Apuntes para la guía sentimental del pueblo

JUAN COLLANTES DE TERAN

RG AÑO 1970

SAN BENITO.-

Y después de tantas vueltas, el pueblo ¡al fin! ¿Pero dónde?

Apenas un esbozo de torre, la difusa silueta del pueblo y un pino, ¿es un pino el que emerge en la coronación de la sierra que enfila poro Llerena? De San Benito queda sólo un recuerdo de muros casi derruidos. Me contaron historias de romerías por estos parajes, de paseos y de giras. Por San Benito empezamos a adivinar el pueblo en la tristeza de lo que tuvo esplendor. Aquí el silencio y la serenidad del paisaje convidan al recuerdo. Lentamente se acercan unos trabajadores en bestias que vuelven al pueblo al acabar el trajín de la faena diaria. La tarde se vuelve dura de piedra que se resiste; de sudor y de tajo.

—Buenas tardes…

Bajo los sombreros amplios resalta una morenez del sol implacable y aire. A medida que se alejan se confunden pueblo y hombres en una hermandad de labranza conseguida a duras penas. Pienso en las tardes alegres de San Benito, en las romerías… Y el pueblo, a lo lejos, como promesa de tranquilidad, de hogar y de hijos que esperan.

SANTA CLARA.-

A la hora de la siesta quizá sea este reducto del pueblo el que mantiene la de sus habitantes. Es calle de confluencias: Mesones, San Sebastián, el Mercado, La Puntilla, queda el sabor de antiguos merengues tostados, pilas de melones y tenderetes que rebasaron la ubicación de la plaza de abastos, flotan en el aire prisas por llegar y ojos que se vislumbran por detrás de las persianas. De pronto, el estremecimiento acústico del coche-correos que llega de la estación, después de su última parada en el paseo de la Cruz.

El coche sube por la calle Santa Clara y después de fatigada maniobra aparca difícilmente. Sube el tono de júbilo de los que esperan y de los que llegan. Hay una apretada aglomeración y una voz potente que señala con aspavientos al forastero por donde debe ir a la calle Camacho. Se alcanza un punto en que no se sabe quiénes han llegado ni quienes esperaban. Se comenta la temperatura de Sevilla, la consulta del médico o el paquete que quedó olvidado en los grandes almacenes de la capital. Hay besos familiares temo de puro trámite, y un deseo grande de descansar después del viaje.

Poco a poco el bullicio va cediendo; las voces se apagan y los viajeros morosos que han rescatado sus bultos y suben, Mesones arriba, diluyéndose la conversación, los pasos y las sombras. Todo empieza a encontrar la paz de la calle, antes de la llegada del coche. Del ajetreo anterior sólo queda la voz de Rajamanta que perora en La Puntilla y la huida de un perro que encontró un hueso de chivo en la plaza de abastos.

SANTA ANA.-

Es casi la culminación en altura del pueblo. Digo casi, porque más arriba está la ermita del Cristo, Desde Santa Ana la visión es totalizadora: de sierra a sierra, y en hondura, Parece que el pueblo se hace mas pequeño. Se han rebasado las torres y los árboles del Palacio se reducen como por encanto. El pueblo está a los pies y atrae la tentación de observar la vida interior en cada casa, en los huertos y en los corrales. Las calles no existen; hay que adivinarlas a través de lejanos muros blanqueados. Me acuerdo de un poema de Jorge Guillén y lo adapto al paisaje: pueblo en profundidad está en Santa Ana.

SAN FRANCISCO.-

Estamos al final del trayecto; es decir, al final de la vida. Es el camino que todos tenemos que recorrer. El paseo es lento y silencioso, impregnado de la calma y tranquilidad definitiva. El pueblo queda atrás, se va dejando atrás, poco a poco, y antes de rebasar las últimos casas unos niños juegan a Piola siguiendo el hilo de las concatenaciones: “San Isidro labrador, fue a la fuente y se ahogó..,” La tarde, casi morada, se llena de vencejos. Alguien viene de vuelta “no a la vida, al pueblo” y el saludo es escueto:

-Buenas…

Los niños siguen el juego: “muerto lo llevan por los tejados..,” Con lentitud la tarde entra en un ocaso definitivo y palidece. Ya estamos ante el blanco muro y el ciprés erguido. Lejanas voces se escuchan muy distantes y se mezclan con los ladridos de un perro. Rezo por los muertos del pueblo y pienso que debo rezar también por los vivos. Después, el regreso, al oscurecer casi, con una desvaída memoria de nombres y fechas que allí hemos recordado. El pueblo está ya mas cerca y las niñas siguen aún el juego: “al pasar por San Francisco, se cayeron los jozicos…”

Cuando llego a la Plaza comprendo que la vida sigue y me uno al grupo de los que pasean; ir y volver siempre, vueltas y más vueltas hasta que la campana de la torre, con monotonía, desgrana un lento toque de ánimas. Ahora se puede decir que ya es de noche.

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