Apuntes de Diego “El Sereno”

               Por su nieto Isidro Escote Gallego

A continuación pueden leer ustedes, parte de los primeros apuntes que realizó Isidro Escote Gallego, de lo que posteriormente sería un libro.

Prólogo                  

Jamás cayó en mis manos un libro tan autentico y espontáneo, como el de este guadalcanalense de bien, Isidro Escote Gallego, el que, ya adelanto diciendo que, como Don Quijote, además de ser un visceral soñador, siempre fue gran madrugador y amigo de la caza.

Creo que el presente libro es tal y como lo he calificado, por estar, precisamente, desnudo en su totalidad de oropeles y falsos ropajes literarios que, en muchos casos, no son sino grotescas máscaras que disfrazan, con ridiculez, lo que sólo son muñecos rellenos de despreciables harapos o, en todo caso, de humo que, como tal, solo sirve para diluirse en el vacío y ensuciar en horizonte.

Conforme me fui adentrando en la lectura de esta historia de nostalgias y sueños, se fue arraigando en mi, más y más, la cesación de que, lejos muy lejos, de que fuera expresada con falso artificio literario y cierta hipocresía, había ido brotando, por el contrario, de lo mas profundo del alma de este trovador del pueblo sencillo, con tal naturalidad, con sinceridad y con tal espontaneidad como, por poner un ejemplo, brotan las frecillas silvestres a la vera de una vereda perdida en el monte, o a orillas de algún arroyuelo cantarín, por el solo hecho de ser Primavera.

No es precisamente el bueno de Isidro un hombre de “pluma y letra”, según el castizo decir de la gente sencilla del pueblo, en el sentido de ser un hombre que vive de los libros y entre los libros a la sombra de unos estudios universitarios, no, pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que le esté vedado ser un hombre que sienta el arte, en su sentido más amplio, como el que más, y que esos sentimientos afloren, ya sea en la pluma o sea, incluso, en el taller, pues de hecho, este honrado hijo de Guadalcanal es un admirable artista en eso de le taxidermia y en otras muchas obras de arte que él  sabe crear con “las navajas” de un jabalí o con las cuernas de un venado. No olvidemos que el verdadero artista jamás se hace, sino que nace.

Todo esto viene a corroborar aún más lo que ya he afirmado de este trovador de Guadalcanal en cuanto a aquello de la autenticidad, espontaneidad y naturalidad, es decir, en eso de llamar al pan, pan, y al vino, vino, sin más sortilegios ni eufemismo, pues esta es la manera en que Isidro Escote escribe este su libro de añoranzas y entrañables recuerdos, que si bien lo son de unos tiempos muy difíciles, en los que no había de nada -pan tampoco- y en un escenario muy aislado y depauperado, allá por las bravías y montaraces Sierras de Hornachuelos, es tal el cariño e, incluso, “el güenángel” con que lo expresa, que más que a llorar, obliga al lector a sonreír entre tierno y compasivo, y es que, a su vez, -¿cómo no? Isidro, entre sevillano y cordobés, es un andaluz de pura cepa, pues nació (allá por la Guerra Civil) en el luminoso y encantador pueblo de la Sierra Norte de Sevilla, Guadalcanal, pero se crío en las cinegéticas sierra de Navaldurazno, del término de Hornachuelos (Córdoba).

Un hombre que nace y se cría en tan espectacular y campestre escenario, tiene que ser, necesariamente, el amante de la naturaleza más bravía y el ancestral cazador que Isidro es.

Pero si, además, aunque solo sea por aquello de que “de raza le viene al galgo”, es nieto de aquel mítico y sabio conocedor del campo y de todos sus entresijos, que fuera Diego “El Sereno”, entonces ya no hay más que hablar aquí.

Y esto es, así como a vuela pluma, lo que pienso de la presente historia, que mi buen amigo Isidro Escote ha intentado dibujar con esos sus pinceles, limpios de todo artificio y al natural en este libro. Una añoranza vibrante y emotiva que, arrancando de aquel admirable Diego “El Sereno”, su abuelo, transcurre a través de su niñez y juventud en unos tiempos que, al lado de los presentes, parecen de la prehistoria, y en unos parajes que, esos sí, antes los actuales debían ser de no sabría decir que Sierra de un paraíso que sólo se puede soñar.

Y como punto final, ya no me atrevo a decir aquello otro de “como broche de oro”, por parecerme demasiado jactancioso, aquí llevas, estimado amigo Isidro, estas trovas a ti dedicadas.

           Leyendo, Isidro, tu historia de cazador campero, debo decirte sincero, en tu honor y en tu memoria, que he aprendido con euforia, lo que es la auténtica caza y todo cuanto ella abraza, pues heredaste de lleno de aquel tu abuelo “El Sereno”, su “hombría de bien” y su raza.

La raza del cazador, que atrocha en la serranía, con la casta e hidalguía, del que es todo un señor.

La raza del deportista, y del que tiene la vista, el poderío y majestad, de la gran águila imperial. La raza en fin de un artista.

Pues de todo buen cazador, todo un señor debe ser, el pecho lleno de amor, y los pies como un lebrel.

                                               José F. Titos Alfaro.

 Añoranzas de un cazador   

Diego “El Sereno”, mi abuelo, fuente de mis amores por el campo y por la caza.

Los hechos más significativos ocurridos en historia reciente, me van a permitir realizar esta centuria tan llena de acontecimientos en los que siempre he permanecido como fiel testigo para evocarlos con verdadera nostalgia y añoranza.

Por sus páginas desfilarán suficientes elementos de juicio para ver en perspectiva aquellos episodios que forman parte del acervo de nuestro pasado, con especial hincapié en la temática de la caza y en mi gran amor por el campo.

También convivirán con nosotros, acontecimientos anecdóticos, pero no menos representativos, que han trazado el curso de las actitudes y comportamientos, en el complicado siglo pasado.

Trataré de hacer revivir escenas y personajes que han dejado huella en el transcurso de mi vida para poner a nuestro alcance de un modo ameno, sugestivo y riguroso todo el producto de una historia familiar.

Después de esta pincelada, como introducción, entremos de lleno en materia; empezando por el que fuera la fuente de mi apasionado amor por la caza y por el campo; mi inolvidable abuelo materno, el mítico Diego “El Sereno”.

Era un hombre alto, más bien delgado, de ojos pequeños y mirada penetrante. Sonreía con facilidad cuando llegaba su momento, y actuaba con rectitud cuando tenía que hacerlo.

En su rostro, abatido por mil solaneras y otros tantos cierzos, parecían luchar a porfía la pureza y la bondad. Todo un caballero a la antigua usanza, para quién la dignidad y honor de un hombre con patrimonio del alma y sabiendo a su vez, que el alma solo es de Dios.

Procedente del medio rural, fue Sereno en Guadalcanal sobre el año 1924, de ahí su apodo.

Cuando tuvo alrededor de 30 años, tomó escopeta y perros y comenzó para él y para los suyos una nueva vida.

No sé si la necesidad, la suerte o las circunstancias lo hicieron ser la mejor escopeta del lugar, para doctorarse pronto en la difícil ciencia cinegética, y cumplir y hacer cumplir el buen hacer de tan noble deporte.

Hombre duro, incansable, con unas piernas de acero que llegaba a cansar a las perdices, según me comentaban todos los que lo vieron cazar en la sierra del Viento o de la Albarrana junto a otros cazaderos por donde solía andar, con la Cuerda. (Cuerda se le decía al conjunto de hombres, que cazaban en mano y a un zurrón)

El cómo mejor escopeta, era jefe y por supuesto el que tenía que llevar “la mano baja” que es la que más tiene que andar, al tener que rodear las montañas, mientras que el “la mano alta”  no tiene prácticamente más que andar unos centenares de metros en circulo y esperar y esperar a que los demás vayan cerrando, sobre todo al de “la mano baja” que es el que va por la base de cada cerro, para ir copando la caza.

Por tal motivo el de “la mano baja”, “El Sereno”, tenía que tirar a las perdices a gran altura y a una velocidad de crucero, al cruzar de un lado a otro de las montañas. Esas perdices que, al decir de los castizos van “hablando con Dios”.

Había dos formas de repartir la caza que se mataba en la jornada, una era “a un zurrón”, (repartir por igual) y la otra, cada uno lo que matara. En esta última solía haber discusiones cuando dos tiraban a la misma pieza. Entonces había que someterlo a juicio de “El Sereno”, quien tras soplar a la pluma o al pelo para ver las entradas de los perdigones, dictaminaba a quien pertenecía y sin mediar palabra, se la echaba a los pies del que la había matado, (nunca se la entregaba en la mano).

“El Cabrero”, que es como él le llamaba a su escopeta de dos tiros de ante carga, que a pesar del proceso que suponía efectuar la carga de cada disparo, parece ser que lo superaba con la suficiente habilidad y rapidez como para ganarle la acción a las perdices, y no había redención posible cuando se echaba la escopeta a la cara. Un alto porcentaje de las perdices que tiraba tenían que pasar por el enorme zurrón que colgaba de sus espaldas.

Comentaban los componentes de la cuerda que en las grandes hondonadas abría el compás y no dejaba pasar ni a una perdiz por alta y rápida que pasara. La necesidad le había enseñado a no fallar, porque del esfuerzo físico y de su habilidad de cazador pendía el sustento de toda su familia. ¡Como el que no dice nada!

Él tenía gran estima por su escopeta, que conocía muy bien y se sentía muy seguro con ella; una anterior le había reventado, y lo pudo dejar manco de la mano izquierda que desde entonces tenía un poco tarada, pero que no le impedía para nada en el desenvolvimiento diario, por eso se agenció “El Cabrero”, que tenía los cañones alambrados, para evitar que sucediese lo peor.

Cuando regresaba, bien entrada la noche, con el zurrón bien repleto de caza, me contaba mi abuela que ella tenía que salir por todo el pueblo, para vender la caza, de la que por lo menos, tres o cuatro piezas, que era el valor de las alpargatas, que “El Sereno” rompía cada día de caza andorreando por esos de Dios, con la innata sabiduría de un superdotado y la astucia de un gato montés.

Así, más o menos, transcurre la segunda etapa de la vida de Diego “El Sereno”, hasta que cierto día, un señor extremeño, enterado de su valía en el arte venatorio, lo mandó llamar para que se pusiese a su servicio, cosa que “El Sereno” aceptó complacido, y desde aquel día comenzó la tercera etapa de su vida para tomar los hábitos y velar las armas de la guardería andante, y la que ya no cambiaría, mientras vivió.

El señor extremeño, dueño nada más y nada menos que de “Cantargallo”, una enorme dehesa considerada en aquel tiempo como una de las mejores de Extremadura en lo que a caza menor se refiere y sobre todo a perdices.

Por ineludibles compromisos, este señor tenía que disponer de una cantidad de perdices todos los días, para mandarlas a determinadas personalidades de la villa y corte, y esto creo yo que fue el principal motivo por el cual mi abuelo fue requerido por D. Fernando Zambrano de Ardáy,

El señor extremeño estaba interesado por aquel tiempo en la compra de un coto de caza Mayor, y quien mejor que “El Sereno”, para su elección, que no dudo en poner los ojos en Hornachuelos, ya que conocía buena parte de aquellas tierras por sus andancias cinegéticas, y así un determinado día, mi abuelo, montando una yegua castaña, partió por orden de D, Fernando a la búsqueda de un coto que estuviese en venta en las sierras de Hornachuelos, que entonces era muy reducida con respecto a lo que hay hoy.          

Volvía mi abuelo al cabo de unos días enamorado de Navaldurazno, -el coto seleccionado- y comento largamente con el nuevo jefe todo lo que había visto por toda la zona. Parece ser que todo aquel comentario impresionó al señor extremeño y antes las afirmaciones que le hizo “El Sereno”, no dudó en comprarlo, y sin molestarse en ir a verlo, lo mandó de nuevo a Hornachuelos con la señal de compra de la tan codiciada finca. 

El Brocal de la Umbría

El Brocal de la Umbría, es el mirador de Navaldurazno, donde “Las Mesas del Bembézar”, parecen que, se pueden alcanzar con la mano, como si estuvieran a tiro de piedra, como el que dice. Pero nada más lejos de la realidad pues costaba a buen paso, una hora y media llegar desde Navaldurazno “al nido de águilas” como le decía a las “Mesas” su antiguo dueño, D. José Castillejo. El río Bembézar, hoy convertido en un pantano, lo ha hecho todavía más inaccesible, por esta parte, si bien se han practicado caminos, afluentes a la carretera de Villa Viciosa, que lo comunican perfectamente con el resto de la sierra.

Elegir “El Brocal de la Umbría”, como balcón para ir ensalzando todo lo referente al presente comentario, es lo que justamente habría hecho mi abuelo Diego “El Sereno”, como saludo ancestral a tantas vivencias a lo largo del tiempo, para marcar un hito histórico en este bello lugar.

Pues el hombre debe utilizar todos los recursos de la naturaleza, pero procurando conservar sus virtudes esenciales, evitando que consideraciones puramente naturalistas deterioren la calidad del entorno en el que tenemos que desenvolvernos cada día.

Oteando con los prismáticos que desde allí se domina todo muy bien, y haciendo nuestros comentarios sobre la dificultad que tenían estas fincas -del río para allá- a la hora de montear, por no ser accesible para ningún medio rodado, todo absolutamente todo tenía que ser a lomos de las caballerías.

Lo automóviles había que dejarlos en Navaldurazno o en San Calixto, para tomar luego por el collado de las “Guindillas”, y siempre contando con el beneplácito del río Bembézar, se comenzaba a descender por la vereda de “Piedra Monje” (se llama así por el parecido que tiene con un monje puesto de pie) que se encuentra a mitad de camino aproximadamente, -siempre me pareció un buen contadero para búhos-, allí hace una curva la vereda y enfila, más pendiente todavía hasta lo que era el vado del río Bembézar, después ya todo era subir por una vereda muy pedregosa, que va jugando con los farallones de piedras a la vez que va ganando altura hasta que comienza a llanear un poco, para llegar a la “Piedra Escrita”, obra según dicen, de un cura de aquellos tiempos aficionado desde luego a la caza, el texto se puede leer en el Libro de Mariano Aguayo: “Montear en Córdoba”. Pero que también voy a reproducir aquí con su permiso.

“Salve noble caballero que, en pos de la montería, pasas por este sendero a la brava serranía que te da la bienvenida.

Y de montero en tu historia quiera Dios que esta partida deje agradable memoria.”

El camino que se utilizó siempre para ir a Hornachuelos desde las Mesas, era el de la “Silleta de los burros” a salir al puerto de Manuel Martín de la finca Santa María de Umbela, una vereda que va por la linde de Navaldurazno muy mal trazada, pero que fue de siempre la salida de todos los carbones, incluso minerales del río para allá a lomos de burros y mulos.

Cuando llegaba la temporada de las monterías, había que salir muy temprano para llegar a buena hora. Nunca se sabía con lo que te podías encontrar, tanto a la ida como a la vuelta, y siempre se regresaba bien entrada la noche, aunque procurábamos cruzar el río Bembézar con luz del día. El Bembézar era un río muy peligroso para vadearlo, pues tenía muchos rápidos, y no se podía andar jugando cuando bajaba con las “narices hinchadas”. Cuando menos te lo esperabas, al cruzarlo, desaparecía la caballería que se iba cabalgando y no la volvías a ver hasta que no llegabas a la otra orilla, quedando uno lógicamente, hecho una sopa, teniendo así mismo que apechar con el desagradable remojón todo el día en el puesto.

Las reuniones que preceden a las cacerías solían ser a las ocho de la mañana, para ganar tiempo, después mientras que se rezaba “La Salve Montera” a la Santísima Virgen de la Cabeza, patrona de los monteros, y salían las armadas daban las diez o las diez y media de la mañana, y si luego te tocaba al final del “Cerrejón de la Alcarria”, o a “Los Puntales de Romerales”, te costaba otra hora para llegar al puesto.

Entonces se comía en el puesto, la tortilla de patatas en la fiambrera de aluminio, el clásico bistecito empanado, y unas naranjas para refrescarse la boca, sobre todo al rematar el lance, y el imprescindible cigarrillo que sabía a gloria, y no digo nada si se trataba de un buen trofeo.

Cuando yo fumaba me parecía imposible la ausencia del cigarrillo en momentos como este, pero ya hace mucho tiempo que lo dejé, y los acontecimientos los sigo celebrando igualmente de bien.

Con eso de comer en el puesto, la espera se hacía más amena y entretenida, se ponía la improvisada mesa y se iba picando, y entre sorbito y sorbito del prestigioso Montilla, en ese precioso entorno campestre que te ofrece la incomparable serranía cordobesa pasabas un día de campo inolvidable, amenizado por el latir de los Podencos, el eco rasgado de los rifles en las encrucijadas, y el ronco sonido de los trabucos que a veces te sobresaltaban por lo inesperado.

Don Ricardo Rada, Teniente General, me decía, cuando no entraba nada, que comiendo cambiaba la suerte, y algunas veces daba resultado, como aquel día en “Romerales” que entraban los ciervos a manadas y a veces no sabía a cuál tirar, de tantos como teníamos delante, y al final nos quedamos sin balas para el rifle, y como por otra parte la escopeta que se llevaba para lo cerca no tiraba nada más que un tiro, porque se le había partido un punzón de pegar  tantos tiros.

Los perreros también comían en medio de la mancha o donde les pillaba, se hacía una pausa y no era extraño que entonces entrara alguna res agazapada, más que nada los animales más viejos, dada las precauciones que adoptan para dar la cara.

Luego cuando arrancaban a cazar los perreros se veía a lo lejos salir las bocanadas de humo por entre las madroñeras, cuando disparaban el trabuco, y el sonido llegaba un momento después debido a la distancia, el trabuco era fundamental en la montería tradicional, y ha quedado en desuso sin saber por qué.

El perrero ha sido siempre la figura emblemática y legendaria de la montería, allá donde quiera que haya ido; cuando no había tantos perros; cuando se monteaba con una docena de rehalas toda la zona, algunos perreros llegaban a tener renombre entre los monteros, por su valía y por su forma de cazar.

Pepe “Barbas Andamacho”, monteaba con una rehala de un señor de Fuente Ovejuna, y era muy notable entre los monteros, le gustaba hacer las cosas muy despacio.

Yo creo que hasta los perros aprendieron a cazar despacio, cazaba con el cigarro en un lado de la boca hasta la mitad de saliva, lo dejaba que se fuera requemando poco a poco.

Tenía un nieto, que era un poco retrasado mental, “El Cano” como le decíamos todos, y siempre andaba por los cortijos. Él no pedía nada, pero siempre le daban algo donde quiera que llegara incluso tabaco en el que andaba enviciado. Andaba descalzo y se sentaba en el suelo, luego se hacía sus necesidades en las veredas por donde teníamos que pasar a diario. En alguna ocasión lo pilló mi abuelo en pleno episodio y tuvo que salir por pies, con los pantalones arrastro.

Había muy buenos perreros en aquella época, el propio rey D. Alfonso XIII, le gustaba charlar con ellos.

Juanillo Jarales era muy deslenguado y su jefe, el marqués de Viana, no lo perdía de vista, para que no soltara ningún taco delante del rey.

Sería interminable hablar de todos aquellos hombres, que llegaron a ser sobresalientes en su oficio; pero sí que me gustaría, aunque fuera de pasada, nombrar aquí algunos de ellos como, Juanillo Jarales, Adrián, Cristiano, Inesillo, Espinacas, Faldetas, Paño, Juanillo Baticola…

Todos ellos supieron dejar para siempre, sus huellas al paso por todas las manchas, de la luminosa y montaraz sierra de Hornachuelos, para quedar en el recuerdo de todos los que aun seguimos oyendo el eco de sus voces, y el latir inconfundible de los Podencos en el agarre.

Francisco Paño; quizás será el último de la generación de perreros a caballo. No hace mucho, hablando con él me contaba toda una serie de historias, de las que bien merecía la pena enumerarlas en cualquier comentario de caza, por lo inusual y meritorio de su contenido.

Los perreros a caballo, indiscutible monumento de la montería andaluza, a la antigua usanza. El Trabuco y el Zurrón, como objetos personales del perrero, eran dejados a postas en cualquier lugar, para ser peligrosamente custodiados por toda la rehala.

Aquellos hombres tenían, -creo yo-, una mayor dedicación a los perros, convivían más con ellos, y estaban más compenetrados a la hora del agarre, andaban más porque hacían andando todos los desplazamientos a la saga del caballo y a la voz de su cuidador.

En “El Brocal de la Umbría”, estaba la cama colgante del guarda mayor, Diego “El Sereno”, en un alcornoque que tenía las ramas muy abiertas donde colgaba la cama y bajo ella, unos bancos de corcho para ofrecerlos a los pocos visitantes que pasaban por allí, el suelo lo barrían y regaban las mujeres todos los días. Aquello era como una estancia de verano donde no faltaba una taza de café por las tardes, que traían las mujeres desde la casa, y agua fresca del botijo de “La Rambla”, que colgaba de una rama bajera del mismo alcornoque. También los prismáticos formaban parte del ajuar y colgaban de un gancho a propósito. Cuando no andaban de mano en mano para salir de dudas sobre el lugar que llevara el hilo de la conversación.

Allí se estaba muy bien y siempre corría una brisilla de aire fresco por muy caluroso que fuese el día, y había tiempo para charlar largamente sin prisas como se hablaba antes, aunque fuese el mismo tema porque no había otro, se hacía una pausa y se volvía a lo mismo.

Los hombres de aquellos tiempos sabían estar en el campo y rodearse de lo mejor, pero siempre dentro de esa ética que se marcaban ellos mismo, porque así lo habían heredado, aprovechando todo lo que les brindaba la propia naturaleza.

Desde allí se dominaba buena parte del término de Hornachuelos, y era una especie de punto de vigía, entonces como es de suponer no había ningún tipo de comunicación, para avisar a nadie. A Baldomero, el guarda de “Las Mesas”, cuando tenía correspondencia de su jefe, le dábamos voces, todo lo fuerte que podíamos para que viniese a recoger el correo, que había traído Pepito, que hacía el servicio en bicicleta, aunque con el tiempo se pudo hacer de una moto.

“El Brocal de la Umbría”, es un punto estratégico y en época de verano había que estar pendiente de los incendios forestales, los fuegos como nosotros le decíamos. Casi siempre los apagábamos en poco tiempo, a pesar de los pocos medios de que disponíamos. Siempre se seguían las ordenes de los mayores que eran muy prácticos en el terreno y sabían muy bien lo que había que hacer en todo momento, en cambio hoy se hace todo lo contrario, no se les tiene en cuenta para nada, y es que no siempre los tiempos cambian para bien.

En Navaldurazno como en otros cotos se pueden encontrar parajes con nombres de personajes famosos como: “El Bomba”, “Castillejo”, “Parladés”, “El Guerra”Primo de Rivera”, “El Amo”, “Franco”. Esto es debido a la costumbre que tenían de siempre los dueños de coto de poner a sus invitados en el mismo puesto. Aquellos señores, hoy inexistentes, dejaron para siempre sus nombres en estos remotos y bravíos lugares como si se tratara de una calle o plaza de una ciudad cualquiera.

Franco estuvo cazando en Navaldurazno, el año 1949. Después de dialogar largamente; la noche anterior, D. Fernando y mi abuelo, decidieron ponerlo en el puesto del amo, o sea en el de D. Fernando.

Este puesto está perfectamente situado, en todo lo alto de lo que es la “Loma de la Baña”, por donde en normales condiciones aparecen muchas reses, tanto jabalíes como venados, debido a sus querencias para irse a la solana.

La umbría, cuando se montea siempre se bate para arriba, para cerrar en “Varetales”, que es como quien dice la solana de la finca.

Pero se dio la circunstancia, de que aquel día estuvo el viento de arriba, o sea del norte, desde por la mañana, y las reses no dieron la cara por allí, como se esperaba, se volvían antes de llegar a lo alto, porque les daba el viento del montero, a la sazón El Generalísimo Franco, y de los cinco o seis que llevaba con él, por lo que el caudillo se marchó sin tirar, cosa que no gustó nada, según dijeron los que lo conocían bien.

Franco por entonces solía visitar San Calixto, con cierta frecuencia, siempre que venía a cazar a la zona de Hornachuelos, se hospedaba en casa de los Marqueses de Salinas que eran los dueños de la finca. Esta casa también hospedó a los Reyes Belgas, Balduino y Fabiola, cuando pasaron su luna de miel en este añorado lugar, allá por el año, 1962.

Como haría el rey, D. Alfonso XIII muchos años antes en la finca de “Moratalla”, una especie de palacete hecho a propósito para hospedar a tan distinguido señor.

Esta finca era por entonces propiedad de los Marqueses de Viana.

             Estos puestos solían ser buenos o muy buenos en aquella época, hoy en cambio no suelen ser lo mismo, ha cambiado todo, las querencia de las reses no siempre suelen ser las mismas, bien porque se haya limpiado de maleza aquel lugar y las reses teman descubrirse al pasar, sobre todo cuando se trata de jabalíes, o al revés, que haya crecido mucho la maleza y no se vean cuando pasan, o simplemente porque exista una alambrada de las muchas que se pueden encontrar por los alrededores , que corte el paso de las reses.

A mí personalmente, moteando en Navas de los Corchos en una ocasión, me tocó el antiguo paso del rey, y era como los demás, en medio de un alcornocal muy espeso con muy poca visibilidad, los árboles al paso del tiempo habían crecido y se habían hecho tan frondosos que casi no se veía nada.

“El Brocal de la Umbría”, es lo que no se puede dejar de visitar cuando llegas a Navaldurazno, a cien metros de la casa, sin obra, natural como todo su entorno; sólo hacen falta unos prismáticos y alguien con comentar el fascinante espectáculo de sus infinitas lontananzas.

Desde “Brocal de la Umbría”, se pueden hacer todos los planes en cuanto a montería se refiere, tanto en cantidad como en calidad de sus trofeos.

Las reses se pueden controlar a la salida de la umbría al caer la tarde y se puede ver tanto lo que entra como lo que sale. Aunque siempre hay alguna novedad en lo que se refiere a ejemplares que entran a diario.

Mi hermano Diego, que reemplazara a mi padre y a mi abuelo, en el mimo oficio, siempre sabia por dónde salía cada ciervo, incluso les tenía nombres a los que le parecían mejores o simplemente porque les parecieran más simpatizantes.

Siempre hacia comentarios las vísperas de la montería con su jefe, para pronosticar lo que se podía hacer cuando llegara el día fijado para la cacería.

Decía que la umbría mandaba, que la umbría era la protagonista porque por allí pasa toda la caza del coto. La umbría un gran atractivo para las reses con la bellota del quejigo que es la primera en aparecer, y para las reses no deja de ser una novedad, y más aún al final del verano cuando no encuentran nada por el campo.

Desde “El Brocal de la Umbría”, se pueden ver las reses cruzar el pantano al caer la tarde. Desde arriba parecen patos sus cabezas en fila cortando el agua, y hasta que no salen del agua y se sacuden no sales de dudas.

También se puede ver algún marrano bajar tranquilamente a beber y a darse un baño en algún recoveco de los que hace el agua en el pantano.

Los días son largos y el calor y los insectos los hacen acudir al agua, sobre todo en las tranquilas tardes de finales de verano y al anochecer, que es cuando ellos comienzan sus andanzas por aquellos lugares.

Navaldurazno va a significar mucho en la saga de la familia de los Escote, que durante cuatro generaciones siguen ocupando ese mismo lugar en la sierra de Hornachuelos, desde que “El Sereno”, sentara cátedra como guarda mayor, allá por el año 1926, procedente de Guadalcanal.

Mis primeros pasos vacilantes por Navaldurazno, fueron detrás de mi perro Chanchi, que crecía conmigo y me conducía a todas partes, aunque mi juguete preferido era una pequeña cierva que mis hermanos criaron con las cabras. Desde pequeño me fascinaron estos animales, de ojos grandes y de mirada profunda, que si te paras a contemplarlos te darás cuenta de su gran nobleza, por lo que siempre te quedaran ganas de volver a observarlos.

En los años 1959/60, tuve la oportunidad de comprobar esto, cuando fui encargado para criar varias decenas de estos animales, para ser devueltos a su libertad, como repoblación, en otros lugares de la península, como puede leerse en un precioso artículo de la “Revista Caza y Safaris”, escrito por mi entrañable amigo D. José F. Titos.

En 1936, Cuando dio comienzo la guerra civil, la cierva ya no se iba con las cabras, prefería quedarse conmigo en el cortijo, y comer de todo lo que yo le daba, y no aceptaba nada de nadie que no conociera, así que, con mi perro y mi cierva, era yo el niño más feliz del mundo, y creo que no los hubiese cambiado por el caballo de cartón que todos los niños de mi edad hubieran soñado.

Por motivos de la guerra hubo que abandonarlo todo, para seguir a unos cuantos, que armados hasta los dientes, obligaban a toda una muchedumbre para conducirlos a ninguna parte. Solo decían en su lenguaje autoritario y amenazador ¡para arriba y callar!

Mi abuela, una mujer analfabeta como casi todas las mujeres  de aquellos tiempos, pero con un gracejo fuera de lo normal, asomada y de jarritas en el enorme portalón de la casa vieja de Navaldurazno, les gastaba bromas a todos los que pasaban en las interminables caravanas con destino desconocido, pensando que a ella no le tocaría nunca, hasta que llegaron otros más armados todavía y con más mala… y  nos obligaron a incorporarnos a toda aquella gente, que obedecían órdenes de aquellos, que de la noche a la mañana pasaron de ser conocidos trabajadores de la finca, a mandones cabecillas.

En los veintitantos días que duró aquella tragedia, escaseó todo, y mis padres tuvieron que sacrificar la cierva para alimentar a toda la familia, yo andaba por aquellos días con unas fiebres muy altas y ni comía de nada, solo me apetecía comer la carne de mi cierva, tal vez, sin yo saberlo, pues sólo tenía cinco años.

La carne la habían cocinado las mujeres en una enorme cacerola de porcelana azul que recuerdo muy bien, y que seguía la caravana a lomos del burro capón, que andaba muy despacio con las orejas caídas: ya no quedaba carne en la perola azul, sólo quedaba la salsa, pero aún seguía siendo mi alimento preferido, mojando sopas de pan si es que lo había.

El pan lo daban en pequeñas raciones, y había que ir a recogerlo a la casa de “Los Cabezos”, en donde había una especie de economato, de todo lo que habían requisado aquellos vándalos anteriormente por todas las tiendas de todos los pueblos y casas particulares por donde habían pasado.

“La casa de los Cabezos”, estaba a una distancia considerable de donde estábamos nosotros, y la encargada en ir a recoger el pan era mi madre con el burro capón.   

Algunos días llegaba muy tarde y sin nada porque no había llegado para ella, después de estar todo el día esperando su turno y aguantando el calor de Julio.

Mi padre y mi abuelo nos condujeron a los lugares más conocidos por ello a toda la familia, pero ya estaban deshabitados, no obstante, permanecimos algún tiempo escondidos por aquellos matorrales.

A mi padre y a mi abuelo se los llevaron a Pozo Blanco, seguramente con la idea de asesinarlos, pero parece ser que estando allí las cosas cambiaron, y ellos en la confusión escaparon como pudieron a campo través hasta llegar a las chozas, de “Juan Luis”, diciendo llenos de alegría que se había acabado todo.

En aquel mismo momento, creo que era de madrugada, no dudaron en poner en marcha la caravana familiar, pero esta vez en sentido contrario.

 Regresábamos pues a nuestro hogar lleno de alegría, aunque nunca olvidaríamos la dolorosa experiencia vivida en aquellos días de terror. Ahora hasta parecía que el burro caminaba más de prisa y con orejas más derechas como si tuviera unas ganas locas de llegar a Navaldurazno, para irse a San Calixto, porque, aunque estaba privado de sus facultades varoniles, le gustaba reunirse con las burras, y cada vez que hacía falta había que ir por el a San Calixto. Mi madre lo montaba siempre para ir al pueblo, lo arrimaba a un desnivel y cuando le caían los 80 kilos encima comenzaba a andar despacio y con una oreja para cada lado.

Cuando murió, cerca de la casa, daba muy mal olor, y decía mi padre que hasta después de muerto estaba dando por ahí por donde las espaldas pierden su honroso nombre.

Por aquellos tiempos quedaron en la sierra unos cuantos, de excombatientes renegados, de los que no faltó su visita a nuestra casa, para darnos otro buen sablazo y amenazar de muerte a mi padre y a mi abuelo si daban parte a la Guardia Civil, diciendo que los habían visto.

Después mi hermano, Diego tuvo un encuentro con ellos, en la casa de Varetales, cuando estaba haciendo el servicio militar; le habían dado las fiebres de malta y tenía muy mal aspecto, y los bandoleros se reían de él preguntándole que si todos los soldados de Franco, tenían la misma pinta.

Todo aquel macabro dialogo se estaba desarrollando debajo del alcornoque que hay por delante de la casa, mientras que otro de ellos le acariciaba el cuello con una cuerda: en aquella época no se andaban por las ramas cualquiera era buena para colgarle el chaleco al menos pensado.

Mi hermano Diego, contaba esto como una anécdota, pero qué duda cabe que en aquellos momentos las pasaría canutas, hasta que por fin a fuerza de cháchara que a él no le faltaba, terminó por caerles bien a los bandoleros y los hizo cambiar de opinión.

Los años de la posguerra fueron muy malos, sobre todo para los más pobres como pasa siempre. Todos los que andaban alrededor de la montería, tenían que pasar muchas penalidades con el mal tiempo para ir de un lado para otro incluso de noche, y quedarse donde podían, para estar en otro lugar con los caballos a punto para otra jornada de caza, y volver el infeliz cargado con todos los pertrechos a agarrarse a la cola del caballo en las empinadas cuesta como único recurso para poder llegar.

Desde Hornachuelos venían andando para recoger las entrañas de los ciervos muertos para alimentarse, porque no había otra cosa. Los caminos de la sierra eran muy duros para todos los que tenían que usarlos a diario para ir a trabajar en las distintas faenas de campo.

Pero los tiempos afortunadamente fueron cambiando, y hoy se puede recorrer toda la sierra de Hornachuelos a lomos del usual caballo metálico. El progreso no arregla los caminos, pero produce coches.

Desde siempre para mí el camino que une Hornachuelos con Guadalcanal, me ha resultado ameno y familiar, antes por razones de trabajo, y ahora por ocio, no he dejado de hacerle una visita de cuando en cuando, e ir recordando al paso toda una serie de vivencias pasadas, pero siempre presentes en mi larga andadura por la sierra, cada vez que me adentro, pero sin salir de ella parece que espero encontrar algo nuevo o distinto, aunque todo siga siendo igual.

Desde toda mi vida me han unido fuertes lazos con las tierras cordobesas, allí tuve mis primeros amores y allí pasé buena parte de mi juventud, hasta que en 1961 entrara a ocupar un puesto en la emisora de RTVE. en Guadalcanal.

Cuando me conducía a Guadalcanal la madre de Morito, una yegua noble como ninguna, yo solo contaba diez años; en la puerta de Navaldurazno me despedía de mis padres, tras haberme advertido que no les tocara a las riendas, que ella sabía el camino y me llevaría a Guadalcanal sin problema alguno.

Hace muchos años que sigo cruzando esas sierras con cierta frecuencia. A María, mi esposa, y a mí nos gusta ir recordando cada lugar, que para nosotros tiene un significado entrañable: Comprar pan al paso por los pueblos, y coger bellotas de nuestra encina preferida, para comerlas con pan por el camino, o parar a merendar en los verdes prados de la ribera, que elegían nuestros hijos cuando eran pequeños.

La madre de Morito la recuerdo mucho cada vez que voy o vengo de Hornachuelos, y no salgo de mi asombro, como aquel animal entre un sin fin de veredas, incluso algunas en la misma dirección, sabía sin equivocarse la que tenía que tomar. Quizás se daría cuenta, aquel maravilloso animal de la inexperiencia del jovencísimo jinete, y por eso ella tomaba tan sabias decisiones.

Donde la Sierra Norte deja de ser sevillana para convertirse en cordobesa, como dice mi amigo Titos en uno de sus artículos sobre estas sierras, es donde María, siempre me comenta que le crece el corazón como buena cordobesa, ella incluso les ha puesto nombres por su cuenta, a lugares que ahora recordamos su origen cuando pasamos por ellos.

En estos últimos años, viajamos con cierta frecuencia a la, muy noble y muy leal villa, la Roda de Albacete, por motivos familiares, y como tal me veo obligado a hacer algún comentario de la bella y legendaria región manchega, en el presente libro.

El Penigote   

El paraje del Penigote no es desconocido para nadie de Guadalcanal, aunque sólo lo visitaba una minoría, debido al difícil acceso que tenía, por la cantidad de maleza que lo rodeaba.

Las coscojas y las aulagas, hacían casi impenetrable la subida que se hacía por una vereda, que partía del Puerto de Cazalla y que luego seguía por toda la loma de Hamapega, y cuando quedaba poco, se hacía más fuerte la pendiente hasta llegar a lo alto.

Un punto a 904 metros de altitud donde los cazadores se reunían para tomarse un descanso, y planificar el seguimiento de la caza, sobre todo cuando cazaban a mano la Sierra del Agua y las Umbrías.

Las perdices de la Sierra del Agua morían en la ribera de Benalijar, y las de las Umbrías lo hacían por la tarde en las puertas del pueblo.

Los hombres de la cuerda que mandaba “El Sereno”, sabían muy bien de una vez para otra lo que tenían que hacer, para conducir la caza a través de la sierra sin volverse y que les tirara alguna escopeta.

Valiéndose de la estrategia que ellos tenían tan ensayada, sabían mantener la caza copada todo el tiempo que hiciera falta hasta llevarla al matadero.

Cuando cazaban la sierra del Viento, y parte de la que pertenece al término de Fuente del Arco, solían entrar las perdices dentro de las calles del pueblo, y las mujeres y los niños las cogían sin ningún esfuerzo al estar completamente agotadas.

En el pueblo, se sabía de antemano el día de la cacería y la gente salía al encuentro de los cazadores, para coger las perdices cansadas.

Entonces no había alambradas ni lindes cinegéticas, ni nada de eso, y se podían cazar grandes extensiones de terreno en una sola jordana, sin nada que lo impidiera.

Nadie podía presagiar que, con el tiempo, el Penigote se convertiría en un punto estratégico para instalar el famoso canal cuatro de V.H.F. hoy desaparecido, la Televisión, (la tele), para entendernos mejor, sólo la conocíamos de haberla visto en alguna película americana.

La Televisión, dio comienzos a finales de la década de los cincuenta, en Madrid, en el Paseo de la Habana, aunque en Andalucía no lo hizo hasta finales de 1961.  

Con la famosa emisora de Guadalcanal, la tercera que se montaba en la península, después de Navacerrada y Santiago de Compostela, comenzaba para todos, algo nuevo y novedoso, sobre todo para los que de una manera o de otra, hacíamos posible que el milagro entrara cada día en todos los hogares de Andalucía.

Los comienzos de la “Tele” no fueron nada fáciles para nadie, los medios técnicos y económicos disponibles eran escasos, y llagaba a destiempo y con cuentagotas.

Todo aquel complejo mundo, se montó con premura, nunca supe por qué, aquel montaje corría tanta prisa hacerlo, cuanto antes, tal vez para que el primero de octubre, lo inaugurara “el Caudillo”; se hizo desde Guadalcanal, un simulacro de conmutación automática a distancia, (entonces inexistente), para que el mismo lo pusiera en marcha desde Madrid.

Entonces se hacían todo tipo de retransmisiones desde Guadalcanal con equipos móviles que se montaban sobre la marcha en la torre, y cuando se conseguía enlazar con el sitio que fuera, se mandaba la señal a Madrid (Control Central), y luego de vuelta se transmitía por Guadalcanal que era el único transmisor que había en toda Andalucía.

Los cambios climáticos arriba en invierno, son variables y frecuentes, de un momento a otro cambia el tiempo, y había veces que nos pillaba desprevenidos y teníamos que aguantar como fuese donde nos pillara.

Tuvimos que fabricar nosotros mismos, una especie de bípode (hoy lo tengo en La Ponderosa de mesita en el merendero como recuerdo), para poder sujetar los equipos a la torre con unos tensores de acero, y así y todo había que pedir a Dios que no hiciese mal tiempo, después se hicieron los montajes definitivos, y a prueba de la climatología ambiente.

Todo aquello se hacía con la mayor naturalidad, era una especie de normativa que se hacía rutinariamente, no existía ningún tipo de conmutación manual ni automática; todo se hacía cambiando los cables por la parte posterior de los equipos, y es que entonces había tiempo para todo.

El tiempo transcurría sin medida, no teníamos jornada de trabajo, era supervivencia lo que hacíamos en la emisora. Las emisiones daban comienzo a las 14,00, horas con el telediario, hasta las 17,00, y por la noche terminaban a las 00:00, horas el resto del tiempo se emitía carta de ajuste y un tono de mil Hz.

Mientras tanto el personal permanecía haciendo las labores de mantenimiento y reparaciones, y cuando no teníamos servicio eléctrico, que ocurría con frecuencia, por ser entonces de madera las líneas de alta, se caían los postes a consecuencia del agua y el viento, y al no disponer de grupo electrógeno no se podía dar ningún tipo de programa; igual que cuando se producían cortes de enlace que también estaban a merced del mismo servicio eléctrico; mientras tanto manteníamos la emisora con una carta de ajuste, pero esto no convencía a nadie, y seguían acordándose de toda nuestra familia.

Cuando los cortes se prolongaban mucho, hacíamos lumbre en la chimenea del comedor para ambientar un poco la casa y de camino asar alguna que otra castaña, que, junto con las aceitunas machacadas cogidas al paso, y sorbete del duende, (el Duende es un clarete que elaboran en un lagar a orillas de la carretera en la sierra lo “cazalla”), nos ayudaban a paliar el temporal.

Las averías en la antena, comenzaron a hacer su aparición, con la llegada del mal tiempo, y era un problema que nadie quería asumir, por la peligrosidad que suponía subir a tanta altura, y había que esperar a unos técnicos que tenían que venir de Madrid, pero que siempre tardaban un par de días en llegar, porque no se encontraban disponibles cuando se les avisaba. Mientras tanto el transmisor se mantenía a media potencia o apagado, en prevención de males mayores: yo conocía un poco como funcionaba todo el complejo de antenas, porque había visto su montaje a los holandeses; y aunque no era de mi competencia me ofrecí para subir y repararlo.

Desde entonces ya siempre me encargué de resolver todas las averías que surgían arriba, hasta que me hice mayor y me relevaron de tan peligroso trabajo.

Teníamos muchas visitas, de gentes que les picaba la curiosidad de subir por el solo hecho de conocer aquello, sobre todo en los primeros tiempos, aunque se marchaban sin haber comprendido nada a pesar de las explicaciones que les dábamos, a grandes rasgos de cómo funcionaba todo aquello; y al final de todo lo que más les gustaba era el paseo que se daban por los exteriores para contemplar el bello paisaje que desde allí se domina.

La tele fue para todos nosotros un centro de aprendizaje donde cada día aprendíamos algo nuevo: los que sabían electrónica, aprendieron otras técnicas, y los que no la sabíamos terminamos siendo maestros en el oficio.

Hacíamos de todo. Igual reparábamos una avería de origen electrónico, que le poníamos el percutor a una escopeta, que hacíamos una paella, (que para eso teníamos un hermoso recetario de cocina), o cazábamos un par de gazapos al tenazón por las cercanías, para el regocijo de los más glotones que se flotaban las manos a la hora de comer.

Fueron asignaturas que, con el tiempo, fuimos asimilando para nuestra propia supervivencia.

De expedición con el Reclamo de Perdiz

Joaquín Llamazares y mi abuelo, el mítico Diego “El Sereno”, eran muy amigos y cazaban el Pájaro en La Loma (entonces de Carrizosa), del término de Hornachuelos.

Todos los años solían acudir desde Guadalcanal con sus reclamos y correspondientes bártulos, y se estaba quince o veinte días por aquellos páramos, y he aquí, que cierto día, sorprendió una cierva en el puesto a Joaquín, lo que dio para charlar cada vez que pasaban por aquel lugar y siempre lo comentaban largamente como algo que no se había visto antes por allí.

Los cotos de caza mayor por aquel entonces terminaban en Mata Román, y las reses raramente se veían por aquellos lugares.

Hoy estos cotos están prácticamente en el centro de lo que es la famosa zona de caza mayor de Hornachuelos.

En los últimos tiempos, la caza mayor ha crecido mucho en el término de Hornachuelos y se ha extendido incluso a otros términos de las provincias de Badajoz y Sevilla

En la vega de “Las Ventosillas”, en el río Bembézar, y en el lado de la finca San Calixto, que se llegaba por el barranco de “La Tiembla, era por donde solían bajar a cazar el Pájaro. Había un colmenar en una especie de tornasol antes de arrancar a subir a unos morros que había en frente. Allí eran muy valientes los Pájaros,

Y decían ellos que merecía la pena bajar a colgar por aquellos parajes que siempre son más abrigados y por supuesto más tempranos para la caza del reclamo.

Joaquín tenía la costumbre de encender un cigarro puro cuando se levantaba del puesto, pero esta vez le dijo mi abuelo: Joaquín a mala hora te vas a poner a fumarte el puro con la pechuga que nos queda hasta llegar a lo alto, no tardara ni cinco minutos en que se apague o lo tengas que tirar. Joaquín no dijo nada, pero cuando aparecieron por San Calixto, después de subir por una umbría impresionante, le dijo a mi abuelo: Mira, Diego, ni se ha apagado ni lo he tenido que tirar. Esta anécdota nos da una idea de la capacidad de aguante que tenían aquellos hombres.

San Calixto por entonces era una pequeña aldea de veinte o treinta habitantes y solo se podía encontrar vino, pan, tabaco y pocas cosas más, pero siempre paraban un rato para tomar algo y charlar con algún conocido; allí los esperaba un muchacho con unas caballerías para llevarlos a La Loma, que era donde tenían la queda, porque, a su vez, eran también muy amigos de Manuel Carrizos el dueño de la finca, tenían que pasar por la casa del Enano que no era enano, que era apodo. Había un pilar y siempre les daban agua a los caballos, pero cuando estaban lavando las hijas del Enano que eran muy guapas, ellos no sabían que hacer para que tardaran más tiempo en beber los caballos, y así no alejarse de allí y charlar más rato con las dos bellas mujeres.

En Memoria de mi Abuelo, el mítico cazador, Diego “El Sereno”

Incansable compañero, y a todos cuantos recorren nuestros montes en el arte y señorío de la caza.

Para entrar de lleno en los temas de la caza, en Guadalcanal o en cualquier otro lugar habría que gastar mucha tinta, pero no es esa mi intención, me limitaré a hablar de todo un poco sin ánimo de cansar a nadie, y siempre dedicado a mi abuelo, principal protagonista del presente comentario.

Pues todo en el arte del buen cumplir es tarea conjunta. Nadie mejor que nosotros los cazadores saben apreciar la valía de un compañero. Vivimos y sentimos las inquietudes del cazador que transido de frío, calor o agotamiento, espera impaciente, con tensa incertidumbre, el lance de un aguardo, entre las sombras y luces de un amanecer incierto.

Sabemos del cansancio y las fatigas ocasionadas por la práctica de un deporte tan duro y apasionado como legendario, y sabemos esperar un largo periodo de ved, con la esperanza puesta en mejorar nuestras capturas y saborear nuevos lances que siempre nos parecerán mejores, confiando al azar la aventura a lo largo del caminar diario.

Al cazador no siempre le salen las cosas como él quisiera, pero se conforma con muchas adversidades que la caza le depara y lo acepta todo con resignación, porque así se lo exige la condición del que se precie de buen aficionado.

En infinidad de ocasiones, amigo cazador, habrás tenido ocasión de comprobar, que, en una inmensa mayoría de aficionados, esto no tiene repercusión alguna en el ánimo de cazador, ni tan si quiera le considera la menor importancia a este tipo de incidencias; considerándolas como anécdotas para comentarlas luego en la tertulia.

Por otra parte, esto está en el ánimo de todo cazador, llevando consigo el pronóstico del fatídico fracaso: cuanto más te aseguran el éxito, parecen más posibles toda una serie contrariedades imprevisibles, para el más experto cazador, para llevarte al fracaso.

El cazador acepta de buen gusto las inclemencias atmosféricas, y agota todas las posibilidades a lo largo de la jornada, para él nunca es tarde ni es temprano en este quehacer. No se lamenta del duro caminar ni demuestra el acusado cansancio por el agotador esfuerzo, para ganar la montaña, porque todo esto se revalida con una racha de buena suerte, para nosotros de un estimable valor, y todas las penalidades quedan sobradamente compensadas.

El hombre amante de la naturaleza y de la caza como algo suyo, el que responde en cualquier momento a la llamada del compañero, para hacer frente a las adversidades, tanto climáticas como fisiológicas, sabe que a la hora de la verdad hay que responder como tal, sabe entrar cuando hay que entrar, y sabe esperar cuando hay que esperar.

En infinidad de ocasiones a lo largo de mi andadura como aficionado a la caza en todas sus facetas, he tenido ocasión de comprobar la gran importancia que tiene en la caza hacer las cosas bien. Muchas jornadas de caza suelen ser fracasos debido a estas circunstancias, alegando vagas teorías unos, pesimismo e impaciencia otros, con lo que nunca se resuelva nada.

La prisa es el factor imperante en todas las facetas de la vida, y en la caza no podía serlo menos. Hoy se recorren grandes distancias para asistir a una cacería, lo que hace que el cazador se encuentre incómodo en la larga espera, tres o cuatro horas sentado casi inmóvil en la monótona espera del puesto, es mucho tiempo para quien tiene que regresar a la lejana ciudad.

Por otro lado, la espera es fundamental en la caza, en cualquier momento puede surgir la oportunidad, tras la cual vendrá el lance tan esperado durante tanto tiempo, que nos dejará ese sabor, y ese recuerdo imborrable en nuestro largo historial cinegético.

Con bastante frecuencia vemos al compañerote al lado, cuando asistimos a una cacería en amplio espectro campestre de nuestras sierras, se comienza a impacientar, terminando por levantarse del puesto y dar así por finalizada la jornada, cerrando el paso a todas las posibilidades, precisamente cuando las condiciones pueden ser más propicias para que surja la deseada ruptura del monte y se culminen nuestros deseos.

En otras ocasiones ocurre todo lo contrario, sentimos grandes deseos de abandonar el puesto, por los fríos de la tarde en la umbría, la lluvia, o el aburrimiento, pero nos consuela ver al compañero, embozado en el capote atento con la mirada fija en su entorno, hasta el punto de hacernos pensar en la posible oportunidad, poniendo en nuestro ánimo una nota de esperanza.

No cabe duda, amigo cazador, que en el gran contexto que configura nuestra afición, encontramos infinidad de sin sabores a lo largo de la temporada cinegética. Hay que sobrellevar todo lo bueno y todo lo malo en ese trascendental menester, dentro de la ética que nos exige nuestra condición de cazador de raza.

La lluvia, el frío, la picazón de los mosquitos, el agotador esfuerzo para ganar la montaña; son poderosos inconvenientes que han de ser vencidos para desenvolverse en este medio.

Dentro de las lides cinegéticas se puede encontrar el placer de una cacería cómoda, donde se den bien las cosas, y se pueda disfrutar plenamente de nuestra afición. Las piezas de caza, entran en juego para tocar a cada uno las que la suerte le depare; pues es una especie de lotería de la cual todos llevamos una participación.

Cuando cogemos del sombrero el clásico papelillo doblado tres veces, no hacemos otra cosa más que poner en marcha la gran ruleta donde se centran todas nuestras ilusiones.

En este juego nadie es más que nadie, al estar al alcance indiscriminado de todos los cazadores las mismas posibilidades; el más profano cazador, a veces es el más acariciado por la suerte y, otras veces, ocurre lo contrario, pero siempre a la hora de la tertulia entra la conformidad, cuando somos invitados para otra jornada de caza, y olvidamos lo ocurrido,(especialmente si ha sido malo), y comenzamos a hacer planes para la próxima jornada, despreciando la zozobra que a veces interfiere en el desenvolvimiento normal de nuestro quehacer particular.

Así por lo general transcurre cada temporada, que a su paso nos va dejando recuerdos de lances y vivencias que nos mantienen dentro del encantador juego de la caza.

En los angostos caminos de la caza, a lo largo de la temporada hábil, en esos ciegos treinta días aproximadamente, el cazador se da de cara, infinidad de veces, con la caza en su constante deambular por el campo en su medio natural.

Las piezas de caza, nos pueden sorprender o ser sorprendidas, al tiempo que entra en juego nuestra estrategia, en ese desafío. Unas veces salimos ganando y otras perdiendo según se den las cosas.

En Guadalcanal donde siempre ha existido una gran afición por la caza, se pueden encontrar con facilidad buenos cazadores, que nos pueden comentar como eran las cacerías y como se desarrollaban antaño en esta zona.

Todos los razonamientos y teorías de estos viejos lobos de la sierra, llevados a la práctica en un lejano día en cualquier rincón de este bello paraje, pueden ser de gran utilidad para nuestros conocimientos cinegéticos, y así seguir más de cerca este arraigado costumbrismo.

Quizás con la caza se comience a conocer un poco más a Guadalcanal. Parece ser que los cazadores, tenemos más publicitario que los alcaldes de la villa; que la Televisión, y que el propio Ortega Valencia, cuando tuvo el buen gusto de dar este nombre a la isla del Pacifico, que él descubrió.

Nos sentimos fatigados, agotados, vencedores o vencidos, pero siempre felices durante muchas horas dedicadas a ese duro y trascendental menester, incluso hemos aumentado nuestra comprensión y justificación a muchas actividades humanas, que son más que nada, fruto de esos instintos trasmisibles a que antes me he referido.

Luego considero que siempre estaremos en deuda con la caza, con lo que nos daremos cuenta claramente que la atracción enorme y multitudinaria de la caza, no reside nunca en el éxito asegurado de la misma, si no en esa transfiguración del hombre llamado civilizado, en un ser más primitivo. Más y más duro, que trata de auto limitar su poder, su poder descendido en lo posible, (o ascendiendo según se mire), a nivel del animal salvaje, su libertad y situación a pesar de que cada día la sociedad y no el cazador lo coartan y lo degradan.

Lo que no tiene duda es que, incluso en aquellas cacerías en las que no se hacen las cosas como Dios manda, siempre puede encontrar el aficionado al campo y a las cinegéticas lides compensaciones inesperadas.

Una preciosa vista sobre la hermosa serranía, la emoción de una ladra que se aproxima, el inconfundible latir del perro Campanero que nos hace vibrar de emoción, la inesperada ruptura del monte para dar salida a un hermoso venado o a un poderoso jabalí, el reencuentro con los amigos que no se habían visto desde la temporada anterior.

Esto despierta en nosotros un sinfín de sensaciones embriagadoras y olvidadas, cuyo origen habría que buscarlo quizás, entre nuestras más recónditas y atávicas vivencias, cuando hace muchos años, nuestros antepasados asociaron el esplendoroso paisaje otoñal, con la abundancia de frutos de zarzamoras, castaños y encinas, o cuando los arroyos medio secos, por el prolongado estiaje, facilitaban la pesca de pillaje y de ocasión, cuando la brama de los encelados ciervos rompe el silencio de la noche, imponiéndose una vez más como dueños y señores de algo tan suyo como poseer la hembra, y ser a la vez presa fácil en fructíferas cacerías, para proporcionar el buen yantar de aquellos hombres, que diestros en el manejo de la ante carga sabían asegurar cada lance.

Nada de todo esto se le puede pasar por alto al cazador amante a la naturaleza, que muchas veces, escopeta en mano, deja de sentirse el dueño y señor, para convertirse en extasiado espectador ante la hermosa silueta del ciervo en la cumbre o la breve parada del agreste jabalí.

Los mejores momentos de mi vida como aficionado transcurrieron así, convirtiéndome en espectador más que en cazador, así se pueden ver cosas interesantes que nos pueden llenar de satisfacción, a la vez que nos pueden aportar conocimientos para conocer mejor a las distintas especies, y familiarizarnos con sus costumbres y comportamientos tan necesarios para dar caza a determinadas piezas, por su astucia y cautela, para dar la cara al cazador. Pues bien es sabido de todos que en la caza hay que ganarle siempre por la mano.

Cuando se sorprende la caza, como tantas veces oí decir a mi abuelo, al que menciono tantas veces, Diego “El Sereno”, tiene uno el cincuenta por ciento a su favor.

Por ello se deben imprimir inquietudes en el cazador, para llevar a su ánimo la necesidad de emplear en la caza perros de auténtica valía como auxiliares indispensables en ejercicio cinegético.

En el complejo mundo de la caza son muchos los factores que entran en juego, casi todos de auténtica naturaleza, a la hora de dar comienzo a una jornada. La convivencia con la caza está cuajada de complejos laberintos para el cazador, el empeño común en superar las dificultades que el cazador encuentra en su camino, y que constituyen el mayor estimulo de su esfuerzo, es y será siempre tarea del auxiliar canino.

La práctica de la caza, no por remontarse a los tiempos de la prehistoria, ha dejado de tener entre sus participantes un medio de supervivencia antes, y una aventura emocional después.

Para algunos, el cazador tiene mala prensa, y a veces se les tacha de inciertos sus relatos nacidos de su solitaria aventura campestre, o de la emulación alterada por la negra honrilla.

En este amigable dialogo de caza, no pretendo, ni me capacita para ello mi experiencia, enseñar nada nuevo a nadie en las diversas modalidades del ejercicio cinegético, ni en la forma de comportarse en la práctica del mismo.

Quiero únicamente penetrar en el ánimo de todos los aficionados, para consolidar la opinión que une a esta gran familia, en los quehaceres de este tan bello y legendario deporte.

Nuestros perjuicios, quizás nuestra propia experiencia, nos haga ver esta forma de comportarnos como negativa e indeseable. Cuando la caza se practica con elegancia y el señorío digno de su alto rango o mejor dicho como mandan los cánones, se siente uno satisfecho y honrado en algo que, para el cazador no tiene precio. Lejos de hacer malos lances ni de ridiculizar a los compañeros con una caza adversa y chanteada.

La caza y la pesca desde antaño han constituido para el hombre una riqueza incalculable, y, a la vez, poco alabada por él mismo. Así y para la regulación y el disfrute de todos, desde antiguo aparecen normas sobre caza y pesca, dictadas de acuerdo con la época y con mero carácter legislativo y regulador.

Sin ánimos de profundizar en la historia de las leyes de caza, ni de hacer comentarios ajenos al presente comentario, citaré como los mejores documentos cinegéticos, los de un puñado de aficionados excelentes, cuyos trabajos tan dispersos como parciales, se han podido exhumar en el transcurso del tiempo.

Tras una larga andadura de la mano de grandes aficionados, decanos monteros, y renombrados furtivos, cuando uno llega a la atalaya de la vida, surgen en la mente del cazador grandes recuerdos de tantos lances vividos de cerca, en los días de buena suerte, deseada por los compañeros al quedar solo en su puesto de espera como celoso vigía oculto en el silencio, y atento al leve zigzagueo de la caza, o en el afanoso caminar con ese empeño que el cazador sabe poner a este fin, haciendo desprecio de su cansancio.

Pero como en todos los quehaceres, la caza tiene su especial y embriagador encanto, que nos hace acudir sin demora al lugar de la cita, en cualquier pintoresco rincón de nuestra hermosa serranía donde se habla de todo un poco mientras se preparan armas y vituallas, entre ladridos de perros que manifiestan su alegría en los comienzos de los siempre tan inciertos y tensos lances

                          El Furtivismo

El furtivismo es la escuela de donde siempre salieron los mejores guardas jurados de caza. A primera vista esto parece un contrasentido pues la transformación de un furtivo en guarda jurado, manda narices, sin embargo, no es un caso extraño ni mucho menos, casi todos los grandes guardas jurados han pasado por el noviciado del furtivismo antes de tomar los hábitos para velar las armas de la guardería andante.

¿Quién no conoce a alguno de estos hombres, nacidos en el fondo de la serranía, con el olor de las jaras pegado a la ropa?

Pecadores de todos los pecados cinegéticos a lo largo y a lo ancho de nuestros montes para al final tomar los hábitos de la canonización.

No es nada nuevo el furtivismo en ninguna parte, es algo que se viene practicando desde tiempos inmemorables acentuándose en unas épocas más que en otras, por una gran cantidad cazadores.

Aunque todos digamos lo contrario, hemos sido participes en este tipo de caza en alguna ocasión a pesar de la dureza que las leyes de caza han tratado de siempre a este tipo de infractores.

A raíz de la aparición masiva del automóvil, cuando todo se pone al alcance de la mano, y no importan las distancias para transportarse en poco tiempo, y de una manera rápida lo que en el furtivismo es primordial, para evadirse de la intervención de los agentes de guardería o de la Guardia Civil, parece que se hace más popular esta forma de cazar.

Existe diversas formas de practicar el furtivismo, todas ellas casi siempre de eficaces resultados, sobre todo cuando se caza desde el automóvil, difícilmente se marra una pieza sobre todo si se trata de caza mayor.

En los viejos tiempos, el furtivismo se hacía utilizando medios muy rudimentarios, pero que también daban buenos resultados, porque eran manejados por hombres muy diestros en el uso de aquellos pertrechos; y las circunstancias les habían enseñado a afinar al máximo sus cualidades de cazador para no volver con las manos vacías.

En la actualidad se hace un furtivismo muy refinado, que deja mucho que desear sobre el que se hacía antes; pero que cuenta con buen número de adictos, sin disponer de más arma que el propio automóvil, suficiente para hacer buena cacería por cualquier carretera de las que cruzan los cotos, tanto de caza menor como de mayor y que dan acceso a todo el mundo.

El furtivismo es una modalidad de caza apasionada incluso para los que la practican por primera vez, así generalmente nos hemos iniciados todos en la caza, viviendo lances de incalculable valor cinegético, que hoy recordamos con nostalgia, aunque tristes, confesos y arrepentidos.

Grandes cazadores me contaron en muchas ocasiones sus vivencias cinegéticas furtivas, calificándolas como las mejores de su vida; parece ser que al cazador le gusta vivir la gran aventura de la caza con todas sus consecuencias, sin darle importancia alguna a los muchos sinsabores que les puede acarrear esta forma de practicar el bello y legendario deporte de la caza.

Los secretos de la caza los revela ella misma, pero hace falta una completa dedicación para lograr el éxito.

Los cazadores conocemos bien a estos hombres transformados, con los que nos gusta siempre dialogar largo y tendido, sobre todo lo relativo a la caza, cuando nos salen al paso en nuestra andadura, o cuando nos conducen por los serpenteantes caminos de la sierra, hasta llegar al puesto para darnos las ultimas instrucciones pertinentes, y desearnos buena suerte en la jornada. Hasta aquí es donde generalmente llegan nuestros conocimientos sobre los furtivos, pero detrás de todo esto quedan muchos años de duro trabajo, en la constante convivencia con la caza en su medio natural, que es donde ellos tienen su campo de acción y desarrollan una tarea extraordinaria, colaborando siempre en la planificación de la caza, haciendo constante uso de los conocimientos adquiridos sobre la estrategia cinegética, que en tantas ocasiones les conducirían al éxito en su constante deambular por esos campos de Dios.

El furtivo es hombre que vive más de cerca la aventura de la caza, y siempre está presto a partir con su perro hacia el solitario encuentro con la caza, despreciando la pereza que nunca conoció, porque la afición a la caza no le permite muchas comodidades, y sabe que ha de estar en forma como un deportista más, enamorado de su profesión, a la cual dedica todo el tiempo posible porque se encuentra a gusto en el entorno campestre, lejos de la contaminación y del ajetreo.

Una vez redimidos y caminando por los caminos de la ley, los buenos cazadores tendrán que agradecerles el gran servicio que prestan como verdaderos maestros en el arte venatorio, es por lo que desde aquí quiero rendir homenaje a todos ellos que, con su callado trabajo, han sabido siempre proporcionarnos el placer de una buena cacería.

Siempre he visto en estos furtivos la esencia del cazador de nacimiento, impasibilidad, aguante hasta donde sea, párpados inmóviles y trallazo a punto.

Por otra parte, es muy importante su aportación a la tecnología de la caza. Nadie mejor que ellos conoce el campo y las reacciones de los animales en todos sus aspectos. Ya que, empujados por la necesidad, tal vez, se hicieron los grandes maestros que suelen ser.

Es, pues, esencial su activa colaboración para tener mejores posibilidades en el ejercicio de nuestra afición.

El furtivo tuvo su época dorada en los viejos tiempos, cuando la caza daba para todos, atraídos quizás más que por el logro, por esa llamada ancestral por la que nos sentimos llamados, muchas veces los cazadores, aunque no seamos furtivos, para mantener el legado histórico de nuestra fauna, sobre la que tanto se ha escrito y comentado a través de todos los tiempos.

El furtivismo en todas las épocas se ha considerado como un acto delictivo, penado por todas las leyes de caza, para el bien equitativo de la caza y de los cazadores, despreciando todas las posibilidades de aprendizaje que el hombre encontrara al paso por el mismo hasta sentar cátedra en el arte venatorio.

No cabe duda de que existe mucha leyenda negra sobre esta forma de cazar, casi siempre mal vista por infinidad de aficionados, preciándose de no haber roto nunca un plato, (valga la expresión).

Hoy día se hace un furtivismo lucrativo y de ocasión, el cual solo sirve para satisfacer a despreciables aficionados, de los que nunca aprenderá nada bueno el cazador novel, sino todo lo contrario, por considerarse fuera de la ética que exige siempre el arte del buen cumplir, Hoy es algo que no tiene excusa, ni podrá, por ser algo que les degrade y envilece.

Este tipo de furtivos no hace maestros como los de antaño, los que tantas veces nos condujeron por los intrincados atajos de nuestras sierras en persecución de la caza copada, en la lucha natural, siempre dentro de ese escenario campestre y bravío, a veces inhóspito como el campo mismo, aprendiendo cada día las leyes de la cinegética más venturosa.

Esta forma de cazar no está a la captura de ninguna determinada pieza o especie, sino a la configuración del entorno campestre con todos los animales que lo pueblan discriminadamente; así comenzaron hace muchos millones de años los primeros homínidos furtivos y no precisamente para decaer en el transcurso del tiempo, ni desfallecer por la dureza con que lo practicaban: hacían constantes renovaciones para mejorar sus útiles de caza dentro de sus escasos medios, hostigados en superarse cada día, afanados en una tarea que nunca veremos terminada.

A lo largo de la historia de caza, se pueden ver las innumerables innovaciones que han tenido las armas para este fin; desde la ballesta al fusil de chispa ideado a finales del año 1.537, hemos ido pasando por más sofisticados modelos, sobre los que se han montado potentes, teleobjetivos, (últimamente electrónicos), capaces de hacer blanco a centenares de metros con una sorprendente precisión.

No voy a criticar aquí, la belleza que tiene apretar el gatillo y ver rodar a gran distancia las piezas de caza, porque yo soy un pecador más, que sabe cómo los demás que no estamos dentro del ético arte venatorio.

La caza debe ser perseguida por el hombre, y no privada de sus facultades de supervivencia, por un poderoso medio mecánico que a veces nos sorprende a nosotros mismos. La caza ha sido considerada como un deporte, para hombres y mujeres que siempre han sabido amar a la naturaleza como a ellos mismos, considerémosla como un bien común que hay que cuidar.

La Caza Mayor

La madre naturaleza domina el espíritu, aunque el hombre muchas veces cree lo contrario, y fabrica nuevos cauces para cambiar, a su antojo, la marcha de los ecosistemas, lo que configura un ambiente un tanto enrarecido, sobre el modo antiguo de montear, basándose en rebuscadas técnicas sobre el arte sanatorio.

Los trofeos, de venado generalmente, en la zona de Hornachuelos, se ven cada año descender de calidad, quizás por la masiva cantidad de reses existentes en cada coto. Hoy se cobran una gran cantidad de reses en cada montería, pero de escaso valor sus trofeos para los monteros. Que siempre buscamos volver con un buen ejemplar para que ocupe ese sitio que aún nos queda vacío en el salón.

 Estando, así las cosas, cada vez constituye para el montero menos entusiasmo el lance de un venado, el cual, tras el derribo, quedará solamente para contar en la lista de reses cobradas, sin prestarle la más mínima atención al trofeo por su escaso valor.

A cortar ese descenso en calidades, acude con cierta premura el cerramiento de las dehesas. Pero no creo que esto solucione el problema, porque aun dando por bueno lo de los cotos cercados y que puedan superar sus propias dificultades y pervivir, no cabe duda de que traerán consigo un tipo de monterías que todavía se parecerán menos a las de los viejos tiempos.

Esto parece que lo animales lo van superando a fuerza de darse golpes, y de haberse aprendido por dónde va la alambrada, parece que hay cierta tendencia en esto de las cercas, a cortar las huidas o querencias de las reses, con lo que se benefician unos y se perjudican otros.

Estamos viendo claro como los cotos de más rancia solera de Hornachuelos, se están convirtiendo en granjas cinegéticas, pues no cabe duda de que el airoso porte de un venado, con el solo hecho de contemplarlo a través de una alambrada, pierde todo su encanto como animal salvaje.

Los viejos cotos de Hornachuelos, considerados en la antigüedad como los mejores de España, hoy siguen siéndolo debido al incremento que ha tenido la caza mayor en esta zona. De aquí se han surtido y repoblado de ciervos, extensas zonas por todo el país, allá por los años cincuenta se llevó a cabo una campaña de capturas en esta zona para repoblar de ciervos diversos puntos de la península. Fue una idea acertadísima de D. Jaime de Foxa, hombre íntegro, cazador de solera, dedicado a la caza desde todos los agudos y desde toda la vida, amén de ingeniero de Montes y Jefe Nacional de Caza y Pesca, por entonces.

Este humilde aficionado tuvo la gran suerte de compartir con él muchas jornadas de caza, y de escuchar sus comentarios, con ese calor que nadie como él sabía poner en cada frase, cuando se refería a sus vivencias cinegéticas.

El excesivo número de hembras repercute notablemente en la calidad de los trofeos, los prematuros machos tienen que cubrir a los grandes rebaños de hembras, lo que conduce al raquitismo y degeneración de las cuernas.

No es extraño darse de cara en cualquier aguada, entre las vértebras de nuestra hermosa serranía cordobesa, con cierta cantidad de ciervas: no ocurre así con los venados de cabeza, que apenas sí se les ve, parece que tienen cierta tendencia hacia los nuevos cotos, para quedar las ciervas con los machos jóvenes en los cotos históricos. Esto es algo que pone a cavilar a guardas y técnicos en la materia, sin que hasta el momento se haya llegado a encontrar alguna razón que justifique esta especie de migración, y menos aun tratándose de una especie bastante sedentaria como la que nos ocupa.

Puede que esto justifique un poco los cerramientos de los cotos, y también puede llevar consigo cortar el paso a estos contingentes venatorios, y cambiar los ecosistemas ecológicos de siempre; consecuencia de todo esto es, que se puedan oír berrear a los ciervos durante todo el año, al estar en constante compañía de las hembras, que siempre hay alguna receptiva y provoca la atención de los machos.

 La Berrea

En el seco y polvoriento mes de septiembre, en los comienzos de la otoñada es cuando los primeros frutos inmaduros de los Quejigos, picados por los pájaros y las ratas caen al suelo poniéndose al alcance de toda una legión de hambrientos ungulados, que después del largo estío los van saboreando con deleite para empezar a sentirse los primeros acordes nupciales de los ciervos tan abundantes en nuestra sierra.

La berrea es una especie de sinfonía nocturna que a todos los aficionados nos gusta oír por las noches, desde un collado hablando bajo y haciendo planes, sobre la próxima salida al campo, y en los posibles lance que nos esperan en la temporada que se avecina, esperando siempre un ejemplar mejor.

El ciervo muge con el cuello tendido hacia el cielo y la cuerna casi tocando la espalda. Su grito de amor es tenue al principio, y a medida que pasan los días se torna intenso y desafiante: para algunos aficionados la berrea es la llamada a la hembra, para otros, el reto que el macho lanza a sus posibles rivales, son bramidos lanzados al aire, aviso de un destino que se cumplirá.

Mientras los veteranos luchan al empujón por las hembras a punto, los ciervos jóvenes, que se mantienen lejos de las peleas, pero cerca del rebaño femenino aprovechan el apasionamiento hostil de los mayores para introducirse en el rebaño y montar alguna hembra esquivando la presencia de los grandes machos.

La cierva será la novia complacida, el macho, amo de la manada, será la que hace velar sus derechos poligámicos, y un año más darán sus frutos.

A mediados de octubre la función biológica se habrá cumplido. El macho se independiza, para retirarse a los jarales donde se verá libre de los últimos insectos del estío, y vivirá por su propia cuenta caminando despacio como si padeciera del agobiante peso de las cuernas, para llegar a la cumbre desde la cual dará un giro a su hermosa cabeza y tal vez desde allí bramará por última vez, rubricando así la función procreadora que Dios le ha encomendado.

Para la mayoría, el venado es simplemente un trofeo para colgar en la pared, Para mi es algo más. Representa el espíritu de nuestros montes, junto con su porte airoso y señorial tan soñado por el verdadero aficionado, disfrutando cada segundo de su presencia, lamentablemente caída en la actualidad en esa falsa de la montería en todas sus facetas, para menospreciar su belleza, y mirarlo solo desde el punto de vista comercial, y no desde el ángulo que siempre se ha mirado la caza.

Las Escopetas Negras

Las escopetas negras están ya en el olvido de todos. En estos tiempos se ha modernizado el modo de montear, y las armadas se colocan en coches, incluso en los más recónditos cotos de sierra morena. Se han practicado caminos para este fin a través de los cuales se colocan las escopetas, con un considerable ahorro de tiempo, quedando así suprimidas las caballerías tan características en la montería andaluza.

Así se pueden evitar chanteos y ruidos molestos para las reses; que tantas veces llevaron al fracaso en monterías de renombrada fama.

Hoy se puede llegar a todas partes en automóvil apropiado, lo que también resulta bueno para el acarreo de las reses cobradas, y así llegan mucho antes a la junta de la carne, quedando un tanto desplazada la tradicional figura del arriero, aquellos hombres que saben cargar los venados en los burros como nadie, con las cuernas en todo lo alto y un lazo corredizo para soltarlos con facilidad en los momentos de aprieto, los burros perfectamente jaezados daba gusto verlos venir cargados por aquellas cuestas del río.

Las escopetas negras eran por lo general, Guardas, Pastores y Rancheros de las inmediaciones, que eran avisados por aquellos días para participar en la montería, pero sin figurar en lista ni en sorteo

Las armas que usaban estos hombres eran escopetas de ante carga, con bolas redondas que dejaban caer por el cañón de la vieja escopeta, atacándolo después con estopa, o bien con el nudo de una cuerda, o unos tallos de jaras si no había otra cosa. A este hecho le decían un “nuo”.

Las balas se confeccionaban en un balero, y el crisol donde se fundía el plomo, casi siempre era un candil de los que servían para alumbrarse en las largas noches de invierno.

Luego se perfeccionaban las bolas golpeándolas con un martillo para que quedaran lo más esféricas posible. Otros los que tenían buena dentadura, hacían esta operación con la boca. Cada uno tenía su forma personal de hacer las cosas, y para cada uno la suya era siempre la mejor.

Estos hombres conocedores del terreno como nadie, sabían perfectamente su cometido, ocupaban pasos de huida en los barrancos y encrucijadas inaccesibles para los monteros, y como es de suponer casi siempre cobraban las mejores piezas de la jornada, cuyos trofeos, en la mayoría de los casos, eran adjudicados al noviazgo de alguna personalidad importante, de las muchas que suelen hacer acto de presencia en este tipo de cacerías desde tiempos inmemoriales.

En incontables ocasiones el noviazgo se hacía creer el autor de la muerte de la pieza, con una serie de datos y vagas teorías que terminaban por convencer al novel y falaz montero, el cual, plenamente convencido, comenzaba a dar saltos de alegría, sin saber lo que le esperaba por haber dado muerte a su primera res de Caza Mayor.

El noviazgo comenzaba en el campo con unas palmaditas en la cara, con las manos llenas de sangre, mientras que otros lo felicitaban cortésmente, en tanto que alguno por detrás le cortaba un poco de pelo con el cuchillo de monte, el hombre lo aceptaba todo con resignación, a la vez que se le iba agriando un poco el carácter.

La noticia del noviazgo como reguero de pólvora de unos a otros para ir haciendo planes sobre todas las fechorías que le aguardaban al profano cazador, mientras que el hombre, entre risas y chirigotas por el camino hacia la casa lo aceptaba todo, aunque se da cuenta de que algo se está cociendo a su alrededor.

Cuando se llegaba a la casa mientras que el novio tomaba una copa, entre las naturales felicitaciones de todos los que van llegando, otros se encargaban de preparar una mesa grande para poner encima el aparejo de un burro lo más sucio posible, un cubo con agua y una escoba, que habría de servir de campanilla para hacer guardar silencio a la concurrencia rociándoles agua a todos, y cuando todo estaba dispuesto hacían traer al reo maniatado y escoltado por los perreros, y lo sentaban en un banco de corcho al lado de la mesa.

Entre tanto los perreros no dejaban de pegar trabucazos, capaces de reventarles los tímpanos a cualquiera, al tiempo que se formalizaba un jurado constituido por los propios monteros, y así comenzaba la acusación y la defensa. En el viejo aparejo, abierto sobre la mesa, se leían toda las penalidades y delitos que había cometido, y que además de todas las calamidades por las que tenía que pasar, tendría que pagar una fuerte suma en metálico, después entraba la defensa con la rebaja y si eran buenas las deliberaciones, la cosa no pasaba de pagar unos cuantos miles de pesetas, para los guardas y perreros, que al fin y al cabo eran los principales protagonistas.

En el doctorado no se molestaba nadie. Todo se hacía en buena lid y al finalizar el improvisado juicio, se comentaban las incidencias del día. Cada uno lo hacía a su manera y al lado de la lumbre.

(Esto es una costumbre ancestral en la montería, sólo que difiere mucho de como se hace hoy, y es por lo que me he permitido comentarlo aquí, aunque sea a grandes rasgos.)

Los comentarios se hacían tan extensos que muchas veces llegaban hasta el amanecer, dando lugar a discusiones que eran llevadas al propio terreno donde había tenido lugar el lance el día anterior, para quedar completamente claro a quien pertenecía la pieza cobrada.

Otros quizás menos apasionados por el arte venatorio echaban una partida a cartas, sin importarles para nada el acaloramiento de los demás.

Entre tanto el casero, ajeno a todo aquello y navaja en mano, trazaba el nuestro de cada día, para las migas, que al amanecer serán servidas en medio del comedor, cucharada y paso atrás, menos el cocinero que permanece quieto sosteniendo con el hombro el mango de la enorme salten.

 Vivencias cinegéticas en una tarde de agosto

El aguardo a jabalíes es algo que emociona al más experto cazador, por practicarse en soledad y en los más recónditos lugares de nuestras sierras. El que voy a describir aquí tiene lugar en una tarde de agosto que sólo Dios y yo sabemos de qué año.  El puesto preparado de antemano sobre unas piedras en forma de balcón, donde he puesto una especie de pantalla de jaras cuidadosamente tejidas a la altura de mi cabeza, y el asiento también fabricado con piedras separadas con una capa de monte para que no hagan ruido al moverme. Frente a mi tengo un pequeño raso donde nace una fuente casi agotada y se inicia el arroyo que se pierde a un centenar de metros en una curva poco pronunciada. A la derecha cae una aguada que desemboca en la misma fuente, separando un cerrote con un jaral impresionante. A la izquierda caen tres aguadas también muy poco pronunciadas, formando tres lomas muy suaves. Por esta zona se visan unos claros a unos trescientos metros del puesto, lo suficientes grandes como para verse el lomo de un jabato.

La arboleda en este lugar es escasa, un álamo medio seco y unos alcornoques a mi derecha componen todo el entorno arbóreo de este inhóspito paraje.

A la hora de hacer el puesto, he tenido en cuenta muchos factores. Darle una buena orientación, en sitio que domine bien la fuente y el veredón medio metido en polvo que desemboca en la misma, y sobre todo en sitio alto y despejado donde corte bien el viento; enemigo número uno de este tipo de cacería.

El sol en esta época del año es bondadoso. Las siete y veinte de la tarde eran cuando llegué al puesto, y todavía el sol pega fuerte Procuro no hacer ni el más leve ruido, porque según mis cálculos los jabatos tienen sus encames a corta distancia de la fuente, y no me gustaría que se percataran de mi presencia, y menos por tratarse de jabalíes a los que tanto me gusta sorprender.

Me acomodo lo mejor que puedo, porque pienso que la espera será larga. Los jabatos antes de bajar a la fuente tomaran sus precauciones, que casi siempre suelen ser lentas, sobre todo para el que está esperando.

Los conejos son los primeros protagonistas de la tarde. Justamente en el pequeño raso que tengo delante, de vez en cuando echan una carrera uno detrás de otro para quedar más o menos en el mismo sitio, sin atreverse todavía a llegar a la fuente.

Esto sirve de tranquilidad, cuando se está de aguardo, porque es señal evidente de que el viento está favorable, el humo de mi cigarrillo coincide con esta teoría, corroborando la gran contingencia  que supone una bocanada en contra, al menor soplo de viento, pues en estas condiciones, los conejos darían el clásico taconazo, a todos sus congéneres y a cualquier animal que lo pueda oír, con lo que tendría que dar por finalizada la espera, y así verse todas mis ilusiones.

Mi abuelo nunca fumó, pero solía llevar un yesquero al que le daba un pescozón de cuando en cuando, para asegurarse de la dirección del viento, yo también lo llevo para estas ocasiones, aunque solo lo uso cuando estoy saturado de fumar.

Los estorninos hacen acto de presencia, sin duda para esperar su turno en el pequeño abrevadero desde las altas y resecas ramas del viejo álamo, remedan mil cantos burlones quizás para amenizar el silencio de la calurosa tarde estival, poniendo esa bubónica nota que Dios enseñó a todas las criaturas de nuestra fauna. A pesar de estar bien tapado ellos desde lo alto me han localizado, dan una especie de chirrido y se marchan, no son más de cuatro o cinco.

A mi izquierda comienza a sentirse un ruidillo de hojas secas, y enseguida aparece un zorro. La cola a media altura, se para un momento para mirar hacia atrás y continua su trotecillo con la boca entreabierta por el calor de la tarde. Se para de nuevo y levanta la cabeza como si olfateara algo. En ese momento llegan de nuevo los estorninos y se posan en el mismo sitio, miran de soslayo hacia el puesto desconfiados y como de reojo, se aseguran estirando el cuello de que permanezco allí y se marchan de nuevo sin emitir ningún sonido.

Al zorro parece que todo esto no le preocupa en absoluto y comienza a bajar muy despacio y por fin llega hasta el agua. Bebe durante unos segundos, levanta la cabeza y empieza a andar lentamente cuesta arriba como si estuviese cansado, hasta que desaparece.

El sol está ya ene. Ocaso, y los mosquitos son ahora mi mayor preocupación. Me preveo de una ramita de brezo y comienzo a moverla lentamente para no hacer movimientos bruscos y evitar que me ataquen en la cara y en las manos. Me bajo las mangas de la camisa de color garbanzo, que me regaló un amigo que hizo su compromiso militar por tierras africanas en un tabor de Regulares según me contó. Perfectamente mimetizada con los colores del campo por estas fechas del año, pero el grosor de su tejido no impide para nada al aguijón de los mosquitos. Trato de embeberme dentro de ella para que no les sea posible llegar a la piel, pero siempre encuentran algún pliegue por donde conectar con el cuerpo.

La noche cae lentamente, los rasos que divisaba a lo lejos se van haciendo cada vez más tenues, y los conejos los he perdido de vista. Ahora tendré que afinar más el oído que es el único órgano del que puedo confiar para poder seguir en mi sito, y estar seguro de que todo sigue bien. El taconazo de los conejos llegaría a mis oídos tan pronto como sospecharan el menor peligro.

La esfera del reloj comienza a dibujarse como si fuera una ruleta mágica, cuando son las nueve y veinte de la noche el silencio se hace cada vez más denso. Todos los pajarillos que, durante la tarde han estado dando con su canto el último adiós al día, ahora han enmudecido para cobijarse fuera del alcance de los posibles depredadores, y así esperar el nuevo día.

Los mosquitos se han retirado a consecuencia de una leve brisilla que se ha levantado, y aprovecho para tomarme un caramelo mentolado, que siempre cae bien para evitar el mal gusto de boca que se pone cuando se espera a alguien que no ha dado palabra de venir, (como decía siempre mi abuelo en estos casos) y, además, para perder un poco el deseo de fumar.  Ahora no sé por dónde anda el viento, ni puedo fumar, ni encender el mal oliente mechero, bastaría un pescozón para echarlo todo a perder.  

Unas ciervas pasan a pocos metros de la fuente, pero éstas no tienen intención de beber. Van cuatro o seis muy despacito una tras otra. Delante va la más vieja como siempre, posiblemente la madre y la abuela de todas. Hacen tan poco ruido que sólo se les oye el leve crujido de los músculos cuando doblan las manos delanteras. Son como sombras fantasmagóricas que se van perdiendo en la oscuridad de la noche. Yo permanezco inmóvil casi sin respirar, mientras dura la improvisada procesión.

Temo que alguna se percate de mi presencia porque eso sería fatal. Darían un ladrido para poner en guardia a todas las reses en área de varios kilómetros, posiblemente cuando los jabalíes se encuentren ya camino de la fuente, pero me consuela ver como todo ha pasado sin más consecuencia, y el corazón vuelve a su ritmo normal a la vez que se va haciendo imperceptible el sonido de las canillas, tan familiar para mí a lo largo de toda una vida estrechamente ligada a estos animales.

Los claros siguen siendo cada vez más pequeños y más difícil su identificación. La luna tardará todavía veinte minutos en aparecer por la alta cumbre que tengo a mi izquierda. Consulto de nuevo el reloj, que ya está perfectamente iluminado. Son las diez y diez, el sentadero, mitad piedra mitad monte, se hace cada vez más duro, intento inútilmente estirar las piernas, están dormidas.

Comienzo a sentir ese clásico hormigueo que se siente cuando se permanece inmóvil y sin cambiar de posición. Siento grandes deseos de ponerme de pie, pero temo que pueda hacer algún ruido, está todo seco, y el silencio es tan grande que solo partirse una hoja, se oiría a centenares de metros, por lo que decido darme un masaje, y al cabo de unos minutos empiezo a notar que todo está normal.

A lo lejos y de cuando en cuando, se empieza a sentir un ruido tan leve que me hace desconfiar de mi aparato auditivo. Escucho con gran atención, pero el ruido solo llega a veces y tan lejano que no me permite asegurar nada.

Los mosquitos vuelven a atacar empecinadamente. Están hambrientos. Me han picado en la cara y en la espalda, la picazón es tan grande que no paro de rascarme.

Ahora el ruido llega hasta mí con mayor claridad. Es un raspajeo entre el monte que tengo a mi derecha. Conozco perfectamente el lugar y sé que hay un jaral muy fuerte hasta llegar al agua, por el que tendrán que pasar los jabatos, y harán el suficiente ruido como para ser detectados por mí, por mucho cuidado que tengan al cruzar por el monte hacia el agua.

El ruido llega ahora con más nitidez, ya puedo precisar mejor su procedencia y asegurar que están cerca. La emoción es cada vez más tensa, y el corazón late cada vez más fuerte. Trato de darme animo a mí mismo sin conseguirlo, hasta el punto de hacerme desconfiar de mi acusada paciencia en estos casos.

La tardanza de la luna me empieza a preocupar, me hace pensar en malos presagios. No me agradaría que el esperado lance tenga lugar a oscuras. En estos lances de ocasión hay que tomar toda clase de medidas para no marrar el primer disparo, que es siempre el que más posibilidades tienes de acertar. A pesar de tener la escopeta semiautomática, yo no confío en los demás disparos, sé bien que el primero romperá el silenció de la noche y los jabatos saldrían dispersos en todas direcciones desbandada confusión. En estas condiciones es fácil marrar una pieza en las penumbras de la noche.

Poco a poco el silencio se está apoderando del ambiente nocturno. Van trascurriendo los minutos, y se confunden los leves rumores procedentes de varios sitios a la vez. La luna ya asomó y se dejan ver sus resplandores a través de las copas de los árboles que tengo enfrente, es todo un espectáculo indescriptible por el solemne silencio en que se desenvuelve tan campestre belleza.      

Nada de todo esto me asegura un pronóstico fiable. El resplandor de la luna parece que lo ha cambiado todo, y los jabatos se han echado otras cuentas muy distintas a las mías. El silencio se acentúa cada vez más. Se han marchado hasta los mosquitos.

Hago una consulta al reloj, y son las doce cuarenta de la madrugada, parece que el tiempo ha pasado a pesar de todo, lo he pasado distraído desde las diez y diez que consulté el reloj por última vez.

No cabe duda de que los marranos han tomado otra dirección distinta, y yo me he quedado, según el dicho popular compuesto y sin novia.

Yo sé de antemano que, en este tipo de aguardo, el éxito está por regla general, al anochecer o al amanecer, casi nunca de las doce en adelante.

Así que como no tengo prisa, volveré y volveré, hasta que suene la flauta, y será tema de otro capítulo en el que espero dejar mejor sabor de boca a los que tengan la paciencia de leerme.

Las chozas de Juan Luis

 Mi abuelo Diego “El Sereno”, me contaba cuando yo era un chaval, de sus andanzas por la serranía cordobesa, incluso desde antes de afincarse en Navaldurazno.

Juan Luis era muy conocido de este mi abuelo. Pertenecía a una familia muy numerosa afincada por allí desde muchos años, en unos terrenos de propiedad casi desconocida.

Vivía en unas chozas de medias paredes, cerca del río Bembézar, en lugar denominado, “Las Vegas de Palacio”. Y daban cobijo nocturno a todos los miembros de la Cuerda, todo el tiempo que permanecían cazando por la sierra de “La Albarrana, “El Cabril”, que había muchas perdices por entonces, y allí sacaban el jornal como ellos decían.

Tenían un recovero con una mula que llevaba todos días la caza a Constantina, para venderla y de camino traía comestibles y artículos de primera necesidad.

Una de las veces que llegara, mi abuelo por allí, encontró a la familia de Juan Luis, muy apenada. Las mujeres llorando se les echaron en sus brazos. Diego por Dios nos han robado una collera de mulas, y “El Sereno”, no dudó en ningún momento, y puso en marcha su estrategia. Conocedor como nadie de la sierra, y haciendo gala de sus poderosas piernas, emprendió la búsqueda de las mulas con su inseparable cabrero.

Tras las huellas, tomaba los atajos que él conocía perfectamente, para darles alcance cuanto antes a los ladrones, hasta que en uno de los pocos vados del río Nevado, divisó a dos individuos montando las mulas, y sin mediar palabra, como él sabía hacer las cosas, les mandó un par de recados con el cabrero.

Los cacos comprendieron enseguida que aquello no era en broma y abandonaron las mulas, para huir en desesperada carrera por aquellos campos de Dios.

Los hombres que andaban con las labores del campo, fueron los primeros en divisar a “El Sereno” con las mulas, y dando gritos de alegría llamaron a las mujeres, para que vieran como este buen samaritano regresaba feliz. Con lo que tanto significaba para aquella familia.

Aquella familia nunca supo cómo pagar el gesto de aquel buen hombre, que, sin pensarlo, se lanzó al encuentro de aquellos cuatreros para arrebatarles el botín.

No hace mucho tuve la oportunidad, monteando el pedrejón, de pasar por aquel lugar, donde todavía se conservan unos paredones de lo que fue la vivienda de aquella familia, llamada “Las chozas de Juan Luis”.

Mi abuelo siempre me comentaba de la buena amistad que le unía, a esta buena y humilde familia, así que cuando comenzó la guerra, en 1936, nos llevó a toda la familia a refugiarnos allí unos días, Hasta que pasó la contienda cuando yo solo contaba cinco años, por eso cuando pasé por aquel sitio, lo recordé todo, mientras me invadía la emoción, ¡ay aquellos hombres y mujeres que vivían allí, tan solitarios y apartados, sin conocer más que su solitario trabajo! Apoyado en el rectángulo que hace el paredón, me puse a recordar un momento y hasta me parecía ver recortarse en la lejanía la silueta de mi abuelo con el sombrero de ala ancha y como enseña, al hombro su inseparable cabrero.

Las vísperas de una montería

Cuando el sol traspone por los altos picachos de la sierra, y la noche comienza a tender su oscuro manto en medio de la imponente soledad, se dejan sentir los cantos de los búhos desde las altas copas de los viejos árboles, que van dando escolta al estrecho y serpenteante sendero que nos conducirá entre, tropezones y traspiés a la casucha que servirá de cobijo a mis amigos y a mí.

Seguimos el camino casi de memoria. Algunos de mis amigos siguen el camino con el pensamiento, y aunque no se ve nada, nosotros sí sabemos en cualquier momento donde nos encontramos.

Cuando llegamos a la vieja casilla donde pensamos pernoctar, prendemos fuego a la chimenea y se comienzan a ver las caras al leve resplandor de la lumbre, que cada vez se va haciendo más acusado al tiempo que van prendiendo los troncos, que mi amigo Chito había traído por la mañana.

Nos vamos acomodando cada uno como puede en torno a la lumbre, menos mi amigo Juan que ocupa el aparejo de la burra. De cuando en cuando, a mi amigo se le deja ver al resplandor de la lumbre un rostro de señorón como si presidiera la humilde velada.

A la hora de cenar echa mano uno de ellos al techo para alcanzar unos tomates que prenden del mismo con rama y todo, de los que había recolectado Chito, en un pequeño fuertecillo que tenía hecho en una carbonera, y que regaba con la misma agua del río. Luego vamos sacando unas tortillas resecas, queso de cabra muy duro, y unas aceitunas, con lo que se compone el menú nocturno. Yo pongo un banco de corcho a una distancia prudencial de la pared, para dejar descansar un poco a los pobres riñones, y comienzo a tirarle al reseco tomate que Chito había preparado en un desconchado plato granadino, que solo Dios sabe cuántos quebrantos llevaría en su historial.

El queso y la tortilla van desapareciendo como por encanto entre risas y chirigotas. El vinillo es un tintorrote que deja mucho que desear. Sabe a leña más que a otra cosa, no falta quien se acuerde del Montilla y del Moriles, que en tantas y tantas ocasiones nos alegró en las vísperas de tantas jornadas de caza.

Siempre que los acontecimientos preceden a una jornada de caza, se aceptan de buen gusto todas las incomodidades, por eso dormir al amor de la lumbre, sobre un maloliente aparejo o una silla de montar no es ninguna molestia para todo aquel aficionado a la caza.

Enseguida nos viene a la memoria, Navaldurazno, mi hermano Diego, y el Montilla que siempre estaba disponible para todo el que llegaba por allí. Era como el saludo que se hacía indispensable para dialogar largamente sobre cualquier tema. El que pasaba por allí no se podía marchar sin tomarse unas copas, y que siempre quedaron en el recuerdo de todo el que lo visitó.

Siempre que le hacíamos una visita, María y yo, lo llamaba por la emisora, por si hacía falta algo, y él me decía tráete lo que quieras menos vino y yo no me preocupaba nunca de llevar vino, porque sabía que allí no faltaba, así que solo me preocupaba de llevar los aperitivos, y casi siempre había alguna visita para ayudarnos a dar buena cuenta del botín.

Debido a la distancia que existe entre Navaldurazno, y El Escamaron nos fuimos a pernoctar a aquel lugar por encargo del dueño, para ponernos por la mañana muy temprano, y cortar la huida de las reses, al paso por el río Pajarón que va haciendo linde por el “Cerrejón de la Calcaría”.

Antes de clarear el día, sentí removerse a Chito, yo no había pegado un ojo como es mi costumbre, y lo que estaba deseando que alguien se removiera para empezar a charlar sobre nuestro cometido. Todavía quedaba un tronco ardiendo en la chimenea, y de cuando en cuando salió una llamilla que apenas iluminaba la estancia, luego se apagaba y se quedaba todo en penumbras.

Yo permanecía recostado en el aparejo, mientras que Chito, buscaba el viejo candil para arrimarlo al fuego y encenderlo.

Para cuando el candil empezó a funcionar ya estábamos todos dispuestos para salir andando.

Nos quedaba un largo trecho hasta llegar al río, luego sería peor el camino, río abajo, pero para entonces ya se vería algo.

Por aquellos días había llovido mucho y el piso de la umbría se hacía muy resbaladizo, había que cruzar el río muchas veces debido a las exigencias de la orografía. Los farallones de piedra caen verticales, y teníamos que buscar la otra orilla para poder pasar y llegar a donde teníamos que ponernos a la espera. Estos sitios eran los que antaño ocupaban las escopetas negras.

Llevábamos un borriquillo de reata, para poder sacar lo que cobráramos, así y todo, no faltarían penalidades para salir de allí con un venado, o un marrano, y por otra parte había que justificarse y no desaprovechar la oportunidad y cobrar lo que entrara.

Apenas clareaba, aún no se había ido la noche, y gracias a la luna que a esas horas parece que es cuando más alumbra pudimos sortear un rosario de agrestes canchales.

Para evitar males mayores, decidimos atrochar por un descolgado sendero que remataba en una pequeña vaga que hace el río en una curva, ensimismados mirando las hozaduras de los jabalíes, el borriquillo que no guardaba las debidas precauciones hizo que se partiera una rama al rozarse por ella.

La respuesta al desatino fue el grave y sonoro ladrido de una cierva, para anunciar a todos sus congéneres de tan inoportuna visita. Desde mi puesto dominaba la umbría del tabaco que es uno de los lugares más bonitos que conozco.

Mil folios no bastarían para describir tanta belleza, para el cazador que busque el auténtico contacto con la naturaleza. El caso es que, de regreso, soñaba despierto con volver otro día a mi umbría preferida porque aquí parece que se está más cerca de Dios.

Las alimañas como recurso económico

Mis principios en las cinegéticas lides, fueron los de un alimañero, las pieles de las alimañas eran un recurso más de la sierra que había que sacar, era una labor exigible a la guardería, lo de tener el coto libre de alimañas era sinónimo de elogio para el guarda, y en esa labor casi siempre le ayudaba algún familiar o persona de su confianza.

Había muchos bichos en la sierra entonces, muchos más que ahora, con todo lo que digan los entendidos del momento, quizás como excusa para echarle la culpa a algo de la notoria disminución de la caza menor.

Entonces no estaba prohibido el uso de las malas artes ni, por supuesto, sobre alguna especie determinada. Se podían capturar todas las especies, que entonces eran siete u ocho las que había, entre ellas, la nutria, la garduña, el tejón y el zorro carbonero, que se cotizaban más que las otras y no era difícil ver las nutrias en las orillas de los ríos y de las riberas retozando por las tardes.

Luego cuando llegaba la hora de vender había que regatear para que no te engañaran.

En esto de las pieles había mucho trapicheo, y muchos precios. Había que tener en cuenta la época que se había cogido el ejemplar, porque dependiendo de ello varia su valor. Las capturadas en invierno eran las más caras, porque tienen el pelaje más tupido. Las de lobo casi nunca se vendían Se dedicaban más que nada para los pies de la cama. Se mandaban a curtir a Constantina que las apañaban muy bien y terminaban siendo un regalo para algún compromiso.

El lobo de “El Puntal del Macho”, lo capturé en la vega del “Marín”, una pequeña vega que había en el lado de las Mesas del Bembézar, que no era mayor que un campo de tenis y que había unos almezos justamente donde el río tenía un rápido que sonaba mucho y hacía que se confundieran los demás ruidos, que siempre gusta identificar a cada uno para ir deduciendo a quien pertenecen.

Por eso no oí el ruido del cepo que llevaba el lobo enganchado, que al final se refugió en “El Puntal del Macho”, y dos días después los perros que tenía Baldomero con las cabras lo siguieron hasta la “Piedra de los Azores”, que está en el río Nevado, a unos cuatro kilómetros de donde lo apresara el cepo en la vega del Marín.

El cepo no era para lobos ni yo esperaba que allí cayera un lobo. Yo allí lo que esperaba capturar más bien era alguna nutria. Parece que el cepo le partió la pata en primer momento de caer y ya no pudo escupirlo, como ocurre con los ejemplares grandes cuando se trata de cepos que no tienen dientes. Este lobo no se pudo cobrar. Supuse por las huellas que dejó en la arena, que el cepo lo había cogido por una de las patas traseras, así se pudo defender de los perros y seguir por una pendiente impresionante, cortada por cortantes farallones de piedras.

Los cepos para lobos tenían una hilera de dientes grapeados por el interior de cada costilla de forma alterna, para que al cerrar quedaran entrelazados de forma que hacía imposible ser escupidos por ninguna pieza por grande que fuese. Los cepos para zorro y conejo no tenían dientes y eran más livianos de peso que los otros.  

Los cepos se fabricaban y se reparaban en la antigua herrería de José Obrero de Hornachuelos, también se hacían en Don Benito, pero estos eran más que nada para conejos y eran más ligeros de peso. Había otros más pesados y peligrosos que no se dé donde eran ni quien los fabricaba.

Mi hermano Diego, tenía una gran destreza en el manejo de los cepos, y sabía perfectamente todo lo que había que hacer para que los lobos no se percataran en lo más mínimo del peligro que corrían si se acercaban por sus dominios.

En una ocasión le dio un premio la Sociedad de Labradores y Ganaderos de Córdoba, por ser el guarda que más lobo capturó con los cepos. Había cierto pique entre los guardas, cada uno tenía sus formas de actuar que guardaban celosamente, los solían poner en las veredas y collados donde los lobos arañaban el suelo (a lo que ellos le decían firmar). Por las noches se podían oír los aullidos desde la casa, en la zona por donde estaban puesto los cepos, sobre todo por las veredas que daban acceso a las manchas donde ellos solían tener sus encames

Entonces había pocas reses en los cotos y los guardas apretaban con los cepos sobre todo antes de montear por temor a que los lobos le chanteraran las manchas, cuando se fracasaba en las monterías se decía que había lobadas en el coto y que las reses se habían ido de allí.

Los guardas de los cotos estaban obligados a poner en sitios visibles unas tablillas que decían “peligro cepos” o simplemente “cepos”, para evitar males mayores, no obstante, se dieron casos de personas que pasaron la noche enganchadas en un cepo hasta por la mañana que llegara el guarda.

En aquellos tiempos se andaba mucho de noche. Las distancias eran muy largas para ir andando y casi nunca se llegaba con luz del día, y entonces sucedía lo peor por no poder ver las tablillas anunciadoras del peligro.

Muchas veces cabalgando por la sierra no dejábamos la carretera o carriles, aunque se diera más rodeo por temor a tener un percance con los cepos al tomar algún atajo. Los cepos estaban mucho tiempo puestos hasta que incluso nacía la hierba encima de ellos y se hacía casi imposible saber el sitio exacto donde estaban puestos, pero se daba la paradoja de que entonces era cuando mejor podía caer el lobo porque ya se había perdido todo tipo de contacto humano, que para los lobos es fundamental dada la desconfianza que tienen de todo.

Esto lo sabían perfectamente los guardas, y ellos no se acercaban para verlos, para no dejar ningún tipo de rastro ni olor, y los solían mirar desde lejos a veces incluso con los prismáticos para no acercarse, y a la vez asegurarse de que permanecía allí.

En el silencio de las noches sin luna, los lobos dejaban sentir sus aullidos como poniendo esa nota tenebrosa que me gustaba oír sobrecogido en la esquina de la casa cuando era un chaval. El lobo entre los campesinos siempre fue el protagonista y autor de algún estrago en el ganado, aunque a veces sin causar baja.

En la sierra no era muy difícil enganchar alguno que otro lobo con los cepos, pero eso no fue lo que terminó con ellos ni mucho menos.

Los venenos, pudieron ser el principal y único motivo por el cual se exterminarán los lobos en la sierra, a pesar de ser extremadamente peligroso, tanto para los animales que lo comían por temor al envenenamiento, como para las personas que lo manejaban.

Tampoco era tan preocupante como para que hubiese que pensar en el exterminio de los lobos para mejorar una especie que después llegaría a los límites que ha llegado, nadie podía pensar en que se podían tener encerradas dos y tres mil reses en un coto, para que luego por no sé qué razones, se sacrificaran a tiro limpio indiscriminadamente, a todo lo que entre al rifle o la escopeta.

Algo que tampoco se puede entender, es que esto lo hagan personas que se precian de ser aficionados a la caza mayor incluso dueños de cotos, y que permitan a otras personas, totalmente indocumentadas en el tema, que lo hagan, como si se tratará de una jornada de caza cualquiera, y regocijarse matando sin ningún tipo de control, por un personal no cualificado para llevar a cabo ese tipo de selección.

Creo yo que existen otras soluciones para hacer esta selección, lo que pasa es que esto se aprovecha como lances de montería. Pero tampoco creo yo que a ningún aficionado le deje buen sabor de boca eso de matar ciervas, por muy bien hechas que estén las cosas, pero esto es lo que alegan los que lo practican.

Esto de la caza siempre ha sido cosa de nobles y aristócratas, pero en estos tiempos actuales sobre todo en los últimos años, los cotos de caza mayor han crecido notablemente y esto ha permitido que una buena parte de aficionados a la caza menor se hayan visto participando en esta modalidad, engrosándola de tal forma, que hoy se puede decir que hay tantos aficionados de una modalidad como de otra. Lo que siempre fue una minoría hoy cuenta con miles de aficionados y todo es debido a la masiva cantidad de caza mayor y al mayor nivel de vida.

Debido a la notable disminución de la caza menor, hoy se puede uno encontrar con jabalí con la misma facilidad que lo hacía antes con un conejo. Los conejos entre la Mixomatosis y la enfermedad hemorrágica, VED, amén de la depredación, que siempre ha tenido este animal lo han disminuido alarmantemente. De seguir así, va a terminar siendo una especie protegida. Estos factores de mortalidad afectan más que nada en mayor medida a los conejos más jóvenes.

Lo que no he comprendido nunca de la caza es por qué todo lo que se mueve alrededor de la misma, desfigura a las personas, de tal forma que de la noche a la mañana dejan de ser amigos tuyos sin ningún motivo aparente que lo justifique. Esto parece ser que no ocurría en otros tiempos según yo he podido comprobar a lo largo de los años, cuando la camarería y el compañerismo son fundamentales en este bello y legendario oficio, o deporte como se le dice ahora, y digo ahora porque no era ningún deporte para mi abuelo, lo de tener que hacerlo a diario para ganarse las habichuelas.

El lobo protagonista de mil  

historias 

Legendario, calculador, estratega, siempre perseguidor y siempre perseguido, el Lobo constituye, dentro de nuestra fauna, uno de los singulares y controvertidos depredadores.

No puedo pasar por alto, ni dejar en el olvido a un animal tan bello como el lobo, el que fue en todos los tiempos motivo de historias y cuentos que a todos los niños nos gustaba oír antes de irnos a la cama, por ser protagonista de largos cuentos narrados por los más viejos al amor de la lumbre en las largas y lluviosas noches de invierno, mientras las mujeres daban los últimos toque por la cocina, poniendo a remojar los garbanzos para el día siguiente, a veces contaban hechos verídicos según decían ellos que les pasara cuando iban de un lugar a otro para ver a la novia o cuando volvían de verla. A menudo se contaban historias tétricas y exageradas. Algunos decían que habían visto cuatro o cinco lobos, luego entraba la rebaja y se quedaba en un par de ellos, y si se le apretaba un poco terminaban diciendo que le parecía haber visto un lobo pero que no estaba seguro.

Entonces era normal encontrarse con los lobos en la sierra y más aún por la noche que solían salir a los caminos para darse un paseo y acceder a las majadas por si había algún descuido para poder llenar la barriga. Yo tuve ocasión de verlos varias veces incluso de quitarle alguna res acosada y mal herida por ellos. Los lobos atajan a las reses y las persiguen sin llegar a matarlas hasta llegar al lugar que ellos creen más seguro para devorarlas.

Nosotros teníamos unas yeguas que siempre andaban sueltas, y algunas veces encontrábamos unos picaderos enormes de haber estado toda la noche defendiéndose de lo lobos. Según dicen, las yeguas hacen un corro con las cabezas para dentro y ahí meten a las crías para defenderlas de los ataques de las fieras. En las umbrías buscaban un rellano, o una carbonera para hacer el corro y defenderse mejor, (una carbonera es un pequeño rellano donde se hacia el horno para el carbón).

Estas cosas daban tema de conversación y se ponderaban largamente, todo lo referente al lobo siempre se exageraba unas veces como anécdota, otras como verídicas. Era un tema casi obligado entre las gentes del campo preguntarse por los lobos, y siempre había alguno que los había visto, aunque fuera por seguir el tema de la conversación, tan tétrico como misterioso.

El ganado en la sierra era escaso y las reses de caza mayor tampoco abundaban mucho entonces, así que los lobos no tenían las cosas muy claras para llenar la panza y sobrevivir, y más aun tratándose de un animal al que todos, de siempre han querido mantener a raya.

Juan Barahona, era un prestigioso pintor y taxidermista cordobés, y tenía dado el encargo a todo el cuerpo de guardería, de un lobo de los que capturaban en los cepos, para llevárselo vivo a Córdoba y estudiar sus actitudes de fiereza. No tardó el señor Barazona, en recibir el aviso de que ya tenía el encargo, así que partió hacia Hornachuelos decidido a recoger el lobo.

Llegado el momento lo anestesió como pudo, ofreciéndole un algodón empapado en cloroformo y en la punta de un palo largo, y así lo dejó fuera de combate. Pero parece ser que el animal no tomaría lo suficiente, y antes de llegar a Córdoba, la furgoneta se convertía en la sala de despertar, como se dice ahora en los medios hospitalarios.

El hombre tuvo que acelerar al máximo, ya por dentro de Córdoba, para llegar cuanto antes a su casa y quitarse el regalito de encima, porque la convivencia en la furgoneta se hacía peligrosa por momentos.    

El corzo creo yo que fue presa fácil para ellos, sobre todo en sus primeros días de vida, y supondría su desaparición en la zona de Hornachuelos, donde nunca fue abundante, pero tampoco era extraño encontrarse con algún ejemplar sobre todo en los cotos, de Navaldurazno, Santa María, y los dos Rincones, y sobre todo en la parte de umbría.

En el año 1962, en una de mis visitas a Navaldurazno, me tropecé con una collera de corzos en la “Fuente de Alcornocoso”, precisamente donde no los había visto nunca, porque esto es parte de solana. Esta seria seguramente la última collera de corzos que se vería por aquella zona. Ya hacía unos años que no se mataba ninguno en montería, incluso estaba prohibido tirarlos como res de montería dada la escasez que presentaba la especie.

Por entonces se hacían muchas labores en el campo, y todo eso era bueno para las reses. Hoy por el contrario no se siembra nada, y todo se quiere arreglar con lo de echar algo en los comederos por las tardes para entretener las reses hasta la hora de montear, y luego que Dios reparta suerte.

Si yo pudiera contarle a mi abuelo la cantidad de maíz que se encuentra uno cuando abre el vientre de una res. Es todo un episodio ver por las tardes como las gallinas de la casera dan buena cuenta de todo aquello, en lo que se dado en llamar junta de la carne.

Pero todo esto se ve tan normal que ya lo extraño es encontrar tallos de lentisco y bellotas en el bandullo de los ciervos. Es difícil imaginar el comentario que de todo esto haría mi abuelo Diego, según su manera de ver todo lo referente a la caza como buen conocedor de ella, pero sí que me gustaría conocer su opinión. No cabe duda de que para aquellos hombres que vivieron y amaron la caza como algo suyo, les resultaría muy desagradable ver la transformación que ha sufrido en todos estos aspectos.

 La sierra y sus penalidades

Había mucha gente en el campo entonces, sobre todo rancheros que tomaban las leñas por cuenta para hacer carbón y sembrar después pequeñas parcelas de las que tenían que pagar el terrazgo a la hora de la recolección. Era este un impuesto o renta que pagaban al propietario en especie por la utilización del terreno que ocupaban con la siembra.

Las mujeres eran las encargadas de ir al pueblo más cercano a lomos de una burra para recoger los comestibles y demás enseres que hacían falta para subsistir.

Por los intrincados caminos de la sierra estas mujeres eran las únicas recaderas que llevaban y traían de todo dos veces al mes. El serón de la burra se convertía en una especie de trastienda donde cabía toda la compra, herramientas, cacharros, botijos, medicamentos y había que dejar un hueco para el crío lactante que tenían que llevar consigo para darle el pecho cuando le llegara la hora.

Los niños nacían en cualquier lugar, sin ninguna asistencia si es que no era la de una mujer mayor que se encontrara por aquellos alrededores.

En una fría madrugada, cuando buscaba las yeguas para ir al pueblo, me sorprendió oír llorar a un niño en plena oscuridad de la sierra. Yo no sabía que pensar, ni a que sería debido el llanto de un crío en aquel lugar y a aquellas horas.

Cuando me acerqué, tomando mis precauciones comprendí todo cuanto vi. Que sus padres rendidos por el duro trabajo de toda la jornada dormían profundamente, en un camastro que habían improvisado para vigilar el carbón, sacado de la tarde anterior, para que no se le quemara.

Aquel niño semidesnudo y helado de frío seguía llorando desesperadamente. Clareaba el día cuando pude observar que la madre se daba la vuelta y lo tomaba en su regazo.

Yo seguía buscando las yeguas, mientras guardaba aquella historia, para contarla aquí muchos años después, para que puedan leerla, si a alguien le interesa conocer estos hechos que tuvieron lugar un lejano día en un inhóspito rincón de la hermosa Sierra Morena.

Estas faenas de rancherías eran realizadas siempre en la temporada de otoño e invierno, por evitar incendios a consecuencia de quemar los desbroces, por lo que estas mujeres tenían que soportar grandes aguaceros a lo largo de las caminatas de dos y tres horas que les costaba llegar al pueblo, y siempre tras la burra con una vara en la mano para avivar el paso del jumento.

Cuando llegaban al pueblo, ataban la burra a la reja de una ventana, y tomaban al pequeño en los brazos para seguir andando de tienda en tienda y hacer sus recados, y los de los demás que le habían hecho por el camino al pasar por otros ranchos.

Luego cuando terminaban se despedían de los familiares y conocidos y se disponían a regresar, siempre andando detrás de la burra ahora cargada hasta los topes. Cuando llegaban a su destino cansada y agotada, pero siempre con una sonrisa a flor de labios, y con unos caramelillos como único obsequio para el resto de la prole que esperaban pacientes todo el día en la puerta de la humilde morada

Que felicidad se podía ver en el rostro de aquella gente sin tener nada. Solo tenían trabajo, trabajo muy duro sin descanso, no había sábado ni domingo, y los días de lluvia los aprovechaban para preparar las herramientas o la techumbre de la vivienda o cosas por el estilo.

De Hornachuelos subían casi a diario las recuas de burros, para trasportar el carbón hasta la estación de RENFE de Hornachuelos unas veces, y otras lo sacaban a cargadero para los camiones. Los camiones siempre se demoraban mucho, unas veces por averías y otras por el mal tiempo, que hacía imposible entrar por los carriles a cargar.

Eran cacharros muy viejos y siempre tenían problemas mecánicos, cuando no eran los neumáticos mil veces recauchutados, que reventaban cuando menos lo esperabas. Estos medios de trasporte también se aprovechaban para traer pan, aceite, legumbres, y artículos de primera necesidad, Había veces que se esperaba el camión como agua de mayo porque ya se habían agotado todas las existencias.

Cazaderos reales

La sierra de Hornachuelos hoy parque natural, fue de siempre un paraíso de la caza mayor y muy deseado por nobles y aristócratas, para celebrar sus cacerías.

A varios reyes de España, no les faltaron motivos para visitar alguno de estos pintorescos rincones de la sierra de Hornachuelos, bien por motivos religiosos o cinegéticos, dándose la paradoja el caso del Monasterio de los Ángeles, su bello entorno campestre, entre los que se pueden encontrar, el “Salto del Fraile”, o la “Cueva de la Mujer Penitente”.

La mujer penitente, fue según el libro, la Montaña de los Ángeles, una doncella de Felipe, II que después de la visita del monarca al Monasterio, decidió quedarse allí escondida en una cueva, para hacer penitencia el resto de sus días. Falleció el año mil quinientos nueve.

Esta mujer cambió todo el esplendor de su belleza y juventud, por la paz y soledades de aquel inhóspito lugar de rocas enmantadas, al paso del angosto río Bembézar.

La carta de la reina Doña Isabel la católica, que, teniendo noticias de la perfección evangélica del Monasterio, y la de virtud y santidad de su fundador, consultaban con él los sucesos del reino y tenían fe en sus oraciones rogadas con repetidas cartas para que pidiese a Dios la total victoria contra los moros.

Así es que, tomada la ciudad de Granada, la Reina envió una carta a Fray Juan de la Puebla, fundador del Monasterio que decía así.

“La Reina. Devoto padre Fray Juan de la Puebla, ya sabéis, como vos fize saber muchas vezes la entrada del Rey mi señor a conquistar el reino de Granada; porque rogasedes a nuestro Señor le dieses de aquellos enemigos de nuestra Santa Fe Católica. Ahora vos fago saber, como ya vendito nuestro Señor le plugo dar al Rey mi Señor esta victoria; que hoy dos días de enero se entregó la ciudad de Granada con todas sus fuercas, y de sus tierras.

Lo cual os escribo, porque fugáis gracias a nuestro Señor, que tuvo por bien de vos en esto el fin deseado.

De la ciudad de Granada a dos de enero de mil cuatrocientos y noventa y dos años.”

El rey D. Alfonso XIII, hizo un total de veinte visitas a Hornachuelos, para celebrar otras tantas monterías por todo su término.

Entre las más notables expediciones venatorias realizadas a las Mezquetillas de los Sres. Calvo de León, de Palma del Río, hay una descrita por el propio rey, que está fechada el 9 de marzo de 1882.

El autor, dice de sí mismo que condenado por su oficio a saber de todo un poco, nunca tuvo tiempo bastante para perfeccionarse en nada en particular. Describe la montería en forma llana y a veces con descuidos de redacción.

El Rey dirige a cada de sus acompañantes una frase intencionada, de buen género; llamándolos a todos verdaderos toreros de invierno, para cuya montería se prepararon muchos batidores y ciento catorce perros, y agrega que tal vez había tantos perros por merecerlos (ello) según (se portaron) en la lidia. Estuvieron tan desacertados los tiradores, que debieron haberse suprimido las balas en sus cartuchos, pues, dada la mala puntería, (el sitio más seguro era montarse en un venado). Tal fue la cacería que el mismo descriptor intituló: Montería de los chambones.

El Gobernador Civil de Córdoba, era un montero asiduo al noventa por ciento de las monterías que se celebran en el término de Hornachuelos.

En una ocasión, monteando la mancha de las escobas, de la finca Navas de los Corchos, el Gobernador mató una cochina hermosísima, y todos los monteros le daban la enhorabuena y tal, hasta que llegó la hora de recoger las reses, pero la cochina del Gobernador no aparecía por ninguna parte, y como es de suponer allí andaban todos de cabeza, para encontrar la ya famosa cochina.

El guarda volvía muy preocupado, para preguntar al señor Gobernador, por donde había tirado la cochina. Pero hombre si la han cargado dos muchachos en un burro delante de mí, -respondió el Gobernador-, y hasta les he hecho unas fotos y todo.

A esto que llegaba mi hermano Antonio, que conocía al Gobernador, y fue el primero en comunicarle que, para aquellas horas, la cochina ya habría sufrido los necesarios quebrantos para aplacar el hambre de alguna familia meloja. (Melojas son los de Hornachuelos). La Guardia Civil se puso en marcha para hacer las primeras pesquisas, pero el Gobernador que ya sabía por mi hermano de qué se trataba, ordenó a la Guardia Civil, que no se preocuparan y que se olvidaran de aquel asunto.

Todo esto se comentó largamente durante mucho tiempo, y siempre se tomó como anécdota, para contar cada vez que salía la conversación.

En algunos casos el furtivo ha sido comprendido y considerado, pero eso fue antaño cuando cazaba para poder sobrevivir, él y los suyos en el medio hostil como entonces eran las zonas rurales, sobre todo para los que sobrevivían alejados allá en los confines de la sierra.

La Bellísima Patrona de Guadalcanal Santísima Virgen

María de Guaditoca

Sería imperdonable para mí como guadalcanalense, y muy devoto de la Santísima Virgen, que no la mencionara en el presente libro.

Desde que era muy joven, cuando venía de Navaldurazno con mi yegua para la Feria, traía mi ilusión puesta en acompañar a tan Celestial Señora en su salida procesional el sábado por el Real de la Feria.

Nunca lo hice como promesa, es más bien un compromiso el que tengo creado desde siempre, de acompañarla en todas sus salidas. Mi tío Martín, al que nunca lo vi en la iglesia, tenía la misma costumbre, y todos los años hacíamos el recorrido los dos en la fila, desde la salida hasta la entrada.

La calle Concepción, siempre se engalana para el paso de nuestra Señora. El membrillo del huerto de mi casa vertía sus frondosas ramas a la calle, y era un motivo a tener en cuenta a la hora de pasar la Virgen, pues se paraban los de la procesión para verlo. Yo quise en alguna ocasión cortarle alguna rama para facilitar el paso a nuestra Señora, pero los propios costaleros me dijeron que no, que así se lucían haciendo las maniobras correspondientes, para que la corona de la Virgen no se enganchara en el árbol, así que todos los años se esperaba el paso de la Virgen por el árbol como un pequeño acontecimiento.

Pasó el tiempo y el árbol se secó, y no pocas personas me preguntaron por él, lamentándose de la pérdida. Ahora tengo puesto otro en el mismo lugar y de la misma especie, y espero que con el paso del tiempo se vuelva a repetir la misma historia, y sea un aliciente más para la calle Concepción, el poder ofrecer al paso de nuestra Patrona, los amarillos y olorosos frutos de tan generoso árbol.

En las soledades de su Santuario, en un pintoresco rincón, a orillas del arroyo de Guaditoca, también me gusta hacerle alguna visita, aunque sea a través del ojo de la cerradura, si es que no está abierta la puerta de la ermita.

En el interesante libro “El Santuario de nuestra Señora de Guaditoca”, de Antonio Muñoz Torrado, hace la siguiente descripción de nuestra santa Patrona, que por ser bella y hermosa me ha parecido bien, reflejarla en el presenta comentario:

“La venerada imagen es una hermosa escultura de vestir, de rostro un poco alargado; tiene una gravedad severa al par que dulce, que atrae reverente a quien la mira, infundiendo respeto, amor y confianza filial; la frente es ancha y despejada, las cejas menudas, negras y arqueadas; los ojos negros y grandes con mirada tan agradable y serena que subyuga y llega hasta lo hondo del alma; la nariz larga y afilada; la boca pequeña y los labios finos y encendidos; teniendo junto a la baca en el lado izquierdo un lunar, que da expresión de singular belleza a todo el rostro.”               

Hablando de Guadalcanal

“Es Guadalcanal su nombre; su población, la primera de la Extremadura, yendo de la Andalucía a ella”.

Esas son las palabras que dedicó Lope de Vega a esta localidad, blanca de cal, enclavada entre la Sierra del Agua y la Sierra del Viento, al filo de las tierras extremeñas.

Este bonito pueblo serrano, de ribazos y olivares, tan vinculado en la antigüedad a las tierras extremeñas; no le falta cada año el olor a cirios penitentes, que van ardiendo por sus calles, al ritmo de tambores y trompetas, toda una legión de voluntarios costaleros, con paso firme y seguro, ponen todo su empeño en esa labor conjunta de llevar a las imágenes de su pueblo y demostrar que lo llevan en la sangre como buenos guadalcanalenses.

Da la sensación de que el otoño y la primavera dan un rodeo por Guadalcanal, mientras que el invierno y el verano, entran triunfantes por sus calles. El viento de arriba, en invierno, te deja helado cuando cruzas por la calle Concepción; mientras que en verano el de abajo, te reconforta y te acaricia cuando entras en el paseo del Palacio, y cuando llegas a la Poza, te crees que estás en Biarritz.

Los jóvenes en invierno dábamos los primeros paseos por la plaza, para ir abriendo boca. Luego, según entraba el mal tiempo, a sacar agua dando vueltas en los Mesones, las muchachas lo hacían en un sentido y nosotros en otro, (siempre igual), para vernos las caras cada vez que nos cruzábamos, y así era más fácil, si te gustaba alguna no tenías más que cambiar de sentido.

El invierno aquí es largo y frío. Había que buscar alguna distracción, así que lo mejor que podías hacer era echarte una novia, y te reservabas un poco detrás de la puerta, porque más para dentro, no te dejaban pasar. El verano es otra cosa en Guadalcanal, aquí hay para todos.

La feria cierra las puertas del verano. Es como la clausura de la temporada veraniega, luego ya quedamos los de siempre, con la lluvia, el frío, y el aburrimiento por compañía, pero las migas, el mosto, y las sardinas asadas al amor de la lumbre en las casitas de campo, nos ayudan a dar una de cal y otra de arena a las inclemencias atmosféricas.

En las tibias tardes de otoño, nos íbamos a pelar la pava a la “Piedra de Santiago”, o a “El Cristo”, o a “El Coso”, o a la “Estación”. Ahora no veo a nadie por estos lugares pelando la pava, ¿o es que las de ahora no tienen plumas?, ¿o es que se las comen con plumas y todo?

Venían muchos veraneantes por entonces a Guadalcanal y algunos de ellos eran clientes asiduos de todos los años. Les encantaba leer la prensa en el Palacio, y tomarse un tintito de Usagre, en la “Cantina del Campiñerín”, que la montaba detrás del Ayuntamiento. Allí paseaba todo el mundo por las noches, y los domingos tocaba la Banda Municipal en el tablado que había en el centro del paseo, y tocaban muy bien, porque aquí de siempre ha habido muy buenos músicos. Un tío de mi padre fue muchos años el maestro de música, luego quedo su hijo, “El Musiquín”. Aunque nunca supe porque le decían este apodo.

Ya no se pone la jarra de agua y el vaso encima de la mesa-camilla, con sendos pañitos de encaje como tapaderas, ¿es que bebemos menos agua?

 Desde que dejó de caer por su pie en la fuente de la plaza, o en el pilar de la “Cava”, o en el pozo de mi casa, que se bebía sin ganas cuando Mari mi esposa, ¿la sacaba con el cubo tirando de la cuerda?

El agua de Guadalcanal se pregonaba en el tren hasta que llegabas a Sevilla, en el botijo de barro colorado que hacía mi amigo Pepe, el alfarero con su padre Segundo un extremeño de Salvatierra de los Barros, que sentó cátedra aquí con el oficio bien aprendido, allá por el año 1919. También vendían carbón en la calle Las Sánchez para alimentar las cocinas de entonces.

Ahora no se toma el aguardiente de Cazalla, en la Puntilla. Entonces los mayores se levantaban muy temprano a fumar y tomar el aguardiente, mientras que charlaban con los viajeros del ómnibus que salía a las seis de la mañana para Sevilla.

El chofer del coche-correos era Carmelo, un hombre algo primitivo, pero agradable y bromista, que manejaba con cierta destreza la desvencijada guagua, por la carretera de la estación.

El chofer de la Bética era “Sanani”, y Cote, el cobrador, que también tenían su puntito cuando les llegaba la ocasión. Cote tenía una escopetilla que llevaba en el coche, para ir tirándoles a las liebres que saltaban a la carretera por las madrugadas camino de Constantina, y cuando mataba alguna los propios viajeros les ayudábamos a cobrarla, luego se la comían entre los amiguetes los domingos con arroz en casa Granaito.

Juan Berza y su madre Manuela, pregonaban los bollos de pan recién hechos al amanecer por todas las calles para desayunar las gentes de campo, y los molineros, antes de hacer el relevo, se tomaban su bollo mojado en aceite de él que salía por las torvas, que era el mejor y no sabía a alpechín, y además no costaba nada.

Funcionaban cuatro o cinco almazaras de aceite en el pueblo y las gentes por las mañanas solían ir por allí a calentarse las manos en el calderín. Las mujeres cogían agua caliente, de la que usaban los molineros para lavar los capachos al salir de las prensas.

Entre la gente menuda se ha perdido la costumbre de jugar a las canicas (los bolis), con lo buenas que las hay ahora en las tiendas de todo a cien, no como antes que teníamos que esperar a que se rompiera una botella de gaseosa de las de Perelló, que las tenían de tapón. En el Coso los hacían de barro, pero no eran del todo esféricos y chocaban muy mal.

Y las trompas de encina, cuando Matarriñas, les echaba las púas en la fragua, capaz de partir por medio la del más apuesto rival, con el cordel de cáñamo que comprábamos en casa de Julio el del estanco, un metro era la medida, Carmelita la dependienta lo sabía muy bien.

Su madre también se llamaba Carmelita, y confeccionaba muy bien las camisas de caballero a medida, en la calle Espíritu Santo, y había que encargarlas con mucha anticipación. Y el sastre, el Sr. Silva de Constantina, nos hacia los trajes a toda la trinca. Las niñas que tenía cosiendo en el taller se lo pasaban muy bien cuando teníamos que ir a las pruebas, estaba la sastrería en una esquina de la plaza de España.

En la calle, Santa Clara, arrendaban bicicletas, y era un regocijo para cualquier chaval de entonces darse un paseo en bici. Así aprendimos a montar la mayoría de nosotros,

El circuito era el Palacio, aunque también dábamos alguna vuelta por la Plaza, que estaba prohibido, y había que tener cuidado con “Pípoles”, el jefe de los municipales, un señor cojo, pero que andaba más de prisa que los que no lo eran. De aspecto agrio y cascarrabias, pero que no se la daba ningún pollo, por muy hábil que fuera.

En las ferias siempre había peleas entre gitanos, que comenzaban con los tratos de las bestias que se vendían y compraban. Él siempre las disolvía a sablazo limpio, con el sable que tenía para aquellas ocasiones; sin pensar en el peligro que corría metiéndose entre navajas gitanas.

Ramón Fernández, tenía una bici envidiable, con cambio y todo, era el único que le daba la vuelta al Palacio por encima del poyete, sin apearse de la bici, en tres o cuatro minutos se ponía en la estación.

Era radioaficionado y operaba con una emisora que él mismo se construyó, con las válvulas de los aparatos de radio, y otros componentes que él hacía, como bobinas, resistencias, antenas, entre otros, que soldaba con soldador de latonero que calentaba en el anafe de carbón.

Marchó a Venezuela y no sé si volvió alguna vez por Guadalcanal; hace unos años tuve ocasión de conocer a uno de sus hijos, que también era radioaficionado, y hablamos largo y tendido de la radioafición como colegas.

Exploro las cuevas de Santiago que están al borde de la rivera. Todos los que bajaban al abismal laberinto lo hacían con una cuerda para no perderse a la hora de regresar, pero había cierta dificultad para encontrar cuerdas tan largas, pero este hombre resolvió ese problema con paja, que iba dejando poco a poco, y así no tuvo ninguna dificultad para volver por el mismo sitio.

Estas cuevas por entonces eran muy visitadas por mucha gente, que no tenían otra cosa que hacer, ya que de antemano se sabía que no tenían ningún interés, aunque cuenta la historia que debido  a ellas y a los restos arqueológicos del paleolítico encontrados allí, se pudo saber de los asentamientos de fenicios y romanos, y que cruzaban estas tierras por la vía, “Híspalis” y “Emérita Augusta”, en época posterior, (musulmana), llevó el nombre de Guad al Kanal, o Río de Creación.

Los Reyes Católicos, podrían haber seguido esta vía cuando viajaron, desde Sevilla a Madrid. Cazalla, Guadalcanal, Llerena, Guadalupe; en los primeros días de marzo de 1502.

Nunca anidó en mí la idea de bajar a esos abismos oscuros y fríos, por el contrario, la altura sí que me gustó de siempre, quizás sea porque la conozco mejor.

    Despedida

Antes de cerrar página, quisiera dar cabida en este libro, a todos los aromas campestres, tomillos, lentiscos, juagarzos, romeros, almoradux y adherirlos a cada página con las resinas de las jaras, para dar la sensación de estar asomado al brocal de la umbría, y volver a recordar todos esos incomparables aromas que la sierra sabe poner graciosamente en el aire sutil de aquellas montañas; que por mi torpeza no fui capaz de describir esos prodigios de la naturaleza que aquí se dan cita, a pesar de haber sentido como nadie el latido del corazón en Sierra Morena, pero que  siguen estando ahí como mudos testigos de una eterna realidad, mientras que yo me rindo como un fracasado, antes lo que no fui capaz de conquistar con mi modesta filosofía.

                                               Isidro Escote Gallego.

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