07.SET.1951.- ABC – ASPECTOS. ELOGIO DE LA CALMA.

Desde la estación de Los Rosales hasta la de Guadalcanal hay, en esta línea de Mérida que recorremos, un repecho fatigoso y largo como para desesperar a cualquier viajero no dispuesto a mayores empresas de lentitud sobre el vehículo menos presuroso de cuantos ruedan por los caminos. Vehículo juicioso por su calma y benemérito por su afán de arreglar lo que otros destrozan…
De ese acreditado repecho a que aludimos deseamos alabar méritos, pues nos permitió confirmar el viejo convencimiento de que tanto para vivir como para ver es necesario ir despacio: se vive más y se ve mejor… Un tren de más potente locomotora salvaría la trabajosa pendiente Rosales-Guadalcanal en seis veces menos tiempo que esta arqueológica máquina trabajada y cansina; pero el paisaje, con sus cerros, sus árboles, sus casitas, los postes del tendido telegráfico y los pasos a nivel… sería, en los vertiginosos giros de la marcha, un borrador de paisaje sin colores precisos, sin forma determinada, sin perfume y sin gracia.


Despacio es otra cosa… Viajeros que nos acompañan en el vagón se inquietan y maldicen, abandonan los asientos y salen al pasillo en busca del alguien ante quien protestar; vuelven a sus lugares con desesperado aire, que acaba en puñetazos inútiles contra los brazos de las butacas; toman los periódicos y, en vez de leerlos, los arrugan, crueles, entre sus manos crispadas…
Si eres aficionado a la música, hermano lector, puedes apreciar desde tu asiento el grado de perfección a que ha llegado la banda del pueblo inmediato en los cuidadosos ensayos previos para amenizar la feria local con las piezas más escogidas de su repertorio. Si eres algo entomólogo, puedes clasificar desde la ventanilla las especies animales que se crían en el monte vecino. Si te gusta la botánica, no hallarás dificultad para examinar plantas y comprobar las excelencias de la salvia, el tomillo, el espliego y demás especies medicinales y útiles, que da pródiga esta sierra cruzada por vereditas de cabras y poblada de conejos. Despacio, despacio… Para verlo todo bien, oírlo todo bien, gustarlo mejor, tocarlo a gusto y olerlo a fondo. ¡Despacio, despacio, hermanos!
Pero… no sabemos por qué el tren que nos encaramó sobre Guadalcanal –que tiene la estación más alta que sus torres- emprende ahora una carrera alarmante. Se ha vuelto loco, sin duda, por llevar en su entraña locos de atar, con prisa en llegar sin tener acaso nada que hacer al término del viaje.
No, no. Así no cuenten con nosotros. Si en la vertiente extremeña es necesario demostrar que la señorial lentitud andaluza no merece consideración, preferimos echar pie a tierra. A fe que el sitio es propicio. Séneca lo elegiría para sí como tierra semejante a la suya cordobesa, que le llenaba de orgullo: “Soy de una tierra dichosa que tiene vides y olivos”, decía con supremo gozo de amor al solar nativo. Vides y olivos en las líneas de un prodigioso pentagrama de plantación, lograda en la fecunda calma del trabajo agrario.

Aquí nos quedamos quietos. Porque además de calma y quietud hay unos lodos y un ambiente salutíferos puestos aquí por Dios, como señal de su omnipotencia y como sabio aviso supremo de que toda premura ha de pagarse con un tributo de reposo restaurador. Y al final de cuentas y prisas, con el definitivo. JOSÉ ANDRÉS VÁZQUEZ, El Raposo, 1951.

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