin embargo, con el General Trillo, que parlamentaba en nombre de Echevarría; y el General Serrano, en un arran­que generoso y noble, concedió el ascenso dado á los suyos á los adversarios también, y excluidos Echevarría y Trillo de esta merced por la propia exigencia de los interesados, uniéronse los combatientes y partieron para la capital de la Monarquía; de la Monarquía, que nadie había suprimido ni derrotado.

A1 General Novaliches se le condujo á Madrid, una vez conocida la importancia de sus heridas, y se detuvo en Pinto por consejo facultativo para atender á su curación.

Cuando llegó á este pueblo el Duque de la Torre, Ayala le propuso que visitara á Novaliches, y juntos penetraron en la alcoba del infortunado General. Novaliches los reconoció inmediatamente, hizo una seña á Ayala para que se acercase al lecho, y le abrazó sollozando. Análogos afectos cambió con el General Serrano, y quedóse el enfermo en Pinto y en­traron en Madrid los de Alcolea en medio de la más ruidosa, entusiasta y popular manifestación conocida. Sólo cuando en­tró Prim hubo más ruidos. Y más colgaduras, luminarias, mú­sicas y palomas, sólo cuando llegó de Sandhurst D. Al­fonso XII.

En seguida se formó el Gobierno primero de la revolu­ción, así constituido:

Serrano, Presidente. -Lorenzana, Estado. -Romero Or­tiz, Gracia y Justicia. -Prim, Guerra. -Topete, Marina. Figuerola, Hacienda. -Sagasta, Gobernación. -Ruiz Zorri­lla, Fomento. -Ayala, Ultramar.

A los pocos días sintiose Ayala más enfermó de los bron­quios, y en las altas horas de la noche le acometían una tos pertinaz y una fiebre alarmante que se prolongaba hasta el amanecer. Entonces le hizo felizmente la extirpación de las amígdalas el Dr. Calvo y Martín, su amigo.

Encargados por aquel Gobierno, Lorenzana de escribir un Memorándum á las Naciones extranjeras, y Ayala un Ma­nifiesto dirigido al país, afirmando el sentido monárquico del nuevo Gobierno, Ayala no pudo cumplir el encargo, y por indicación del mismo Ayala redactó aquel documento, que lleva la fecha de 25 de octubre de 1868, el Sr. Núñez de Arce, que abandonó el Gobierno civil de Barcelona con este único propósito. Este escritor ilustre ha sido el hombre polí­tico que más programas ha redactado en este país de las so­luciones múltiples y de los programas infinitos, obedeciendo á los cambios de opinión de su partido, que con ellos iban los suyos personales; cambios menos extraños en los poetas que en nadie, por la ley de la costumbre, pues desde Víctor Hugo, que fue todo lo que fue su siglo, y desde los amigos de Me­cenas hasta los amigos de Rivero, no ha habido un poeta en el mundo que haya sido consecuente. Ya dije antes que no hubo jamás tampoco estadista ni gobernante que no tuviera que transigir y ceder á las circunstancias, á costa de su pro­pia convicción y firmeza; y claro es que aquel defecto, si lo fuera natural en los poetas, podría ser defendido hasta como especial aptitud para el ejercicio del poder.-Digo que Nú­ñez de Arce redactó más programas que nadie, porque fue la pluma del partido conservador revolucionario en todos sus cambios y rectificaciones; y no lo recuerdo para ninguna mortificación, sino por la necesidad de mi argumento, que á ello me obliga si he de negar con toda razón autoridad ver­dadera á las censuras que desde este partido se lanzaron contra las supuestas inconsecuencias políticas de Ayala.

Ayala no atentó en ocasión alguna contra la disciplina de su partido. Fue con él á la revolución de septiembre, y fue antes que él, repito, á la Restauración, porque en aquel par­tido revolucionario, en los actos públicos de aquel partido, no en sus hombres, pero sí en la dirección política de aquella agrupación, se había debilitado la fe monárquica.

La disciplina política tiene un doble aspecto: el primero es la fidelidad que los partidos deben á su programa; el segundo, la que deben sus afiliados al partido. Hay ideas fun­damentales, principios fijos en las agrupaciones gobernantes, como el principio monárquico ó el principio republicano, que no son ni pueden ser materia de modificaciones ni reformas en la legislación, mientras pueden serlo la extensión del voto electoral, los procedimientos civiles y criminales de la justi­cia, las solemnidades en la celebración del matrimonio, y tantos otros; y cuando en la afirmación de aquel principio fijo vaciló su partido y transigió con la interinidad republicana, Ayala fuese á otro campo tan liberal y más monárquico en los días de aquella misma interinidad. El partido político que atenta á la idea fundamental de su existencia, se suicida. El partido conservador de la revolución veló, suspendió una parte de su creencia y aceptó una transacción republicana. Y si el partido conservador de la revolución era infiel á su bandera, Ayala podía ser infiel á su partido. Liberal y mo­nárquico había sido, liberal y monárquico iba á ser para toda su vida, y fuera Serrano el jefe de su partido ó fuera Cáno­vas, con los liberales monárquicos gobernó Ayala en una y otra época de su vida, y nadie puso más alto el principio de autoridad en la persona primera, en el jefe reconocido, qué este gran poeta y este gran político, que ya le llamo así con entera convicción y á plena conciencia.

Constituido el Gobierno provisional de 1868, faltóle siem­pre la firmeza para el dominio de las inmensas dificultades que surgían á diario como derivaciones lógicas de la misma situación creada tan súbitamente y con tan profundos y radi­cales cambios en el Estado. La primera necesidad, que fue la de afirmar el principio monárquico, costó un levantamiento republicano sangrientamente vencido, y el goce de la paz tan necesario se turbó para muchos días en Cuba por los enemigos de la Patria, y pronto en la Península por los ene­migos de la Monarquía primero, y más tarde por los enemigos de la libertad. Con hondas amarguras comenzaba la nueva época. Insurrecciones contra la Patria, contra la li­bertad y contra la Monarquía. ¿Qué iba á ser en el porvenir de la Nación española? Por otra parte, equivocóse del todo la política de la revolución en sus relaciones con la Iglesia, y á través de los años y las desdichas, sus propios autores han confesado este error, á pesar del cual ya está escrita para que no se borre por ningún decreto la libertad religiosa en la Constitución de la Monarquía.

Aquel Ministerio revolucionario, grande y lleno de presti­gios, tenía la dificultad de ser muchos los Ministros iguales y de encarnar la fuerza suprema, no la mayor capacidad civil, sino la mayor popularidad arrebatada del Ministro de la Gue­rra, fenómeno que suscitaba constantes recelos entre todos los elementos monárquicos, y que concita contra la persona del General Prim los odios terribles de la demagogia exal­tada.

       Ayala y Ruiz Zorrilla eran los más fervientes defensores de la Monarquía en el seno del Consejo de Ministros. Ruiz Zorrilla y Romero Ortiz, los más ardorosos representantes de la política anticlerical. Lorenzana, escrito el Memorándum y saboreados los triunfos de su pluma, se dormía durante la ce­lebración de los Consejos; hombre de pensamiento en todas partes, holgaba naturalmente en aquel Ministerio de Estado, porque no eran allí necesarias sus iniciativas; y hombre de gran sintaxis arriba y abajo, poca falta le hacía, porque era entonces lo menos útil, esta importantísima sección de la Gra­mática. Toda la cultura económica dilatada y profunda de Figuerola lo confundía más que lo auxiliaba en aquellas difi­cilísimas circunstancias. Topete soñaba con Montpensier, sueño tenaz, si no tanto como su amor á la revolución, pues ya entonces, por creerla más fácil, habían sustituido los mont­pensieristas la candidatura de la Infanta por la candidatura del Duque; pero sueño este de Montpensier, que Martos en­cargóse de disipar más adelante, según el testimonio de los mayores amigos del candidato, los cuales dijeron, y alguno de ellos dice todavía, que Martos constituyó siempre el mayor obstáculo para el triunfo de esta candidatura. Sagasta arre­glaba los distritos, y no diré que la política electoral de Sa­gasta, pero sí que la política electoral de la revolución de septiembre fue imprevisora y desacertada. Así resultaron las Cortes constituyentes hijas de la casualidad; las Cortes de la Monarquía, bajo los radicales, republicanas; y las otras Cortes, desconocidas, gracias quizá á su breve y rápida exis­tencia. Sólo fueron hábiles en la lucha electoral y obede­cieron á una dirección inteligente y meditada contra la misma revolución, los republicanos y los carlistas. Y Serrano y Prim al frente de aquel Gobierno, donde cada Ministro es­taba dominado por una distinta preocupación que le absorbía todo su ser, poseían plenamente en aquellos momentos la filosofía que muy pocos alcanzan en el mundo, que es la de vivir contentos con su estado. Hay quien supone que, á de­pender de la voluntad de aquellos hombres, el Gobierno pro­visional de la revolución de septiembre sería todavía el Go­bierno español; en lo cual no deja de haber alguna injusticia, puesto que Prim hizo el Rey, y sin el insigne General, posible es que no hubiera tenido Monarca la revolución, ni monár­quicos mucho tiempo los Ministerios de aquel período histó­rico, aun batidos y bombardeados los republicanos en cuasi todas las principales ciudades de la Península.

Ayala era la voz constante y decidida contra la forma re­publicana. Fue monárquico, como él nos dirá más adelante que lo fue su Patria, por independencia, por orgullo, por con vencimiento; y si de esta manera los hubiese, por preocupa­ción y por monomanía; monárquico de tal intensidad en la creencia, que no lo era solamente para él y para sus hijos,, dejando á los nietos la forma republicana, como alguno de sus compañeros de Ministerio había declarado, sino monárquico para todos los e3pañoles del porvenir y de las generaciones futuras, y aun para aquellos que puedan ver, si llega, el fin de la Patria, ya que todo acabará en el mundo, pero que si­quiera tengan presentes los recuerdos de la historia; monár­quico de tal fe en la virtualidad de esta secular magistratura; que dentro de ella no temió nunca á las ideas democráticas, ni se opuso por sistema á ninguna de las reformas inspiradas en la democracia, sino á los procedimientos democráticos, á la República verdaderamente. Alguna vez en los Consejos de Ministros, durante los días más tristes de la revolución, declaraba que él no entregaría la suerte de la Patria, si á algún republicano hubiera que entregarla, á otro que á Castelar, en quien no más reconocía dotes de gobernante.

Con este amor á la Monarquía, hubiera sido Ayala el pri­mer auxiliar del General Prim, si la cuestión dinástica no los hubiera separado constantemente:

Tampoco satisfacía á Ayala la política indecisa y conci­liadora con los republicanos del primer Ministerio revolucio­nario. Tenía la justa creencia de que si hablan hecho cuanto podían hacer en favor del levantamiento de septiembre, pu­dieron poco en efecto. No los consideraba como un partido organizado para el gobierno, sino como una secta peligrosísi­ma para la propaganda: Se dirá que no los conocía en todas las buenas prendas de sus jefes y directores; pero realmente los adivinaba en sus aptitudes para regir el país; y la única ex­cepción que de ellos hizo, pronto y pocos años más tarde la confirmaron los acontecimientos.

Ayala creía que la democracia, y sobre todo la libertad, había ganado las voluntades contra la Reina Doña Isabel II; pero que si el Duque de la Torre no monta á caballo, no desenvaina su espada, no reúne los batallones y no da el combate, se hubiera cumplido la ley del progreso, porque se cum­ple con las revoluciones, sin ellas, y á pesar de ellas, pero no tan pronto, tan de prisa y tan á satisfacción y regocijo de los ánimos inquietos y de las ansias febriles; quería, pues, de los republicanos, el amor á las conquistas y la gratitud para los conquistadores.

Más adelante le preocupaba y le enardecía para la misma lucha parlamentaria la oposición de la izquierda constituyen­te, y en su ánimo fueron condensándose las injusticias de la prensa exaltadísima y los agravios de los que olvidaron aque­llos servicios de los amigos de Ayala en la pasada contienda; y temiendo la rapidez con que se suceden las explosiones de la ira y se recorre el camino para llegar á las turbulencias, dudó como gran interesado, y alarmóse como gran conser­vador, de su propia obra, por el fin que la esperaba; y á úl­tima hora de una sesión, nervioso y convulso, emocionado y triste, llevado de sus sentimientos, pronunció contra los repu­blicanos de Cádiz aquel discurso, obra primorosa de su elo­cuencia ardiente, y arrojó para desembarazarse del obstáculo y decir la verdad como la sentía, la cartera de Ultramar al hemiciclo del Congreso.

Ni fue aquello una improvisación, ni fiaba en ocasión al­guna este artista eminente al éxito de la casualidad las her­mosas expresiones de su conciencia; ni dijo palabra que antes de salir de sus labios no fuese garantida y sellada por su in­teligencia esclarecida; ni fue Ministro por vanidades infecun­das; ni dejó de serlo, aparte las crisis de su partido, por otra inclinación ni otros dictados que los de su propia voluntad.­ Quien ambiciona sin razón, estima con exceso lo ambiciona­do; pero Ayala fue de esta raza de los políticos ilustres que tanto como con la posesión del honor y de la jerarquía se satisfacen con el convencimiento de merecerlos.-Siempre algo de Rioja en su carácter. Y no estará demás, sea éste ó no sea el lugar adecuado ó la ocasión más oportuna, reconocer y asegurar que no hay orden en la vida, ni función pública en la sociedad, ni acto individual en el mundo, que como en los actos y funciones políticas más legítimamente muestre cada cual la estimación del propio valer; que así como es preciso que todo partido para merecer tal nombre estime su política como la mejor de todas, es necesario que quien primero crea en sus aptitudes de hombre de gobierno, sea el que aspire á regir los asuntos del Estado; pues si no creyera en ellas, b de poseerlas no se encontrara convencido, podría ser un excelente ciudadano, un crítico de los negocios públicos útil seguramente, una ca­pacidad generosa y considerada por su modestia, un buen consejero y auxiliar de los partidos; pero su jefe, su inteli­gencia, su director, el estadista, jamás!

VI

Ayala transige. -Reformas útiles- La insurrección de la Demajagua. ­Lersundi y Dulce-El decreto y el preámbulo de convocatoria de las Constituyentes-La Memoria. -El discurso de Ayala. -La revolución monárquica y la Monarquía española. -A quién halagó Ayala con su actitud. -Explicaciones excesivas. -Lo que dio Ayala á la revolución de septiembre. -Cuentas liquidadas.

Al mismo tiempo que la revolución se imponía y triunfa­ba, iba el pensamiento de Ayala disipándose en la misma re­volución. La quiso monárquica y borbónica, y después la quiso montpensierista, y en todas sus ilusiones fue contrariado y vencido. Se resignó al fin y al cabo por distintas y pode­rosas influencias, no siendo ajena á estos trabajos una dama de gran copete y extraordinario influjo sobre todos los hom­bres de la revolución. Y siguió á su partido, como quería un famoso progresista que se le siguiera siempre, hasta en sus errores, que no dejó sin duda de cometerlos en aquel período la numerosa falange que procedía de la Unión liberal.

Posesionado del Ministerio de Ultramar, llenó la casa de poetas, porque allí hacían falta fe, entusiasmo, exaltación, ro­manticismo para defender á la Patria; y organizó la Sección de Política con inteligente personal, colocando al frente de ella al buen Alonso Sanjurjo, de honrosísima memoria en el servicio del Estado.

Antonio Hurtado, Núñez de Arce, Cisneros, Dacarrete, Marco, Cazurro, Avilés, Luceño, fueron los permanentes funcionarios á las órdenes de Ayala, y el excelentísimo escritor Castro y Serrano ocupó también sillón y bufete en las oficinas de aquel Ministerio, sorprendiendo no poco la re­unión de esta academia á todos los prosistas de la política contemporánea.

Publicado el manifiesto monárquico y la circular dirigida á las Antillas y al Archipiélago Filipino, declarando que la revolución se había hecho para la Península y para las posesiones españolas de América y Oceanía; reconocido el vien­tre libre por la Junta revolucionaria, que suprimió la servi­dumbre para todos los nacidos de madre esclava desde el 17 de enero de 1868, en que se dio el primer grito revoluciona­rio por la Marina, Ayala dedicáse á las reformas útiles sin riesgo y á la mejor administración de las colonias. Su primer pensamiento fue aumentar el ejército de Cuba, compuesto en los últimos días de Isabel II de 7.000 hombres; cifra escasa y costosísima, porque siempre se juzgó oficialmente que ascendía á mayor número la guarnición de aquellas pro­vincias. Ya sofocada la insurrección de Lares, que estalló en Puerto Rico el 23 de septiembre, concedióse á los insurrectos no comprometidos en delitos comunes una amplia amnistía, decretada el 20 de Enero de 1869. Y abandonada por las Constituciones de 1837 y 1845 la idea de conceder represen­tación en Cortés á las provincias ultramarinas, volvióse á ella, continuando la tradición de 1808, 18l2 y 1865.-Los 13 Di­putados de a836 se elevaron á 29, y se fijaron en 18 los de la isla de Cuba y en i i los de Puerto Rico en el decreto de 14 de Diciembre de 1868, que anunciaba la convocatoria, y en el cual se hablaba por vez primera de la política de asimila­ción, que no se sabe si fue la mejor, ni si ha de ser la defini­tiva que la metrópoli adopte para sus relaciones con aquellos pedazos de la Nación española. Fundóse el decreto electoral sobre el censo de la contribución, y lo llevó Dulce, así como una circular sobre imprenta y derechos de reunión, en la cual, afirmándose las libertades, se dejaba la mayor b menor lati­tud de su ejercicio al criterio de las Autoridades locales. Se preparó en esta misma época la ordenación de los antece­dentes necesarios para el planteamiento de la reforma gene­ral administrativa que la nueva organización de los poderes reclamaba. Establecióse la unidad de fueros, sin más excep­ción que para los delitos militares puramente, y en lo ecle­siástico para los asuntos sacramentales y beneficiales. Ade­lantóse la redacción del Código penal de Ultramar, ajustado á las disposiciones del vigente en la Península. Se abrió el concurso para el cable, y se activaron todas las obras públi­cas. Se decretaron asimismo las reformas judiciales exigidas por las circunstancias del momento, y se aplazaron discreta­mente las económicas hasta el instante en que de ellas pu­diera tratarse con la presencia y el concurso de los Diputa­dos antillanos. Todas estas reformas se hicieron extensivas á Puerto Rico. Más lejos fue la iniciativa reformista de Aya­la. Se rebajó á la mitad el derecho diferencial de bandera para Filipinas, y se creó una Junta para la reforma de la ad­ministración del Archipiélago, quedando establecidas en Fer­nando Póo la Estación naval, la Delegación de Fomento, la Parroquia y el Juzgado, regularizándose con estas medidas la posesión española en sus tierras del golfo de Guinea.

Todo esto se hizo en el breve espacio que medió desde la constitución del Gobierno provisional hasta la apertura de las Cortes, y en la Memoria presentada á las Constituyentes declaraba Ayala que no se hizo más porque la insurrección impuso al Gobierno deberes de prudencia, de los cuales no estaba arrepentido, desoyendo en esto las exaltaciones de la prensa y de los clubs, dado que el grito de Yara era hostil a la Patria, aunque revistiera caracteres contradictorios. La misma Memoria anunciaba la presentación de una ley provin­cial y municipal para Cuba, y declaraba que sin la insurrección ya estaría abolida la esclavitud, pero que antes de pro­ceder á mayores reformas era indispensable vencer á los re­beldes, por las exigencias del decoro.

E1 día 10 de octubre de 1868 se participó á la isla de Cuba la constitución del nuevo Gobierno. E1 16 se recibió en Madrid la infausta noticia, comunicada por el General Lersundi, de haberse alzado Céspedes en su ingenio de la Demajagua, cerca de Yara, con Aguilera y Santa Lucía y 100 hombres, al grito de «Independencia y Cuba libre,» va­gando aquella partida y reclutando gente en la jurisdicción de Manzanillo. El 8 de Noviembre se autorizó al Capitán general para que, alternando el rigor y la prudencia, conce­diese á los sublevados indultos de la última pena , sin más limitación que la del prestigio de la Autoridad y las conve­niencias del orden público, y el 16 telegrafiaba Lersundi que mejoraba la situación, pidiendo que se le relevase del man­do.-Había llegado á su noticia que los patriotas de Madrid desconfiaban de él por suponerle afecto á la Reina destrona­da, y así era sin duda; mas no por eso fue Lersundi menos leal á la Patria y al Gobierno revolucionario, en defensa de la integridad de la Nación; lealtad evidente para el Ministro, que le conservó en el mando cuanto pudo, y más tiempo siem­pre del que quiso permanecer en Cuba el distinguido Gene­ral.- Extiéndese la insurrección hacia Vuelta Abajo; llega á Madrid una carta desconsoladora del Fiscal de la Audiencia de Puerto Príncipe, D. Antonio Corzo y Barrera, en la que con­fiesa que no se fía ni de sus escribientes, que está cortado el telégrafo en Nuevitas y que se ignora totalmente el número y situación de los insurrectos. Confirma Lersundi estas noti­cias y da otras más graves el 30 de Noviembre, participando que los rebeldes son dueños de la jurisdicción de Bayamo, parte de Las Tunas, Manzanillo, Holguín, Iiguani y Puerto Príncipe; pide refuerzos; se dispone el envío de 5.000 hombres; se le admite la dimisión accediendo á sus reiteradísi­mas instancias; se nombra á Dulce para reemplazarle; em­bárcase el General en 1a bahía de Cádiz, enfermo y cadavé­rico, el 17 de Diciembre de 1868; llega á la Habana el q. de Enero de 1869, y es Dulce recibido con señalada frialdad por el partido español ardiente, que recordaba su despedida del mismo mando en la época anterior, y más que su despedida, una frase antes generosa y ahora mal interpretada con toda evidencia. Dulce dijo al despedirse de su mando anterior, que era un cubano más, y en muy otro sentido ciertamente del que los ánimos agitadísimos le aplicaban ahora.

Mal comenzó y malamente dio fin el mando en Cuba del Marqués de Castellflorite. Fue un triste ensayo el que hizo de las nuevas libertades en aquella región, trabajada por los enemigos de la Nación española. Encontró la insurrección cir­cunscrita al departamento Oriental, recibió 6.000 hombres de refuerzo, y confiado en su amplio y generoso sentido liberal, concedió por decreto de 9 de enero de 1869 la libertad de imprenta y abrió la mano al ejercicio de todos los derechos políticos. Pronto sufrió Dulce las ingratitudes de los que no peleaban por la libertad, sino contra la Patria. El 8 de Febre­ro escribía que la insurrección aumentaba en Villaclara y Cienfuegos, donde no funcionaban ni el ferrocarril ni el telé­grafo. Tomaron los insurrectos el pueblo de Esperanza en el Ranchuelo, y sus tropas organizadas ascendían á 3.000 hombres en la comarca de Vuelta Abajo. Dulce pedía enton­ces al Gobierno 6.00o hombres más y dinero en fuertes can­tidades para atender á todos los compromisos que á diario se multiplicaban. Quería al mismo tiempo mantener las liberta­rles concedidas, y Ayala le escribía estas palabras en los últimos días de Febrero: «Lo que hoy se ventila con las ar­mas en la mano, no son los derechos políticos, sino cuál ha de seguir siendo la nacionalidad de los cubanos.» Y á vuelta de consideraciones amistosas le invitaba á que declarase el estado de guerra y á que no hiciera ninguna concesión po­lítica mientras existiese un insurrecto con las armas en la ma­no. Todavía el 15de Marzo confiaba Dulce, á raíz de los sucesos del teatro de Villanueva, en que fue milagroso que después de proclamar la rebeldía una espectadora vestida con los colores de la insurrección, blanco y azul, no andu­viesen á tiros voluntarios y laborantes, todavía Dulce creía en la pronta pacificación de la isla, mientras que le recomen­daba Ayala una política enérgica y represiva, insistiendo el Ministro en su negativa resuelta de proceder á la elección de Diputados hasta lograr la pacificación del territorio, y nunca á la de Ayuntamientos, en distinta forma de la que tenían, hasta tanto que sobre aquella organización se resolviese. Dulce aceptó por fin la política de rigor contra los insurrec­tos y los simpatizadores de la insurrección; pero fue tarde para conservar su dominio sobre los voluntarios, y antes que entablar con estos patriotas una lucha imposible, después de los atropellos que cometieron contra personas tachadas de dudoso españolismo, tuvo que dejar Dulce el mando y vio muerto en sus manos el principio de autoridad.

Todo se recobró más adelante, hasta la paz y la tierra virgen de la manigua, tan regada de sangre española y cuba­na, merced a los inmensos sacrificios de la metrópoli y al patriotismo constante de todos los hombres públicos que se su­cedieron en el poder.

Acerca del hecho de las insurrecciones, las fechas decla­ran fallado sin apelación el pleito que ventilaron los periódicos por si fueron antes ó después de la revolución las rebeldías coloniales. La de Lares en Puerto Rico, sofocada pronto, ini­cióse el 23 de Septiembre, antes de la batalla de Alcolea; y la de Yara en Cuba, el 8 de Octubre, después de constituido el Gobierno provisional: Pirala se lamenta de que faltara Céspedes á la palabra empeñada con las Logias masónicas de no sublevarse contra la revolución; pero de este compromiso verbal y de estas obligaciones dialogadas lo extraño era, cuan­do se pactaron, que se creyese en ellas como en escritura fe­haciente.

Ayala procedió con notable y enérgica previsión en los principios del levantamiento. Apoyó á Lersundi en su mando hasta que no pudo retenerle más tiempo. Contuvo á Dulce en sus iniciativas, tan peligrosas como bien intencionadas. Se negó en los Consejos de los Ministros á que se convocaran las elec­ciones de Diputados en Ultramar al mismo tiempo que en la Península, y á él se debió que en el decreto de 6 de Diciem­bre de 1868 11amando á las Constituyentes se aplazase, sin de­cir hasta cuándo, la elección de Diputados en las Antillas. Fue el constante paladín de la integridad de la Patria, y no opuso más dilación á las reformas todas, que la ley del deco­ro, que obligaba á no ceder ante la insurrección embraveci­da, mostrando en toda su gestión aquella cautela gobernante que el experto Marqués de Miraflores aconsejaba á Martínez de la Rosa y al Duque de Rivas; otros dos poetas.

Asiduo y minucioso en los menesteres de su departamen­to, revisó los gastos y los redujo; suprimió las corruptelas con resolución decidida, y en un solo número de la Gaceta oficial aparecieron el 26 de diciembre de 1868 economizadas de una vez dietas y subvenciones innecesarias, que sumaban un gas­to anual de catorce mil duros próximamente. Firmaba sin en­terarse, que para eso entregó la Subsecretaría á su compe­tente amigo Romero Robledo, en quien adivinó pronto sus alientos políticos y extraordinarias aptitudes, y á quien tras­mitió el despacho de todos los asuntos administrativos, para dedicarse con más desembarazo á influir sobre la política ge­neral. Y á Prim, á Ruiz Zorrilla y Ayala hánme asegurado que se debieron principalmente las declaraciones expresivas que se apuntaron á favor de la Monarquía en el preámbulo de la convocatoria de las Constituyentes, en el que se afir­maba el deseo del Gobierno provisional de establecerla con, sus atributos esencial-es y de elegir un Rey que no se enten­diera electivo para el porvenir, sino elegido por las Cortes, sin duda para fundar una dinastía y dar á esta forma de gobier­no el carácter hereditario que la hace permanente, pacífica y bienhechora. Se adelantaba además en este manifiesto, que el Gobierno sería neutral en las elecciones, pero no escéptico, y claro es que no ser escéptico valía y significaba lo mismo que considerarse interesado, aunque luego después, como ya he dicho, no lo fuese bastante, en perjuicio propio y de la misma revolución de septiembre. El documento, sino mejor que el manifiesto de 25 de octubre, tímido y vacilante, é inferior de seguro como producción literaria al manifiesto de Cádiz, era más político, más gubernamental y á la sazón necesario, porque la revolución se nutrió de entusiasmos sobradamente en sus primeros días, y esta fue una de las causas de su rápida carrera y de su próximo fin.

No gustaba Ayala del quehacer burocrático y del expedien­teo; era gobernante y definidor, y el oficio cuasi manual del escritor pane lucrando ydel covachuelista le hubiera sido intolerable. Por no firmar, delegó la firma; por no escribir, dic­taba á su taquígrafo; para hablar poco, se rodeó de subalternos avisadísimos, y en aquella Secretaría del Ministerio de Ultramar se adivinaban las cifras, corrían las órdenes en abreviaturas, y el Ministro no se movía de su sillón.

No era puntual en las contestaciones á las cartas que le escribían, porque decía que esta costumbre aumentaba la co­rrespondencia de una manera extraordinaria; y en cambio se comunicaba diariamente por telégrafo ó por escrito con las Autoridades de Ultramar, y dejó en sus cartas impreso su ca­rácter, grabado su patriotismo, y con huella inmortal aquella manera de sentir que era tan suya, y como suya tan española. Las Cortes Constituyentes de la Revolución se reunieron el 11 de febrero de 1869. Cuatro años después todo había concluido. Abdicó el Rey, que no quiso defenderse; cedieron los Generales, que estimaban aquella Monarquía en lo que se puede estimar una institución que ni se hereda ni se prefiere, sino que de otra mano se recibe y de otro pensamiento se acepta, porque el Rey era Prim, y Prim había muerto; cons­tituyéronse el Congreso y el Senado en Poder supremo, más que dificultada favorecida esta revolución parlamentaria, se­gún las crónicas, por D. Nicolás María Rivero, que no logró presidir aquella Asamblea más tiempo que el necesario para que mostrase su voluntad; y de allí en adelante, quien como Ayala puso la Monarquía sobre todo, se separó de la vida pública; quien consideraba accidentales las formas de go­bierno, fácilmente pudo explicar su actitud de benevolencia para el nuevo orden de cosas; pero aquellos que lanzaron so­bre Ayala excomunión mayor porque apareció figurando en el primer Gobierno de la Restauración, debieron guardarse es­tas censuras, que también de monárquicos incondicionales presumieron ellos, y antes que Ayala volviera á mandar con la Monarquía, ellos, repito, gobernaron con la República.

Ayala, Diputado en 1869 por Antequera y Castuera, optó por la circunscripción de Antequera. Presentó la Memoria á que me he referido, y ofreció á las Cortes que se decretaría la abolición de la esclavitud, de acuerdo con los propietarios, después de vencer á los rebeldes. Afirmó la necesidad de las leyes especiales para el régimen de las Antillas, y no cerró su espíritu á ninguna reforma liberal para un porvenir más ó menos cercano.

Trabajado su ánimo por la airada oposición, y su volun­1ad solicitada para dar aquel grito monárquico que hubo de reprimir en Cádiz, de velar en el primer Manifiesto del Gobierno y de confesar con disimulos y precauciones en el preámbulo de la convocatoria de estas Cortes; llegada aque­lla noche de la gran confesión de Ayala, y aquel momento de recobrar su libertad para decir que la revolución de Sep­tiembre fue monárquica, fue obra de monárquicos, y ante su respeto y consideración podían los monárquicos exigirlo todo, salió de su casa, solo, para dirigirse al Congreso; viósele in­quieto y preocupado, y al despedirse del más íntimo de los suyos, le dijo con frase entrecortada:

-Muy pronto habré dejado de ser Ministro.

La sesión de la tarde había sido interesantísima el día 30 de mayo de 1869. Hablaron Pí y Margall, Castelar, Mata, Topete y Martos. Comenzó á las nueve de la noche la segunda parte de la sesión, después de contestar Ríos Rosas al discurso de Castelar. Y en este punto el debate, sin que una gran necesidad de partido lo exigiera, pero reclamando aquel acto la severa conciencia del orador, levantóse Ayala para emitir un voto vivo en pro de la Monarquía.

«La República, decía el Ministro de Ultramar, no es, no puede ser una consecuencia de la revolución de septiembre, sino una desgracia: afirmar la Monarquía no es defraudar ninguna esperanza legítima de la revolución; y tan no es defraudar ninguna legitima esperanza, que esta revolución no se hubiera hecho si sus iniciadores hubieran tenido la idea de manifestar claramente que su propósito era establecer la República…»

«Los que de alguna manera, en escala más alta o más baja, según la medida de sus fuerzas, contribuyeron á la pre­paración ó al triunfo de la revolución de Septiembre, tienen obligación imprescindible de intervenir en este debate para manifestar enérgicamente que nunca fue su propósito debi­litar ni menos destruir la institución monárquica; que nunca confundieron la dinastía con el Trono; que siempre creyeron que si aquélla se había hecho incompatible con la libertad, desgracia que por mucho tiempo conllevamos, el Trono, mejor ocupado, quedaría más sólido…»

«Diré toda la verdad, ya porque es el único cimiento en que puede fundarse sólidamente nuestra regeneración política, ya porque estoy muy estrechamente unido á la revolución de Septiembre, para consentir en calma que se la intente fundar sobre la apariencia, sobre la ilusión y sobre el engaño, y ya también porque no creo que haya nadie tan uto­pista, nadie que profese una fe tan ciega á las últimas con­secuencias de sus elucubraciones filosóficas, que se atreva á asegurar seriamente que el pueblo que en Septiembre, o mejor dicho, que la ínfima clase que en Septiembre apenas se inquietaba bajo el yugo de la tiranía, ya en el mes de Mayo no pueda vivir sin la forma republicana.»

«Si en este gran proceso que estáis formando á la Monar­quía nos tenéis por malos abogados, no podéis menos de reconocernos como buenos testigos; porque nosotros llamamos á las puertas de esa muchedumbre hoy tan republicana; porque nosotros sometimos su amor á la libertad á la única prueba infalible, á la prueba del sacrificio y del peli­gro. ¿Y qué fue lo que encontramos? ¿Cuál fue el resultado? ¿Qué elementos de resistencia había entonces en la Nación española? Había gran generosidad en las clases con­servadoras, indignación en la marina, valor como siempre en el ejército, paciencia en las clases ínfimas. Esta es la verdad; no edifiquemos sobre quimeras. Yo vi, señores, resueltos á sacrificarlo todo en aras de su Patria, á grandes propietarios, á Grandes de España, á títulos de Castilla, á grandes comerciantes, á grandes industriales, á escritores, á poetas, á médicos, á abogados; ¿pero y las masas? preguntaba yo. -Ya se unirán a nosotros después de la victo­ria, me contestaban todos…»

¿Qué mejor proclama, qué mejor alocución podía darse á los pueblos de Andalucía, hoy tan republicanos, que la presencia de los Generales en el castillo de San Sebas­tián?…

Llegó el momento del embarque; y me alegro encontrar tan cerca á mi amigo el Sr. Serrano Bedoya, porque fue tes­tigo y actor de lo que estoy refiriendo; llegó el momento del embarque; ¿qué ocasión más acomodada para que esas masas tan republicanas hoy dieran alguna muestra de simpatía? (El Sr. Rubio pide la palabra.)

Ni el Sr. Rubio ni nadie puede alterar en un ápice la evidente verdad de lo que estoy sosteniendo. Fui testigo presencial. (Varios Sres. Diputados de la minoría republica­na: Hay muchos que pueden negarlo.)

Llegó el momento del embarque, señores; aun me parece que estoy viendo alejarse de los muros de Cádiz al vapor Vulcano, que era el encargado de conducirlos al destierro. Allí estaba la protesta de la libertad contra la reac­ción; allí estaba el pacto de los partidos liberales; allí esta­ba la esperanza, la libertad; y yo veía que todo esto se iba alejando, y parecía que el mar se lo tragaba, y me encontraba solo en la playa, solo y en el más profundo silencio. Pero no, no era tan grande este silencio; allá, allá á lo le­jos, dentro de la ciudad, resonaban á intervalos frenéticos aplausos y grandes gritos; pero no hay que alarmarse, señores, eran gritos y aplausos con que manifestaba su regocijo en la Plaza de Toros la muchedumbre republicana. (El Sr. Orense pide la palabra para rectificar.) Hago testigos de esta coincidencia á todos los vecinos de Cádiz. (El Sr.Figueras: Pido la palabra para vindicar al partido republicano. Muchos Sres. Diputados de la minoría republicana piden la palabra.) Yo no trato de ofender al partido republicano; yo respeto aquí su representación; pero testigo presencial, tengo en estos momentos la obligación, que no eludiré, de hacer historia, y la haré.»

Las protestas de la minoría fueron indescriptibles, la con­fusión espantosa. Y Ayala, que comenzó trémulo y balbu­ciente su discurso, en estos gravísimos instantes y en medio del tumulto de las Cortes serenóse totalmente, afirmó su posición, y no habló en otra ocasión alguna con mayor au­toridad sobre sí mismo, con energía semejante y con supe­rior firmeza.

Continuaba su discurso, y

«Decía, señores, que pocos días antes de estos sucesos (y es un detalle histórico muy importante) tuvo la Autoridad militar de Cádiz que tomar algunas precauciones. E1 motivo, de puro pueril, se convierte en altamente significativo. Tra­bajaban en competencia dos toreros; los partidarios del uno y del otro se encontraban en tal estado de excitación, que todo el mundo temió un choque y encontró muy prudente las precauciones que para evitarlo se habían tomado. Ni la presencia de los Generales, ni el momento de su embarque, ni la alianza ya pública de todos los partidos liberales, mediante la cual se encontraban virtualmente en el vapor Vul­cano lo mismo el Conde de Reus que el Duque de la Torre; lo mismo los que iban á ser desterrados que los que ya gemían en el destierro; ninguna de estas circunstancias, con ser to­das tan ocasionadas á mover la ira, movió á aquel pueblo, hoy republicano, á dar la más leve muestra de sentimiento. Y en efecto, no hubo necesidad de tomar ninguna precau­ción militar, absolutamente ninguna (Agitación): lo mucho que escuecen estas palabras prueba su verdad, y á todos importa reconocerla.

La lucha entablada entre la arbitrariedad y el derecho, la lucha entablada entre la reacción y el progreso, despertó en aquellas masas hoy republicanas menos interés que el antagonismo de dos toreros. ¡Ay de la libertad, si esta glacial indiferencia hubiese penetrado también en el alma de Don Juan Topete!

No es mi propósito demostrar, ni yo lo creo, que las cla­ses ínfimas sean refractarias al principio de libertad… ¿Ni cómo he de negarle el valor ingénito á la sangre española…? Me diréis que luego se batieron al grito de la República. ¡Ah! Si pudiéramos descomponer todos los elementos de que se formó aquella lamentable resistencia; si se hiciera un aná­lisis, veríais que los unos los dio el socialismo, los otros la reacción, ¡qué pocos la libertad! (No, no, eso es completa­mente falso; en los bancos de la minoría republicana.)

Yo quiero suponer, yo lo supongo, no hay que desespe­rarse por esto, señores; yo doy por seguro que todos, abso­lutamente todos los elementos que compusieron aquella resistencia los prestó la libertad; lo doy por seguro. Pues bien, precisamente de la glacial indiferencia conque vieron despedirse de Cádiz á los Generales proscriptos, y del encarni­zamiento y ardimiento con que después mataban á los soldados de Alcolea, precisamente de esa indiferencia y de este delirio deduzco yo la falta de templanza, la falta de justicia, la falta de moderación, la falta, en fin, de todos los elementos en que puede fundarse la República…

Deliberamos en el seno de una de las Naciones más viejas del mundo.

Si grande es el poder de la idea, hay un elemento más poderoso, más permanente: el carácter de un pueblo á que han de aplicarse las instituciones que se trata de levantar; la idea cambia, se modifica, se vicia y se sustituye; el carácter, á pesar de los siglos permanece íntegro…

Dejando a un lado nuestra natural desidia, que pronto se sentiría fatigada con el enorme tributo de actividad que le exigiría la obligación de crear periódicamente el Jefe del Estado, hay sin duda en nuestro carácter alguna cualidad sobresaliente que ha hecho más fija en España la preponde­rancia de la institución monárquica que en cualquier otro pueblo. ¿Es acaso nuestra índole humilde y nuestra genial mansedumbre que nos estimula constantemente á buscar un amo, situación en que ahora nos pintan aquellos señores? La sorpresa envuelta en ira que nos produce esta pregunta, se convierte en la contestación más concluyente. Es, sin disputa, nuestra indómita soberbia, que fecunda en odios, en rivalidades, en disturbios, ha buscado un escudo contra sus propios excesos levantando la suprema autoridad de los Reyes.

Ved á los españoles en todas las ocasiones y lugares en que apartados ó exentos del yugo de la Monarquía han po­dido manifestar espontáneamente todas las condiciones y cualidades de nuestra raza: ¡qué constancia en los trabajos, ¡qué heroicos en los peligros, ¡qué díscolos é ingobernables en la victoria!

Seguidlos lejos de su patria, y veréis crecerles el ánimo á medida que se aumentan los peligros y se alejan las esperanzas de socorro; los veréis explorar mares, registrar volcanes; dominadores de razas, devastadores de imperios, ca­paces de sufrir todas las inclemencias del cielo y de la tie­rra, incapaces de sufrirse á sí mismos.

La historia de la expedición á Méjico, la famosa y me­morable expedición de los catalanes y aragoneses á Oriente, el estudio particular de los acontecimientos que se verificaron en el seno de cada una de estas colectividades españolas, exentas entonces del yugo de la Monarquía; las guerras, muertes y escándalos que tuvieron lugar en Méjico y el Perú; las encendidas rivalidades que costaron la vida á casi todos los caudillos de los almogávares; la ineficacia de todos los medios que adoptaban para evitar estos disturbios, prueban con evidencia, que ni la conformidad de la fe, ni la igualdad de costumbres, ni los vínculos de la sangre, ni la mutua conveniencia, ni el común peligro, ni las exhortaciones evangélicas, ni la hostia consagrada partida en dos y comida á medias, como prenda y testigo de la alianza entre los rivales[14]  fueron nunca poderosos, roto el yugo de la Monarquía, á contener nuestros espíritus rebeldes en los lí­mites de la templanza, ni obligarnos á prestar obediencia á los que en alguna manera podíamos conceptuar nuestros iguales.

Era necesario levantar de tal modo la persona del Monarca, que, siendo imposible la rivalidad, fuera necesaria y forzosa la obediencia. Y en efecto, no sé si un canónigo ó un fraile, sin más armas que una cédula Real, sosegó las turbu­lencias del Perú y preparó la pacífica sucesión de los Virre­yes[15] .-Berenguer de Estañol, delegado de un niño de la casa de Aragón, puso en orden á los catalanes, pacíficos do­minadores de Atenas bajo el mando y protección de los que ellos llamaban sus Príncipes naturales.

He aquí el fundamento verdadero de la preponderancia del principio monárquico, que lejos de recibir su vida de la natural tendencia de los españoles á la servidumbre, era precisamente sostenido por todas las contrarias pasiones; no era consecuencia de la humildad, sino razón de estado de la soberbia.

Hacednos más humildes y podremos ser republicanos.»

He aquí el voto vivo de Ayala en pro de la Monarquía, sentido y ferviente; y la historia de la intervención que los republicanos de Cádiz tuvieron en el alzamiento de Septiem­bre. Serrano y Topete calmaron por el momento con excu­sas á la minoría republicana, y Ayala dejó el Ministerio de Ultramar después de votado el art. 33 de la Constitución de 1869, que proclamaba la Monarquía.

Era todo lo que Ayala había podido salvar de su pensa­miento monárquico: la institución. Si algún día se va la Mo­narquía, Ayala habrá cumplido sus obligaciones con la revolución de septiembre. Pero si vuelve la Monarquía y no vuelve la Reina destronada, si lo caído no se levanta, Ayala, que fue siempre monárquico y no quiso más, sino que el Trono fuera mejor ocupado, Ayala no podrá negar su concurso á los Go­biernos monárquicos también que vengan á continuar la his­toria de España y á mantener todas las libertades públicas votadas.

E1 discurso de Ayala fue sincero, porque revolucionario de tanta autoridad no necesitaba halagar á nadie y halagó á su conciencia. En él reveláronse además aquellas constantes intuiciones de Ayala, pues era tan cierta la imposibilidad de que la desidia española creara periódicamente y con frecuen­cia un Jefe del Estado para la República, que esta forma de gobierno acabó sin haber nombrado el primero de sus Presi­dentes, y porque no tuvo Presidente, dijo Ayala que no tuvo cabeza la República española; y cuando surgieron los incen­dios de Cartagena, y allí quemaron su Constitución los federales, según la afortunada frase de la noche del 3 de Enero de 1874, y no quedaba de tanta República más elemento de gobierno que el patriotismo de un gran republicano comba­tido por todas las pasiones sueltas, y del mismo Olózaga di­jeron que se arrepentía en la tierra extranjera de haber sido antidinástico, ¿qué extraño era que quien no podía conseguir de sí mismo la indiferencia ante las desventuras de la Patria, volviese atrás la vista, y sin buscar refugio en causa alguna, creyera en la esperanza donde la había, y se mostrara dis­puesto á solicitar y prometerse y asegurar en la Restauración á todos el olvido de tanta desventura, y la garantía para el restablecimiento de tanta libertad, mermada y perdida por tanto exceso y tanta licencia?

Y volviendo al discurso. Conocido y manifiesto el efecto terrible producido por aquella magnífica oración, y no cre­yéndose bastante para acallarlo el hecho de la crisis, se re pidieron cuarenta y ocho horas después las satisfacciones á la minoría republicana, é iniciadas por el Duque de la Torre al dar cuenta de ella, declaró que la dimisión de Ayala era un homenaje de respeto rendido á la Asamblea. No hubiera sido leal el olvido entonces de los méritos revolucionarios de Ayala, y recordó el General el viaje del Buenaventura, el mani­fiesto de Cádiz, la carta á Novaliches, los parlamentos de Montoro y El Carpio, y la intervención del ex-Ministro en todo lo que hubo de grave, difícil y peligroso.

Dadas aquellas explicaciones por el Duque de la Torre, tocóle á Ayala sincerarse ante la Asamblea, sin necesidad alguna á mi juicio, habiendo ya dejado el Ministerio, y explicar un discurso que no tendrá más lunar para la historia que esta misma explicación de su propio autor. Bien estaba que se sometiese Ayala en sus aclaraciones al interés de par­tido, pero no tanto; bien que fuera considerado con los alia­dos, pero no que fuera cruel con los vencidos. Si hay algo de exagerada poesía en la vida política de Ayala, no á la ma­nera de como sienten los poetas, sino á la manera de como se pueden equivocar en la política, es esta rectificación se­guramente. No necesitaba decir Ayala que la vergüenza le sacó de su casa para ir á la revolución. Si no querían que gobernara, con entregar la cartera había hecho bastante. No era preciso que prometiera no acogerse nunca á los escombros de lo caído, porque lo caído no había de volver á levan­tarse, porque en Alcolea cayó una Reina y no cayó otra cosa, ni siquiera las divisas monárquicas del uniforme de D. Juan Prim ante el inmenso grito del Principado catalán. Bastábale á Ayala con decir, como dijo con singular galanura, que pensaba hoy lo mismo que ayer, lo mismo que en Canarias, lo mismo que en Cádiz, lo mismo que en Alcolea, lo mismo que en el Gobierno provisional; porque así lo afirmaba todo, hasta lo que vio en Cádiz, hasta lo que oyó desde la playa, hasta lo que dijo en su discurso para dar un voto vivo á favor de la Monarquía.

Y aquellas palabras, que eran suyas, y como todas reflexi­vas, aquella desproporción entre las satisfacciones dadas y las debidas á la Asamblea, aquellos desagravios excesivos en quien no pudo agraviar por otra razón que por nobles fran­quezas y altas confesiones, aquellas censuras á lo caldo, cuan­do no las reclamaba más que la pasión del interés ajeno, aquellas explicaciones no se le han recordado nunca por sus detractores, siendo ellas mismas lo que más podía separarle de la Restauración.

De todos modos, ya quisieran cuantos han influido de tal manera en la política de su país no tener que arrepentirse de otras cosas que, de alguna frase, ni siquiera de algún discurso, jamás de ningún acto; y si esto fuese general y repetido, po­dría afirmarse que era este país el privilegiado suelo de los más firmes caracteres y de los más consecuentes gobernantes y Ministros.

Después de estas declaraciones póstumas, de estas ple­garias últimas para la reconciliación de los espíritus, todo quedó en paz, y Ayala fuera del Gobierno.

El alma de la conspiración fue la primera víctima después del triunfo. Sucede siempre que se abre la válvula de los arrebatos, que menos los pueden contener los primeros que les dieron suelta. Y esta amargura que la impotencia de re­frenar la acción creada en los límites que se desean no hace mella en el corazón interesado, la deja profunda en el cora­zón generoso. No se enmiendan los que ganan en el desas­tre, sino los que se equivocan, los que yerran, los que fra­casan. ¿No será, por lo mismo, alguna vez o muchas en el mundo, la inconsecuencia política, el natural efecto de una grande, intensa, desesperada amargura? ¿Por qué lo han de explicar todo la informalidad y la codicia en una raza caba­lleresca y desprendida esencialísimamente?

La revolución de septiembre utilizó la pluma de Ayala, el carácter de Ayala, el valor de Ayala, el patriotismo de Ayala. Sacrificó por ella su salud, a riesgo su vida, dióle su inteligencia, que antes producía sólo para su gloria; sus vigilias, su palabra, su corazón, sus amores dinásticos, todo.

Aunque todo se lo debiera Ayala á la revolución de Se­ptiembre, acabadas por ley providencial las manifestaciones propias de aquel alzamiento, no podía tener en el porvenir más derechos sobre Ayala ni la misma revolución de sep­tiembre.

VII

Votos políticos de Ayala. -Ayala en la Academia Española. -Calderón, según Ayala. -Otra voz Ministro. -La política, ultramarina, de Ayala. ­ Discusiones en el Congreso y en el Senado-El primer voluntario. Del epitafio de Dalce. – La conducta personal de Ayala-Situaciones políticas azarosas. -Dos manifiestos. -Ayala se retira, de la vida polí­tica. -Los republicanos contra la República. -Los conservadores de la revolución. -La creencia política fundamental de Ayala.

Separado Ayala del Ministerio, cumplió sus deberes de hombre de partido con aquella lealtad y disciplina ejempla­res que fueron siempre las primeras convicciones de su política. Votó la Constitución de 1869, la Regencia del General Serrano, la suspensión de las garantías constitucionales como suprema necesidad de gobierno, y la obligación del juramento del Código fundamental del Estado para poder optar á los destinos públicos; que tanta era la defensa que la revolución necesitaba para vivir antes de haber llegado á constituirse con la votación del Rey.

Abandonadas sus aficiones montpensieristas, Ayala votó á Don Amadeo de Saboya; y nombrado para formar parte de la Comisión que le ofreciese la Corona, se excusó de hacer el viaje á Italia, fuera por un último respeto guardado al Duque de Montpensier, ó por su natural aversión á pisar más tierra que la española, pues solas dos veces quebrantó este propósito, la primera acompañando á ilustres condenados á muerte hasta más allá de la frontera francesa después del 22 de Junio de 1866, y la segunda desterrado á Portugal en 1867.

Aquel año de 1869 pasó sin otros accidentes en la vida de Ayala; y el día 25 de marzo de 1870 logró uno de sus más nobles y legítimos anhelos, ingresando en la Academia Española para cubrir la vacante de D. Antonio Alcalá Ga­liano. No fue sólo ambición justa lo que Ayala satisfizo en aquel acto solemne, sino además dictado imperioso de su vocación literaria al elegir con total acierto para tema de su discurso el examen del teatro de Calderón y al realizar su propósito felicísimamente.

No agradecía la elección con las frases corrientes en estas disertaciones, fingiendo una modestia mejor supuesta que sen­tida en la generalidad de los casos, y se expresaba Ayala de este modo:

«Gustoso me detendría á manifestar cuánto excede el premio al merecimiento, y cómo habéis antepuesto la benigni­dad á la justicia; pero debo ser muy parco en este punto, porque una vez designado por vuestros votos, no me parece la mejor manera de corresponder á vuestros favores empeñarme en convenceros de injustos; y porque siendo además costumbre en todos vuestros ilustres elegidos comenzar sus primeros discursos con estas ó semejantes palabras, temo que llegué á pareceros rutinaria la gratitud y sospechosa la modestia. »

Al mismo tiempo declaraba que no haría el juicio ni el panegírico de Galiano, porque «si daba exclusivo lugar á la alabanza, parecería que con sobornada benevolencia le agradecía el puesto que le dejó vacante, y si emitía libre el juicio, la justicia misma, ejercida en el propio sitio que antes ocupara Galiano, no podría menos de sonar como atrevimiento y desacato. -Rindió, sin embargo, el merecido, tributo á la memoria de tan esclarecido personaje.

               Llamaba Ayala á Calderón el más legítimo representante de la índole y tendencias del teatro español, el dictador de sus leyes más generales, el ingenio milagroso que en medio de los grandes poetas de su tiempo

«el cetro adquiere

que aun en sus manos vigorosas dura.»

No han dicho más los que después han llamado á Calde­rón el símbolo de su raza. El sentimiento caballeresco, el sentimiento cristiano y el sentimiento nacional de la época, tan fielmente retratada en el teatro de Calderón, fueron el asunto de todo el discurso.

«Era imposible al gran poeta dejar de ser español ni por un momento, escribía Ayala. Y cuando invade nuestro teatro una literatura dramática atolondrada y raquítica, que unas veces frívola y sin ingenio nos roba el tiempo sin producir deleite ni enseñanza, y otras al sentir la frialdad de su pobreza se finge honrada y católica, y sermonea y lloriquea para conseguir la limosna del aplauso, surge espontáneo en nuestra memoria el dueño de las grandes riquezas, el padre de los grandes efectos teatrales, el que siendo de veras católico y honrado, creyó que para animar la escena necesitaba además ser inventor y poeta. Y en fin, cuando dentro y fuera de España hormiguean en el campo literario tantos mendigos de aplausos, famélicos de publicidad, que embria­gados del amor que se profesan, nos refieren minuciosamente los detalles más nimios de su vida, como asunto el más interesante á las presentes y futuras generaciones, fatigan la fotografía y visten las esquinas con sus estampas, y pródigos de sí mismos nos brindan con su persona en todas partes; nueva y peligrosa epidemia que tiende á rebajar el carácter de los cultivadores de las letras; naturalmente se levantan los ojos á aquel varón magnánimo y constante, más olvidado de su persona y de sus obras que lo que á la gloria de España convenía, cuya cristiana modestia permaneció inalterable en medio del favor de tres Monarcas, del aplauso de todas las Naciones y de la veneración de todo un siglo, y que si una vez habló de sí mismo, fue para mandar en su testamento que lo llevaran á la sepultura con el rostro des­cubierto, para desengaño de las miserias y vanidades del mundo.»

Era el teatro para Ayala la síntesis de la nacionalidad, y exponía su concepto con estas frases:

«Es el teatro, en todas las Naciones que han llegado al pe­ríodo de su virilidad y á la completa aplicación de sus prin­cipios constitutivos, la exacta reproducción de sí mismas, la síntesis más bella de sus afectos más generales. De tal manera el teatro ha sido siempre engendrado por la fuerza activa de la nacionalidad, que allí donde ésta se debilita y se extingue, aquél vacila y desaparece.

Sobrevivirán grandes filósofos, grandes líricos, grandes historiadores, grandes artistas; de seguro, ni un autor dramático. Pudiera citar varios ejemplos; básteme uno. Recordad á Italia, ensangrentado campo de la contrapuesta am­bición de españoles y franceses; el tibio amor que aun con­serva á su nacionalidad, la impide ser francesa o española; su falta de energía no la consiente ser italiana. Pues en este período de sobresalto, de indecisión y de mudanza, produ­jo, sin embargo, escultores que convirtieron la piedra en símbolo eterno de lo bello; pintores cuyos lienzos reproducen viva la divina mansedumbre de Cristo, la ternísima an­gustia de María; poetas que enriquecieron sus versos con los encantos de la naturaleza, los tesoros de la fantasía, las penas y delicias del amor y las altas empresas de las almas cristianas; filósofos; en fin, que con mirada profunda, si bien siniestra, penetraron las sombras más oscuras del alma. ¿A qué citar nombres que ya habéis recordado? La pintura, la escultura, la historia, la poesía lírica y épica le fueron familiares; débil y estérilmente intentó la dramática. Siendo, como he dicho, el Teatro la síntesis de la nacionalidad, no parece sino que aquellos pueblos que viven descontentos de sí mismos rehúsan el espejo que los reprodu­ce… Ningún autor dramático abstraído de su época ha po­dido jamás animar la escena y promover el aplauso de sus contemporáneos. Todo lo dicho se hará evidente si observamos que á los ingenios atléticos más humanos que nacio­nales y más bien armónicos con todas las épocas que exclusiva expresión de una sola, la misma fuerza de su indivi­dualismo independiente, que les ha inspirado obras inmortales, les ha impedido sostenerse con gloria en el Teatro.­ Cervantes, Quevedo y Byron nos ofrecen su ejemplo y tes­timonio.»

«…Era la religión el resorte más eficaz de la patria de Calderón; y. á la fe religiosa consagra sus afectos más ínti­mos, sus meditaciones más profundas y las flores más delica­das de su fantasía.»

Poeta de tantos anacronismos jamás desvariaba en pun­tos del dogma; exponía como gran teólogo la verdadera doctrina, y después se dejaba llevar en los lances caballerescos de sus dramas á impulsos del torrente de la opinión. Y dice Ayala:-«Era demasiado español para no incurrir en este. gallardísimo defecto.»

«E1 ardiente espiritualismo que le caracteriza -continuaba diciendo Ayala- le ha granjeado la indiferencia de todas las almas que aguardan para conmoverse el aviso de los sentidos; y la triunfante aparición del romanticismo español en el siglo actual fue una batalla que, como el Cid, ganó Cal­derón después de muerto. Muchos son sus imitadores, todos sus favorecidos. El alma es de su tiempo; la forma parece inspirada por el presentimiento de los futuros.» De tal manera juzgaba Ayala á Calderón. Más que nadie le admiraba, porque mejor que nadie le comprendía. Si algo supo Ayala con todo el dominio de su inteligencia, fue Calderón y fueron sus comedias. Después la opinión unánime y la fama literaria han hecho de Calderón y Ayala algo muy parecido, muy semejante al padre y al hijo, al creador y al continuador de las mismas glorias, y al propietario y al he­redero de los méritos análogos.

La Academia Española el 25 de mayo de 188 o no en­contró mejor tributo que ofrecerá la memoria de Calderón de la Barca en las fiestas del Centenario, que leer en sesión solemne el discurso de Ayala á que acabamos de referirnos, lectura que dio magistralmente el ilustre Alarcón. Y recor­damos ahora una frase popular que se hizo célebre cuando para honrar también la memoria de Calderón se estrenó en Sevilla La mejor corona, loa de Ayala en colaboración con todos los poetas andaluces, y pensamiento, idea y composi­ción del mismo Ayala. -Se dijo entonces que siempre las honras de los muertos las hacían los herederos.

Los conceptos sobre la Monarquía española que Ayala expuso en este discurso académico, son los que ya conoce­mos desde su última oración parlamentaria; y el efecto producido á la sazón por este admirable estudio fue tan grande como justificado. Su estilo oratorio vigoroso y amplísimo; la originalidad de sus conceptos; aquella luz de su inteligencia que, como su mirada, todo lo penetraba y lo iluminaba todo, son los méritos de esta prosa hermosísima, limpia de frases inútiles y exuberante de grandes ideas.

Volviendo á la política. – El tiempo que transcurría era el mismo; pero la revolución de septiembre avanzaba á su fin con más funesta rapidez que á su constitución definitiva. El General Prim, el General de la revolución, fue asesinado el 27 de diciembre de 1870, antes de que pisara el suelo de la capital de la Monarquía el Rey Don Amadeo. Pedíase á las Cortes la aplicación de la ley de orden público, y comenzaba la Monarquía democrática con los más tristes comienzos y los más fatídicos augurios. En tanta zozobra, con tanto peligro, creciente y airada la opinión republicana, bajo aquella opi­nión latente y organizada la demagogia, a la par conspirando los absolutistas, del otro lado de los mares más ardiente la insurrección de Cuba, ya no eran los hombres de pensamiento los más necesarios al frente del Gobierno, sino los hombres de corazón, que respondieran con su personal autoridad de la defensa de la revolución, y con su propia vida de la vida del Rey. De ella respondió Topete cuando, reformado el Ministerio, volvió Ayala al departamento de Ultramar, y de­claraba como Presidente interino en plena Asamblea no en­contrar fórmula mejor para definir la actitud leal del Gobierno á la obra revolucionaria, que el hecho de encontrarse entre Ayala y Sagasta al frente del poder.

Es la vez segunda que se encomienda á Ayala la direc­ción de la política colonial después del fracaso de la política reformista de sus antecesores; y digo fracaso, porque la insurrección de Cuba se mantuvo potente. Ni porque Ayala volviera al Ministerio había de acabarse la guerra; pero la noticia de su vuelta produjo sincero entusiasmo en la isla de Cuba y entre todos los elementos leales.

Había Dulce regresado á la Península, obligado por la su­blevación de los voluntarios, después de aquel desbordamien­to separatista con que respondieron á las concesiones liberales los enemigos de España, después de aquel espantoso abor­to de sesenta periódicos hostiles á la metrópoli, de aquella propaganda de las mujeres insulares, que no usaban para los vestidos otros colores que los de la independencia ni otro adorno que la estrella de cinco puntas, después de la suble­vación en la Universidad de la Habana por el nombramiento de un bedel español, y de las descargas que sufrían los que se apoderaban de los depósitos de las armas destinadas á la insurrección[16] había Dulce, digo, regresado á España des­pués de aquel acto de valor temerario en el balcón de la Capitanía General, donde sabido es que le apuntaron con armas cortas los voluntarios, é hizo despejar su sitio, quedóse solo y encendió un cigarro para que no equivocasen el blanco sus enemigos; audacia peligrosísima, que fue, después de todo, la mejor de las precauciones; porque conocido su arrojo, nadie osó atentar contra su vida; y el General Caballero de Rodas, que sucedió á Dulce en la propiedad del mando, hizo cuanto pudo para restablecer el principio de autoridad, que estaba por los suelos, sin conseguir tanto como deseaba; y el Conde de Balmaseda, que contuvo la insurrección en donde podía dominar, sin consentirle más progresos, fue investido por Ayala de extraordinarias facultades para combatir sin tregua á los enemigos de la Patria. Fijóse un plazo Balma­seda para vencerlos; no logró realizar sus propósitos, y re­gresó á España seguro de haber cumplido con su deber, sin la fortuna que esperaba, desgraciadamente.

Desde el mes de febrero hasta la caída del primer Go­bierno de Don Amadeo, presidido por el General Serrano, después de la breve interinidad del Contraalmirante Topete, Ayala mantuvo una activa correspondencia con el Intendente Alba sobre los asuntos económicos de la isla de Cuba. Dis­puso el arriendo á españoles de los bienes embargados, pre­viendo que algún día habrían de ser devueltos á los rebeldes. Defendió en este asunto con energía la intervención del Go­bierno mandando que se hicieran públicas cuantas disposicio­nes procedieran de la Autoridad, para que la mucha luz di­sipase todas las sombras, y destinó el Ministro lo recaudado á la extinción de la deuda, á las indemnizaciones y al bien de la isla, no pensando jamás en favorecer con aquellos rendi­mientos la más holgada marcha del Gobierno. Tuvo á raya á los empleados prevaricadores y á los que para el fraude los solicitaban, y era el ídolo de los españoles en Cuba. Hoy mismo se pronuncia allí su nombre con veneración por sus admiradores, y con respeto por los mismos que fueron hos­tiles á su política.

Reunidas el 3 de abril de 1871 las Cortes de la Monar­quía democrática, representó Ayala el distrito de Fregenal. En la sesión del día 5 del mismo mes fue Ayala invitado por el Diputado tradicionalista Vildósola para que desmintiese que se trataba de vender la isla de Cuba por unos cuantos mi­llones, rumor acogido por la prensa de Nueva-York; y Ayala contestó que iba á sepultar la calumnia diciendo que las posesiones españolas ultramarinas tienen por precio la sangre que hay que derramar en campo abierto para vencer al ejército, á la marina y á los voluntarios, lo mismo insulares que peninsulares, que han tomado las armas resueltos á perderlo todo, menos la honra.

Declaró repetidas veces en el seno de aquellas Cortes que no era partidario del statu quo en Ultramar; y trabajado el Gobierno por intestinas luchas, y la mayoría por el afán de dividirse en dos partidos, días antes de la ruptura de la con­ciliación planteóse un amplio debate en el Congreso acerca de la política ultramarina, y formuló Ayala todo su pensa­miento frente á las censuras de los autonomistas.

La proposición que produjo el debate, defendida por La­bra, pedía que el Congreso declarase su desagrado por los graves ataques que sufría en Cuba el principio de autoridad y por la inobservancia de las disposiciones dadas para llevar á Ultramar el espíritu de la revolución de septiembre.

La Cámara estaba al lado del Ministro y no recibió bien aquellas censuras. Ayala amparóse en el sentimiento del Congreso, y lo recogió como escudo para su defensa.

«No he de ir á lo desconocido -decía- porque si detrás de la aventura estuviese la pérdida de la isla, la conquista de nuestros derechos sería á aquella costa ignominiosa. Tampoco negaba las reformas, pero afirmó la necesidad de todos los acomodamientos de la templanza, y discutió la oportunidad de plantearlas, porque ante una guerra civil, lo esencial es el procedimiento para salvar todas las causas justas.»

Combatió la autonomía, porque la autonomía supone el protectorado, y no éramos bastante fuertes para poder aspi­rar á aquella política.

Recordó su respeto á cuanto se había decretado en sen­tido liberal, y examinando la influencia de los Dominicos en Filipinas, declaraba que antes abandonaría el Ministerio que consentir contra ella el menor atentado, porque reformada la España con novedades que nadie exigía, y debilitado aquel instrumento de gobierno, podría ocurrir que tan fácil como era de gobernar aquel Archipiélago, sería fácil de perder con las reformas, é imposible de reconquistarlo con las armas.

El desestanco del tabaco, decretado por León y Castillo más tarde, se estudió en el tiempo de Ayala; mejoró el precio de aquella importantísima producción; dio pasos de gigante la instrucción pública, y aumentó la población considerable­mente en los’ dos primeros años de aquella política; porque con las reformas y sin las reformas, en las columnas de la Ga­ceta no hicieron la misma política todos los Ministros; pero en las posesiones de Ultramar, en América y en Oceanía, la política iniciada por Ayala en 1868 fue la política permanen­te.-Todo lo que debía llegar ha llegado; todas las reformas que debían hacerse se han hecho, pero más tarde, y en el tiempo para el que las aplazaba nuestro gobernante. Yo quería ser, dijo Ayala en este debate, el que emancipara los esclavos, porque amo la gloria como poeta, pero más amo á mi Patria, y en mí es más poderoso el estímulo del deber que el estímulo del aplauso. Al mismo tiempo que recibí la noticia de la insurrección de Cuba, tomaba posesión del Ministerio de Ultramar; ¿cómo añadir el problema social con sus inmensos conflictos, á las naturales perturbaciones de la guerra?- Si abandoné mi propia gloria por acudir á la defensa del territorio; si fui tímido en la reforma para ser enérgico en la guerra; si abandoné un magnífico proyecto por cumplir un deber amargo, pero deslucido, pero tanto más sagrado cuanto más silencioso; si por esto merezco censuras, yo abandono confiado el juicio de mi conducta á todos los hombres que tengan algún amor al suelo en que han nacido. Yo quiero ultimar la abolición sin carácter de violencia contra nadie, dado el buen espíritu de los propietarios. Violentamente sólo la han hecho la Asamblea francesa del 92 y Lincoln en los Estados del Sur. Y esta medida que fue decretada por Lincoln como triste y dolorosa, aun perjudicando á sus enemigos, ¿vamos á decretarla ahora como violencia contra los defensores de la integridad de la Pa­tria?

Ya está resuelta aquella magna cuestión; pero hoy se pue­de apreciar por lo mismo y con juicio exacto el gran sentido político de Ayala, que más que orador, con serlo tanto, fue todavía Ministro excelentísimo en esta polémica.

La Cámara le aplaudió unánimemente. La proposición de censura fue retirada por sus propios autores, y declararon no haber sido otro su propósito que el de suscitar aquella alta discusión. No negó Ayala, repito, una libertad; no condenó una sola reforma; no exigió la renuncia de nada, ni á su partido ni á la democracia; no pidió más que una tregua, ni fijó más que un plazo: el fin de la insurrección. Todo para después, y nada en el ínterin. Entregarse, ceder á los rebeldes, nunca. Vencerlos primero, perdonarlos después, otorgarles luego los mismos peninsulares derechos bajo la enseña de la Patria co­mún, esa era toda la política de Ayala, y ese el secreto de haber sido, mientras los revolucionarios no se dividieron, el único Ministro de Ultramar de la revolución de septiembre y el primer Ministro de Ultramar de la Monarquía restaurada.

De Cuba recibió el mayor de los honores que podía otor­garle su partido: recibió el nombramiento de Primer volun­tario.

La misma política que Ayala defendió en el Congreso, vióse obligado á defenderla en el Senado, ante censuras en­teramente contrarias, ante juicios esencialmente conservadores, y fue su triunfo parlamentario tan señalado como el del Congreso, pues la oposición conservadora no hizo más que coincidir con las opiniones de aquel Gobierno. Ayala afirmó, sin embargo, que no estaba dispuesto á satisfacer por com­pleto ningún principio absoluto, y sí á mantener bajo las Au­toridades legítimas la subordinación de los mismos volunta­rios, porque hecha la independencia de Cuba por el triunfo de los rebeldes ó por la insurrección de los leales, el mismo hubiera sido el fatal resultado, pues si vive Cuba, exclamaba., un mes independiente de España, no vuelve Cuba á ser española jamás. Y dedicó aquella tarde un sentidísimo recuerdo al General Dulce, de quien dijo que vuelto á la Península, no quiso defender su conducta en la gran Antilla, porque la defensa exigiría el menoscabo del prestigio de los voluntarios, y murió deliberadamente indefenso, silencioso y resignado por la Patria. -No podía tener mejor epitafio el ilustre General.

La conducta personal de Ayala fue desinteresadísima para su gloria en aquellos Ministerios azarosos. Resistió su natural inclinación de poeta á la popularidad y á los halagos de la muchedumbre con verdadero heroísmo, y sacrificó todas las ansias del aplauso á todos los sinsabores del más estricto cumplimiento de sus deberes. Sus discursos no eran de com­bate, sino de doctrina. Convencido de su razón; nadie con­sideraba más á su adversario; convencido de sus energías, nadie fue más cortés que Ayala en todos los combates del Parlamento.

Después de tan señalados triunfos, aquella situación po­lítica, que no tenía otras dificultades mayores á la vista, pa­recía eterna; pero ahondando las divisiones, trabajando á la mayoría parlamentaria el interés de los dos partidos, rom­pióse la conciliación revolucionaria, y el 24 de junio de 1871 cayó el Gobierno y formóse el primer Ministerio radical, pre­sidido por Ruiz Zorrilla. Tampoco duró mucho esta situación.

El 2 de octubre de aquel año se reanudaron las Cortes. Sagasta derrotó al Gobierno imponiendo su candidatura para la Presidencia del Congreso frente á la candidatura de Rivero, y á consecuencia de este suceso se constituyó el Minis­terio Malcampo. También la vida de este Ministerio fue breve.

La lógica impuso una situación Sagasta, y este Gobierno en el mes de enero de 1872 disolvió las Cortes el día 24. Reuniéronse las nuevas el 24 de abril, y volvió Ayala á ser elegido Diputado por Fregenal. E1 Ministerio Sagasta duró tan pocos días como los anteriores. Aquel expediente famoso de la transferencia de los dos millones, hecho pú­blico con una candidez sin igual y sin precedente, compro­metió la honra política de aquellos ministros, tan inocentes a como inadvertidos, y el Ministerio Sagasta cayo el 22 de mayo de 1872.

Sucedióle el Gobierno presidido por el General Serrano, y entonces fue Ayala nombrado otra vez ministro de Ultram­ar. E1 estado de su salud era pretexto suficiente para excusarse de aceptar la cartera; y la existencia brevísima del nuevo Gobierno, grande satisfacción para Ayala, que le per­mitió permanecer en su pueblo natal, donde se encontraba por aquellos días. El Rey se negó á suspender las garantías constitucionales, que consideraba necesarias el Gabinete, y cayó el Gobierno último del Duque de la Torre.

Todo era pasión, intransigencia y odio entre los revolu­cionarios, verdaderamente fuera de tino. No se combatían tanto como se deshonraban. La oposición no era de partido á partido, sino de vencidos á vencedores, y no hacía más que negarlo todo el que caía, para atentar á todo si no se levantaba. Las responsabilidades eran de todos al mismo tiempo, y aquella funesta política electoral sin dirección, frente á las arrogantes fuerzas republicanas y á las disciplinadas huestes carlistas, convertía á los enemigos de la legalidad, ó los ha­bía constituido, mejor dicho, en árbitros de la gobernación del país y del Parlamento, para hacer las crisis tan fáciles como difícil la solución de los conflictos. Parecía la revolu­ción de septiembre el barco que naufraga y se hunde, sin otro lugar seguro que el frágil asiento más elevado del poder, y no se luchaba por el honor para alcanzarlo, sino por la ne­cesidad para salvar la vida. Y la revolución de septiembre no ha naufragado, y lo que las olas revolucionarias devoraron y barrieron no fueron las ideas ni la significación del alzamien­to, sino la autoridad, la fuerza y el prestigio gobernante de los mismos revolucionarios.

E1 último Ministerio de Ruiz Zorrilla, organizado el 28 de junio de 1872, convocó Cortes nuevas, que se reunieron el 25 de septiembre del mismo año. En estas elecciones fueron derrotados Ayala, Cánovas del Castillo, Nocedal, Sagasta, Aparicio y Guijarro, Ríos Rosas y Topete. Fueron inspiradas las elecciones en un sentimiento suicida: en el exterminio de los conservadores. No podía abrirse más rápida pendiente ni más derecho camino para ir á la República. Aquellas mis­mas Cortes la votaron; aquel mismo Congreso, auxiliado ó impelido por el Senado, cambió la forma de gobierno.

Ayala se retrajo totalmente de la vida política, después de redactar dos manifiestos: el del partido constitucional á la caída del General Serrano, enérgica protesta contra la política electoral del Ministerio Ruiz Zorrilla, y amarga adver­tencia al Trono en nombre de unas Cortes antes disueltas que oídas,» y el de la Liga nacional contra los anuncios de una impremeditada y arriesgadísima política en Ultramar, que firmaron todos los partidarios de la Monarquía, contra los que pronto, aunque monárquicos entonces, habían de proclamar la República. Y cumplidos, con la redacción del primer do­cumento un deber de partido, y con la del segundo un imperioso mandato de su conciencia, Ayala desapareció de la arena política y del campo de los combatientes.

Pronto fue un hecho la República española, inexperta y contagiada de los mismos errores de la revolución de Sep­tiembre. También los Gobiernos republicanos, y el primero homogéneo, sobre todos, en el que figuraban Figueras, Cas­telar, Pí y Margall y Salmerón, se resintieron de la falta de pensamiento único y de voluntades acordes, y de sobra de Ministros semejantes en popularidad é influencia.-Ni para  sostener á Figueras, á quien faltó entereza, ni para sostener á Pí y Margall, á quien faltó previsión, ni para sostener á Salmerón, á quien faltó el arte del gobierno, estuvieron jamás unidos los republicanos.-Sólo se concertaron para de­rrotar á Castelar cuando al frente de un Ministerio pene­trado de sus deberes, comenzaba á restaurar la Patria. Y murió la República a manos del Capitán General de Madrid, con el aplauso de todo el mundo. Digo mal; murió la Repú­blica en la republicana conjuración parlamentaria que dio por fruto la votación de la noche del 3 de enero de 1874.

Otra vez el partido conservador revolucionario compar­tió el mando con los radicales. Otra vez los unionistas gober­naron con el Duque de la Torre. La revolución había acabado, y Ayala no tenía cosa que hacer con aquellas interini­dades republicanas. Sucederá más adelante que los que con aquella República ó en nombre de aquella República go­bernaron, censuren á Ayala porque vuelva á ser ministro con la Monarquía; sucederá que los mismos censores sean tam­bién después ministros con la Restauración; y entretanto Ayala, posesionado ó no posesionado de la absoluta verdad, pero al fin sinceramente convencido, seguirá creyéndolo todo posible con la Monarquía; pero con la República, ni la Patria. –

VIII

El primer grito en favor de D. Alfonso de Borbón. -El pecado de Ayala. ­ Política de la Restauración. -Cómo vivía Ayala. -Uno que sabía más que Moreno Nieto, la cabeza de Emilio Arrieta, y el epitafio de Ayala. ­ Primer Gobierno de la Restauración. -Guerra civil acabada. -Ayala en el Ministerio-El discurso do la Corona. -Ayala liberal-conser­vador.

Liquidados los compromisos de Ayala con la revolución de septiembre, votada la República, suspendidas las liberta­des, ardiendo la guerra separatista en Cuba, la guerra civil en media España, y poco menos que la guerra cantonal en la otra media, cuasi todo el mundo vivía sin esperanza de tiempos mejores. Milagro fue que no volviéramos al absolu­tismo por el camino de la licencia, aun siendo tan temido el desenlace, porque no estaba fuera, sino dentro de la misma lógica de los sucesos. No había más salvación para la liber­tad que la restauración de la Monarquía constitucional y parlamentaria. En el fondo de las conciencias esta era la solu­ción preferible; pero la soberbia hacía que muchos la nega­ran; en otros sostenía la negativa el miedo, y en otros el úl­timo tributo ofrecido á sus propias exaltaciones y arrebatos. Tampoco faltaban defensores de interinidades y mantenedo­res de situaciones que prolongaran determinadas influencias indefinidamente. Pero la opinión pública era en absoluto con­traria á la política anónima; quería la restauración borbónica y quería á D. Alfonso XII. Por lo mismo, su vuelta á España fue un suceso tan fausto y tan celebrado por todas las gentes, que los testigos presenciales de aquél y de los anteriores de la revolución afirman no haber sido en caso alguno imagina­do ni semejante el regocijo entusiasta que despertó el ad­venimiento del Rey.

Votada la República, el primer grito en favor de D. Al­fonso de Borbón y Borbón se dio en el Círculo Victoria de la calle del Clavel, donde se congregaban los ex-ministros conservadores de la revolución, por Romero Robledo y sus ami­gos. Aquella fue la señal de una serie de disidencias en el propio partido. Aceptados por Cánovas del Castillo los po­deres de D. Alfonso, primero Elduayen y después Ayala se pusieron á sus órdenes, y desde aquel momento tuvo la Res­tauración por defensores suyos á los tres ex-ministros de Don Amadeo de Saboya que representaban el más activo ele­mento de la unión liberal revolucionaria.

No hemos de narrar aquellas desdichas que se sucedie­ron sin paréntesis durante los primeros Gobiernos republica­nos; aquel asalto á la Plaza de Toros y á la Comisión permanente de la Asamblea que votó la República; aquella vida infeliz de los radicales perseguidos, que á punto de perderla estuvieron Martos, Figuerola, Echegaray, Sardoal y tantos otros; la formación de la Milicia roja; las batallas de los ca­ciques de Andalucía; las extrañezas de los Ministerios canto­nales; la indisciplina militar espantosa, y tanto, que el Gene­ral Pavía acometió á los federales andaluces sin tener el convencimiento de que uno solo de sus soldados le obede­ciera, no confirmándose sus temores en aquella victoria ines­perada, que produjo en el ánimo de Salmerón, entonces Pre­sidente del Consejo de Ministros, el asombro de contar con unas cuantas compañías subordinadas, y le hizo prorrumpir en esta exclamación patriótica:-¿Ya tenemos ejército!

Y por si esto no bastaba, surgían á diario las complica­ciones internacionales; el mismo Gobierno declaraba piratas á los barcos españoles; Cartagena resistía un sitio de sesenta días, y no pasaba la autoridad de los ministros de la Puerta del Sol y calles adyacentes.

Inicióse más tarde una reacción necesaria, salvadora, na­cional, y al devolver Cástelar sus cañones á los artilleros, y su consideración y respeto á la Iglesia, y su vista á los desastres de todas las guerras, fue derrotada por los mismos repu­blicanos esta política de defensa de los intereses sociales, y la guarnición intervino como el instinto popular presentía, disolviendo el Congreso de los Diputados el 3 de enero de 1874. No podía retrasarse la constitución de un estado de co­sas definitivo. Cualquiera de las soluciones de continuidad que se imaginaban eran estériles., La dictadura no hubiera tenido autoridad. ¿Qué dictador podía salir de la plana ma­yor de los revolucionarios que habían dejado perder en sus manos los intereses de la revolución de Septiembre? Un sete­nado á lo Mac-Mahón era el pensamiento de una tertulia, pero de ninguna manera la solución nacional. No estaban gastadas las ideas; estaban gastados los hombres. Había que ser liberales, pero había que ser hombres de gobierno. La Patria agonizaba sin la Monarquía; iban á sucumbir las liber­tades públicas frente al carlismo, porque ningún gran senti­miento las amparaba, y si aun había ilusos que aspiraban á sostener aquel estado de cosas indefinido, su entusiasmo sin calor no podía contagiar á nadie, su convicción sin funda­mento no podía persuadir á ninguno, sus ilusiones sin espe­ranza no podían prosperar en la opinión pública, declarada á favor de la Monarquía legítima.

Y hemos llegado al gran pecado de Ayala, á su acepta­ción del Ministerio de Ultramar en el Gabinete-Regencia y en el primer Ministerio de la Monarquía restaurada.

Quien no quiso nada con la República, quien no pudo ser indiferente á las desdichas de su Patria, quien abrió una solución de continuidad para sus ambiciones de mando si las te­nía,-ya que no para las obligaciones de su patriotismo, que éstas sí que lo dominaron siempre,-desde que se extravió la revolución hasta que se hizo necesaria la única Monarquía, la única dinastía, el único Rey posible; quien contuvo como nadie los progresos de la guerra separatista, y como ningún otro fue popular y querido entre los elementos españoles de Cuba, y quien era personal encarnación y patente garantía – para los revolucionarios, de perdón y de olvido, de libertad y de conciliación, de la política en que fundó Cánovas del Castillo todo el reinado de Don Alfonso XII, ¿con qué razón, con qué derecho, por qué recelos, temores, consideraciones ni excusas podía sustraerse, no á las solicitudes de su gran amigo, no tampoco á la defensa de una institución histórica por él ensalzada, menos á la aceptación de honores distin­guidos, sino á la irresistible fuerza de su voluntad y á la que­rida vocación de su conciencia?

No hay que examinar aquí todos los grandes éxitos de aquella política. Pero sí pregunto: ¿qué ministro de 1a revo­lución, Ruiz Zorrilla aparte por su actitud intransigente preferida, qué ministro monárquico de la’ revolución ha dejado de volver á serlo, ó de ser algo más, durante los años que van trascurridos de la Monarquía restaurada? ¿Quién que sir­viera á la libertad y á la democracia monárquica en los altos cargos del Estado durante la revolución de septiembre, no ha prestado á sus convicciones los mismos servicios durante la Restauración? Yo creo que nadie. Pero si alguno quedase, más que por su propia voluntad, habría dejado de prestarlos por las interiores necesidades ó conveniencias de su partido. Esta es la historia. Desde Ayala, el primero de los conspiradores revolucionarios, según el testimonio del Duque de la Torre, dado sin requerimientos ante la Cámara Constituyente, hasta Martos, el jefe de los demócratas que consideraban accidentales las formas de gobierno, todos los que estuvieron en Al­colea han podido servir con dignidad y patriotismo, al mismo tiempo que á sus ideas, á la causa de la Monarquía legítima, desde 1875 en adelante. Y no hay cosa mejor que alegar en defensa de aquella política que conquistó y sometió á Ade­lardo Ayala y le hizo ser el más decidido defensor de su par­tido y el más leal de los compañeros, correligionarios y amigos que pudo tener el estadista que acertó á definirla.

Ayala fue, por lo mismo, á la Restauración con toda su historia, con todas sus convicciones, con toda su consecuen­cia en su amor á la libertad y á la Monarquía.

Iba á realizar su constante política en las Antillas, iba á gobernar con su constante liberalismo, iba á mantener la ins­titución monárquica española, iba á hacer posible lo que no pudieron conseguir aquellos hombres de 1868, lo que no pudo alcanzar aquella revolución de septiembre, que, según el con­cepto de Navarro Rodrigo, verdaderamente autorizado, en sus últimos momentos puso en peligro hasta la vida y el honor de la Patria[17]

Ahora bien; para tan lisonjera campaña, Ayala no tenía;  que transigir con ninguna ajena convicción, con ningún inte­rés contrario á sus convencimientos, ni siquiera tenía que transigir con persona alguna, humilde ni elevada, porque el más inocente de todas las causas que produjeron la caída de Isabel II era el Rey Don Alfonso.

Había dejado Ayala de pertenecer al partido constitucio­nal. ¿Pero hay nadie, repito, que crea que no son los parti­dos inconsecuentes? ¿Quién fue más inconsecuente á la sazón, el partido monárquico que sirvió á la República á los diez meses de proclamada, ó el monárquico intransigente que sirvió á la Monarquía desterrada veintidós meses antes de la restauración? Esta inconsecuencia política de Ayala, tan explotada con injusta pasión, tan exagerada por móviles de interés político, tan llevada y traída por corrientes de animo­sidad personal, ni merece tal nombre, ni siquiera hace falta decir de ella otra cosa que, caso de existir, no hay adver­sario suyo en condiciones de exigirle responsabilidad ningu­na, ni argumento en la razón imparcial, ni juicio en el dis­curso tranquilo, que no la justifique plenamente.

Digo que no transigió Ayala con ninguna convicción con­traria á las suyas.-Y dos hombres políticos eminentes, mo­delos de consecuencia en sus doctrinas, han defendido las transacciones políticas diciendo lo que no es necesario apli­car á la conducta de Ayala, pero lo que es bueno que no olviden sus censores, para el propio provecho si son políti­cos, y si no lo son porque nunca está demás á nadie saber lo que se ignora, ó recordar lo que se sabe fuera del oficio ó de la profesión ejercida.

Aquellos dos ilustres políticos que han defendido la mo­dificación y el cambio de las propias ideas en el gobierno, son el primer Marqués de Pidal y el jefe de los republicanos federales D. Francisco Pí y Margall.

Decía el Marqués de Pidal al frente del Ministerio de Es­tado y en el Congreso de 1857, lo que sigue:

«En política, aquellos hombres que no modifican sus opi­niones ni por los sucesos ni por la experiencia, y que como piezas de hierro colado han salido del molde inflexibles, incapaces de ser otra cosa que lo que fueron al principio, se­rán excelentes para la secta, aun también para el apostolado y la propaganda, pero son totalmente imposibles para gobierno.»

Y decía el caracterizado republicano Sr. Pi y Margall, discutiendo la ley municipal de 187o en el Congreso, también: «Las leyes radicales se han distinguido por estar plagadas de inconsecuencias. No hay una sola disposición que no sea patrióticamente ilógica, en toda la legislación avanzada de nuestro país, porque la fantasía vive en nosotros á costa de la razón, y las promesas á costa de la realidad. Cuando hay que gobernar, se vuelve al sentido común.

Muchas otras opiniones podría sumar á las presentes. ¿Pero hay qué buscarlas más lejos, si las tenemos tan cerca y tan au­torizadas como las mejores? Con ellas basta, cumple y sobra á mi propósito.

Los adversarios de Ayala han prescindido totalmente, al juzgarle, de la influencia mayor sobre los hombres públicos, del imperio inevitable de las circunstancias, si no es, como pudiera alguna vez sospecharse, que sólo combatieron á Ayala por no contarle entre sus partidarios.

Mucho me extendería con verdadera fruición en su de­fensa, pero sería ocioso cuanto más dijese, y quizás ociosa é innecesaria es también mucha parte de lo que llevo dicho. Séame permitido, por última palabra, mostrar un convenci­miento que no falta en el ánimo de ninguna persona media­namente informada, y es á saber, que yo creo que ninguno de los que han maldecido á Ayala pasará como político á la historia, y él sí; y que de todos los que vivan con Ayala en la memoria y en el entendimiento de cuantos les sucedan, de todos, repito, recibió Ayala solicitudes para el consejo, y con­sideraciones y respetos tan merecidos y tan sinceros como los que el mismo Ayala dedicaba á sus contemporáneos ilus­tres.

En las épocas que Ayala no era ministro, vivía entera­mente feliz; y para que no dejen de ir juntas la dicha y la desdicha, en aquellos veintidós meses de esperanzas alfonsinas vivió también Ayala enteramente ocioso para las letras. Pensaba en Consuelo, pero no ponía la pluma sobre el papel. En su vivienda de la calle de San Quintín, número 8, cuarto segundo, donde vivió ministro y murió Presidente del Con­greso, reuníanse algunos amigos de su intimidad en familiar tertulia cuasi todas las noches. En uno de los agradables pa­réntesis de la conversación política, Moreno Nieto disertaba con aquella cultura extensísima que mantenía en perpetua agi­tación su cerebro y sus nervios, sobre todas las cosas del mundo.-Ayala quería á Moreno Nieto como á un protegido, como á un huérfano de las dichas y las fortunas, con ese ca­riño más grande cuanto más desciende, especie de amor pa­ternal que no se extingue por causa alguna; pero gozábase el mismo Ayala en mortificar de cuando en cuando y suave­mente á su querido amigo, y después de aquella disertación en que Moreno Nieto aplicaba al arte las teorías de la filoso­fía hegeliana, dijo Ayala al orador:

-¡Cállate! que sabe más que tú ese que tienes detrás.

Y el que estaba detrás era un gran armario lleno de libros. Otra noche se durmió en la tertulia Emilio Arrieta, su in­separable compañero, su hermano del corazón. Decía Ayala que Arrieta tenía la cabeza tan grande porque allí dentro es­taba metida toda la música. Dormitando Arrieta comenzó á tararear el aire de una canción. Y advertido, Ayala lo des­pertó á gritos diciendo:

– ¡Emilio! ¡Emilio! ¡Despierta pronto, que te suena la cabeza!

En aquellos mismos días, y á la hora precisamente de la reunión acostumbrada, sufrió Ayala un violento acceso de tos y tuvo necesidad de acostarse. La tos cesó después de algunos minutos. Ayala entonces se sintió más tranquilo, y recobrando su natural humor regocijado, pero sin dejar de toser, aunque con menos fuerza, dijo á sus amigos:

-Ya lo sabéis. Mi epitafio no será el de costumbre, Aquí yace Adelardo, sino este otro: ¡Ya no tose!

Su vida era modestísima siempre. Como antes la fortuna de Montpensier, tenía entonces á su disposición el bolsillo de los más acaudalados capitalistas de la Habana, y no usó nun­ca de ninguna de las grandes liberalidades que constante­mente se le ofrecieron. Cobraba su cesantía de ministro y sus derechos de autor dramático, y con eso le bastaba. Esta modestia fue en él tan de toda la vida, que no se conoció cuándo era ministro ó dejaba de serlo, más que en el coche. Comía á la francesa cuando comía fuera de su casa; pero en el piso segundo de la calle de San Quintín, la minuta de los manjares era la histórica minuta nacional: «Sota, caballo y rey.» El exceso o el lujo, ó los aumentos de este presupues­to, se reducían á los productos naturales de Extremadura, que su madre y sus hermanas cuidaban de que no faltasen en la despensa de Ayala. Era un grande hombre y vivía como un gran estudiante. -Dedicaba la mañana á dormir y á leer; la noche á su tertulia de sobremesa en casa ó á sus tertulias de afición fuera de casa, y las últimas horas á toser en la cama.

Por las tardes paseaba en aquel otoño de 1874 en las al­turas de la Castellana con Cánovas del Castillo, Elduayen, Romero Robledo, Salaverría, Castro y el General San Román. Todos juntos componían, bajo la jefatura del primero, la Junta Directiva del partido alfonsino. Cinco de los siete formaron parte del Ministerio-Regencia, y San Román y E1duayen ocuparon pronto la Dirección general de Infantería y el Gobierno civil de Madrid, cargos los dos que desempeñan alternativamente los ministros que dejan de serlo ó los candi­datos que aspiran al Ministerio.

Pasaba el tiempo y pasaba la República: Ayala hubo de hacer por asuntos propios un viaje á Extremadura, y durante el viaje ocurrió el hecho de Sagunto, y Ayala se encontró nombrado por cuarta vez Ministro de Ultramar, y por pri­mera dentro de la Restauración. Aquel Gobierno se organizó bajo la presidencia de Cá­novas, con Castro en Estado, Cárdenas en Gracia y Justicia, Jovellar en Guerra, Molins en Marina, Salaverría en Hacienda, Romero Robledo en Gobernación, Orovio en Fomento y Ayala en Ultramar.

Era una coalición de moderados, unionistas y constitucio­nales; era una situación compuesta por manera análoga á la primera que se constituyó en 1868, pero con grandes ventajas sobre la situación revolucionaria, para fortuna de la cau­sa alfonsina.

Como se ve, ni todos los ministros de la Restauración eran iguales, ni muchos tampoco. En vez de parecerse, se di­ferenciaban notoriamente. No estaba la mayor autoridad política donde estaba la fuerza material, ni la presidencia la­tente y efectiva en otro lugar que donde estaba la presiden­cia manifiesta. Había entera unidad política en el Gobierno, porque existía el reconocimiento expreso de una autoridad sola. Uno era el criterio determinante, uno el pensamiento director, una la inteligencia jefa. Quien presidía, presidía; y el voto noveno de los Consejos de Ministros era el voto deci­sivo, porque era el voto del Presidente.

La ausencia de este gran resorte moral fue el principio del fin de la revolución y de la República. Y esta gran au­toridad, definiendo la amplia y generosa política de la Restauración, facilitó su arraigo, su prolongación y sus mismos éxitos posteriores. Si alguien sobre todos se distinguió por mantener esta jefatura, esta iniciativa y esta dirección, fue Ayala en todas las ocasiones y en todos los momentos.

Las buenas nuevas para la paz en la Península y en las Antillas fueron en adelante cada día más frecuentes y más sa­tisfactorias.

El primer liberal de abolengo que felicitó al Rey Don Alfonso XII fue el General Espartero; y el primer absolutista histórico que reconoció la nueva Monarquía fue D. Ramón Cabrera.

Balmaseda sucede á Concha en la Habana, y si no deci­siva la fortuna, consigue al poco tiempo dispersar los rebel­des en la zona de las Villas. Se acuerdan las bases de la vigente Constitución española, la de más larga vida de todas las modernas Constituciones nuestras. A los seis meses de la restauración queda autorizada la prensa para plantear y dis­cutir las cuestiones constitucionales, y se concede el permiso para la celebración de reuniones públicas. El hecho de Sa­gunto ha de ser legitimado, y se convocan las Cortes con su­jeción al sufragio universal de la revolución. Hay que modi­ficar el Gobierno para plantear aquella política, y los mode­rados caen, y cae con ellos el jefe de la Restauración, para mantener en todas partes la disciplina de la importante agrupación conservadora, sometida sobre todo á la generosa política inaugurada. Más tarde se disuelve el mismo antiguo partido moderado y acaban hasta los más pueriles temores de una reacción imposible. -Con verdad podrá decir el Presi­dente del Ministerio-Regencia y del primer Gobierno del Rey ante las nuevas Cortes, que la historia de España con­tinúa.

Acabada la guerra civil, despidióse Don Alfonso del ejér­cito del Norte en marzo de 1876 con aquella alocución re­dactada por Ayala, que anunció la muerte de los fueros, y en la que el Rey decía lo siguiente:

«Cuando ayer en tierra extranjera contemplaba lleno de angustia la discordia y ruina de España, sólo me consolaba el considerarme de todo punto ajeno á tanta desventura. Hoy aquel triste consuelo lo habéis convertido en inmenso júbilo, dándome ocasión de remediar desgracias acontecidas en mi ausencia y de enjugar lágrimas que, gracias al cielo, no han corrido por causa mía. Debo á la Providencia el haber permanecido lejos del mal, y á vosotros la pura satisfacción de haber contribuído á su remedio…»

«Soldados: los ásperos trabajos que habéis soportado; las continuas lágrimas que vuestras honradas madres han ver­tido; el triste espectáculo de tantos compañeros que gimen en el lecho del dolor ó descansan en el seno de la muerte; todos estos males, aunque espantosos y por todo extremo lamentables, quedan reducidos al espacio de una sola genera­ción; pero fundada por vuestro heroísmo la unidad constitucional de España, hasta las más remotas generaciones llegarán el fruto y las bendiciones de vuestras victorias.»

Esta fue, digo, la vez primera que con una frase se alu­dió á la abolición de los fueros; y se dolía de la contienda ci­vil el Monarca con aquella otra hermosísima: -«¡Horrible guerra, en que el golpe que se da y el que se recibe, todos causan dolor!»

Ayala entretanto reanudaba al frente del Ministerio de Ultramar su constante política. Acabada la guerra civil, ha­cíase más urgente, porque se hacía más posible, el término de la guerra separatista, y á este fin encaminó Ayala toda su atención y todos sus cuidados, á tal punto con acierto lleva­dos á término, que al salir del Ministerio en el mes de No­viembre de 1876, había en Cuba 75.000 soldados, pocos me­nos voluntarios armados, un empréstito considerable en pre­paración, y hecha la división del mando en Cuba entre los dos más afortunados Generales de la guerra civil: el General. Jovellar, que debía ejercer el gobierno de la isla, y el Gene­ral Martínez Campos, que había de dirigir el ejército en cam­paña. Con tales medios, la paz era ya inevitable, ó por la fuerza ó por la sumisión de los rebeldes. Y podía dignamente ser más generoso el Gobierno de la Nación con los naturales insurrectos, por lo mismo que era más fuerte. No presenció Ayala desde aquel departamento ministerial el fin de la guerra; pero suya y de su tiempo fue la preparación de aquel úl­timo esfuerzo que devolvió la paz á la isla de Cuba.

Así las cosas, Ayala comenzó á descansar de sus afanes políticos cuando la Patria dejó de sufrir por las luchas intes­tinas.

Las Cortes primeras de la Restauración comenzaron por la sesión Regia el 15 de febrero de 1876, y ni antes ni des­pués recordamos haber oído un discurso de la Corona que haya sido más tarde juzgado con mayor aplauso. Y digo más tarde, porque así fue en efecto, y así debía ser, dado que estos documentos que definen la política de los Gobiernos de partido siempre son más combatidos por la política adversa­ria á raíz de ser públicos y conocidos.

No hemos de reproducirlo íntegro; pero hay en él tan elevados conceptos, expresados con tanta dignidad, que no se olvidarán nunca sus frases primeras.

Me basta reproducirlas en demostración de lo escrito. «Siempre, decía el Rey, será para mí grato el ver en tor­no reunidos á los representantes de la Nación; mas tiene que serlo como nunca ahora, ya por ser la vez primera que entre vosotros ocupo el Solio, ya porque de nuevo abro estas puertas que cerró hace tiempo la discordia.

Ponerle definitivo término es sin duda mi primer deber; pero no sólo mío en verdad, sino de todos los que aquí es­tamos. Fatigada, desangrada, empobrecida, lo pide á voces la Nación, y espéralo impaciente el mundo, menos compadecido que escandalizado de la insólita duración de nuestros, males.

Y aquellas Cortes lo presenciaron todo. La pacificación del país, su constitución definitiva, el afianzamiento cada día más arraigado y seguro de la Monarquía restaurada, al mismo tiempo que de las públicas libertades, y la natural divi­sión de los elementos monárquicos en los dos grandes partidos que habían de sucederse en el gobierno con pacífica y tranquila sucesión en los años siguientes.

Todos los anhelos del Rey se alcanzaron; todas sus espe­ranzas viéronse satisfechas, todas sus ilusiones realizadas. Pacificadora y liberal, aquella misma política subsiste, por que nosotros estamos llamados, como dice un ilustre publi­cista, «á conservar y consolidar todas las libertades adquirí­das á señalar en la marcha de la política los momentos de parada y descanso para reparar las fuerzas perdidas y seguir con mayores bríos por el áspero y difícil camino del progreso, tan regado de lágrimas y de sangre y tan queri­do, porque en él dejamos nuestra vida á pedazos, y en él recogimos todas nuestras ilusiones y todas nuestras espe­ranzas.»

Creer y sentir y meditar andando, sería la mejor definición de la política gubernamental y progresiva; y compensar las tendencias opuestas y huir del egoísmo sectario para fundir la voluntad individual y el propio interés en el interés y en la voluntad de todos, un procedimiento y una conducta polí­tica ejemplares.

No de otra manera mostróse Ayala contrario á los extre­mos de la política española. Ni mantuvo un criterio unilate­ral intransigente, ni la absoluta unidad de pensamiento, in compatible con la naturaleza humana. Fue hombre de su tiempo; más que á las consecuencias del planteamiento de las mismas ideas que combatía, temió á sus propagandistas sin experiencia; y no hubo libertad que condenara, ni licencia que no abominase, ni calidad saliente que no ensalzara en el adversario, ni pasión que no combatiera en el amigo entra­ñable. Ni fue sólo, como dijo Revilla, el mejor equilibrado cerebro para producir las obras de arte, sino para producirse siempre en las difíciles y peligrosísimas alturas del poder pú­blico.

IX

La última campaña ministerial de Ayala, -Declara Ayala quo redactó el manifiesto de Alcolea. -La legislatura de 1877 y la presidencia do va­rias Comisiones-Es elegido en 1878 Presidente del Congreso. -Principio y fin de la comedia Consuelo-Interés político y literario del es­treno. -Una frase quo ora un discurso. -El teatro de Ayala-Opiniones diversas. -Lo que no aprendió Ayala en los libros. -Cómo presidía el Congreso. -Obtiene la confianza de la Cámara en el escaño de los Di­putados. -Los ecos de una oración fúnebre.

Diputado por Madrid y Llerena, Ayala optó por Madrid en las Cortes de 1876. Su intervención en las contiendas par­lamentarias fue poco activa durante aquella legislatura, que se prolongó hasta el 5 de enero del año siguiente, y puede decirse que se limitó á dar cuenta, según las preguntas lo exi­gían, del estado de las islas Filipinas, que alcanzaron bajo su gestión la perfecta normalidad de una situación tranquila, de las vicisitudes de la guerra de Cuba, y del éxito con que llegó á realizarse la abolición de la esclavitud en Puerto Rico. La administración de justicia en Ultramar fue modificada en cuan­to á las garantías del personal para el mejor servicio, y la reunión de los medios necesarios para vencer á los rebeldes constituyó la permanente preocupación de Ayala en este Mi­nisterio.

La expedición de Malcampo á Joló fue el primer éxito de la Restauración. Hablase sublevado el Sultán el año 1871. El 6 de febrero de 1876 preparó el General su expedición; bombardeó la escuadra española á Joló el 27 de febrero, y fue tomada con escasas pérdidas por nuestros soldados. -El artículo constitucional para el régimen de las provin­cias ultramarinas era tan flexible y tan lato, que dejaba ancho campo y libertad para toda política. Así debía escribirse en una Constitución, para no hacer imposible ningún programa que no fuera atentatorio á la misma legalidad existente. Dis­cutía Ayala acerca del mismo artículo con el ex-ministro Ba­laguer, y notando que no había realmente diferencias en los procedimientos que debían aplicarse para hacer las reformas “útiles, ni siquiera en la misma doctrina, exclamaba Ayala:

«Ojalá que el terreno neutral de la inteligencia de todos los partidos fuera ensanchándose; que, si se ensanchara mucho, que, si se ensanchara lo bastante para poner á cubierto los grandes intereses del país, bien prontos esclarecería el horizonte de la Patria.» -Que es uno de los fines que persi­guió la política de la Restauración con más empeño, que ha inspirado después á la política de la Regencia, y que, logrado en cuestiones importantísimas, ha venido á crear un estado de derecho común á todos, y á dar por resueltas para un largo período todas las aspiraciones políticas más encontradas.

No tomó parte Ayala en los debates constitucionales de aquella legislatura, porque realmente, cuanto Ayala había de­fendido dentro de la revolución de septiembre, dentro estaba también del proyecto constitucional; y nada digo del sufra­gio universal, porque del mismo sufragio eran hijas aquellas Cortes.

Pero allí vióse aludido por su colaboración en el mani­fiesto de Cádiz, y aunque ya dijimos cuanto sobre él conve­nía, reproducimos á continuación las declaraciones hechas por Ayala, contestando al Marqués de Sandoval, en el impor­tante debate mantenido con motivo de la suspensión de de­terminadas garantías constitucionales.

«Negué mi firma, contestaba Ayala, porque ningún hombre civil lo firmó. Pero afirmé que lo escribí. Primera vez en mi vida que he dicho públicamente que escribiera aquel documento.» (Lo afirmó en una interrupción.)

«¿Es un misterio para nadie que yo, en unión de mi par­tido, puse en aquel acontecimiento las condiciones de mi carácter? Y aun cuando me fuera posible negarlo; aun cuando estos hechos fueran de tal naturaleza que consintieran el disimulo; aunque á mí me fuera posible echar sobre ellos todas las sombras de todas las noches; aunque pudiera borrarlos de la memoria de todos los hombres, si una persona me preguntara acerca de esto, yo sin vacilar respondería inmediatamente la verdad, no por vano alarde, Sres. Dipu­tados, sino por mi amor á la verdad, por mi amor á la respon­sabilidad y á la justicia. Pues qué, ¿el hombre que se estima, puede fundar el aprecio de sus conciudadanos en la ignorancia de sus hechos políticos?

No hay nadie que esté igualmente satisfecho de todos los actos de su vida accidentada, de todos los detalles de su conducta. Si hay alguno que se jacte de tan íntima y constante satisfacción, no le envidio; de seguro es un monstruo de soberbia ó de maldad. Y si hubiera tenido que protestar de algún acto mío, no me sentaría en este banco, no por vana jactancia, sino por no dejar en perpetua duda si mi protesta era hija del desengaño ó de la ambición.»

Puso Ayala delante del Congreso, en prueba de su des­interés, toda su historia, todos sus reparos y negativas para ser Ministro la segunda y la tercera vez durante el período revolucionario, y la única que volvió á serlo en los años de la Restauración; trajo oportunamente al debate aquel largo silencio en que se aisló de todas las aspiraciones políticas, sabiendo votar y callar y envejecer con paciencia durante todo el período de la Unión liberal, y «ojalá, decía, hubiera estado yo solo en la Revolución. Empeoraría mi causa, pero me daría por muy contento con libertar á mi Patria de la ruina perpetua á que la está amenazando esa propensión ingénita de apelar á -las armas…»

«La revolución de septiembre, añadía Ayala, es un hecho complejo, del cual nadie puede manifestarse enteramente satisfecho…»

Y en efecto, nadie lo estuvo. Todos dijeron, al terminar aquellos días, que si el hecho se repitiera, enmendarían su conducta. ¿Quién no la ha enmendado en su pensamiento? ¿Quién, dentro de la misma revolución, podrá decir á su conciencia que fue siempre consecuente?

Y seguía hablando Ayala: «En este sitio, con respecto á todas las revoluciones, no hay más que un deber: el de reprimirlas o el de morir.»

Tan sinceras como ajustadas á la realidad de los hechos fueron las palabras de Ayala en defensa propia. No podía tampoco decir otra cosa que lo que dijo. Aceptar todas las responsabilidades, aun más para él que para su partido; no mostrarse satisfecho de toda su conducta, pero sin olvidarla, ni negarla, ni siquiera arrepentirse de los arrebatos de su pasión. Poner por delante su desinterés y la rectitud de sus móviles, y entregarse luego al juicio de todos. En cuanto al manifiesto, la historia no hará de él responsable á Ayala, ni le ensalzará por él, porque no era suyo. Y he dicho ya lo bastante sobre aquel documento, para que me sean lícitas otras consideraciones innecesarias y ociosas seguramente después de las nobles manifestaciones de Ayala.

Conspiró una vez, y no conspiró más. Nadie dirá que hizo otra cosa durante los últimos tiempos republicanos que do­lerse de cuanto pasaba. Trabajó para conocer el pensamiento del Marqués del Duero, favorable á que las Cortes proclamaran la Monarquía de Don Alfonso XII, porque quiso que lo conocieran sus amigos, y esperó tranquilamente el desenlace de los sucesos posteriores sin inquietudes ni im­paciencias. No llenaba ningún vacío en su cerebro la fe en la Restauración, porque era la misma fe inquebrantable de Ayala en el principio monárquico la que sostenía sus espe­ranzas. Y lo único que en la Restauración le sorprendió me­nos agradablemente, fue su nombramiento de Ministro de Ultramar, impreso en la Gaceta de Madrid el 3 c de Diciem­bre de 1874.

E1 7 de noviembre de 1876 presentó á las Cortes el con­venio ultimado de los 300 millones de reales para atender á las necesidades de la guerra de Cuba. E1 11 de noviembre pidiéronle antecedentes, y el 29 del mismo mes llevó al Congreso el proyecto del empréstito y todo lo hecho, escrito y pensado sobre el propio asunto. Agravóse en aquellos días su bronquial dolencia crónica, y le sucedió en el Minis­terio, primero interinamente y después en propiedad, D. Cris­tóbal Martín de Herrera, que defendió la garantía eventual del Tesoro de la Península para aquel mismo empréstito, dán­dose por terminada aquella legislatura el 5 de enero de 1877.

Menos importantes fueron en la siguiente los trabajos de Ayala. Dio autoridad con su presidencia á la Comisión del mensaje; presidió también la de auxilios á los huérfanos de oficiales muertos en campaña, y la de cesión de terrenos en la Moncloa para el establecimiento de una escuela de artes cerámicas.

La legislatura primera de 1878 fue brevísima y especial. Se convocó el 10 de enero para discutir el casamiento del Rey con la Infanta Doña Mercedes de Orleans, y se dio por terminada el día 28.

Y en la segunda legislatura de aquel año, que dio princi­pio el 15 de febrero, fue nombrado Ayala Presidente del Congreso, último lugar de la carrera parlamentaria, fin de todos los anhelos y ambiciones de Ayala, y honor el único á que aspiró conocidamente en los últimos años de su vida. Con menos vivió tranquilo y creyóse honrado; con aquella altísima distinción sintióse completamente satisfecho y halagado con generosidad y esplendidez.

Las minorías combatieron con verdadera saña su candi­datura. Los moderados que aun sentían aficiones á tiempos, causas y política que no habían de volver, se abstuvieron de votarle, y Ayala fue Presidente por 177 votos, obteniendo Sagasta 8 y resultando 29 papeletas en blanco.

Elegidos los restantes individuos de la Mesa, habló Ayala para dar las gracias, con aquel arte, con aquella serena elo­cuencia, con aquella modestia penetrada de noble dignidad, que le hacía orador tan elevado y tan admirable. Hasta su acción, por no ser más que la precisa, era enteramente clási­ca. Quería decir que no merecía aquella distinción, quería agradecerla porque la deseaba, y entre las excusas y la gra­titud, parecía no encontrar las palabras propias, y callaba, después de anunciar que si era poco expresivo, más quería aparecer soberbio, á fuer de comedido y respetuoso. -Aplau­dieron todas estas palabras, y entonces fue cuando le votó el Congreso por unanimidad.

Reclamó el concurso de las minorías para los trabajos parlamentarios, y con la influencia que la realidad ejercía constantemente en sus pensamientos, con el gran instinto gobernante que determinaba todos sus actos y declaraciones, recomendó á las Cortes que más que á lo ruidoso y brillante dedicaran sus talentos los Sres. Diputados á lo modesto y útil.

Recordó los importantes trabajos de aquel Congreso, la conducta de moderación y de prudencia en que todos se ins­piraron, la Constitución promulgada, la ley de abolición de fueros, que aceptada por las mismas Provincias Vasconga­das, constituía un verdadero progreso de nuestra historia; el fin de la guerra carlista, el fausto suceso del casamiento del Rey con la Infanta Mercedes, y anunció próximas y felices nuevas para el reposo y la paz de la isla de Cuba.

Logró acertar el nuevo Presidente en su profecía lisonjera, pues poco más tarde se comunicó al Congreso que comenza­ban los insurrectos á deponer las armas y entregarse en Puerto Príncipe, Las Tunas, Sancti-Spíritus y otras comarcas domi­nadas por la rebeldía, ante el ejército del General Martínez Campos. Y también alcanzó Ayala la altísima satisfacción de llevar la voz del Congreso en el acto de felicitar al Rey por la pacificación de toda la isla. No tuvo por aquellos días otro dolor el Presidente del Congreso, que el de la muerte de su gran amigo Martín de Herrera, que le afectó profundamente. Hasta la enfermedad parecía detenida en el camino de su fatal progreso, mientras para muy pronto le reservaba su musa el grande, extraordinario y último, y por último más querido, de todos sus triunfos teatrales y escénicos con la comedia Consuelo, acabada de escribir en aquellos mismos días.

Una tarde, presidiendo Ayala cierta sesión sin utilidad y sin interés, distraídos los Diputados, ausentes los Ministros, un individuo de la Comisión en el banco, desiertas las tribunas, y en el uso de la palabra un orador jurisperito y pape­lista, frío, amplificador, de interminable y monótono discurso que lo explicaba todo, hasta la misma abstracción mental del Presidente, aquella tarde, digo, dio Ayala con el último verso de Consuelo, y allí, en la Mesa presidencial recitó la famosa redondilla del tercer acto.-Al escribir estas palabras refiero una noticia en la misma forma que me la comunica el mejor testigo presencial de aquel momento; trasmito lo que me dice quien era Secretario del Congreso y tenía el deber de oír al orador y observar lo que pasaba, para llamar, si el caso lo requería, la oportuna atención del Presidente[18].

La historia de esta comedia, el proceso de su concepción y desarrollo, sería cosa interesantísima; mas si no á tanto, al recuerdo de algunos accidentes he de referirme, para no prescindir de algo tan unido á la vida del poeta como los jui­cios y temores de sus mismos correligionarios políticos. Si rota queda la unidad del relato en lo que atañe al Presidente de las Cortes, rota quedó también en sus propias funciones con el estreno de Consuelo el sábado 30 de marzo de 1878. Bien es cierto que aquel día presidió Ayala la sesión del Congreso, y la presidió el lunes; pero el domingo que quedaba en medio, lo dedicó todo á recibir abrazos, plácemes y homenajes por su gran éxito teatral. También podrían constituir estas páginas, si fuera otra la pluma que las escribiese, al hablar de Consuelo; un paréntesis de regocijo entre la fatiga pasada y la aridez que aun nos espera; pero ya que no en el atractivo de mi narración, debo y puedo ampararme para hablar ahora del poeta, en la necesidad cronológica que me impone su bio­grafía.

Cuentan que una noche de tiempo muy lejano, aca­bado el estreno de cierta comedia en que se fustigaba á los tiranos padres por no consentir el caprichoso amorío de su hija, le decía Adelardo Ayala á Federico Balart, á la salida del teatro, estas ú otras palabras semejantes:

-Sería de interés y de conveniencia social defender á los padres de familia de la eterna acusación de interesados y am­biciosos que se les hace en la escena, presentándolos siempre como perseguidores del amor desinteresado de la poética niña. Sería además verdadero y elocuente que la niña, inficio­nada con el contagio de la época, soñase riquezas y altas po­siciones, y prescindiendo de los consejos de su madre, aban­donase á un buen muchacho por un hombre rico, y hacer después que la protagonista sufriera el merecido castigo. -Tiene V. mucha razón, le contestó Balart; todo lo dicho por V. sería elocuente, verdadero y artístico; pero esa come­dia no la puede escribir más que… Ayala.

Y la comedia que se comenzó á imaginar en la calle se acabó de escribir en el Congreso.

Pocas noches después de aquélla trazó en algunas cuar­tillas el autor de Consuelo todo el plan admirable de su come­dia, y publicado está como lo escribió en Lisboa en la Colec­ción de escritores castellanos.

Once años y trece días más tarde se estrenó su obra en el teatro Español. Madrid entero se disputó con ansia todas las localidades. En el teatro estaba la más alta representación de cuanto más valía en las esferas sociales. No faltaba, desde el Rey abajo, ni un hombre público distinguido, ni un poeta, ni un escritor de mérito, ni nadie que significara ta­lento, distinción, riqueza, saber y honores.

Había un doble interés literario y político en el estreno. La política exige que cuando uno de sus hombres hace algo en campo ajeno, lo haga bien. Como los políticos no tienen precisión de buscar la notoriedad por otros caminos, porque muy público es el suyo, cuando se apartan del que les es pro­pio, siquiera de Ayala fueran tan propios el uno y el otro, se les exige más que á nadie.

-Si es Presidente del Congreso, ¿para qué ha de ser otra cosa? -pensaban de seguro sus adversarios.

-Y si después de ser tan gran poeta, y de tantos años de tener la escena abandonada, no es su comedia última la me­jor de todas, nos van á decir que no debe ser Presidente del Congreso, -pensaban de seguro también sus amedrentados amigos.

No hay más razón final en la vida gobernante que el éxito. Cuando no se logra, se cae, y aquí sentencia la opi­nión pública sin oír la defensa. Después vienen los escritos de aclaración, las memorias justificativas, las satisfactorias explicaciones; pero es después. Primero se falla, se condena y se cae, repito, de la confianza general, de la influencia y del poder. Nadie olvidaba aquella noche que detrás de la cortina del escenario estaba el Presidente del Congreso. Y era natural y justo que así sucediera. Manuel Tamayo, de quien decía años antes el mismo Balart que llenaba con Ayala los dos puestos de honor entre los autores dramáticos con­temporáneos, no escribía, no se sabe si sorprendido ó aterra­do por las nuevas inclinaciones del público á las geniales y extraordinarias producciones románticas de Echegaray, poeta que reinaba solo y en absoluto sobre los espectadores. Era, por lo mismo, grande y arriesgado el desafío. Luchar con Echegaray era luchar con el ídolo del público, y con un ídolo firme y legítimo. Romper el silencio que no rompía Tamayo, y no hacer algo que compitiera en otras alturas con el poeta del momento y tanto se levantara en el juicio de todos, hu­biera sido un fracaso. Y, sobre todo, despertar el recuerdo de sus antiguos éxitos, las noches de El tanto por ciento y de El tejado de vidrio, y no llegar á tan dichosos triunfos, una caída mortal para, la primera persona del Congreso.

Pero Consuelo fue, es y será la alta comedia de costum­bres sin rival de su época.

Había triunfado Ayala y había desaparecido el político; quedaba el literato, el escritor, el altísimo poeta, y éste era de todos, y á todos por igual satisfacía el resultado. Más si Ayala se equivoca, si Ayala fracasa, hubiera pasado el poe­ta por sus obras anteriores á la vida sin fin de la historia, pero hubiese pagado el fracaso y la equivocación cruelísimamen­te el Presidente de la Cámara popular. En el Parlamento no se habló del éxito, porque no se debía hablar de semejante faustísimo suceso. Pero si el triunfo se convierte en derrota, sabe Dios las alusiones y reticencias que hubieran rastreado la escalinata para encaramarse hasta el sillón y la mesa del Presidente. Le hubiera afectado la desgracia literaria, pero no le afectaba el aplauso. Los políticos hacen de las dos na­turalezas lo que quieren, porque ellos las han inventado. Y he aquí la justificación del gran temor de sus partidarios, que iban á perder en el Teatro un Presidente y no iban á ganar ningún poeta, porque el Presidente era de ellos y el poeta era de todos. No vale decir que los amigos de Ayala confia­ban en el brillante resultado, porque no hay Junta de sabios que no se haya equivocado acerca de los gustos del público, y sus amigos, precisamente los amigos del poeta, se equivo­caron al anunciar el éxito de Un hombre de Estado. El que temía con el temor natural del que no siente las arrogancias de la vanidad, era Ayala, y aquella noche del estreno no fue al Teatro y esperó en su casa.

E1 primer acto decidió la contienda entre la duda y la confianza. El público llamó á Ayala con tal empeño, que fue preciso ir á buscarle. El segundo acto, el tercero, todas las escenas de todos los actos, todos los pensamientos de todas las escenas, aquellos monólogos de belleza inmortal, en que Ayala se sostenía á la misma altura que los poetas del siglo de oro, produjeron en el público delirante entusiasmo, y Ayala salió solo á escena á recibir los aplausos. Salió solo, digo, con el sombrero en una mano y el bastón en la otra, y cuentan que á un actor que se disponía á acompañarle en aquel momento, lo detuvo en el foro, diciéndole:

-Hoy, yo solo; mañana, vosotros solos.

Estas palabras eran un discurso. -Hoy, yo solo; porque á nadie se puede negar la satisfacción y el goce de sus triunfos, aunque sea Presidente del Congreso. Mañana, vosotros solos; porque no puede salir dos veces á escena, ni una sola vez deliberadamente, quien representa el importante papel que yo represento en la vida pública. -Hoy, yo solo; porque no po­día ni debía saber que iban á llamarme. Mañana, vosotros solos; porque ya sabemos todos que nos llamarán otra vez. Hoy, yo solo; porque la opinión del Teatro me hace propie­dad de todos. Mañana, vosotros solos; porque el interés de partido pretenderá que más me aplaudan los míos, y menos entonces me aplaudirán los contrarios. -Hoy, yo solo, que soy el creador de los personajes que habéis representado. Mañana, vosotros solos; porque filtradas mis creaciones en vuestro corazón y en vuestro pensamiento, para nada me ne­cesitáis.

Las aclamaciones fueron indescriptibles, y al mismo tiem­po de una satisfacción tan íntima, que no parecía aquello el gran éxito corriente de una comedia nueva, sino el hallazgo felicísimo de un gran poeta perdido, la resurrección inespe­rada de un genio, por todos anhelada y apetecida. Había algo de apoteosis en aquella manifestación, y más que el au­tor, Ayala solo, ligeramente inclinado, con aquella noble mo­destia de sus actitudes, parecía á un tiempo tímido y arro­gante, y á cierta distancia, más que el autor llamado á es­cena, el natural y vitalicio presidente del Teatro. -El Rey le llamó á su palco y le sentó á su lado.

Consuelo nació de una observación de Ayala; Consuelo fue recomendada por Balart al mismo Ayala para que la escri­biera el único poeta que la podía escribir; Consuelo fue para Ayala la última, y quizá porque fue la última deseada, la ma­yor de todas las satisfacciones de su vida; más grande aún por ser el triunfo que á un tiempo celebraron todos los entusiastas del poeta y todos los correligionarios del político.

No he de reproducir cuantos juicios se han emitido sobre la famosa comedia; pero sí algunos, por la verdadera compe­tencia de sus autores. De Tamayo, y Consuelo, son para Cánovas los modelos que deben estudiar los autores dramáticos españoles[19]. Francisco Silvela mantuvo la misma noche del estreno su opinión de que Consuelo era la antítesis de El sí de las niñas; y las dos, las comedias de su época respectiva, el fidelísimo reflejo, la pintura magistral de las costumbres de uno y otro tiempo; que tanto había cambiado la sociedad desde Mora­tín á Ayala.

Manuel Revilla prefería El Tanto por ciento en el teatro psicológico-social de nuestro poeta[20]. Alas coloca á Consuelo sobre todas las comedias de Ayala. Picón estima, si no igual, análogo y de idéntico valor el mérito de El tejado de vidrio, El tanto por ciento y Consuelo; y de establecer preferencia, preferirla El tejado de vidrio. Luis Vidart opta por El tejado de vidrio. Cañete vacilaba, porque á Cañete todo lo de Ayala le parecía mejor. Suárez Bravo no ha leído sátira más honda que Consuelo contra los vicios sociales, y Tamayo dice que Consuelo es una de las cinco obras de Ayala que aplaudieron los hombres y agradaron á Dios.

¡Dichoso poeta que logró todos los éxitos!

Una crítica esencialmente dramática y escénica preferi­ría El tejado de vidrio; una crítica esencialmente filosófica, El tanto por ciento; una crítica esencialmente literaria, Consuelo. Aun podría decirse que estaba mejor compuesta la primera, más hondamente pensada la segunda, y con más espontanei­dad escrita la tercera. El tejado de vidrio será la comedia mo­ral constante, así como el mismo Ayala temía, menos artística que moral en su desenlace. El tanto por ciento, la comedia filosófica eterna, el verdadero drama psicólogico-social de Revilla. Y Consuelo, la alta comedia de costumbres que Cá­novas define, perfecta y acabada, donde están todas las pa­siones, todas las realidades de su tiempo y todas las bellezas del arte exquisito de Adelardo Ayala.

Una cita haré para dejar de hablar de las comedias de Ayala, y para que una vez más se vea que no olvidó nunca en sus mismas producciones literarias las enseñanzas ó las observaciones que la vida pública le sugería ó le inspiraba. Es­cribe Ayala en la escena 5.a del acto primero de Consuelo:

«Mas ya cada cual enmienda

el Padre nuestro, diciendo:

 -Señor, dígnate en seguida

 y de un golpe, concederme

 todo el pan que he de comerme

 mientras me dure la vida.»

Pues bien; yo no sé dónde fue, pero yo creo como en mi propia existencia, que lo que acabo de copiar lo aprendió Ayala, ó en las altas cumbres de la Presidencia del Congreso, ó en el dulce ambiente del gobierno, ó en las sombrías y revueltas encrucijadas de la conspiración. Donde no lo apren­dió, de seguro, fue en los libros.

Y vamos á las Cortes.

Ayala presidía el Congreso con notoria habilidad. La to­lerancia y la energía eran los dos polos de su conducta. Con­venía fuera del sillón cuanto debía convenir con las oposiciones; acordaba fuera de la mesa cuanto debía acordar con el Gobierno; pero en el alto sitial ya no había oposición ni Gobierno, no había más que Ayala. La difícil discusión de las capitulaciones de Cuba le acreditó de hábil y experto.

Trataba la forma de las preguntas con quienes había de consultar y aconsejarse; después las formulaba como las en­tendía, y una vez propuestas, no había modo de rectificarlas. -Se votará lo que pregunta la Mesa, -advertía á todos en alguna ocasión, – y si el Congreso no aprueba la pregun­ta, entonces se preguntará lo que deseen los que no estén conformes con la Mesa.

Faltaba número bastante de Diputados para votar el acta. -Que se cierren las puertas para contarlos, decía un Diputado de oposición. -Que se abran para que entren, contestaba Ayala. -Si no hay número, en ese caso no habrá se­sión, replicaba el interpelante. -En ese caso, contestaba Ayala, habrá sesión cuando haya número.

Hizo notar en cierto momento la estratagema de las mi­norías, que se ausentaban para que no hubiese número bas­tante y no se celebrara la sesión por lo mismo. Se le dijo que esto era acusar y ofender á las oposiciones. Contestó que constituían estas palabras su defensa y la de la Mesa. Insistióse en la calificación de la ofensa, y exclamó resueltamen­te: -De lo que está en mi intención no es juez nadie más que yo mismo; yo sé que no he tratado de dirigir acusaciones á nadie; lo he dicho repetidas veces, y basta.

Y se acabó el asunto.

E1 día 25 de mayo de 1878 surgió una cuestión de alguna importancia por un hecho insignificante. Presidía á primera hora el primer Vicepresidente, Silvela; era sábado, y dijo al levantarse la sesión: – «Orden del día para mañana,» etc… Los taquígrafos no oyeron á Silvela la proclamación del orden del día; los secretarios tampoco; las minorías tampoco le oyeron. En el Extracto oficial apareció el orden del día; pero en las cuartillas de los taquígrafos, en el acta, en la ta­blilla del Congreso no estaba.

La minoría constitucional hizo cuestión del asunto. Y des­de este momento, Ayala, que no conocía más que de referen­cia el incidente, baladí sin duda, pero ya importante, porque la oposición airada é intransigente lo hizo cuestión reglamentaria, tenía que dar crédito á todos: á Silvela que afirmó ha­ber dictado el orden del día, á los secretarios que no le oye­ron, y al acta muda sobre aquel extremo.

Cien veces había pasado lo mismo, y sólo entonces surgió el conflicto; mas ya planteado, Ayala no podía hacer otra cosa que aceptar los hechos; y Silvela, censurado por la mi­noría, dimitió la Vicepresidencia.

La vacante no se proveía en las sesiones inmediatas por natural consideración al dimitente, y la minoría constitucio­nal planteó un debate pidiendo la urgente provisión del cargo. Ayala abandonó su puesto y defendió en los escaños del Diputado su conducta en el asunto, con los precedentes de haber estado sin proveer en muchas ocasiones puestos igua­les al de Silvela muchos más días que los trascurridos en la ocasión presente. Se tenía en cuenta para el aplazamiento una de estas tres razones: que se pusieran de acuerdo los Diputados para designar la persona que hubiese de ocupar la vacante; que se guardasen los días de consideración que se estimaran justos al dimitente y que juzgara el Presidente de la Cámara que había otros asuntos de más urgencia que so­meter á la deliberación del Congreso. Los tres precedentes aplicaban Ayala á la provisión de la vacante que dejó Silve­la, y pidió al Congreso que entendiera que, de aprobarse la proposición de la minoría constitucional, defendida por Nú­ñez de Arce, la consideraría como voto de censura y aban­donaría su cargo, porque no podía imponerse al Presidente el señalamiento del orden del día. Estas palabras de Ayala fueron suficientes para que ni mayoría ni minoría votaran la proposición de censura. Presentóse otra de confianza, y la votaron todos. Y estas fueron todas las contiendas parlamen­tarias ocurridas en aquella legislatura de 1878,que dio fin el 30 de diciembre del mismo año.

Seis meses antes, el día 26 de junio, á las doce menos cuarto, exhaló su último aliento la Reina Mercedes. -Horas después la tribuna española resonaba con los acentos más tristes, con los más hondos latidos del sentimiento y las más puras inspiraciones del corazón, en arranques de desconsue­lo y amargura inenarrables y eternos…

Era Ayala que pronunciaba ante la Cámara afligida y atónita la oración fúnebre en honor de la Reina.

X

Expectación general. -El último discurso de Ayala. -Ayala orador. ­ Nueva legislatura. -Saludo a los Diputados cubanos. -Cómo ha de juz­garse á Ayala y todos los presidentes de los Congresos. -Enferme­dad presidencial quo no padeció Ayala. -Desinterés personal y disci­plina política de Ayala. -Consejos do Ayala al Rey-Intimaciones de Ayala á Cánovas -Lo que fue Ayala como poeta y lo que quiso ser como político.

La dolorosa noticia más se temía que se esperaba, cuando en las últimas horas de la mañana ocurrió el fallecimiento de la Reina. Muy pronto el duelo general tuvo en el Congreso la más conmovedora, la más sentida y la más elocuente expresión de las tristezas humanas.

Las tribunas llenas y contenidas en su febril agitación; confundidas las clases en el ansia aterradora de conocer algo fatal que no se quiere, y que ya se teme, se siente y se padece; los Diputados en sus asientos, aquel día sin acción y sin palabra; de luto los Ministros que pertenecían al Congreso, impresa en su semblante la huella de un gran dolor y de una gran desdicha; muda la sala, sin diálogos ni conversaciones; cortada la breve pausa de aquellos instantes por frases al oído y aisladas confidencias apenas dichas ni escuchadas, porque el silencio de todos era el homenaje debido y el respeto obli­gado á la pena de todos; sonó la campana que llama á la se­sión con más aguda sonoridad y con más estridente ruido, como la esquila de un cementerio que monótona y lúgubre anuncia á los vivos la llegada de un muerto.

Precedido de los maceros y acompañado de los secretarios, pálido el semblante, los ojos nublados y humedecidos, la melena en desorden y el paso inseguro, Ayala subió á la Presidencia, y con voz temblorosa y balbuciente abrió la breve sesión del 26 de junio de 1878.

Leída la comunicación del Gobierno participando el fa­llecimiento de la Reina Doña María de las Mercedes de Or­leans y de Borbón, y dominando con sin igual energía todos sus sentimientos y todas sus angustias, habla el Presidente: «Ya lo oís, Sres. Diputados; nuestra bondadosa Reina, nuestra cándida y malograda Reina Mercedes ya no existe. Ayer celebrábamos sus bodas, y hoy lloramos su muerte. Tan general es el dolor, como inesperado ha sido el infortunio; á todos nos alcanza, todos lo manifiestan; parece que cada uno se encuentra desposeído de algo que ya le era propio, de algo que ya amaba, de algo que ya aumentaba el dulce tesoro de los afectos íntimos; y al verlo arrebatado por tan súbita muerte, todos nos sentimos como maltratados por lo violento del despojo, por lo brusco del desengaño.

Joven, modesta, candorosa, coronada de virtudes antes que de la Real diadema, estímulo de halagüeñas esperanzas, dulce y consoladora aparición… ¿quién no siente lo poco que ha durado?

No sé, Sres. Diputados, si la profunda emoción que em­barga mi espíritu en este momento me consentirá decir las pocas palabras con que pienso, con que debo cumplir la obligación que este puesto me impone. No es porque yo crea sentir más vivamente el funesto suceso, que ninguno de los que me escuchan; porque son tantas, son tan variadas, tan acerbas las circunstancias que contribuyen á hacer por todo extremo lamentable la desgracia presente, que no hay alma tan empedernida que le cierre sus puertas. Pero ocurre una tristísima circunstancia que nunca olvidaré, á que yo la sienta con más intensidad en estos momentos. Testigo presencial de los últimos instantes de nuestra Reina sin ventura, aun tengo delante de mis ojos el lúgubre cuadro de su agonía; aun está fresca en mi mente la imagen de la pena, de la horrible y silenciosa pena que con varios semblantes y diversas formas rodeaba el lecho mortuorio; he visto el dolor en todas sus esferas.

Allí nuestro amado Rey, hoy más digno de ser amado que nunca, apelaba á sus deberes, á sus obligaciones de Príncipe, á todo el valor de su magnánimo pecho, para permanecer al lado de la que fue la elegida de su corazón, y para reprimir, aunque á duras penas, el alma conturbada y viuda que pugnaba por salir á sus ojos:

Allí los aterrados padres de la ilustre moribunda, vivas estatuas del dolor, inclinaban su pecho ante el Eterno, que á tan dura prueba los sometía, y con cristiana resignación le ofrecían en holocausto la más honda amargura que puede experimentarse en la vida.

Incansable en su amor la Princesa de Asturias y sus tier­nas hermanas, seguían con atónita mirada todos los movi­mientos de la doliente Reina, como ansiosas de acompañar­la en la última partida.

Allí la presencia del Gobierno de S. M. representando el duelo del Estado; los presidentes de los Cuerpos Colegisladores el luto del país; y todos de rodillas, sobre todos se levantaban los cantos de la Iglesia, que, dirigiéndose al cielo, señalaban el único medio de consolar tantas y tan inmensas desgracias.

Y en tanto, señores, todas las clases sociales llevaban el testimonio de su tristeza á la Regia morada. En torno de ella aparecía el pueblo español, magnánimo como siempre, amante como siempre de sus, Reyes; con todos sus caracte­res históricos, partícipe de todas las penas generosas y compañero de todos los infortunios inmerecidos. ¿Quién puede permanecer insensible en medio de este espectáculo? Intérprete de vuestro dolor, me atrevo á pro­poner que en tanto que la Iglesia presta sus solemnes plegarias á la que fue nuestra Reina, a la que sólo ocupó el Trono el tiempo sucintamente necesario para reinar sin lí­mite en los corazones, en tanto que las exequias se verifi­can, esta tribuna permanezca muda en señal de duelo, con­vidando con su silencio al recogimiento y á la oración.

Propongo además, Sres. Diputados, que una Comisión del seno de la Cámara, cuando las tristes circunstancias que nos rodean lo consientan, llegue á S. M. el Rey, para significarle el sumo dolor de que se encuentra poseída, para mostrarle que todos participamos de su pena; que este es el único consuelo que cabe en tan grandes aflicciones.­ ¿Quién será insensible á la presente?-Sólo el infeliz que se encuentre incomunicado con la humanidad.»

Todo se acordó como se propuso. Y aquellos ministros, aquellos Diputados, aquellas damas de las tribunas, aquellos espectadores, aquel pueblo generoso abandonaba sus asientos emocionado y triste, afectado por la desgracia y some­tido á la maravillosa elocuencia del presidente Ayala. Nunca como entonces pudo decirse que nada sorprende, conmueve, domina y arrastra como la palabra del hombre. Ni fue más verdadera nunca que en aquellos momentos la defi­nición de Eurípides, que decía de la elocuencia que era «la soberana de las almas.»

Se le ofrecieron libros, recuerdos, tiempo para que Aya­la preparase la oración fúnebre.

-Mejor será, contestó, que cuente lo que he visto.

Y se dejó llevar de su dolor y de su admiración á un tiem­po, durante la oración incomparable, que no tiene más ana­logías en la historia que las semejantes y parecidas del Obis­po de Meaux, del eterno Bossuet. La elegante sobriedad de los discursos de Ayala, la ma­jestad del estilo, la gala de la expresión, la luz de los con­ceptos, la constante animación del relato, iluminado por todos los rayos de la inspiración, colorido por todos los matices de la dicción dramática, sin la confusión de la palabra afluen­te ni la pesadez de la amplificación estéril, ahí están como bellezas inextinguibles de su personalísima oratoria.

Todo lo improvisó aquel día, menos el asunto. Lo había visto en la triste escena de la agonía; grabado lo llevaba en sus recuerdos, y en este, como en todos sus discursos siempre, no encontraba las ideas buscando las palabras, sino que encontraba las palabras persiguiendo las ideas.

Concebía un pensamiento, meditaba sobre él; de esta me­ditación brotaba la luz, y, como Jovellanos, con ella ilumina­ba Ayala el asunto y la cuestión, y todos los aspectos, fases y derivaciones del mismo problema y del mismo pensamiento. Fue apasionado y vehemente en los discursos políticos; crítico y razonador en la Academia y en el foro, y, sublime en aquella tarde luctuosa de sus últimos acentos.

Poseía las cualidades que Bautain supone imprescindibles para llegar á la alta elocuencia: «sensibilidad viva, inteligencia penetrante, imaginación pronta, carácter expansivo y don natural de la palabra[21].» -Y sin ellas no hay orador.

Aquellos que no le aplauden sus discursos como político, me recuerdan involuntariamente las censuras de La Harpe contra Bossuet, aunque no pueda suponer que, como La Harpe hablaba de los discursos de Bossuet sin conocerlos, hablen ellos también de los discursos de Ayala.

Tenía la cadencia y la armonía atenienses y la viril fir­meza del orador romano. Gran actor, y tan contenido en sus movimientos, ¿cómo sería su expresión, ¿cuál la animación de su fisonomía, ¿qué perfectos los ademanes, para que sus acti­tudes verdaderamente solemnes alcanzaran en todos los mo­mentos el total dominio de los que persuadidos ó deslumbra­dos le escuchaban?

Podía decir, como Alcibiades, que no era músico y era orador, porque no daba el sonido de un instrumento, sino el sonido inmortal de su espíritu. Y llegaba á la sublime elocuencia sin agitarse, recordando aquella serenidad olímpica que regía los mundos con las imperceptibles contracciones del semblante de los dioses.

Decía lo que podía ó lo que quería. Pero cuidaba tanto de lo que decía, como de la manera de decirlo. Interesaba siempre, porque sentía y pensaba siempre. Exponía y comen­taba las ideas; no descendía á los artículos de la disposición vigente, sino que se levantaba hasta la razón de la ley misma, y fiaba su suerte á la crítica de los argumentos semejantes y no á la rígida literal interpretación de los textos. Era el orador y no el abogado; el parlamentario y no el legista; el caballero de su causa y no el procurador de sus clientes ni de los clien­tes de su partido. Ni era el recomendante de su pensamiento, sino el apóstol; ni el artífice de su palabra, sino el artista.

Se le comparaba á Mirabeau por la cabeza grande y el aspecto de león; pero Mirabeau físicamente no se podía com­parar con Ayala. Mirabeau tenía dentro todas las hermosuras, y Ayala dentro y fuera. Podría decirse de Ayala lo que se dice de Mirabeau, que agotaba los asuntos en la flor sin bajar á las heces. Y también se parecían en que no fueron largos sus discursos; mas este parecido es de todos los gran­des artistas, que no cansan jamás, que adivinan siempre cuán­to falta para que la tensión del auditorio se debilite, y que no llegan á consumirla toda, ni hablando, ni orando, ni ocu­pándose en sí propios, como forzosamente se ocupan los oradores, contribuyendo esto mismo el gran riesgo, el gran peligro inevitable; cuasi todos los fracasos de las infinitas voca­ciones oratorias que han aparecido sobre la tierra.

Desde aquella tarde la elocuencia de Ayala quedó fija como impresión para toda la vida en los corazones, que se conmovieron con sus palabras; quedó grabada como anhelo intensísimo de sentirla en cuantos leyeron su oración y el juicio de sus contemporáneos; quedará en la historia procla­mada como la leyenda sublime del amor á la Patria y del amor á la Monarquía.

Acabaron aquellas Cortes, disueltas por el Ministerio del General Martínez Campos, que por la voluntad del Rey sus­tituyó al Ministerio Cánovas, y se convocaron las nuevas para el 1º de junio de 1879. Ayala fue reelegido Presidente del Congreso, porque en aquella crisis no cambiaron, al resolverse, ni el programa, ni el partido, sino las personas de los ministros, y no todas tampoco. Consiguió Ayala 230 vo­tos para obtener la Presidencia interina, y los mismos próxi­mamente para la definitiva. Recomendó la imparcialidad en la discusión de las actas, al dar las gracias por el honor de la Presidencia provisional; y al mostrar su reconocimiento por la segunda elección, saludó á los Diputados de Cuba, que acabada la guerra tomaban asiento por primera vez en las Cortes, con estas palabras:

»La madre Patria los recibe con los brazos abiertos, que hace ya largo tiempo que tenia acordado el derecho de que ahora se posesionan; consignado está en la Constitución vigente; guerra fratricida impidió su ejercicio; la paz lo facilita, y pues han nacido con la paz, bien venidos sean, ayudándonos á consolidarla, á armonizar todos los intereses, á crear nuevos vínculos y á persuadir á todos que la sangre vertida no nos divide, porque toda ha brotado del mismo corazón, y antes nos une y estrecha con los lazos del común dolor que nos inspira. Esta fue, repito, su constante política en los asuntos de las provincias ultramarinas. Nadie más enérgico en la gue­rra, nadie más generoso en la paz. Ni por nadie se pronunciaron más elocuentes y sentidas palabras de olvido de lo pasado y de amor para el porvenir.

Presidió Ayala las segundas Cortes con más sosiego y tranquilidad que las primeras. Afirmó para siempre en el áni­mo de los Diputados el derecho de todos á que no se constituyera el Congreso mientras no quedaran discutidas todas las actas leves, y cortó varios incidentes personales con su au­toridad creciente y con su habilidad reconocida.

Es imposible, fuera del Congreso, aquilatar los méritos y las condiciones de la primera persona de aquella casa. Su conducta es del momento, sus oportunidades son de una frase, menos quizá, de una palabra, y no tanto en cien ocasiones, sino de una seña, de un impulso, de una mirada. Ni dentro del Congreso se puede juzgar al Presidente; hay que oírle, y sobre todo, hay que verle dentro de la sesión. En el Diario es más desgraciado aún que los oradores. De éstos no se im­primen las actitudes, ni el temperamento, ni la expresión, ni lo que es tan importante como el personal elemento dramá­tico de sus discursos, pero se imprimen las palabras, que va­len mucho. Del Presidente, lo que menos importa casi siem­pre son las palabras, y es lo único que se imprime. Hay más elocuencia muchas veces en el movimiento del brazo que impulsa la mano para agitar la campanilla, que en un discurso de gracias; y ese movimiento se olvida tan pronto como ha producido el efecto. Habla el enemigo ardiente de las insti­tuciones fundamentales, prepara una acusación ilegal, un apóstrofe inconveniente, un agravio injusto; el Presidente, que lo oye y lo adivina, le mira como debe mirar un Presi­dente al que desea olvidarse de todas las conveniencias, y muere el agravio en la garganta del orador. Pues bien; aquella mirada vale por un discurso. Si el agravio se lanza, viene la protesta, el tumulto, la proposición incidental del des­agravio, los discursos en pro y en contra, el acaloramiento de los ánimos, las recriminaciones, ¡quién sabe! quizá el re­traimiento de las oposiciones y la revolución al día siguiente. El movimiento de las cejas del Presidente puede ser como el movimiento de las cejas de Júpiter, que aplaque á los iguales y sofoque y domine las tempestades del Parlamento. ¿Y esto, dónde queda? En ninguna parte. Lo que menos significa en los éxitos del Presidente, es lo que más se comenta; la tole­rancia con los enemigos del Gobierno, el acuerdo de la pró­rroga de las sesiones, la preferencia de unos ú otros proyectos para la discusión, todo esto se consigue con ceder algo al enemigo, y fácilmente puede ceder una parte mínima, quien usa con tanta holgura como usan los Gobiernos de todos los derechos parlamentarios. Y el Presidente que pasa por ge­neroso á costa de la mayoría, comete un pecado á sabien­das de que nadie ha de pedirle cuentas. Y si no, que se las pidan. Provocará una disidencia en el acto; podrá quedarse sin el instrumento del delito, que es la autoridad de la misma mayoría recibida, pero la herida manará sangre de las entra­ñas del Gobierno.

No se dirá de Ayala que se distinguió como otros varios por el número de las campanillas rotas, ni por las debilidades frecuentes, ni por el olvido de aquellos á quienes debiera la elección. Presidía tanto con la autoridad de su persona como con la autoridad del Presidente. El único voto de censura que defendió contra él otro poeta, fue un caso de lirismo. Los mismos firmantes renunciaron á la votación correspondiente.

Dominaba los alborotos de las tribunas levantando la ca­beza. Volver la cara á los alborotadores, era decretar el si­lencio. Ni las desalojó, ni fue preciso rigor semejante en ninguna sesión. Merecía todas las consideraciones, porque las guardaba todas, y no se imponía en la paz ni en la guerra, en la tranquilidad ni en el tumulto, por severidades innecesa­rias y mandatos impertinentes, sino por la misma atracción con que exornaba sus propios méritos.

El mejor Presidente de unas Cortes es el que más dura. No se está en aquel cargo más que á satisfacción de todos. No se puede presidir un Congreso sin la confianza de la mayoría y la simpatía de las oposiciones. Y Ayala presidió tan­tas legislaturas como le consintió su vida, con el aplauso de todos, con la unánime satisfacción de la Cámara y con una lealtad á su partido y á su jefe, que le curó de padecer el malestar inevitable de aquellas alturas, la inquietud y la fie­bre de las grandezas mayores, la nostalgia del banco azul por el asiento de la cabecera que han sentido muchos, y tan­tos, que tal enfermedad nerviosa se ha llamado en el lengua­je vulgar de la política morbus presindentialis.

Después del interregno parlamentario de 1879, y al reanudarse las sesiones en el otoño, acentuóse un movimiento de hostilidad contra el Gobierno en aquella mayoría parlamentaria, motivado por la política acentuadamente liberal que aquel Gabinete deseaba para las provincias ultramarinas; y producida la crisis, admitió el Rey las dimisiones de sus consejeros..

Fracasó el intento de un Ministerio Posada Herrera por la bien dirigida política de Sagasta, que aspiraba legítima­mente á suceder al partido liberal-conservador sin intermedias situaciones; actitud y pensamiento fijos y constantes en el ánimo de este hombre público, que conoció pronto y bien las conveniencias de su jefatura, y ha sabido defenderla de los grandes riesgos en que principalmente la colocaron sus propios correligionarios.

Entonces fue cuando por el consejo de Cánovas encargó el Rey á Ayala la formación de un Ministerio. No es posible llegar á más honor en el régimen monárquico y parlamenta­rio. A los cincuenta años era Ayala en las letras primero entre los primeros, y podía ser en la política lo mismo que fueron los que á más alto llegaron. Y á solas con el Rey, y conmovido y emocionado profundamente, Ayala declinó el encargó con aquellas palabras por él referidas á una sola per­sona, y por aquella persona después, no sé hasta qué punto literalmente, á otras varias que tenían derecho á conocerlas, y por Emilio Arrieta al que esto escribe, como favor que agradece y generosa consideración. Fueron las palabras de Ayala, poco más o menos, las siguientes:

Señor: si mi salud me lo consintiera, que no sé si me lo consentiría, agradeciendo en mi corazón y para siempre las bondades de V. M., yo no aceptaría la honra de constituir un Gobierno; porque yo no podría aconsejar á V. M. que ni por un momento prescindiera del jefe del partido liberal­conservador á que yo pertenezco.

Jamás podrá ningún Monarca divorciarse de su primer ministro. Víctor Manuel no pudo divorciarse de Cavour, ni Guillermo I podría prescindir de Bismark, ni V. M. de Cánovas. El talento de sus ministros es el talento de los Reyes. Y la Restauración tiene su política y tiene su hombre irreemplazable é insustituible. Vuestra Majestad debe llamar á Cánovas y encargarle resueltamente la formación del nuevo Gobierno, del cual seré yo en todo momento el pri­mer defensor y el primer aliado.

Resistióse Cánovas; trabajó en los paréntesis de las con­sultas del Rey para convencer á Ayala con todos sus amigos de la necesidad y de la conveniencia de que no otro que el Presidente de la Cámara presidiera el nuevo Gabinete; pero todas las instancias, todos los consejos, todas las razones se estrellaron contra la inquebrantable negativa de este gran hombre, tan limpio de codicias como revela su conducta, tan excelente consejero de su Rey como dicen su dignidad y sus respetos, y tan lealísimo soldado de su partido como no lo fue nadie más resuelto, más convencido y más desinteresado.

Se negaba Cánovas todavía, momentos antes de recibir el encargo de la Corona, á aceptar la jefatura de la situación, en el seno de sus amigos íntimos; y agotados los discursos de la razón, apeló Ayala á todas las armas para decidirlo, y fue entonces cuando con el mayor afecto y la mayor entereza le dijo:

-Antonio, resígnate á que una vez siquiera tengamos en­tre todos juntos más talento que tú solo. Acepta el consejo nuestro, y preside el Gobierno, que así servirás mejor al país y al Rey.

El Rey llamó á Cánovas el 9 de diciembre de 1879; en­cargóle de constituir el Gobierno, y aquel mismo día juraron los ministros liberales-conservadores bajo la presidencia de Cánovas del Castillo.

El día 10 se presentó el Gobierno á las Cortes, y fue airadamente recibido por la minoría constitucional. Negóse Cánovas con todo derecho á discutir una proposición de Li nares Rivas, porque el Senado esperaba la presentación ofi­cial del Gabinete, y un movimiento casual al tomar el som­brero del Presidente del Consejo de Ministros produjo por tan pequeña causa aquella famosa «coalición de la dignidad» que se formó sin razón y se disolvió por sí misma.

Días después sintió Ayala más aguda la molestia de los bronquios, y tuvo que guardar cama porque un aire de pul­monía le hirió de muerte. Suspendidas las sesiones de Cortes, antes de acabar el año Ayala había dejado de existir.

Fue como poeta cuanto podía ser, y todo lo que quiso ser como político.

XI

Fatales presentimientos do Ayala. -Lo quo Ayala produjo para la política y las letras. -Qué contestaría Ayala si le pidieran cuentas de su vida. ­ El lirismo de Ayala. -Ayala satírico. -El Ministro necesario —Ayala adivina su entierro-Por qué no hizo Ayala testamento-La agonía y la muerte do Ayala. -La capilla ardiente. —Camino del cementerio. ­La estatua de Calderón. -Ayala y Villamartín. -Las últimas palabras sobre la muerte de Ayala.

La gravedad del estado de Ayala no cedió en un solo instante hasta su fin prematuro. Aquella complexión magní­fica y aquella naturaleza resistente se debilitaron y sucumbieron sin que la enfermedad mostrase al exterior todo su estrago. Nadie adivinó su muerte con tan terrible acierto como el mismo Ayala. A1 regreso de la breve expedición que hizo á Portugal acompañando á Don Alfonso XII en 1879, dijo á su hermana Doña Josefa estas palabras, que constituyen la mejor explicación y defensa de aquellas cen­suras y cargos de holgazanería tan injustamente prodigadas contra el insigne patricio:

«Mira, hija Pepa, creo que me voy á morir sin haber hecho todo aquello de que yo era capaz; pero mis achaques me lo impidieron[22]

Ni los achaques tampoco; que fue extraordinario poeta dramático, lírico eminente, satírico agudo y audaz, gran ora­dor, hombre político importantísimo, distinguida personalidad en todo lo que intervino y tuvo parte; conspirador furibundo; cuatro veces ministro; dos años Presidente del Congreso, y jefe del Gobierno en la conciencia pública y en la libre vo­luntad del Rey. Dejó seis discursos admirables, las tres me­jores comedias del teatro español contemporáneo, con más de 36 actos sumando las producciones lírico-dramáticas, tres manifiestos políticos en prosa hermosísima, las poesías sueltas excelentes, y el índice de las comedias proyectadas, de los pensamientos no realizados, conceptos á medio expresar, por tal manera concebidos y escritos, que no hay lectura más atractiva en los libros contemporáneos que aquel último re­sumen de la colección de sus obras. Inspiró los más intere­santes documentos oficiales de su época; fue el Ministro que mantuvo más tiempo la lucha constante de los Gobiernos y de aquel ejército nacional valerosísimo contra la insurrección de Cuba; era el consejero obligado para los jefes de los par­tidos conservadores en la revolución y después de la revo­lución; más influyó todavía en la política de su tiempo que figuró en ella como principalísimo actor, y tanto como se con­serva, se ha perdido de lo que escribió durante su vida.

Llegado á Madrid á los 20 años, sin padrino influyente, lleno de ilusiones y de esperanzas, con mucho talento, pero nada más que con mucho talento, con muchos versos, pero solo con ellos, alcanzó y logró en el transcurso de los treinta años siguientes todo lo posible en la política y en el arte, y murió á los 50 años, apenas logrado el tiempo necesario para demostrar que justo era y no excesivo lo alcanzado, y que todo lo merecía.

¿Quién ha hecho más en menos tiempo? ¿Es que, como otros, tuvo fama por lo que dejaba entender y no por lo que hacía? ¿Es que se le debió todo por lo que consentía que se le adivinase de su talento y no por lo que mostraba en sus actos, en sus obras, en sus discursos, en las tangibles revelaciones de su inteligencia? No. ¿Ni quién lo creería, aunque se dijera?

Trabajó lo que pudo con la pluma y con la palabra. Y fue bastante y sobrado, no para considerar su vida malogra­da, sino para llorar su temprana muerte; que los años malo grados fueron aquellos que dejó de vivir por la enfermedad cruel que tan pronto le acabó la vida. Y si de ella pudiera la Patria pedir cuentas á Ayala; si después de muerto pudiera la Patria exigirle responsabilidades por no haber conservado mejor la preciosa existencia, lícito seríale á Ayala contestar; que donde sobran el predominio de la pasión, los arrebatos del sentimiento y la necesidad de las libres manifestaciones del alma, falta siempre la estricta, regular y vulgarísima apli­cación de todas las reglas de la vida.

Con una modestia ejemplar decía que los versos sueltos, que las poesías líricas, las componía para el gasto de la ca­sa[23] Cánovas del Castillo, El solitario y su tiempo. Y aquellas composiciones, olvidadas por él, no estimadas en su valer grande y casi aborrecidas por Arrieta, que veía detrás de muchas de ellas favores mortales contra el fin de aquella existencia tan querida, son bastantes para que Ayala figure entre los primeros líricos españoles. No se ha escrito el soneto amoroso en tiempo alguno mejor que Ayala 1o escribía; difícil combinación de la rima, preciso el número de los versos, y preciso en lugares determinados el número de los consonantes, sometida la inspiración á la aritmética de los cuartetos y los tercetos enlazados, Ayala espacia el soneto, lo llena y lo inflama como los clásicos. El Ateneo de Madrid dedicó una velada á la memoria del poeta cuando todavía es­taban calientes las cenizas, y únicamente se leyeron aquella noche las más celebradas y algunos trozos de Un hombre de Estado. Desde entonces figura el retrato de Ayala en la magnífica galería que de los hombres más ilustres de la época contemporánea posee aquel doctísimo instituto[24]

Tanto se elevó Ayala en este género de poesía, que aun se pretende demostrar que en todo fue poeta lírico perso­nal subjetivo; que aun se dice que sus discursos eran odas y sus contradicciones poesías-, que alguien ha pretendido con pueril impulso sumar los versos que se encuentran en la prosa de Ayala, como si no los hubiera en la prosa de Granada, de Quevedo y de Cervantes; y todavía se repite, si bien con más alto sentido, que fue revolucionario porque le habló al alma una mujer de talento, y Ministro de Don Amadeo por­que llamó Topete á las puertas de su entero corazón, y Ministro de Don Alfonso porque Cánovas simbolizó en el nom­bre de Ayala la representación de una política de perdón, olvido y generosidad. Bien justificados están por todas las razones todos los actos públicos de Ayala; y aunque no lo estuvieran, ¿qué mayor elogio ni qué apología mejor del hombre público se podría escribir, que presentarle constantemente movido, agitado y dispuesto por los más nobles estímulos á las empresas más arriesgadas y á los empeños más generosos?

Rasgos satíricos brillantes, certeros y profundos se en­cuentran por todas partes en las obras de Ayala. No alcanzó la fama del ruido por sus sátiras personales, porque él mismo las condenó al olvido, las sustrajo á la circulación y prohibió que se hablase de ellas mucho tiempo antes de morir. Ayala era muy solicitado para este género de poesía, y las más acerbas, que son las que no han de publicarse por conocida voluntad de su autor, y las que probablemente se habrán perdido, están inspiradas en las pasiones políticas del mo­mento: La epístola á Zabalburu, incluida en la colección de las obras de Ayala, y en la que se habla de la sangrienta re­friega del 22 de Junio de 1866, es acerada y cruel; y las sae­tas á Campoamor, en las que retrata al poeta humorista á satisfacción del lector, y probablemente á satisfacción del in­teresado, son felicísimas cuando le dice:

     «Hoy con tu ejemplo se ve

más válida la opinión

de que es fácil que se dé

la moral sin religión

y la conciencia sin fe.

      Hombre, no inspires amor,

te lo ruego por Dios vivo;

hazte malo, por favor,

pues no serás tan nocivo

en siendo un poco peor.»

Toda la poesía de Ayala fluye constantemente del in­agotable ingenio ó del corazón de aquel hombre privilegiado, que á toda hora proclamaba que más desconfiaba de su inteligencia, porque podía escuchar cómo latía su corazón y no podía ver cómo pensaba su cerebro.

La importante insurrección de Yara hizo necesario un Ministro de Ultramar como Ayala mismo; ciego á todas las solicitudes, sordo á todas las intimaciones, mudo para todo lo que no fuese durante la guerra la invocación del nombre de la Patria; sin más pensamiento que conquistar la paz, sin más vida que para restablecer la integridad de la Nación es­pañola. Tan solícito guardador de la autoridad de los Go­biernos españoles, y de sus representantes y delegados, se mostraba por sistema, que habiéndose negado el Capitán Ge­neral de las islas Filipinas, Gándara, á proclamar el triunfo de la revolución de Septiembre en el Archipiélago, porque no le había sido comunicado oficialmente el suceso, y habiendo además recibido corte en Manila el 10 de Octubre de 1868 en nombre de S. M. la Reina Doña Isabel II por la misma causa de no conocer por modo autorizado, y sí sólo por noti­cias particulares, el cambio político del país, pidió sobre el hecho de la recepción el parecer del Ministro, y aprobó Aya­la explícitamente la conducta del General.

Los consejos de Ayala al Rey, paternales y cariñosísimos, hubieran sido en toda ocasión dignos de su carácter.

Y más que los de Bernardo de Cabrera, figura sombría, á D. Pedro IV de Aragón; y los de Gutierre Fernández de To­ledo, menos culpable que desgraciado, á D. Pedro I de Castilla; más, digo, recuerdan los de Ayala á Don Alfonso XII, aquellos otros nobilísimos de Ximénez de Cerdán al Rey Ce­remonioso, y del Cardenal Mendoza á los Monarcas Católicos.

Todo lo que le era propio lo ponía en los mayores peli­gros, si un deber cualquiera lo demandaba. Su nombre litera­rio, sus posiciones políticas, su vida entera; porque no fue avaro de otra cosa que de su nombre de orador. -Era lo que más temía perder, y no pronunciaba un discurso hasta que se había olvidado, á su juicio, el efecto producido por el an­terior. Así, los anuncios de sus oraciones parlamentarias se parecían á los anuncios de los estrenos de sus grandes pro­ducciones teatrales; y callaba religiosamente una generación cuando Ayala pedía la palabra en la escena ó en el Con­greso.

La agravación de sus achaques le sorprendió en la ma­durez de su entendimiento, en la posesión de todas sus facul­tades, en el momento en que no hay pasión que ya sea más fuerte que la propia voluntad, en las mayores grandezas de su vida política y literaria; y á los tres días de guardar cama después de suspendidas las sesiones de Cortes, á las pocas noches de tos y de insomnio producido por las heridas pulmonares, y bien penetrado de su enfermedad y de su posi­ción en el mundo, decía con tranquila resignación á sus ami­gos y á sus hermanos: -Me veréis enterrar con bombo y platillos.

Las horas pasaban y los días parecían más largos al en­fermo por los dolores, y más breves á los suyos, porque los rápidos progresos del mal no se ocultaban ni á los profanos.

Nadie pensó en las últimas disposiciones, porque en la modesta habitación de la calle de San Quintín no había cosa de que disponer. En el gabinete reducido, una mesa con versos y papeles, libros buenos, pero no muchos, algo de los más sencillos adornos, y después la alcoba. No había más en la principal estancia de Ayala. Sobre la cama estrecha y justa velase aquel cuerpo rendido á las fatigas y pesadum­bres de la vida, descubierta la cabeza sobre la almohada, y las manos entre las de sus amigos. En la cabecera había co­locada una Virgen del Ticiano, y á los pies un gran espejo donde se reflejaba la imagen, y la contemplaba Ayala sin ha­cer otro esfuerzo que levantar los ojos para fijarlos en el cristal. Cerca del lecho, más libros en montones, y allí las coro­nas del poeta. En la mesa el Crucifijo; sobre la pared lateral el retrato de Calderón de la Barca, y más lejos la estatua de Hernán Cortés, regalo del Centro Hispano-Ultramarino al defensor de la integridad de la Patria. Por riquezas, las comedias y los discursos, y por fortuna la gloria; Ayala no po­día hacer testamento, porque ya lo suyo comenzaba á no ser suyo, sino de la Patria.-Un hotel en construcción, del que un amigo trazó los planos, otro amigo pintó la escalera, y otro amigo buscó el dinero para levantarlo, fue preciso venderlo después de la muerte de Ayala, para satisfacer las deudas contraídas en la compra de materiales destinados á la cons­trucción de la proyectada vivienda.

En la madrugada del 30 de diciembre de 1879, y des­pués de una lucha de quince días entre la vida y la muerte, comenzaron á manifestarse los primeros síntomas de un próximo y fatal desenlace para la vida de Ayala. Primero perdía la palabra; las últimas que pronunció fueron para su madre. Después perdió el oído; después ya no oprimía su mano, sino que se crispaba; lo último que se nubló para siempre fue la mirada intensa y penetrante. Cerca del mediodía comenzó á delirar; recibió los últimos auxilios de la religión, y á las tres de la tarde falleció aquel talento singular, aquel español esclarecido, aquel hombre inolvidable para todas las genera­ciones del porvenir.

Ondeó la bandera á media asta en el Congreso, se tras­formó en capilla ardiente el salón de conferencias, levantá­ronse altares en los ángulos, cubrióse de negro tapiz el pavi­mento, y se dispuso la decoración con el mayor aparato, procurando que todo el mundo pudiera contemplar dos días después en el palacio de la Representación nacional el cadá­ver de Ayala.

El día 31 fue el cuerpo embalsamado, y velaron al muerto aquella noche los vicepresidentes y secretarios del Congreso. E1 día primero de 1880 fue trasladado al salón de confe­rencias el cuerpo inanimado. Cubierto de crespones el carro fúnebre, iba precedido de las cruces y el clero, rodeado de la servidumbre de las Cortes con hachas encendidas, y se­guido de amigos, deudos y parientes. La noche fría y las calles desiertas, porque á nadie se comunicó la noticia de la traslación, daban al acto más triste apariencia y solemnidad. A las nueve quedó expuesto el cadáver, y ya circulada la nueva por toda la corte, á las diez se permitió la entrada al público hasta las doce en que se cerraron las puertas del Congreso. Toda la noche ardieron las luces y velaron los ujieres. Al amanecer del siguiente día empezaron las misas. El féretro, abierto é inclinado, dejaba contemplar á Ayala de cuerpo entero, vestido de frac con la medalla de la Acade­mia Española, y entristecía mirarle por las consecuencias del embalsamamiento, de la pintura fatal y de otras cariñosas profanaciones, hijas desatinadas de la mejor intención. Ayala no parecía el mismo.

Acabadas las misas, á las doce del día 2 de enero de 1880 comenzó el entierro, para el que se fijó el camino de las grandes procesiones hasta el cementerio de San Pastor y San Justo. Desde las ocho se pobló la carrera, y á las doce y media partió del Congreso la comitiva. Claro es que Ayala fue popularísimo entre las clases superiores, mas no lo era en­tre las clases humildes. Pero el aparato procesional, el duelo de los políticos, de los artistas, de los literatos, de toda la sociedad directora de la vida pública en sus diversas mani­festaciones, despertaba con irresistible influencia, primero la curiosidad, después el ansia de conocer al hombre insigne, y el dolor de su pérdida por último, en la multitud inmensa; y aquel pueblo ensalzado por Ayala, participe de todas las pe­nas y compañero de todos los infortunios, sentía por moral contagio, se interesaba en la ceremonia por secreta comuni­cación de las almas, y lloraba al hombre inmortal por patrio­tismo.

No faltaba entre los acompañantes ninguna representa­ción del Estado, de la sociedad, ni de los órdenes diferentes que constituyen la vida nacional, delante, alrededor y detrás del féretro. Las cintas de la caja se entregaron á Castelar, Sa­gasta, Martos y Tamayo, las de la derecha; y á Posada He­rrera, Álvarez, Marqués de Cabra y Núñez de Arce, las de la izquierda. El Capitán General escoltaba el cadáver con fuerzas de todas las armas; presidía el entierro Moreno Nieto como primer vicepresidente del Congreso; á su lado el Go­bierno, y á la derecha del presidente del Consejo de Mi­nistros, el Jefe superior de Palacio. Seguía la guardia militar de honor, la fuerza del ejército, el pueblo y los carruajes.

A1 llegar al teatro Español, los autores dramáticos arro­jaron’ coronas sobre la caja mortuoria, y hojas de laurel el insigne García Gutiérrez y la inspiradísima actriz que dio vida á Consuelo sobre las tablas escénicas.

Entonces fue cuando á la voz del presidente del Ayun­tamiento de Madrid, Marqués de Torneros, quedó descubier­ta la estatua de Calderón de la Barca, erigida según expediente en el cual el primer documento es una carta de Ayala[25].

Y entonces fue, repito, cuando rasgada y caída la cortina que envolvía la imagen del gran poeta, parecía que Calde­rón se levantaba para recibir á Ayala en las puertas de la otra vida. La dulce serenidad del semblante de Calderón en la escultura semejaba un trasunto de la atractiva gravedad del semblante de Ayala. La emoción de aquella muchedum­bre de grandes y pequeños era unánime, y el carácter del espectáculo cambió totalmente á la luz del sol, á los acordes y sonoridades de las músicas, á la vista de los uniformes y de las galas. Era función de gloria, escena de resurrección y de vida, y al volver la mirada al carro fúnebre cubierto de flores y coronas, nadie pensaba que moría un poeta; todos contemplaban la apoteosis de dos genios, uno ya en pose­sión de su fama, y otro en camino de aquella región inmortal de los primeros y de los iguales.

A las cinco llegó la comitiva al cementerio y rezóse el último responso. Cayó el sol á lo lejos detrás de las monta­ñas; y levantada la piedra, cayó en la sepultura el cadáver de Ayala. ¡Allí yace!

Un monumento sobre el sarcófago que lo guarda, ostenta los atributos de la poesía y de los triunfos del arte. Entre el alpha y la omega de la vida muéstrase escrito el apellido de Ayala; encima su busto, y por remate la simbólica escultura que le corona de siemprevivas. Del Ministro, del político, del gobernante no se ve recuerdo alguno entre los adornos del mausoleo; mas no pasarán del mismo modo inadvertidos los arrojos del conspirador á la vista de nadie, porque allí mismo, en sepultura vecina, y bajo losa semejante, descansan los res­tos del ilustre Villamartín, consejero y amigo de Novaliches y autor de la carta al Duque de la Torre, en la cual se re­chazaba la invitación al alzamiento, propuesto por el Gene­ral Serrano en aquella otra que Ayala redactó y fue á entre­gar en el cuartel de Montoro al caudillo de Isabel II horas antes de la batalla de Alcolea.

No se recuerda en el patio de San Justo del propio ce­menterio nada más pronto, por lo que allí se puede contem­plar, que este hecho político de Ayala; pero él basta para que vuelvan rápidamente al pensamiento todos los inolvi­dables servicios que prestó á su Patria.

Las flores de las coronas que sobre el mármol depositan la admiración y la piedad se marchitan pronto. Ni una vi que pareciese lozana. Pero las que dejó su nombre, y Ayala pro­dujo en sus inspiraciones de político y de poeta, las que de Ayala son, no se marchitarán jamás en la historia de España.

Después del entierro, después de las honras y preces de las iglesias, después del luto, reanudáronse las sesiones del Congreso suspendidas, y en la primera hicieron honor á la memoria de Ayala los elogios de Cisneros, Moreno Nieto, y Cánovas del Castillo Presidente del Consejo de Ministros, terminando e1 jefe del Gobierno con estas palabras:

. «Ayala ha muerto. Y hoy mismo hace falta; que para una muerte como la suya, no había más voz que la suya capaz de dirigirnos la palabra.» Y una voz, una palabra, una elocuencia como la suya sería necesaria para enaltecer debidamente las calidades, del esforzado paladín, defensor y caballero, de los tres asientos fundamentales de la Nación española: la Religión, la Liber­tad y la Monarquía


[1] Obras de Ayala,  tomo 7º

[2] Revue Britanique, 1861

[3] El original de esta carta lo poseyó en vida D. Manuel Cañete

[4] Así refiere este episodio D. Ildefonso A. Bermejo en La Estafeta de Palacio, comprobado además por otras noticias

[5] Traje de luces se llamaba entonces al consabido de lentejuelas, que vestían estas mujeres.

[6] Pérez Jiménez, Perfiles biográficos. Badajoz, 1889

[7] Obras de Ayala, tomo 7°

[8] ¿Hubiera sido este envidioso el Doctor Blanco do Paz? Ayala no lo dejó escrito.

[9] Apuntes históricos de la revolución de Septiembre. Ricardo Muñiz, 1884

[10] Mis Memorias íntimas, tomo 3.°, 1889

[11] Debo esta referencia verbal á D. Baltasar López de Ayala.

[12] Estafeta de Palacio, tomo 3º, 1872, Madrid

[13] Francisco Leiva, La batalla de Alcolea, tomo 3.°, Córdoba, 1879

[14] Alude á Francisco Pizarro y Diego de Almagro, que hicieron paces para descubrir y explotar la, tierra de Cuzco, volviendo- pronto á sus pe­leas. Recibieron la Comunión de manos del Capellán Hernando de Luque. Historia de las Indias Orientales por Antonio de Herrera, cap. III, lib. VI, tom. 2.°, pág. 200.

[15] El canónigo Don Pedro de la Gasca. Prescott dice que venció más por la fuerza moral que por la de las armas.-Histoire de la Conquete du Perou. Edición de Paris, 1863

[16] Justo Zaragoza, Las insurrecciones de Cuba.-Madrid, 1873

[17] Navarro Rodrigo, UM Período de oposición. -Madrid, 1886

[18] Me refiero a D. Izequiel Ordoñez.

[19] Autores dramáticos contemporáneos. Prólogo general por A. Cánovas del Castillo. Madrid, 1831, tomo 1.°  

[20] El hombre de mundo de Ventura Vega, El drama nuevo

[21] Bantain, Etude sur l’art de parler en public. Paris, 1883

[22] Pérez Jiménez.-Obra citada anteriormente

[23] Cánovas del Castillo, El solitario y su tiempo

[24] También en aquella noche dió á conocer varias poesías inéditas de Ayala, admirablemente leídas, su joven amigo y ahijado D. Adelardo Or­tiz de Pinedo.

[25] Dice así este documento, que no tiene fecha, y que fué escrito en Diciembre de 1876: Ministerio de Ultramar.-Gabinete particular.­ Excmo. Sr. Conde de Heredia Spínola.- Mi estimado amigo: Recordará V. que le tengo hablado varias veces del proyecto de monumento al in­signe hijo de Madrid D. Pedro Calderón de la Barca. El escultor D. Juan Figueras, pensionado de mérito en la Academia de Bellas Artes de Es­paña en Roma, ha concluido la estatua en mármol, y la enviará muy pronto al Ministerio de Estado, á quien hoy pertenece la propiedad, y que, según V: sabe, está conforme en ceder gratis la estatua al Ayuntamiento, siempre que éste á su vez se encargue de costear el pedestal y erigir el monumento en un sitio de la corte. En tal supuesto, el Sr. Figueras ha hecho un proyecto de pedestal que podrá V. ver por las adjuntas fotografías, y remitido el presupuesto del coste del mismo, que también es adjunto. Trátase ahora, pues, de que V., con su actividad y con su reco­nocido buen deseo por el embellecimiento de la capital de España, cuya Corporación municipal tan dignamente preside, hable del asunto en el Ayuntamiento, y sometiendo á su consideración el proyecto y presupues­to que le remito, procure se adopte un acuerdo que sirva de base á la antedicha cesión de la estatua por el Ministerio de Estado, y consiguientemente á que los admiradores del gran dramático madrileño le veamos al fin honrado como se merece. Con este motivo queda de V., como .siem­pre, afectísimo amigo, seguro servidor q. b. s. m., A. L, DE AYALA

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